lunes, 12 de agosto de 2019

ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 29




A Paula le dolía todo el cuerpo, después de haber pasado toda la noche haciendo el amor. 


Cambió de postura y apoyó la mano en el lugar en el que había estado Pedro. Expiró.


No sabía cómo ni cuándo había ocurrido, pero la noche anterior, mientras hacían el amor, se había dado cuenta de que estaba enamorada de él.


Enamorada de Pedro Alfonso, conocido mujeriego, que le había robado la prometida a su hermano, y hombre de negocios despiadado.


Aunque ella no lo viese así, sino como al hombre que trazaba sus cicatrices, que la había abrazado mientras le contaba sus secretos más oscuros. El hombre que creía en su talento, que pensaba que era bella.


Casi parecía imposible que fuese el mismo hombre del que hablaba la prensa. El hombre al que toda Francia odiaba.


Paula sabía que no era una buena apuesta, que le iba a romper el corazón y, no obstante, no tenía miedo, ni le entristecía estar enamorada de él.


Porque la noche anterior se había sentido como una mujer de la cabeza a los pies. Una persona completa.


Capaz de estar con el hombre al que amaba, de hacer lo que quisiera, con el hombre al que amaba.


Por fin estaba viviendo la vida y, aunque era probable que le rompiesen el corazón, no iba a volver a esconderse.


Pedro entró en el dormitorio con una toalla enrollada en la cintura y el pecho todavía húmedo. Paula deseó secárselo con la lengua.


–Háblame de Marie –le pidió casi sin darse cuenta.


Él se quedó inmóvil un instante, luego se quitó la toalla y fue desnudo hasta el armario.


–¿Por qué? 


–Porque sí. ¿No quieres que sepa nada?


–Míralo en Internet.


–Ya lo he hecho.


–¿Y no ha sido suficiente? 


–No, ni mucho menos.


–No tiene importancia.


–Si no la tuviese, me lo estarías contando.


Pedro abrió el primer cajón del armario y sacó unos calzoncillos negros. Se los puso.


–Era la prometida de Luciano. Tres semanas antes, estábamos a solas en su ático y la seduje. Así que canceló la boda. Estuvimos un año juntos y, luego, me dejó.


Paula se llevó las rodillas al pecho.


–Pensé… que la habías dejado tú.


–No. Aunque tenía que haberlo hecho, porque la miraba y veía la traición a mi hermano.


–¿Y por qué…? 


–¿Por qué? –repitió Pedro–. Porque la quería. Al menos, esa fue mi excusa. El amor lo puede todo, ¿no? 


–¿La querías? 


Paula sintió celos. Le dolió que Pedro le hubiese entregado su corazón a otra persona. Le había sido más fácil pensar que la había seducido y había si do cruel con ella.


–Bueno, no, no la quería. Creía que la quería. Y eso fue la excusa para ser egoísta. El corazón es perverso, Paula.


–No estoy de acuerdo.


–Porque no lo has vivido. No has visto cómo puede llegar a cambiarte. Ahora prefiero utilizar la mente. Sé que puedo confiar en ella –le dijo, mirando por la ventana–. ¿Sabes por qué tengo estas vistas? Por ella.Me pidió que se viese la torre Eiffel, para cuando diésemos fiestas. Y yo le hice caso para demostrarle mi amor, fue sencillo, porque solo tuve que firmar un cheque. ¿Acaso es eso el amor, Paula? 


–No.


–Eso pienso yo también.


Paula tenía el estómago encogido de celos, tristeza, ira, todo mezclado.


Había pensado que se sentiría más unida a él sabiendo aquello, pero en esos momentos se sentía lejos.


Era como si el vínculo que había habido entre ambos estuviese desgastándose.


–Tengo que irme a trabajar –le dijo–. Me ducharé en casa. De todos modos, tengo que cambiarme de ropa.


Pedro se encogió de hombros y se puso unos vaqueros azul oscuro.


–¿Has tenido noticias de Statham’s? 


–Todavía no.


–Avísame cuando las tengas.


Paula asintió. Se sentía como si se le fuese a romper el corazón en el pecho.


–Sí. Te llamaré.




ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 28





EL PISO de Pedro era el reflejo del propio hombre.


Frío, de líneas depuradas y sin pistas acerca de cómo era por dentro.


Ni una fotografía de familia. Ni una obra de arte que no fuese moderna y que no hubiese escogido el diseñador de interiores que le había decorado el piso.


Reflejaba lo que él enseñaba al mundo, pero no lo que Paula conocía de él. Pedro era Malawi. El lago, el cielo, una belleza indomable.


–Bonitas vistas –comentó, mirando por la ventana hacia la ciudad de París, con la torre Eiffel al fondo.


Pedro se encogió de hombros.


–Casi ni me doy cuenta.


–Entonces… ¿por qué vives aquí si no aprecias la situación del piso? 


–Ah, sí que la aprecio. Este ático fue una buena inversión, sobre todo, por las vistas.


–Eso es… muy típico en ti.


–Tú tienes alma de artista, Paula –comentó él en tono indulgente–. Yo la tengo de financiero. Tú ves el arte, yo, el valor económico.


–Entonces, ¿esa es tu pasión, el dinero? 


–No el dinero en sí, sino ganarlo. El reto de ganarlo.


Paula respiró hondo y continuó mirando a su alrededor. Todo estaba demasiado limpio y ordenado.


–No suelo estar mucho en casa –comentó Pedro, como si le hubiese leído el pensamiento.


–Ah.


Atravesó la habitación con los ojos clavados en ella y todo lo demás se desdibujó a su alrededor. 


En cuanto la besó, solo sintió la necesidad de tenerla. Era la primera vez que le ocurría algo así.


La primera vez que alguien traspasaba el muro que había levantado alrededor de su corazón.


Paula apoyó las manos en su pecho y empezó a desabrocharle la camisa.


–Eres perfecto –susurró cuando se la hubo quitado.


A él se le encogió el corazón y pensó que solo se refería a su cuerpo, porque si pudiese ver dentro de él, no diría algo así.


–Mi habitación está arriba –le dijo, intentando ir a un territorio más seguro. La cama. Allí podía dárselo todo.


Era el único lugar en el que podía darle todo lo que se merecía.


Ella sonrió con picardía, separándose de él para subir las escaleras.


La habitación tenía las mismas vistas que el salón.


Unas vistas que no representaban nada para él. 


Salvo promesas rotas. Las de Marie y las suyas propias.


Había comprado el ático porque Marie le había dicho que lo hiciera.


Y las vistas habían sido lo único que había permanecido igual después de que ella se marchase, con otro. Entonces, había contratado a un diseñador de interiores para erradicar los toques femeninos que su ex le había dado a la casa. Había hecho un esfuerzo por eliminar todo lo que le recordase a ella.


Así que llevaba tres años ignorando las vistas, pero en esos momentos, al mirar hacia la ventana, vio al silueta de Paula dibujada en ella. 


Lo estaba mirando con deseo.


No se molestaba en ocultarlo. Su sinceridad era sorprendente, más de lo que se merecía. Y, no obstante, la quería. Deseaba a Paula.


Esta miró detrás de ella, hacia las ventanas.


–No se ve nada desde fuera, ni siquiera con las luces encendidas –le aseguró Pedro.


Paula asintió y se llevó la mano a la espalda para bajarse la cremallera.


–Me alegro, porque esta noche… quiero que dejemos las luces encendidas.


Pedro se dio cuenta de que estaba nerviosa y se excitó al verla quitarse el vestido.


Era la mujer más valiente que había conocido. 


Una mezcla de suavidad y fuerza, de inseguridad y confianza. Había sufrido mucho y sin ningún apoyo.


Se olvidó de todo y se centró en ella, que se había quitado el sujetador.


Se acercó y le acarició la curva de los pechos, haciendo un esfuerzo para no tocarla allí donde más deseaba ella que la tocase.


Su propio cuerpo protestó. Quería tenerla ya, cuanto antes. Pero él quería saborearla. Darle todo lo que pudiese darle.


Paula se movió contra su cuerpo y se quitó las braguitas y los tacones.


Él metió la mano entre sus piernas y la acarició.


Metió un dedo en su interior, luego dos.


Pedro, no puedo más… –gimió ella, aferrándose a sus hombros.


–Déjate llevar –le pidió él, deseando notar con los dedos cómo llegaba al clímax.


Ella se mordió el labio y empezó a sacudirse, temblando, apoyando todo el peso de su cuerpo en él.


–Ma belle –le susurró Pedro, tomándola en brazos para llevarla hasta la cama.


Una vez allí, Paula tomó su erección con la mano y le dio placer.


Mientras, él la besó en el cuello y le mordisqueó la delicada piel antes de bajar hacia los pechos.


–Eres como un postre –le dijo, pasando la lengua por uno de los pezones endurecidos–. Fresas con nata. Pero mucho mejor, más deliciosa.


Chupó con fuerza y notó cómo Paula arqueaba la espalda hacia él.


–Te deseo, Pedro –le dijo–. Solo a ti.


Y su cuerpo sintió la necesidad de estar dentro de ella, de hacerla suya, pero se contuvo todo lo que pudo y fijó su atención en el otro pecho.


Pedro –insistió ella–. Ya.


Y él perdió el control y sacó un preservativo de la mesita de noche y lo abrió con dedos temblorosos.


–Dámelo –le pidió Paula.


–No. Si me tocas, no aguantaré.


–No me importa.


–A mí, sí.


Paula le quitó el paquete de la mano y lo dejó encima de la cama.


Luego, se inclinó hacia delante y pasó la lengua por su erección antes de metérsela en la boca.


Pedro quiso protestar, pero no fue capaz.


–Venga, déjate llevar, Pedro –le dijo ella.


No tuvo que esforzarse mucho más en hacer que perdiese el control por completo.


Luego, se tumbó de nuevo a su lado y apoyó una mano en su pecho.


–Me encanta el contraste entre tu piel y la mía –le dijo suspirando–. Estoy agotada.


Paula cerró los ojos y su respiración se volvió profunda. Pedro se quedó con los ojos abiertos. 


Sabía que esa noche no iba a poder dormir.





ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 27




Pedro juró en voz alta en su despacho, pero no se sintió mejor. En ocasiones, Paula le hacía sentirse como si estuviese sangrando por dentro. Porque había pensado que se avergonzaba de ella, como le había sucedido a su familia después del incendio.


No era el hombre adecuado para estar a su lado.


Había intentado distanciarse desde que habían vuelto a París para no hacerle daño.


Pero Paula lo había llamado, como una sirena, para que volviese a acercarse a las rocas.


Había estado a punto de pedirle que lo acompañase esa noche, pero luego se había dicho que no iba a permitir que nadie lo manipulase. Marie había sido una maestra en el arte de la manipulación. Y él se lo había permitido.


No cometería el mismo error con Paula.


Durante los últimos tres años, la mayor parte de sus relaciones habían durado una o dos noches, pero no quería eso con Paula. Todavía no podía dejarla.


No obstante, le hacía perder el control. Y eso no podía tolerarlo.


No, sería él quien llevase las riendas de su relación. Y la tendría esa noche. La llevaría a la fiesta y, después, a su cama.


Y la haría suya.



****


–Fue un error, pensar que estaría mejor sin ti esta noche.


Paula se ruborizó al oír aquel cumplido. Sobre todo, porque se había arrepentido de haber sido tan trasparente con Pedro y por haberle casi rogado que la llevase a la fiesta.


Pero cuando este la había llamado menos de veinte minutos después de su primera conversación, no había podido negarse a acompañarlo.


Le había sido sincera, aunque la suya fuese solo una relación sexual, ella se la tomaba en serio. 


Enseñarle sus cicatrices había sido el primer paso para descubrirse entera.


Pedro llevaba las cicatrices por dentro, y eso le permitía protegerse. Sabía de ella más que nadie en el mundo y eso hacía que pensase que tenía ciertos derechos sobre él.


Sin embargo, él solo compartía su cuerpo.


Había intentado preguntarle por su familia en el yate, pero Pedro había respondido con monosílabos y casi no le había dado información.


–Gracias por el casi cumplido –le dijo mientras entraban en uno de los salones de un lujoso hotel.


Pedro le había contado que iba a reunirse con un potencial cliente que no estaba seguro de querer asociarse a él debido a su reputación.


–Era un cumplido. Cometí un error. ¿Qué más quieres? 


Nada –le respondió–. Que me lo hubieses pedido tú primero.


–Pensé hacerlo –admitió él, mirándola a los ojos–, pero es una reunión de negocios y necesito estar concentrado, no excitado.


Ella sonrió.


–¿Te parece divertido? 


–Un poco ordinario como piropo, pero sí, me parece divertido. Pensé que habías perdido el interés en mí.


–No me gustan las mujeres que se hacen las inseguras.


–No me hago la insegura. Es solo que no me ha gustado que no me llamases. Solo te pido respeto.


–¿Y te he dado algún motivo para que pienses que no te respeto? 


–Solo que no llamaste al volver a París. Me parece bien que quieras que nuestra relación sea informal, pero no me gustan los regímenes de incomunicación y que solo me llames como si fuese una línea erótica.


–Pensé que tal vez necesitabas espacio –le dijo Pedro en tono sincero.


–Pues te equivocaste, quiero decir, que necesitaba saber cómo estábamos al volver a París.


Pedro le dio un beso en los labios y ella se quedó inmóvil. Lo había echado demasiado de menos.


Cuando se separaron, no la soltó y le dijo en voz baja.


–Creo que queda claro cómo está nuestra relación, al menos, cuando estamos cerca.


–Supongo que sí.


Él le acarició la mejilla y la miró a los ojos.


–No puedo mantener las manos alejadas de ti.


Paula se sintió como si estuviesen solos en la habitación. Se acercó más a él y le pasó la lengua por los labios.


Pedro retrocedió.


–No.


–¿Por qué no? 


–Porque he venido a hacer negocios, ¿recuerdas? 


–Ah, sí. Prometo que sabré comportarme.


Él la miró fijamente unos segundos más.


–Qué pena.


Luego le dio la mano y la llevó hacia el bar, donde los esperaba Calder Williams, dueño de una importante cadena de hoteles, el siguiente proyecto en el que quería invertir Pedro.


–Calder –lo saludó, dándole la mano y volviendo a concentrarse en el trabajo, aunque su cuerpo siguiese empeñado en que se centrase en Paula.


Pedro… –respondió éste, mirando a Paula con interés– me alegro de verte otra vez.


–Yo también.


–¿Y usted es? –le preguntó Calder a Paula.


–Paula Chaves –respondió ésta, dándole la mano, en la que Calder le dio un beso.


Pedro no le gustó el gesto. Paula era suya. 


Puso un brazo alrededor de su cintura mientras empezaban a hablar del proyecto de expansión de la cadena hotelera.


Calder no dejaba de mirar a Paula, más interesado en ella que en el negocio.


Pedro no podía evitar pensar que no quería que la mirase.


No quería que la desease.


Era suya.


–Me parece –le dijo en tono gélido después de unos minutos– que deberíamos continuar esta conversación otro día en mi despacho.


Calder sonrió.


–Llamaré a tu secretaria.


–Bien.


–Encantado de conocerte, Paula.


–Ha sido un placer –respondió ella, ajena a todo.


–¿Tienes una tarjeta de visita? –le preguntó Calder.


Paula buscó en su bolso rosa fucsia y le dio una.


–Sí, viene la dirección y el teléfono de la boutique.


–Ah, diseñadora de moda, tenía que habérmelo imaginado.


–Calder, ¿por qué no lo intentas con alguna mujer que haya venido sola? 


Paula se puso tensa al oír aquello y Calder sonrió.


–Por supuesto –dijo, metiéndose la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta.


–Ha sido un placer –le dijo Paula, agarrándose al brazo de Pedro.


Solo lo soltó cuando se habían alejado de Calder y estaban en un pasillo, y echó a andar delante de él hacia la puerta.


–¿Qué te pasa? Pensé que querías acompañarme –le dijo Pedro.


–No sabía que ibas a comportarte como un tonto celoso.


–Tú te has comportado igual cuando me has llamado esta mañana.


–Pero no te he puesto en ridículo delante de nadie.


–Iba a devorarte conmigo allí.


–Yo no lo habría permitido, ¿cuál es el problema? 


–El problema es que era una reunión de negocios y no ha sido nada profesional.


–Yo no tengo la culpa de que te hayas portado como un macho posesivo, Pedro Alfonso.


Paula tenía la mirada encendida y las mejillas sonrojadas. Estaba enfadada, pero a él le pareció que estaba muy sexy. No pudo evitarlo.


Había habido una época en su vida en la que se había considerado un hombre de honor. Un hombre capaz de controlar sus instintos más básicos.


Pero todo eso se había terminado tres años antes y no iba a ser esa noche cuando lo cambiase. Necesitaba tener a Paula. Era una cuestión de atracción. Tenía que saber que era suya. Que él era el hombre al que deseaba, y no Calder ni ningún otro. Necesitaba asegurarse que estuviese con quien estuviese después de él, siempre lo recordaría.


La besó apasionadamente y su cuerpo se endureció al instante.


Ella le devolvió el beso, agarrándolo de la cara. Pedro la hizo retroceder contra la pared sin soltar sus labios.


La estaba besando como si se estuviese muriendo y aquel fuese el último momento de su vida.


Era un beso alimentado por la desesperación, una desesperación que no podía entender ni controlar, que corría por él con una intensidad que no había experimentado nunca. Tal vez fuese la mezcla de su enfado con el de ella, lo que creaba una combinación tan letal y explosiva.


Aquello no era el preludio civilizado de una noche de sexo sin complicaciones. Era algo más. Algo más profundo. Lo había sido desde el momento en que había tocado a Paula.


–Pedro… 


–Paula.


La miró a los ojos, la besó en la mejilla, en el cuello, en el lugar en el que el fuego había marcado su piel.


Luego pasó al otro lado del cuello y le dio dos besos, tal y como le había prometido.


Ella se arqueó contra su cuerpo y Pedro le acarició los pechos. Después la agarró por las caderas y la apretó contra él para que sintiese su erección. Para que supiese lo que estaba haciendo con él.


Paula le acarició la espalda y le agarró el trasero.


Estaban en un pasillo donde cualquiera podía verlos y Pedro estaba a punto de llegar al orgasmo, pero le daba igual. Lo único que le importaba era tener a Paula.


Se oyó el ruido de unas puertas al abrirse y esta se quedó inmóvil y lo soltó. Él se apartó, pero solo un poco, manteniendo la mano en su cintura.


Un pequeño grupo de personas salió del salón, charlando y riendo, ajenas a ellos.


Paula bajó la cabeza y la apoyó en su hombro.


–No sé… qué nos ha pasado.


–Es deseo.


–Deseo –repitió ella–. Tal vez.


Pero no parecía convencida.


–¿Vamos a tu casa o a la mía? –le preguntó él.


–Mi cama es pequeña.


Aquello volvió a recordarle a Pedro lo inocente que era. Mientras que él era un cerdo.


–Entonces, a la mía.