sábado, 14 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 21






Pedro estaba junto a Paula esperando a que el ascensor los llevara abajo, y se sentía extraño, agitado, nervioso. Al verla ahí, impresionante con ese vestido, lo habían asaltado tantas emociones que no había podido identificar ninguna en concreto… hasta ahora. Ahora estaban todas muy claras e identificadas, y burlándose de él.


La miró; tenía la cabeza ladeada mientras veía los números descender. La única indicación de que estaba tan tensa como él era el modo en que se movía su pecho.


Observó su reflejo en la puerta del ascensor. «¿Por qué no le compras un ramillete a esta chica si vas a comportarte como un adolescente de dieciséis años yendo al baile de promoción?».


Necesitaba recuperar la perspectiva… y rápidamente. Era una aventura, nada más. Un poco de diversión vacacional. 


Para ella podría ser porque ella sí que estaba de vacaciones. 


Se suponía que él tenía que rastrear la zona y estudiarla para encontrar localizaciones impresionantes para un futuro programa.


Las puertas se abrieron y dentro encontraron a un buen puñado de gente. Él instó a Paula a pasar con cuidado de no tocarla. ¡Maldita sea! Si tanto miedo tenía de que solo rozarla los llevara más lejos todavía, entonces estaba en más problemas de los que creía.


Ella lo miró y le sonrió. Sus preciosos ojos verdes se oscurecieron y su piel se volvió rosada.


Inmediatamente lo invadió un intenso deseo; debería haberse marchado en cuanto se había dado cuenta de que ella sentía algo por él o, por lo menos, en el momento en que había captado que sería muy difícil alejarse.


Fingiría durante la boda para no avergonzarla delante de su familia, pero después fingiría que había surgido un asunto de trabajo urgente y se marcharía. Cortaría el fin de semana. 


Organizaría que su jet privado la recogiera a la noche siguiente mientras que él buscaba una plaza, la que fuera, en el próximo avión comercial que saliera de la isla.


Y entonces el martes por la mañana ella estaría de vuelta a su lado, en su silla favorita de su despacho y comiendo una ensalada César con un tenedor de plástico. Y mientras tanto, él lo único que querría hacer sería tirar al suelo todo lo que hubiera sobre el escritorio y tenderla sobre la mesa para hacerle el amor hasta que el edificio temblara.


¡Qué desastre!


El ascensor se detuvo en la planta de Elisa y Paula salió dispuesta a cumplir con sus labores de dama de honor. Se giró para decir algo, miró su reloj y se rio suavemente.


Al verla salir del ascensor, él sintió un extraño tirón en alguna zona de su pecho. Frotó esa parte de su cuerpo suponiendo que sus recientes proezas de atleta en el dormitorio estaban pasándole factura. Por otro lado, mientras las puertas se cerraban, en su cabeza recorrió una larga lista de montañas que aún tenía por escalar, comenzando por la más elevada, la más complicada, la más abrupta, y la más lejana de todas.






UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 20




La tarde de la boda, Paula estaba mirándose en el reflejo del espejo del baño. Después de horas en manos de un millar de profesionales, su cabello caía en largas ondas, unos mechones estaban recogidos hacia atrás con una delicada horquilla plateada con forma de mariposa y unos grandes ojos maquillados en tonos suaves la miraban. Lucía unos pómulos por los que la mayoría de las mujeres matarían y unos labios delicados, carnosos e hidratados.


Estaba… cambiada. Pero tenía poco que ver con el cambio de imagen.


Había una relajación en el constante gesto fruncido de su frente y una forma de caminar más lánguida. Ni todo el maquillaje del mundo podía hacer por la tez de una chica lo que había hecho pasar un fin de semana en los brazos de Pedro Alfonso.


Y todo ello se detendría al día siguiente. Después de estar deseando que ese fin de semana pasara volando, ahora se veía deseando que dejara de avanzar tan rápidamente.


Estaba aplicándose una última capa de brillo labial cuando alguien llamó a la puerta de su habitación.


Pedro. El corazón se le iluminó y por un momento tuvo un pensamiento de lo más extraño: «¡No puede verme antes de la boda!». Medio segundo después, cuando recordó que los dos no eran más que unos espectadores en el evento del día, se sintió como una idiota.


–¡Pasa! –gritó guardando el pincel del brillo.


Pedro no esperó a que se lo pidiera dos veces. Abrió la puerta y ella pudo captar una bocanada de su familiar aroma. Lo respiró como si fuera un elixir.


Fingiendo que estaba atusándose el pelo, le lanzó una fugaz mirada.


Un traje negro diseñado para destacar sus anchos hombros. El pelo peinado hacia atrás. Recién afeitado. Estaba tan impresionante que ella tuvo que recordarse que tenía que respirar.


«¡Ya lo has visto con traje de gala antes, idiota! ¡Muchas, muchas, veces! Y también lo has visto con esmoquin. Pero si hasta le has colocado la pajarita antes de meterlo en el coche para despedirlo cuando se dirigía a glamorosas entregas de premios».


Con la diferencia de que en esas ocasiones se había tratado solo de trabajo y esta ocasión parecía ser más bien una cita.


 Se había afeitado para su cita.


Abrió los ojos de par en par al verse en el espejo y en silencio se dijo que se calmara. Seguramente se había afeitado porque el aire de la montaña le había irritado la piel y hacía que la barba le picara.


–Bueno, ya está, ya basta de acicalarme. No me voy a quedar mejor por mucho que siga.


Se giró para mirarlo, esperando encontrárselo apoyado indolentemente contra el marco de la puerta y quitándose un hilo de la chaqueta. Por el contrario, lo encontró allí con postura tensa, con la mandíbula apretada y las manos en los bolsillos de la chaqueta. Su decidida mirada estaba clavada en su vestido; la larga falda caía sobre sus pies, pero
fue la parte superior lo que lo encandiló. Desde un cuello halter cruzado, la tela negra caía por sus costados acariciando el borde de sus pechos y cayendo por la parte baja de su espalda para terminar justo encima de sus nalgas, dejándole la espalda totalmente desnuda.


Paula pudo interpretar su expresión y saber que Pedro estaba pensando que una prenda así no daba cabida a más ropa interior que el más diminuto tanga. Cerró los ojos e incluso ella oyó un gemido.


–Bueno, ¿qué te parece?


–No quieras saber lo que estoy pensando.


–Pruébame.


Cuando finalmente él la miró a los ojos ella, literalmente, se balanceó hacia él como atraída por el brutal e intenso imán de su ardiente expresión. Entonces los ojos de Pedro resplandecieron y su hermosa boca se curvó en una pícara sonrisa. Dio un paso hacia ella.


Paula fue retrocediendo hasta toparse con el frío mármol y Pedro seguía avanzando.


–Estoy pensando en el pobre Roberto.


–¿Qué? –Paula sacudió la cabeza, pero lo había oído bien– . ¿Estás pensando en Roberto?


–Ese pobre chico va a reventar alguna costura de su traje cuando te vea.


–Oh.


Él clavó los ojos en su cuello, como si estuviera imaginándose hundiendo su cara justo ahí.


El recuerdo de cómo la había hecho sentir cuando desplegó ardientes besos sobre su cuello la asaltó. Echó la cabeza atrás y dejó escapar un suspiro. Ante ese sonido, la mirada de él se clavó en su boca y sus ojos oscurecieron más todavía. Se volvieron más ardientes. Más duros.


Mientras tanto él seguía acercándose hasta que la dejó sin escapatoria. Se acercó todo lo que pudo aunque sin llegar a tocarla y Paula quedó embrujada por las múltiples sombras de ardiente plata que ocupaban sus ojos.


Apoyó la mano sobre el frío banco de mármol y sus dedos quedaron a escasos milímetros. Paula no estaba segura de si era el sabor de su pasta de dientes o el aroma de la de él lo que le produjo un cosquilleo en la lengua. De cualquier modo, se relamió los labios y en esa ocasión Pedro ni siquiera intentó ocultar su gemido.


–Está loco por ti –dijo con una voz profunda que retumbó por su cuerpo dejándole la piel de gallina a su paso.


–¿Quién?


–Roberto.


¡Ya estaba otra vez con Roberto! Había abierto la boca para decirle que se olvidara de Roberto de una vez cuando finalmente lo entendió: Pedro estaba usando al chico como una especie de profiláctico con el fin de sacarla de esa pequeña habitación sin arrancarle antes su caro e impresionante vestido una hora antes de la boda de su hermana.


Era una embriagadora sensación saber que podía hacer a un hombre sentirse tan cerca de perder el control; de arrastrarlo hasta el precipicio del verdadero deseo sexual. 


Una caricia y no tenía duda de que podría hacerlo. Y el hecho de saber que estaba provocando todo eso en ese hombre… Sentía su cuerpo ardiendo, la tensión sexual revoloteaba por la habitación de un modo embriagador, era como si no tuviera oxígeno, como si el único modo de que volviera a respirar fuera satisfacer el deseo que la llenaba por dentro.


Sin pensarlo más, se puso de puntillas y lo besó en los labios.


Por un momento él se resistió y la miró a los ojos firmemente. Todo ese esfuerzo que había puesto para no ponerle las manos encima estaba asfixiándolo. Por suerte, ella ladeó la cabeza y volvió a besarlo. Lenta y suavemente. 


Provocándolo con un sutil roce de su lengua y mostrándole todo el control que había dejado en reserva.


Después de lo que parecieron siglos, él se apartó. Y ella, sin su beso sosteniéndola en pie, apoyó la cabeza contra su pecho.


–¿Sabor a manzana? –le preguntó relamiéndose los labios.


–Tasmania es la isla de las manzanas.


Pedro se rio y ella sintió un cosquilleo en el estómago.


Después, él dio un paso atrás y se mostró serio.


–Algo no está bien.


–¿Qué?


–No estoy seguro, pero creo que falta algo.


Sacó una bolsa de la tienda de regalos y a ella se le aceleró el corazón.


–¿Una baraja de cartas de Cradle Mountain? –le preguntó con un aplomo que no sentía–. ¿Jabón de recuerdo? ¿Un albornoz diminuto? Aunque, ¿para qué iba a necesitar esas cosas en una boda…?


–Cierra la boca y abre esta maldita cosa.


Paula sacó una cajita y la abrió; a continuación, se olvidó de cómo respirar y se llevó una mano al pecho.


–¿Pedro? –dijo mirándolo.


Él le quitó la caja de las manos.


–Trae, déjame…


Y con delicadeza le metió el reloj de su padre por la muñeca y lo abrochó. Ahora funcionaba y le encajaba a la perfección en lugar de deslizársele por el brazo cada vez que lo movía.


–Les pedí a las empleadas del hotel que lo colgaran sobre su secador industrial con la esperanza de que se secara bien. Y funcionó. Después, pregunté si había un joyero cerca y me dijeron que había uno alojado en el hotel por la fiesta de reunión de antiguos alumnos. El joyero le quitó un par de eslabones.


El reloj descansaba sobre su brazo, pero ella solo tenía ojos para Pedro, que se rio y le tomó la mano.


–Vamos. Será mejor que nos vayamos. El tiempo corre.


El tiempo estaba pasando demasiado deprisa, se acababa el fin de semana. Se acercaba el momento de volver a casa en su avión. Faltaba poco para que se separaran en el aeropuerto, para que ella se incorporara al trabajo el martes a primera hora y siguiera adelante con su vida como si nada hubiera pasado. Como si nunca hubieran hecho el amor. 


Como si nunca hubieran estado tan expuestos el uno al otro.


Una extraña forma de dolor se instaló en sus costillas y se tocó ese punto con la mano mientras sonreía a Pedro a la vez que él la sacaba de la suite.







UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 19






Se despertó hora después desnuda en la cama y en la habitación totalmente a oscuras. Solo la cálida vibración de su cuerpo le recordó quién era y dónde se encontraba.


Con cuidado, echó el pie hacia un lado hasta que rozó la velluda pierna de un hombre. Pedro no había vuelto a su habitación. Se había quedado a su lado.


El roce debió de despertarlo porque se giró y echó un brazo sobre su cintura y acercó las rodillas a sus piernas. Ella se subió la sábana hasta la barbilla y miró al oscuro techo con el corazón acelerado y preguntándose cómo iba a aguantar los próximos dos días de una pieza.







UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 18




Paula fue la primera en llegar a la suite, ya que Pedro se había visto forzado a quedarse atrás y a leer media docena de mensajes en Recepción. Ella podría haber esperado, pero prefirió tomarse un momento a solas.


Se quitó los guantes, el gorro, la bufanda, la parca, las botas y estiró las piernas y brazos mientras entraba en su habitación en vaqueros y camiseta de manga larga.


Pero ni el estiramiento podía negar la confusión que estaba recorriéndola. Se sentía más como si hubiera pasado las últimas horas subida a una montaña rusa en lugar de haber paseado por una. Sin duda, su estómago revuelto podía dar fe de ello.


Pedro compartiendo aspectos de su pasado que ella jamás se habría esperado que entregara a la vez que no le permitía acercarse demasiado; Pedro ofreciéndole la oportunidad de producir el programa de Tasmania a la vez que le negaba su participación en el de Argentina; Pedro mirándola como si quisiera devorarla a la vez que le recordaba que cuando pasara el fin de semana ya no la devoraría más.


Pedro, guapísimo y en su salsa.


No le extrañaba que la productora de documentales que lo había descubierto a medio camino del K2, cámara en mano, tan fuerte y con ese rostro tan hermoso asomando bajo una barba de un mes, hubiera sido incapaz de que se le cayera la baba por él cuando le preguntaron en una rueda de prensa por aquel día. El día que introdujo al montañero a la televisión y a Pedro Alfonso a un mundo que no estaba preparado.


Arriba y abajo, arriba y abajo. Sus emociones no dejaban de sufrir altibajos y su corazón parecía aún incapaz de calmarse, como si acabara de correr un maratón.


Sintiéndose excitada, Paula siguió quitándose capas de ropa. Pasó delante del jacuzzi, que pareció guiñarle un ojo, provocándola. Como lo hicieron su copa de vino a medio beber y la caja de preservativos que había abierto con los dientes.


¡Y el reloj de su padre flotando en el agua!


–¡No, no, no! –corrió al borde de la bañera y se arrodilló para recogerlo.


Lo había llevado puesto mientras esperaba a que Pedro regresara; lo había llevado cuando se había metido en la bañera. Y ahora unas gotas de agua estaban pegadas bajo la superficie de la gran esfera cuyas manillas no se habían movido desde poco después de las tres de esa madrugada.


–¿Qué pasa? –resonó la voz de Pedro desde la puerta. El grito de Paula debió de ser tan fuerte como para que él pudiera oírlo desde el pasillo.


–Nada –respondió sacudiendo la cabeza.


Pero él estaba detrás de ella antes de que pudiera levantarse y apartarse… para acurrucarse y llorar en privado.


–Paula, lo siento, pero necesito saber que estás bien.


–Está destrozado –dijo alzando el reloj.


Él la miró, miró el reloj, miró al jacuzzi y volvió a mirarla. Al instante, su cuerpo pareció relajarse.


–Gracias a Dios. Creía que estabas herida.


Paula retrocedió como si la hubiera abofeteado y alzó la voz al decir:
–¿Es que no me has oído cuando he dicho que mi reloj está destrozado?


–Deja que le eche un vistazo –se lo quitó de las manos y lo miró bajo la luz–. Mmm… no estoy del todo seguro de que estuviera fabricado para la aventura submarina. Si de verdad necesitas un reloj hay una tienda de regalos abajo.


Ella le quitó el reloj.


–No quiero otro reloj. Este era de mi padre. Es la única cosa que me llevé al marcharme.


Tenía el corazón en un puño; toda la tensión acumulada de la tarde estaba haciendo que le fuera difícil ver con claridad. Pedro se quedó allí sin decir nada. Sí, tal vez la había ayudado en la montaña, pero estaba claro que ese hombre no tenía ni idea de cómo funcionar en el campo de las emociones.


El terreno de las emociones era lo único en lo que no era brillante y a ella solía divertirle ver cómo se quedaba paralizado en esas circunstancias; sin embargo, ahora mismo, estaba enfureciéndola brutalmente a la vez que comprendía por qué era como era: su maldita madre lo había estropeado y había logrado que no pudiera abrirse a ninguna mujer que pasara por su vida.


Paula sabía que era un testarudo y ahora sabía que el daño que le habían hecho claramente había afectado cada aspecto de su vida. Si no podía confiar en su propia madre, ¿en quién podía confiar? Él jamás se comprometería ni entregaría a nadie. Y a ella tampoco.


De pronto, muchas cosas se le vinieron a la cabeza: lo sucedido justo antes de su viaje, la actitud de su madre, tener una relación con su jefe, el hecho de que, pasara lo
que pasara, su vida en Melbourne ya no sería la misma y… sí… incluso el hecho de que su hermana pequeña fuera a casarse mucho antes que ella.


Se sentía furiosa. Y dolida. Y expuesta.


–¿Vas a quedarte ahí sin decir nada? ¿No vas a intentar hacer que no me sienta como si me acabaran de arrancar el corazón del pecho? ¿Ni siquiera puedes fingir que no eres tú mismo lo único que te importa? ¿Ni siquiera por un segundo? ¡Estás matándome!


Estaba golpeándole el pecho a modo de válvula de escape de su frustración hasta que él la agarró por las muñecas.


 Temblando, lo miró a los ojos. Lentamente, él le levantó las manos y las colocó sobre sus hombros. Después, le rodeó la cara con sus manos y la miró calmándola, tranquilizándola.


Sus labios rozaron los de ella con menos presión que un susurro. Una vez, y otra y otra. Paula sintió como si se le derritieran los huesos y solo le quedara energía para aferrarse a él mientras le daba el beso más encantador que le habían dado en toda su vida.


Su previa confusión y su dolor y frustración se disiparon a la vez que el placer, en su forma más pura, iba relegándolos a otro lugar.


Cuando él coló un brazo bajo sus rodillas y la llevó a su habitación ella apoyó la cabeza en su pecho reconfortándose con el constante e intenso latido de su corazón.


Él la tendió sobre la cama delicadamente. Con cuidado, desnudó su cálido cuerpo y la contempló mientras ella se sentía como si estuviera cayendo desde una gran altura.


Solo con su mirada podía hacerla sentir como si estuviera cayendo por un precipicio, con la diferencia de que él nunca había estado ahí para agarrarla emocionalmente. Y no era culpa suya. Simplemente, no sabía cómo.


Se arrodilló sobre ella, tan grande, guapo y peligroso para su corazón. Le hizo el amor con delicadeza, lentamente, y con un calor desenfrenado en sus preciosos ojos plateados. A Paula no le importó que no hubiera dicho una palabra, que no le hubiera hecho una promesa que no podría mantener.


¿Cómo podía poner pegas cuando su cuerpo vibraba con un lento ardor que fue aumentando hasta hacerla sentir como si estuviera hecha de puro fuego?





UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 17






Pedro seguía las blancas bocanadas de su frío aliento mientras ascendía por la escarpada senda que los llevó a Paula y a él alrededor del lago Dove y del hermoso cráter de Cradle Mountain.


El gélido aire le congelaba los pulmones, sobre ellos pendía un cielo azul claro, bajo sus pies desaparecía un terreno abrupto y desafiante, y a su alrededor lo envolvían las perfectas y singulares imágenes que encandilarían a montañeros y televidentes por igual.


Esa joya de lugar había estado en la periferia de su vida todo ese tiempo y él ni siquiera había sabido que existía.


Sintió un tirón en la parte trasera de la chaqueta y, al girarse, encontró a Paula resoplando.


–Más despacio… por favor… –le suplicó con la respiración entrecortada.


Él hizo lo que le pidió; el rostro de Paula, o lo que podía ver de él entre su gorro de nieve y el cuello de piel de la enorme parca que había pedido en el hotel, estaba sonrojado.


Tan decidido estaba en quemar toda la adrenalina que seguía invadiéndolo, incluso después del esfuerzo maratoniano de esa mañana, que había olvidado que ella no era una alpinista experimentada. No cocinaba, y a juzgar por cómo estaba, tampoco hacía ejercicio. Esas eran dos cosas que él no sabía. Eso, y el hecho de que tuviera una adorable marca de nacimiento con forma de fresa en el centro de su nalga derecha. Se preguntó qué otras joyas descubriría sobre su ayudante durante ese fin de semana de cuatro días.


– ¿Cuánto queda? –preguntó ella con las manos en las rodillas.


–Creía que ibas a ser mi guía.


Ella lo miró con unos grandes ojos verdes y después agitó una mano.


–Esto es Cradle Mountain. Eso es el lago Dove. Bonito, ¿eh? Ahora, ¿puedo volver al hotel?


Él se rio y ella lo miró asombrada por el hecho de que fuera capaz de reírse. No ayudaba nada que intentara parecer furiosa cuando estaba cubierta con ropa suficiente para vestir a tres personas. Si no hiciera tanto frío que él no podía sentir la nariz, habría creído que ella se había propuesto no resultarle sexy. Y lo que Paula no sabía era que él llevaba la mitad del paseo queriendo volver al hotel para quitarle una a una esas capas de ropa que llevaba encima.


Miró hacia delante.


–Vamos, veo un sitio donde podemos parar.


–Oh, gracias a Dios.


Pedro volvió a reírse y se situó detrás de ella para darle un empujoncito y seguir subiendo por el sendero.


–¿Por qué no se me habrá ocurrido ponerme patines? –dijo ella mirando hacia atrás–. Podrías haber estado todo el camino así.


–¿También cuesta abajo?


–Es verdad, tienes razón.


Pasaron por encima de la valla de seguridad y se sentaron el uno junto al otro sobre un gran y plano peñón.Pedro fue directo a por su botella de agua y estiró los pies para que no le dieran calambres en los músculos. Paula se tumbó de espaldas y no se movió.


Desde donde se encontraban tenían una vista perfecta del lago y de los picos de la que una vez fuera una roca subvolcánica cubierta de vegetación. Espirales del humo de chimeneas delataban la ubicación del Gatehouse que, de lo contrario, habría quedado oculto por el bosque.


Y si eso era un simple aperitivo de lo que la isla tenía que ofrecer, entonces Pedro estaba seguro de que quería seguir descubriendo más… y pronto. Por suerte para él tenía un gran guía en su equipo; uno que había mostrado interés por entrar a trabajar en el departamento de producción.


–¿Estás divirtiéndote? –le preguntó Paula, aún tumbada. 


–Un montón. ¿Y tú?


–Mmm. ¿Sería una completa metedura de pata preguntarte por qué te apasionan tanto las montañas?


–¿Por qué no? ¿Qué pasa con las montañas? –le contestó él, dándole la misma respuesta que había dado miles de veces en entrevistas y conversaciones privadas por igual.


–¿Es lo único que vas a darme?


Pedro apoyó la espalda en el duro suelo y Paula volteó los ojos.


–Vale, genial, hazte el reservado, pero recuerda que fuiste tú el que dijo que lo que pase aquí, se queda aquí. Interpreté que con eso te referías a mi intento en el karaoke anoche y a las extravagancias de mi madre, además de a cualquier otra revelación privada con que nos pudiéramos topar.


La miró. Tenía razón. Él había sido testigo de aspectos de su vida que ella habría preferido mantener separados de su vida en Melbourne y tenía que respetarlo.


–¿Por qué las montañas…? –Comenzó a decir mientras contemplaba las impresionantes vistas–. Más o menos por esto: cuando escalas una montaña solo, el desafío es tan grande, parece tan imposible, que la recompensa es aún más dulce cuando llegas a la cima. Has conquistado lo inconquistable. Solo. La gloria es únicamente tuya.


Se quedaron sentados en silencio un rato mientras sus palabras desaparecían en el fino aire y después Paula dijo:
–Pero entonces así no tienes a nadie que te anime y vitoree cuando lo logras. Nadie que te proteja si te caes.


Pedro la miró. Ella estaba mirándolo a él, con expresión de interés pero también de preocupación. Esos ojos verde claro estaban viendo demasiado, estaban queriendo demasiado de él. Comenzó a responder despacio y sintiéndose algo incómodo.


–Crecí acostumbrado a no tener a nadie que me animara ni que me protegiera si me caía. Y la verdad es que lo prefiero así.


–Lo sé, pero no entiendo por qué.


Él tragó con dificultad. No podía hacerlo. No debería hacerlo. 


No era asunto suyo.


Paula se incorporó y esperó hasta que él la miró.


–Echo de menos que mi padre me diga «Esa es mi niña» cuando hago algo fantástico. Incluso echo de menos cuando mi madre protestaba mientras tenía que vendarme una rodilla arañada y nada femenina. Puedo vivir sin ellos, pero es agradable saber que si alguna vez necesito esa clase de apoyo, tengo amigos que se preocupan por mí, que vendrán a mi rescate. Tú también los tienes y lo sabes. Solo tienes que dejar que se acerquen.


Pedro sacudió la cabeza.


–Por propia experiencia sé que solo puedes confiar en ti mismo.


–¿Qué experiencia?


–Experiencia formativa.


–Pues inténtalo de nuevo.


–No puedo.


–¿Por qué no?


¡Esa mujer era demasiado insistente!


–¿De verdad quieres saberlo?


–De verdad quiero saberlo.


–Bien –respondió tan fuerte que su palabra resonó por el cavernoso espacio. Y entonces, como si estuviera disparando con un rifle, comenzó a hablarle de la marcha de su padre antes de que él naciera, de la continuada indiferencia de su madre, del día en que ella había decidido que cuidar de él era demasiado difícil. Le habló de las numerosas direcciones en que había habitado, del modo en que había visto a gente echar de su casa a un niño indefenso solo porque les resultaba más cómodo estar sin él. 


Y entonces, de pronto, los ejemplos que iba poniéndole se volvieron más específicos. Nombres, caras, lugares, fechas. 


Una desilusión tras otra.


Había pasado un rato antes de que se diera cuenta de que ella estaba rodeándolo por el codo con su mano enguantada y ofreciéndole la clase de apoyo que él habría tenido si lo hubiera pedido.


–¿La ves? ¿A tu madre?


–Una vez la busqué, cuando tenía unos veinte años. Había ganado algo de dinero, había comprado unas propiedades, me había demostrado a mí mismo que era una persona que valía la pena y la necesidad de hacerla partícipe de ello fue llenándome hasta que no pude contenerla y no tuve más elección que buscarla.


Paula, con delicadeza, apoyó la cabeza contra su brazo. Ahí donde otros tal vez habrían cambiado de tema o se habrían sentido incómodos, ella sencillamente lo absorbió todo, todo lo que le decía. Como una esponja. Y, al verlo, él no sintió ninguna necesidad de apartarse.


–Le escribí una carta y ella me respondió. Acordamos vernos, yo me presenté donde habíamos quedado y la vi por la ventana en la calle. Habían pasado años, pero supe que era ella al instante. Ella no miró dentro del restaurante, jamás me vio sentarme
Jamás llegó a cruzar la puerta. Fue como si la multitud que ocupaba la calle se la hubiera tragado y esa fue la última vez que la vi.


Mientras revivía aquel momento en su cabeza daba por hecho que le dolería tanto que ya estaba preparado para hacer lo que hacía siempre: cerrarse a toda clase de emociones y no sentirse jamás dependiente de la opinión que alguien tuviera de él. Sin embargo, le sucedió lo contrario, porque el dolor que sintió fue leve, distante, apaciguado por la balsámica cercanía de Paula.


Se quedaron allí sentados un buen rato y el único sonido que oyeron fue el del viento removiendo los arbustos que tenían a los pies y el de un solitario águila que surcaba el cielo azul brillante en una hermosa danza.


–Ahora sé que no fue por mí. Por muy bueno que yo hubiera sido, por mucho éxito que hubiera tenido, para ella jamás habría sido suficiente.


Entonces Paula dijo:
–Entonces, ¿no jugabas a cantar con el cepillo de tu madre?


Y él se rio. A carcajadas. Con ganas. Y cualquier tensión que pudiera quedar en su interior se desplazó por el valle como un trueno.


–No, que yo recuerde.


Ella levantó la mano de su brazo, y por ridículo que pareciera porque iba muy bien abrigado, Pedro sintió frío.


–Dios, me siento una idiota por haberme quejado tanto de las deficiencias de Virginia como madre. Por lo menos lo intentó. No bien, pero sí que hizo un esfuerzo. ¿Por qué no me has dicho antes que cerrara la boca y dejara de compadecerme?


¿Por qué? Porque nunca se lo había contado a nadie. 


Porque nunca había querido revelar esas debilidad que llevaba en los genes. Porque creía que ella tenía todo el derecho del mundo a sentirse molesta por el comportamiento de su madre. –Gracias.


–¿Por qué?


Ella se encogió de hombros, pero no dejó de sonreír.


Esa boca. No podía recordar qué le había convencido a seguir hablando cuando lo único que tenía que hacer era perderse en esa boca. El deseo de besarla era primario y brotaba desde su interior. El deseo de quitarle el gorro y deslizar los dedos entre su pelo. De acariciar esos suaves y rosados labios para después, continuar acariciándolos con la boca, con la lengua. El deseo de tenderla delicadamente sobre el suelo y hacerle el amor hasta que cayera la noche y murieran congelados.


Para ser un hombre que sabía utilizar muy bien una brújula, se sentía como si hubiera perdido el norte.


Y como si pensara que había rozado el límite, Paula cambió de tema.


–No puedo creerme que mi hermana pequeña vaya a casarse mañana.


–¿Te resulta extraño que sea ella la primera?


–¿Extraño…? No, no, claro que no. Ya he visto cómo puede resultar cuando se hace sin pensarlo, sin planificarlo, sin tener una certeza. Un buen ejemplo de eso: mi madre. Yo soy más cauta, supongo. No tengo la fe ciega de Elisa. 
Además, soy una mujer de mi trabajo, ¿no lo sabías?


Él se rio.


–Me alegra saberlo.


–Bueno, ya que estamos hablando del tema, dime cómo es posible que una guapísima aspirante a estrella con ojitos brillantes no te haya cazado hace tiempo –dijo mirando al suelo.


–¿Quién dice que me gusten las chicas guapísimas con ojitos brillantes…? De acuerdo, voy a parar aquí antes de que parezca un idiota.


–Demasiado tarde –refunfuñó ella.


Pero Pedro captó que Paula no había hecho la pregunta tan a la ligera, sabía que quería conocer la respuesta porque ella era una de esas personas que lo rodeaban y se preocupaban por él. Sin embargo, tenía que asegurarse de que no cometiera el error de preocuparse demasiado.


–Me gustan las mujeres, pero me gusta más estar soltero. Siempre he sido absolutamente transparente en ese terreno y todavía no puedo decir que ninguna mujer se me haya enganchado a las piernas sin querer soltarme después de haber roto. Me gusta pensar que he encontrado mi equilibrio perfecto.


–¿Nunca se te ha ocurrido que a lo mejor se marchan pensando que son afortunadas por haberte tenido, al menos, un poco? ¿Aunque haya sido solo por un momento? ¿Y que tu «transparencia» haya hecho imposible que hayan deseado más?


Él miró a Paula, que seguía mirando al suelo, y le pareció ver que tenía las mejillas muy sonrojadas y que estaba mordisqueándose el labio.


–¿Entonces crees que soy un buen partido? –lo había dicho como una broma, como una forma de romper la tensión, pero su tono había sonado muy serio.


Quería conocer su respuesta, necesitaba saberlo, porque si para ella eso era más que una aventura de fin de semana…
Paula se quedó paralizada. ¡Qué pequeña se la veía debajo de tantas capas de ropa! Lentamente alzó la cabeza para mirar al horizonte.


–Para ser un buen partido, deberías dejarte atrapar.


–No te ocultes detrás de la semántica –gruñó él, cada vez de peor humor y maldiciéndola por no haber seguido sus reglas.


Ella se giró con los ojos brillantes.


–De acuerdo. Entonces, ya entiendo por qué algunos podrían pensar que eres un buen partido. Rico, famoso, guapo bajo la correcta luz.


–¿Pero tú no lo piensas?


Ella volteó los ojos y miró al cielo, como pidiendo ayuda a los dioses o tal vez pidiendo que lanzaran un rayo que lo dejara ahí tieso donde estaba.


–Olvidas que llevamos trabajando juntos demasiado tiempo. Te conozco demasiado bien, Pedro, tanto en tus días buenos como en los malos, como para permitirme semejante fantasía.


Él la miró buscando un atisbo de humor o una mentira, pero por primera vez no pudo descifrar nada en esos preciosos ojos verdes. Se sentía descolocado, extraño, por no ser él el que tenía el control de la situación. Era algo que no le gustaba.


–Por suerte para ti eres demasiado inteligente para mí.


–Por suerte para ti.


Parecía que todo estaba volviendo a su ser. Una desagradable sensación se posó sobre sus hombros y se levantó para estirar la espalda, sobrecargada con una tensión que nada tenía que ver con la subida a la montaña ni con el frío.


Extendió una mano y la ayudó a levantarse. Ella intentó sacudirse la espalda, pero llevaba tantas capas de ropa que apenas podía hacer el movimiento de alcanzarse la espalda.


Él la giró y, rápidamente, le sacudió la hierba de su bien almohadillado trasero mientras ella estaba ahí de pie, permitiéndoselo. Y a pesar de la situación, Pedro sintió cómo iba excitándose. ¡Por Dios! Tres capas de ropa y, aun así, podría haberse pasado tres días enteros acariciando ese trasero.


Resguardó la mano de nuevo en la protección de la manga de su cazadora y echó a andar por el sendero, de vuelta hacia el lago, hacia el Gatehouse, hacia su suite.


Lo único que sabía era que una vez cerraran la puerta, toda esa tensión se traduciría en pasión y no podrían esperar a ponerse las manos encima el uno al otro.


La deseaba lo suficiente como para permitirle mirar en su bien protegido pasado. La deseaba tanto que la tomaría a pesar de estar preocupado ligeramente por las motivaciones de ella.


Paula se había convertido en una adicción. Una que estaba convencido que podría abandonar en cuestión de tres días, cuando estuvieran de nuevo trabajando el uno al lado del otro, diez horas al día, seis días a la semana. Cuando por la noche, después de que todos se hubieran marchado, él se quedaría contemplando la ciudad de Melbourne desde su mesa aún con el perfume de ella metido dentro y haciendo estragos en sus sentidos.


–Hablando de trabajo…


–No sabía que hubiéramos estado hablando de trabajo – respondió ella detrás de él, aunque más cerca de lo que había pretendido. Al parecer, tenía más prisa que él por volver a la suite.


Pedro aminoró el paso hasta que los dos estuvieron uno al lado del otro.


–Antes estaba pensando en llevar a Sebastian al viaje de Argentina.


–Oh, de acuerdo. Genial. Estará emocionado… 


–En lugar de llevarte a ti.


Un brillo de dolor iluminó sus ojos y a él se le encogió el pecho sin previo aviso, pero eso no hizo más que ayudarlo a mostrarse más decidido todavía. Se mantuvo en su sitio. Era importante. Era importante que hiciera eso ahora antes de que las cosas se complicaran más de lo que ya estaban.


– ¿Por qué?


«Porque te preocupas demasiado por mí y está claro que yo me apoyo demasiado en ti y los dos vamos a acabar enfrentándonos a la decepción».


–Ayer hizo todo lo que le pedí y lo hizo bien. Se me ocurrió ver qué tal se maneja con más responsabilidad.


–Bien, me parece justo, pero yo organicé esa reunión. Ni siquiera estarías yendo allí si yo no hubiera conquistado a los argentinos en primer lugar. Tuve que estar al teléfono hasta medianoche todas las noches durante dos semanas para poder atender todas sus llamadas. Hice más de lo que se podía hacer… –hablaba con la voz entrecortada; se detuvo y sacudió la cabeza–. ¿Por qué me molesto? Haz lo que quieras. Siempre lo haces. Tú eres el jefe.


–Me alegra que lo recuerdes.


La mirada que le lanzó podría haber cortado el cristal.


–Porque, como tu jefe que soy, tengo un trabajo para ti.


–Díselo a alguien que no esté de vacaciones –le contestó y comenzó a bajar por el sendero delante de él con su cola de caballo sacudiéndose como si estuviera señalándolo en tono acusador.


–Cuando volvamos, quiero que te concentres en redactar una propuesta para el proyecto de Tasmania. 
Localizaciones, tratamiento, presupuesto, marketing, todo.


Paula levantó una nube de polvo al frenar en seco. Cinco segundo más tarde se giró y lo miró.


– ¿Lo dices en serio?


– ¿Alguna vez me has visto bromear con el trabajo?


– ¿Tú? Jamás –con expresión muy seria dio tres pasos y le clavó un dedo en el pecho–. Ahora, deja que te deje algo claro. Si voy a darle forma a todo el proyecto… 


–Tú lo producirás.


Ella se metió las manos en los bolsillos de la parca y tomó aire, claramente pensando detenidamente en lo que había oído. Cuantos más segundos pasaban, más nervioso se ponía él, que se había esperado que saltara a sus brazos de alegría en lugar de pararse a pensarlo. O peor aún, en lugar de preguntarse por qué.


Paula se giró y volvió a clavarle el dedo en el pecho. 


Después, dio un paso atrás. Abrió los ojos como platos al sentir que había perdido el equilibrio y Pedro la agarró del abrigo mientras ella se balanceaba en un peligroso ángulo.


Miró atrás y dejó escapar un grito:
–¡Pedro!


–Lo sé –podía ver el borde del acantilado y prefería no saber el ángulo que estaba viendo ella.


Le dolían los dedos y el sudor le cubría la frente. Hundió las suelas de sus botas en el suelo y, apretando los dientes, casi atravesó la tela de la cazadora de Paula con tal de tirar y ponerla a salvo. Por fin, ella cayó en sus brazos respirando entrecortadamente y temblando de miedo.


–¡Me has dado un susto de muerte! –bramó él.


–¿Y cómo crees que me siento yo?


Pedro no pudo evitarlo y se rio. El sonido resonó por los acantilados. Era o eso o abrazarla tan fuerte como para que empezara a hacerse una idea.


–Me alegra que te tomes tan a la ligera que haya estado a punto de morir. Seguro que algunos me echarían de menos si jamás volviera a Melbourne.


Él respiró hondo y la miró a los ojos.


–Sonia te echaría de menos una vez que le cortaran la calefacción.


–Es verdad.


–Y Sebastian… él sí que se quedaría devastado.


–Sí. ¿Pero eso es todo? Menudo epitafio. «Paula Chaves, veinticinco años y soltera, sufre una caída mortal desde una montaña. La echarán de menos su familia, de la que vivía muy alejada, una amiga friolera y un becario de trabajo algo obsesionado con ella».


Riéndose, Pedro le acarició la mejilla para apartarle un mechón de pelo de los ojos. Paula no dejó de mirarlo, pero bajo ningún concepto le suplicaría que admitiera que la echaría de menos. Aunque si ella supiera cuánto la echaría de menos… ¡más de lo que era sensato y prudente! Y no solo por su ética laboral, sino también por la alegría que le aportaba a sus días.


–Recuérdame que más tarde te reprenda por tu absoluta estupidez, pero por ahora…


Acercó los labios a los suyos y la besó, la besó, la besó, hasta que la feroz fuerza de su química se hizo con el poder y solo importó lo rápido que podían volver al hotel.