viernes, 12 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 14





Damaso, hace un siglo que no nos vemos!


Esa voz ronca y sexy hizo que volviese la cabeza.


Habían pasado meses desde la última vez que Adriana, la bella modelo, compartió su cama. Una vez habría aceptado la invitación que había en sus ojos de color ámbar, pero en aquel momento no sentía nada.


Era fabulosa, desde el largo cabello negro a las curvas envueltas en un vestido de color rojo. Pero ni siquiera el recuerdo de su entusiasmo en la cama podía hacer nada para despertar su interés.


–Adriana, ¿cómo estás?


–Mejor ahora que te he visto –respondió ella, con su sonrisa de sirena, poniendo una mano en su brazo.


Pedro se apartó y la vio fruncir el ceño.


–¿No te alegras de verme?


–Siempre es un placer verte.


O lo había sido hasta que empezó a lanzar indirectas sobre su relación y a preguntar por todos sus movimientos. Las mujeres posesivas lo ahogaban.


–Pero no lo suficiente como para llamarme… perdona, no quería decir eso.


–No hay nada que perdonar –Pedro esbozó una sonrisa. Era preciosa, pero…


–Veo que tienes una nueva amiga. ¿No vas a presentarnos?


Pedro se volvió hacia Paula, su pelo dorado sujeto en un elegantemente moño la hacía parecer más alta. O tal vez era su postura, su forma de caminar. Con el vestido azul zafiro por encima de la rodilla parecía cómoda entre la élite de Brasil. Paula era chic, preciosa, efervescente y parecía divertirle la atención de los hombres.


Un tipo muy elegante se acercó a ella y cuando tocó su brazo Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarlo de un empujón.


–Aunque parece que está ocupada –la voz de Adriana interrumpió sus pensamientos.


Otro hombre se había acercado al grupo, sonriendo a Paula, que era el centro de atención.


Pedro dejó su copa sobre una mesa.


Paula era suya. Ella aún no lo había admitido, pero lo haría.


 Podría haberla obligado a admitirlo unos días antes, en la isla, pero su mirada perdida, su desesperada dignidad cuando le rogó que la dejase sola lo había detenido.


Una locura porque él sabía que lo deseaba.


Ver a otros hombres babeando por ella hacía que desease partirles la cara. Todo por una mujer.


–¿Qué ocurre, Pedro? –Adriana tocó su mano–. Estás ardiendo. ¿Te encuentras bien?


Parecía preocupada de verdad. Tal vez porque era la primera vez que ella, o cualquiera, lo veía perder la compostura.


Había llevado a Paula a la ciudad para tenerla ocupada mientras él intentaba entender lo que había pasado ese día en la playa. Los sentimientos que provocaba en él lo
asustaban. Nunca desde los quince años, cuando había tenido que enfrentarse con los matones que dirigían el barrio, se había sentido tan inseguro.


Ninguna otra mujer lo había afectado como ella.


Sin despedirse de Adriana se dirigió hacia el grupo de admiradores y la conversación cesó de inmediato.


Pedro –murmuró Paula. Cuando sus ojos se oscurecieron deseó echársela al hombro y olvidar cualquier pretensión de civismo–. Me alegra que te reúnas con nosotros.


–¿Ah, sí? Parecías estar pasándolo muy bien –replicó él.


Paula se encogió de hombros y Pedro intentó leer su expresión. Seguía sonriendo, pero le pareció ver una sombra en sus ojos.


–¿Qué ocurre? ¿No te gusta la fiesta?


Era una reunión de lo más chic de São Paulo, una fiesta exclusiva con la mejor música y una lista de invitados era un quién es quién de la gente más guapa y rica de la ciudad.


–Sí, estoy bien, solo un poco cansada.


–¿Cansada? ¿La mujer que nunca se cansa de una fiesta?


–A veces me canso –admitió ella, llevándose a los labios una copa de martini.


–El alcohol no es bueno para el bebé –le recordó Pedro–. Sobre todo esos cócteles tan fuertes.


Paula hizo una mueca.


–No estoy bebiendo alcohol.


–Esa es una copa de martini.


–Pruébalo –le espetó ella, ofreciéndole la copa con tal furia que unas gotas de líquido cayeron sobre su vestido.


Pedro se dio cuenta de que la gente estaba mirando.


–Paula…


–Pruébalo. ¿O temes que sea demasiado fuerte para ti?


A regañadientes, Pedro lo probó.


–Es zumo de fruta.


–Asombroso, ¿no? Imagínate, yo bebiendo zumo de fruta cuando el mundo entero cree que desayuno con champán –Paula tenía que hacer un esfuerzo para contener su furia–. No he bebido una gota de alcohol desde que supe que estaba embarazada, pero veo que mi reputación me precede. ¿Qué más has pensado, que iba a acostarme con alguno de estos hombres mientras tú charlabas con tu amiga? ¿Por eso te has acercado como un neandertal?


El brillo airado de sus ojos contrastaba con sus delicadas y serenas facciones. Cualquiera que los mirase pensaría que estaba coqueteando con él y no increpándolo.


Paula era una experta en proyectar la imagen que quería, en disimular ante los demás, pensó entonces. Su opinión sobre ella no tenía una base sólida.


¿Su diversión mientras reía con esos hombres había sido real o fingida?


–Has tenido que apartarte de tu amiga. Supongo que será una exnovia.


–Este no es el sitio –él no daba explicaciones de su vida privada a nadie, especialmente a una mujer que lo hacía sentir como si hubiera hecho algo malo.


–Sí, claro –Paula apartó la mirada–. Bueno, nos veremos mañana. Buenas noches.


Pedro la tomó del brazo y ella arqueó una altiva ceja, como si la hubiese desflorado con ese roce. Como ese día en la jungla, cuando lo echó desdeñosamente de la habitación. Lo molestó entonces y lo molestaba en aquel momento.


Daba igual que se mostrase superior, no pensaba soltarla.


–¿Dónde crees que vas?


–A tu apartamento. ¿Dónde voy a ir?


Parecía una doncella de hielo, capaz de congelar a cualquier hombre que se atreviese a acercarse.


Como si eso pudiera detenerlo…


Podía fingir todo lo que quisiera, él sabía lo que sentía porque sentía lo mismo.


–Estupendo, también yo quiero marcharme.


Hicieron el corto viaje en helicóptero hasta el ático en silencio. Paula miraba por la ventanilla, como admirando las luces de la ciudad, su perfil sereno y aristocráticamente elegante.


Lo ignoraba como si no mereciese su atención y eso lo puso furioso. Él ya no era el niño pobre que había sido una vez, buscando un sitio en la sociedad. Él era Pedro Alfonso, un hombre poderoso, seguro de sí mismo, dominando su mundo.


Sin embargo, al ver a esos hombres comiéndosela con los ojos la rabia se había apoderado de él. La rabia y los celos.


Él nunca sentía celos.


Pedro sacudió la cabeza.


Pero los sentía por Paula.


¿Era por eso por lo que había perdido las formas? Tenía fama de sofisticado, pero esa noche había perdido el control, como si estuviera atrapado en una piel que no era la suya.


El helicóptero aterrizó y pronto estuvieron solos en su apartamento.


Si había pensado que Paula no querría una confrontación estaba equivocado porque se volvió, en jarras, antes de que tuviese tiempo de encender una lámpara. Con los zapatos de tacón de aguja, el collar de zafiros en la garganta y el vestido de alta costura parecía el sueño de cualquier hombre hecho realidad.


Pero eran sus ojos lo que más lo atraían. A pesar del brillo de furia que había en ellos, discernía también una sombra de tristeza.


Y era culpa suya.


–Lo siento –empezó a decir. Jamás se había disculpado y no podía creer que estuviese haciéndolo–. Creo que mi reacción ha sido exagerada.


–Desde luego que sí.


Absurdamente, su combativa actitud hacía que desease abrazarla. En el pasado se habría alejado de una mujer que le pidiese explicaciones, pero Paula lo fascinaba de una forma que no podía entender.


–No pensaba que estuvieras bebiendo alcohol ni que fueras a irte con ningún hombre.


–¿Y debo sentirme impresionada por eso?


–No, no –Pedro se pasó una mano por el pelo, frustrado porque no sabía qué decir.


–Estoy cansada. Esto puede esperar –Paula se dio la vuelta.


–No, espera. En la isla nos llevábamos bien.


–¿Y qué?


–Y quiero entenderte –dijo Pedro. Era cierto, por primera vez en su vida quería conocer a una mujer.


¿Qué significaba eso?


–Quiero que confíes en mí.


–¿Confiar? –repitió ella, desdeñosa–. ¿Por que iba a confiar en ti? No recuerdo que la confianza te importase mucho la noche que estuvimos juntos.


A pesar de su gesto aburrido, Pedro sospechaba que estaba levantando sus defensas.


–Tu prisa por marcharte esa noche después de acostarte conmigo fue insultante –siguió ella, sin mirarlo.


Pedro tragó saliva, avergonzado. Algo que tampoco le resultaba familiar.


Cada vez que recordaba esa confrontación se concentraba en el desdén de Paula. Eso era más fácil que recordar como había saltado de la cama, asustado de sus sentimientos. No se había ido porque tuviese nada urgente que hacer sino por la convicción de que aquella mujer era peligrosa como no lo había sido ninguna otra.


No se había parado a pensar en ella entonces.


–No debería haberme ido como lo hice.


Paula se encogió de hombros como si no le importase, pero él sabía que no era verdad.


–Cometí un error, pero las circunstancias han cambiado y a los dos nos interesa entendernos, ¿no te parece?


–¿Entendernos como en la fiesta, cuando pensabas que estaba bebiendo alcohol?


–Me equivoqué de nuevo –Pedro suspiró, frustrado. Estaba pisando un territorio poco familiar, pero tenía que hacerlo por su hijo–. Sé que te escondes tras esa sonrisa desdeñosa –añadió, sabiendo que era la verdad. ¿Cuántas veces la había visto sonreír a la gente? Sin embargo, cuando estaba sola había en ella un aire de tristeza que no podía disimular.


–Ah, ahora eres un experto en mis sentimientos –dijo ella, burlona.


Pero Pedro no mordió el anzuelo. La conocía, aunque Paula no quisiera admitirlo, y sabía que estaba intentando enfadarlo para no dejar que se acercase.


Pero él quería acercarse. ¿De qué otro modo iba a conseguir lo que quería?


–No soy un experto, pero sé que la mujer que describe la prensa no eres tú. Sé que no eres frívola sino una persona profunda, con muchos secretos, con muchas penas.


Una mujer frívola e irresponsable no tendría paciencia para ser fotógrafa. La había visto totalmente concentrada en la selva, fotografiando aves, mariposas, plantas. Y era entonces cuando parecía más feliz.


¿Por qué le enfadaría no poder trabajar si solo quisiera ir de fiesta? ¿Y por qué no aprovechaba la oportunidad de casarse con un multimillonario que podría comprar Bengaria si quisiera?


Debería haberse hecho esas preguntas cuando, pudiendo comprar todo lo que quisiera en las mejores boutiques de São Paulo, había vuelto al apartamento solo con el vestido que llevaba puesto.


–No digo que sepa quién eres, Paula –Pedro no podía disimular que estaba disgustado consigo mismo–. Pero me gustaría saberlo.


–Pues tienes una extraña manera de demostrarlo. Me dejaste sola en cuanto llegamos a la fiesta.


Era cierto. Una vez más, había cometido un error. Había pensado que lo mejor sería darle un poco de espacio para que se relajase…


–¿Estabas nerviosa? –Pedro frunció el ceño.


–No estaba nerviosa, sino incómoda. Me habría gustado… –Paula se encogió de hombros–. Déjalo, da igual.


–No da igual. Dímelo.


–Digamos que zafarme de preguntas sobre nuestra relación y el embarazo no es la mejor manera de relajarse entre un montón de extraños.


–¿Alguien ha tenido valor para preguntarte? –Pedro no se había parado a pensar en eso. Creía que ser su acompañante la protegería.


Y, de nuevo, se sintió culpable.


¿Qué le pasaba? Normalmente, él siempre iba por delante de los demás, no seis pasos por detrás.


–No directamente, pero… –Paula se encogió de hombros–. No ha sido una noche muy agradable.


–No debería haberte dejado sola.


Ella arqueó una pálida ceja.


–Pero lo has hecho.


–¿Quién se ha atrevido a insultarte?


–Nadie me ha insultado, pero algunos de los hombres…


–Me lo imagino –la interrumpió él. Podía imaginarlo demasiado bien.


Pedro se pasó una mano por la nuca. Si hubiera pensado con claridad se habría dado cuenta de que dejarla sola era como decir que estaba libre.


Y Paula era una mujer preciosa, una princesa. Pero no estaba disponible porque era suya.


–Lo siento –era una disculpa tonta, pero no podía hacer otra cosa–. Debería haber estado a tu lado.


No estaba acostumbrado a aceptar responsabilidad por nadie más que por sí mismo, pero maldecía su fracaso.


Paula se acercó a la ventana con la espalda recta, los hombros erguidos.


–Yo estoy acostumbrada a defenderme por mí misma y esta noche no ha sido diferente.


Pero lo era porque él la había puesto en esa situación.


Nunca se había sentido culpable salvo con ella. Nunca había sentido lo que sentía con ella.


Paula se reiría de él si lo supiera, pero la verdad era que la deseaba con un ansia desconocida desde el día que se conocieron. Deseaba su cuerpo, pero también su compañía, su sonrisa, su atención.


Quería mantenerla a salvo.


Quería…


–No estoy acostumbrado a disculparme. No sé si sirve de algo, pero de verdad lo siento. Todo lo que ha pasado.


Paula asintió con la cabeza. Debía tener cuidado, pero durante las últimas semanas había visto a un hombre al que podría amar. Luchaba desesperadamente para mantener las distancias, pero una parte de ella quería rendirse, dejarse convencer por él. Confiar en él.


Poniendo una mano en su hombro, firme pero suave, Pedro le dio la vuelta. A la luz de la lámpara, sus ojos eran inescrutables, pero la intensidad de su mirada hizo que algo se encogiera en su pecho.


–No debería haberte puesto en esa situación. Pensé que lo pasarías bien, pero veo que estaba equivocado.


–No soy una niña, no tienes que pensar por mí.


Pero así era como la veía y no era sorprendente dada su reputación. La prensa la había crucificado y ella no había vivido una vida de monja precisamente. Ir de fiesta cada noche había sido una especie de liberación, pero se había aburrido enseguida.


–Créeme, Paula –dijo Pedro, su acento más marcado que nunca–. Sé que no eres una niña.


Sería tan fácil para él seducirla… ¿cómo iba a resistirse cuando lo único que quería era rendirse?


–Y tampoco me acuesto con cualquiera –le advirtió. No iba a usarla para calentar su cama después de haber discutido con su novia.


–Lo sé.


–Pero en la fiesta…


–En la fiesta no podía ver porque me cegaban los celos.


–¿Celos?


Para estar celoso tendría que importarle. Había investigado en Internet y sabía que Pedro había tenido muchas amantes, pero no mantenía relaciones largas.


–No creo que tú estés celoso de nadie.


–¿No? –Pedro tomó su mano y la puso sobre su pecho.


–Dormiste ahí, ¿te acuerdas? Con tu cabeza sobre mi pecho, tu pierna sobre mi estómago.


Su voz era hipnótica, llevándola a sitios donde nada existía salvo ellos dos y el deseo que nublaba su mente. El deseo, el anhelo y la felicidad que había encontrado brevemente con él.


–No, Pedro –Paula intentó apartarse, pero él no soltaba su mano–. ¿Por qué no te vas con tu novia? –el temblor de su voz revelaba demasiado.


–No es mi novia –la mirada de ébano capturó la suya, dejándola sin aliento–. Dejó de serlo mucho antes de conocerte. Además, no deseo a ninguna otra mujer –lo decía como si fuese verdad y a Paula se le doblaron las rodillas.


–No juegues con esto –le advirtió.


–Yo nunca juego, Paula. Nunca. Pregúntale a cualquiera, no es mi estilo.


–Pues claro que juegas –su voz sonaba una octava demasiado alta. ¿Era porque estaba tocándola o por el brillo de sus ojos? No estaba segura, pero tenía que apartarse–. Intentaste seducirme hace unos días y acordamos…


Él puso un dedo sobre sus labios.


–Y tú dijiste que no lo hiciera a menos que lo sintiese de verdad. Te deseo, Paula –Pedro se inclinó, acariciándola con su aliento–. No sabes cuánto.


–No mientas. Solo me deseas porque voy a tener un hijo.
Nunca había encontrado a un hombre en el que pudiese confiar, todos buscaban algo. Y ya no era ella sola quien estaba en peligro sino su hijo, de modo que debía mantener la cabeza fría y tomar las decisiones más acertadas para el futuro–. Quieres tenerme segura, atraparme en ese matrimonio.


El corazón de Paula se lanzó a un loco galope y Pedro esbozó una sonrisa que convirtió sus entrañas en fuego.


–Es cierto que saber que llevas dentro a mi hijo me parece muy erótico –su voz era ronca, invitadora.


Pedro metió una pierna entre las suyas, empujando hacia arriba. Y Paula dejó escapar un suspiro al entrar en contacto con su erección.


Su nuez subía y bajaba como si estuviera nervioso y, sin embargo, eran sus nervios los que estaban destrozados.


–Ahora es en serio, Paula. Te deseo. Te he deseado desde el momento que te vi –dijo con voz ronca–. Es algo más que el bebé, o lo que piensen los demás. Es sobre ti y sobre mí. Ahora mismo lo único que me importa es lo que me haces sentir y cómo te hago sentir yo.


A pesar de todo, Paula quería creerlo. Cuánto le gustaría.


Él depositó un beso en la palma de su mano y se le doblaron las rodillas.


–¿Podemos olvidarlo todo y empezar otra vez? –su voz ronca era una tentación.


–¿Por qué? –Paula se agarraba a sus hombros para no caer al suelo–. ¿Qué es lo que quieres?


–Quiero que seamos Pedro y Paula, solo eso.


Pedro y Paula.


¿Sabía lo maravilloso que sería eso? ¿Lo real y sencillo, lo tentador que sería?


Pedro inclinó la cabeza y, suspirando, Paula capituló por fin, dando la batalla por perdida.








LA PRINCESA: CAPITULO 13





Una sombra ocultó el sol y Paula, relajada en la tumbona, abrió los ojos.


–Te vas a quemar si sigues al sol –la voz de Pedro convertía la advertencia en una seductora samba. Esa voz tan masculina, ese acento, todo en él la ponía nerviosa.
Incluso después de varias semanas en la isla no era inmune al atractivo de aquel hombre. Y lo había intentado, cómo lo había intentado.


Tuvo que tragar saliva al ver la piel dorada bajo la camisa abierta, los pantalones cortos destacando la perfección de los fuertes muslos.


–Me he puesto crema solar –fue todo lo que pudo decir.


Nunca había conocido a un hombre tan atractivo como Pedro. A pesar de sus esfuerzos para borrar de su memoria la noche que compartieron, se recordaba a sí misma apretada contra el glorioso cuerpo masculino, acariciando esos poderosos brazos.


Nunca había pensado que lamentaría el final de las náuseas matinales, pero habían desaparecido y sin esa distracción era más consciente del hombre que estaba a su lado.


–Espera –Pedro tomó el bote de crema–. Deja que te ponga…


–¡No! Gracias, lo haré yo misma.


No necesitaba sentir las manos de Pedro en su cuerpo.


No la había tocado, pero el brillo intenso en sus ojos oscuros era la prueba de que tampoco él había olvidado esa noche. 


Su único objetivo era decidir cuál iba a ser su futuro y el de su hijo, pero se sentía increíblemente atraída por aquel hombre que era casi un extraño.


Lo último que necesitaba era dejar que otra persona tuviese algún poder sobre ella. No se apoyaría en nadie para criar a su hijo. Estaba decidida a protegerlo de cualquier influencia negativa y eso incluía a hombres obsesionados por controlarlo todo.


Al menos Pedro la había dejado en paz durante esas semanas, al contrario que su tío, cuyas constantes llamadas y mensajes empezaban a sacarla de sus casillas.


Suspirando, se puso crema solar en los brazos, el escote y las piernas. Sentía la mirada de Pedro clavada en ella y era casi como si estuviera tocándola.


–¿Y la espalda?


Como respuesta, Paula se puso una camisa de lino color turquesa y vio que Pedro esbozaba una burlona sonrisa.


–Eres una mujer muy independiente.


–¿Y qué hay de malo en eso? Tú eres un hombre independiente –replicó ella.


–Nada, yo admiro la independencia. Sé que puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.


Paula había abierto la boca para preguntar qué quería decir con eso cuando Pedro se puso de rodillas frente a la tumbona. De inmediato, una ola de deseo calentó su sangre.


–No te has puesto crema aquí –murmuró él.


Estaba tocándola, pero no de manera sensual sino con el ceño fruncido, en un gesto de concentración, mientras ponía crema solar en su nariz como si fuera una niña.


Y Paula no se sentía precisamente como una niña.


Las pestañas de Pedro eran largas, negras y lustrosas, enmarcando unos ojos de color chocolate. El sol hacía brillar su piel y Paula tuvo que contener el aliento.


Lo deseaba. Deseaba que la tocase. Necesitaba su cuerpo y, sobre todo, su ternura con una urgencia que la sorprendía.


Sí, Pedro podía ser tierno cuando le convenía, pero Paula no podía olvidar que la había dejado después de pasar la noche con ella, cuando empezaba a preguntarse si por fin había encontrado a alguien que la valoraba por sí misma.


Paula se apartó. Nunca había deseado tanto a un hombre.


 ¿Serían las hormonas del embarazo?


Él la miraba fijamente, pero no podía saber lo que estaba pensando. Había aprendido a esconder sus pensamientos mucho tiempo atrás.


Pedro levantó la mano para ponerse crema en el torso y ella tragó saliva de nuevo. ¿Cómo no iba a mirarlo cuando a la luz del sol parecía una deidad, el epítome de la potencia masculina?


–¿Y esa cicatriz?


Él miró la cicatriz sobre sus costillas.


–El roce de un cuchillo –respondió, encogiéndose de hombros.


Paula lo miró, perpleja.


–¿En serio?


–Claro.


–¿Y esa otra? –preguntó, señalando una antigua marca sobre la cadera.


–¿Por qué sientes tanta curiosidad?


No parecía dispuesto a responder, pero no se mostraba superior o burlón. Al contrario, la miraba directamente a los ojos.


–Quieres que me case contigo, pero no sé nada sobre ti.


Era la primera vez que mencionaba el matrimonio desde que llegaron a la isla, como si de mutuo acuerdo hubieran decidido evitar el tema, y se preguntó si habría abierto la caja de Pandora.


¿Intentaría Pedro convencerla para que se casara con él? 


Esa sería la táctica de su tío, presionarla para conseguir lo que quería.


Él se cruzó de brazos, como pensando la respuesta, hasta que por fin dijo:
–Otro cuchillo.


–¿No era el mismo?


–No.


El monosílabo no era una explicación, pero no parecía dispuesto a decir nada más.


–¿Cuando eras joven te metías en muchos líos?


Pedro negó con la cabeza.


–Me salía de líos más bien. Hay una gran diferencia.


Paula tragó saliva. ¿Sabría que sentía la tentación de alargar la mano para explorar su torso desnudo?


Por supuesto que lo sabía. La observaba como un halcón, buscando cualquier señal de debilidad.


–Soy un superviviente, por eso sigo aquí, porque hice lo que tenía que hacer para cuidar de mí mismo. Yo nunca empecé una pelea, pero terminé muchas.


No había petulancia en su tono, lo decía con toda tranquilidad, sin vanidad alguna.


Ella había tenido problemas en la vida, pero no había tenido que pelearse para sobrevivir.


–Parece que has tenido una vida muy dura.


Algo brilló en sus ojos, algo que no había visto antes.


–Podríamos decir que sí.


Pedro se levantó abruptamente y le ofreció su mano, pero Paula apartó la mirada, fingiendo que no se había dado cuenta. Nunca había sido una cobarde, pero se levantó sin aceptar su mano porque el menor roce de Pedro la hacía temblar.


–¿Y tú? ¿Esa cicatriz en la nuca?


Paula torció el gesto. No podía ver la cicatriz, oculta por la coleta, de modo que debía recordarla de esa noche, cuando la había acariciado por todas partes como si quisiera memorizar cada centímetro de su cuerpo.


–Me caí de la barra.


–¿Qué?


–En el equipo de gimnasia nos subíamos a una barra de equilibrio y esto… –Paula se llevó una mano al cuello– fue un accidente cuando estaba aprendiendo.


–¿Eres gimnasta? –exclamó Pedro, atónito.


–Lo era, ya no –respondió ella, sin poder disimular su amargura–. Soy demasiado mayor para la competición.


Pero esa no era la razón por la que ya no practicaba un deporte que la fascinaba o por qué no era entrenadora. Lo había aceptado años antes, de modo que la punzada de pena la pilló por sorpresa.


¿Podría el embarazo despertar nuevas sensaciones?


A pesar de la comodidad de la isla, Paula no era capaz de tranquilizarse. Sus emociones estaban demasiado cerca de la superficie, tal vez después de tantos años reprimiéndolas.


–Voy a estirar las piernas un rato.


Había sido un simple intento, pero no le sorprendió que Pedro apareciese a su lado.


En silencio, caminaron un rato por la arena. En realidad se sentía cómoda en su compañía. Si pudiese olvidar a Pedro como amante…


–¿Por qué? –le preguntó cuando no pudo aguantar más–. ¿Por qué quieres casarte conmigo? No tenemos que casarnos.


–Tus padres estaban casados, ¿verdad?


–Sí, pero esa no es una buena recomendación –Paula no se molestó en esconder la amargura mientras se inclinaba para agarrar una caracola.


–¿No eran felices?


–No, no lo eran –murmuró ella, suspirando. ¿Por qué no contárselo? Tal vez así entendería su rechazo al matrimonio–. Fue un matrimonio concertado por razones dinásticas. Mi madre era una mujer bella, de familia aristócrata y rica, por supuesto –Paula hizo una mueca. La familia real de Bengaria siempre había concertado matrimonios de conveniencia–. Mi padre no era un hombre cariñoso y no se entendían.


Sabía eso por las historias que le habían contado. Su madre había muerto tanto tiempo atrás que solo tenía vagos recuerdos de ella.


–Eso no significa que todos los matrimonios estén destinados a fracasar.


–¿Tus padres eran felices?


Si él había crecido en una familia unida, eso podría explicar su interés en el matrimonio.


–Lo dudo.


–¿No lo sabes?


–No recuerdo a mis padres.


–¿Eres huérfano?


–No pongas esa cara. He tenido mucho tiempo para acostumbrarme –la sonrisa de Pedro no llegaba a sus ojos.


–¿Entonces por qué quieres casarte?


–Porque quiero ser parte de la vida de mi hijo. O mi hija. No estoy interesado en ser un padre ausente. Mi hijo me tendrá a su lado para apoyarlo –anunció, con expresión implacable.


Paula sintió un escalofrío. Parecía estar diciendo que su hijo solo lo necesitaba a él. ¿Dónde quedaba ella entonces?
Pero Paula estaba dispuesta a proteger a su hijo pasara lo que pasara.


–No confías en que pueda ser una buena madre, ¿verdad? Me estás juzgando por lo que has leído en la prensa.


Sí, había ido a muchas fiestas, pero la realidad no se parecía nada a lo que habían descrito los medios. Su notoriedad había ganado vida propia, con historias inventadas por hombres a los que no conocía de nada…


Pedro negó con la cabeza.


–No estoy juzgándote, Paula. Sencillamente, estoy diciendo que no voy a aceptar una relación a distancia con mi hijo.


¿De verdad estaba interesado en cuidar y proteger a ese niño o niña? Paula haría lo que tuviese que hacer para asegurar el bienestar de su hijo y la idea era tentadora.


¿Pero cómo iba a confiar en un hombre al que no conocía?


–¿Qué clase de hombre sería si te dejase a ti toda la responsabilidad?


Pedro no sabía cuánto desearía tener su apoyo en ese momento, pero la responsabilidad sin cariño era una combinación peligrosa. Así era como Cyrill había envenenado su vida y la de Stefano.


–Tengo que pensar, Pedro


–¿Nuestro hijo tiene derecho a tener un padre y una madre? –la interrumpió él–. ¿No merece la seguridad que los dos podemos darle?


–Sí, pero…


–No hay ningún pero, Paula –Pedro puso las manos sobre sus hombros–. Me niego a abandonar a mi hijo. Quiero que viva seguro, cuidar de él y protegerlo de todos los peligros. Quiero que nunca se sienta solo. ¿Eso es un crimen?


De repente, era como si se hubiera quitado la máscara, revelando al hombre que era en realidad; nada que ver con el ser frío y controlador que mostraba ante el mundo. Un hombre cuyas manos temblaban por la fuerza de la emoción que veía en sus ojos.


¿Era eso lo que le había pasado? ¿No había tenido a nadie que cuidase de él, que lo protegiese?


Paula recordó sus cicatrices o cuando hablaba de su independencia como si esa fuese la diferencia entre la vida y la muerte.


¿A qué habría sobrevivido Pedro? ¿Cuánto tiempo habría tenido que defenderse por sí mismo, sin nadie que lo ayudase?


Pero sabía que era mejor no preguntar. Pedro Alfonso era cualquier cosa salvo un libro abierto. Había revelado algo de su vida a regañadientes, seguramente para convencerla de que aceptase su proposición.


–Claro que no es un crimen –respondió, con voz temblorosa.


–Entonces estás de acuerdo –en los ojos de Pedro había un brillo de triunfo–. El matrimonio es la única opción.


–Yo no he dicho eso –Paula dio un paso atrás… o intentó hacerlo porque él se lo impidió tomándola del brazo.


Su calor la envolvía impidiéndole pensar con claridad.


–Podría convencerte –Pedro inclinó la cabeza, rozando su frente con los labios–. Has mantenido las distancias desde que llegamos aquí y yo he dejado que fingieras, pero los dos sabemos que hay una conexión entre nosotros. No puedes negarla. Está ahí cada vez que me miras, cada vez que te miro. No ha desaparecido.


Pasó las manos por su espina dorsal, apretándola contra él, y Paula dejó de respirar al notar el rígido miembro contra su vientre.


Cerró los ojos, intentando apartarse, pero no podía hacerlo. 


Podría escapar, pero no quería.


Al contrario, se apretó más contra él, poniéndose de puntillas, notando que él contenía el aliento. Se habría sentido triunfante si no estuviera ahogada de deseo.


Tenía razón; intentaba ignorar lo que había entre ellos. Era por eso por lo que estaba tan inquieta, no solo por el embarazo y las preguntas sobre su futuro.


Intentar mantener las distancias mientras se veían diariamente había sido inútil. Su potente carisma deshacía el control que había querido ejercer sobre sí misma.


Paula echó la cabeza hacia atrás cuando él inclinó la cabeza para besar su cuello.


–Te gustaría que te convenciera, ¿verdad? Sería un placer para los dos. Un placer que nos hemos negado durante demasiado tiempo –su boca era ardiente y sensual, los eróticos mordiscos haciendo que sus pezones se levantasen como con vida propia.


Pedro tiró de las braguitas, haciendo que el pulso latiese entre sus piernas. Paula se quedó sin aliento. Sería tan fácil dejarse llevar, pero el recuerdo de Andreas, con su practicada seducción, que ella había sido demasiado ingenua como para identificar le vino a la memoria. Andreas, que la había utilizado…


Pedro empezó a besar su cuello y Paula sintió que sonreía sobre sus labios.


Sabía perfectamente cómo seducirla.


Por fin, decidida, dio un paso atrás. Respiraba agitadamente y le temblaban las piernas temblorosas como si hubiera corrido para salvar la vida. Le sorprendía haber podido apartarse cuando su cuerpo quería lo contrario.


Paula vio varias emociones en el rostro de Pedro: sorpresa, furia, deseo y determinación.


Si volvía a tocarla, estaría perdida. Incluso sabiendo que todo era planeado para convertirla en masilla entre sus manos.


No era su seducción contra lo que luchaba sino contra sí misma.


En el silencio, lo único que oía era el latir de su sangre en los oídos.


–No –escuchó su propia voz, mirando las marcas que sus uñas habían dejado en el torso masculino.


Una cosa era dejarse llevar por el deseo cuando ambos querían, otra muy diferente dejar que un hombre se aprovechase de su debilidad.


–Por favor –dijo con voz ronca, el orgullo destrozado. Solo quería esconderse, avergonzada de haber respondido de ese modo, pero hizo un esfuerzo para abrir los ojos–. Si tienes un poco de respeto por mí, si quieres que haya alguna posibilidad para nosotros, no vuelvas a hacer eso a menos que lo sientas de verdad.