viernes, 15 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 32





Pedro quería casarse con ella. Paula se frotó el estómago mientras esperaba que reposara su infusión de hierbas.


—¿Qué vamos a hacer, pequeña?


¿Podría olvidar el pasado y creer en el futuro? ¿En una relación a largo plazo con Pedro?


Él había dicho que le probaría su amor, pero ¿qué más podía hacer? Había arriesgado su vida por ella, le había hecho el amor de un modo maravilloso, había tratado a su hijita con mucha ternura. Había abierto su corazón y le había dicho lo que había en él.


Era ella la que tenía algo que probar.



Se sentó en una silla de la cocina, atónita y avergonzada al darse cuenta de que lo único que la separaba de la felicidad era su miedo. Era ella la que tenía una actitud inmadura sobre la posibilidad de una relación con Pedro Alfonso. Era ella la que se negaba a ver la sabiduría de seguir a su corazón en lugar de a su cabeza.


Se tocó el vientre.


—¿Y qué podemos hacer para probarle nuestro amor? —susurró.


En ese momento sonó el teléfono.


—Doctora Chaves.


—¡Qué pena, doctora! —dijo la voz ronca y diabólica de Papá—. ¿No entendiste mi mensaje? Yo estaba contigo en el hospital cuando casi pierdes a mi hijo.


—¿Quién es? —preguntó Paula con rabia—. ¿Por qué me hace esto?


—Crees que puedes jugar con ese niño bonito con mi niño en medio de los dos. Pero eso no volverá a ocurrir.


—¡Basta!


—Sé que es policía.


Paula se quedó paralizada.


—Es verdad. Lo sé.


—¿Cómo?


—Yo estaba allí cuando te lo dijo.


¿Con ella en el hospital? Paula cerró los ojos e intentó recordar todos los rostros que había visto ese día, pero había estado con dolores y mucho miedo. Y se le escapaban los detalles.


—¿Qué quiere?


—Lo que he querido siempre —soltó una risita ronca—. Quiero lo que es mío.


Colgó el teléfono. Y el silencio golpeó a Paula como si tuviera un tambor dentro de la cabeza.


Tenía que pensar. Tenía que hacer algo. ¿Cuál era el número de Pedro? Vació el contenido de su bolso en la mesa, pero no tenía el número de Pedro. Nunca lo había necesitado.


Marcó el número de la tarjeta que le había dado Marcos Alfonso.


—Aquí Alfonso.


—¿Marcos Alfonso? —preguntó ella, aunque reconocía su voz.


—Al habla.


—Soy Paula Chaves. Acaba de llamarme Papá y no sé qué hacer. Pero creo que Pedro está en apuros.



****

Pedro tenía razón. La paciencia no era uno de sus puntos fuertes.


La visita de Marcos Alfonso había sido breve y, a pesar de que le había asegurado que Pedro estaba advertido y ella bien protegida, no estaba tranquila.


Tenía que hacer algo. No podía seguir paseando por la sala como una pantera enjaulada.


Sacó su agenda y el teléfono móvil y se sentó a llamar a algunos de sus pacientes.


—Hola, Lucia. ¿Cómo te encuentras?


—Un poco mejor. Mañana tengo una cita con una ginecóloga para que me diga seguro si estoy embarazada. Creo que no debí decírselo a Kevin hasta que estuviera segura.


—Lo que le hizo perder el control fueron las drogas. Espera y díselo otra vez cuando salga de la clínica de desintoxicación. Y luego venís a verme los dos juntos.


—Eso me gustaría.


Charlaron un rato más antes de colgar. Kevin Washburn no podía recibir llamadas en su primera semana en el centro, así que Paula buscó el número de su padre. Cuando descolgaron el teléfono, se encontró con un silencio.


—¿Doctor Washburn?


—Andres Washburn al habla —la voz del médico, antes exuberante, parecía débil y cansada.


—Paula Chaves. Llamaba para ver cómo se encuentra hoy.


—Usted intentó salvar a mi hijo, ¿verdad?


—Lo intenté. Me hubiera gustado haber podido hacer más.


Andres hizo una pausa.


—A mí también.


—¿Quiere hablar de ello?


—Sí —su voz adquirió un tono casi esperanzado—. Sí, me gustaría mucho. Pero no por teléfono. ¿Puede venir a mi casa?


—¿Ahora?


El atardecer empezaba a transformar el brillo resplandeciente de un día soleado de invierno en las sombras grises de una noche sin luna.


—Si puede, sí. La puerta no está cerrada con llave. Llame con los nudillos y entre. Estaré en mi estudio.


¿Y qué hacía con el policía que la vigilaba fuera?


¿Y con el consejo de Pedro de que no saliera de allí?


—¿Paula? Por favor —la voz de él adoptó un tono de disculpa—. Hay algo de lo que quiero hablarte.


—¿De Kevin?


—De tu hijo.






PRINCIPIANTE: CAPITULO 31





—¿Por qué no podemos ir a la Clínica Washburn y descubrir si uno de los números de la lista es el 93579? —Paula movía las manos con vehemencia—. En el despacho de Horacio sí te colaste para ver la lista.


Estaba sentada en el otro extremo del sofá, apoyada en un montón de cojines y con las piernas en el regazo de él. Pedro movió la cabeza y siguió frotándole los pies.


—Vamos, cálmate. Recuerda tu presión arterial.


—Mi presión arterial se va a subir por las nubes si no encuentro algunas respuestas.


Pedro subió la caricia hasta la rodilla de ella. Tenía que decirle algo para tranquilizarla.


—Daniel Brown me dio la idea de buscar proyectos de investigación con conejillos de indias. Como él era mi única pista, he buscado los proyectos en los que participa él. En el centro de investigación me remitieron al despacho de Norwood. Brown Y el siguiente paso lógico es ir a la Clínica Washburn, verdad?


Pedro dejó las manos quietas.


—No podemos. Un amigo está revisando en este momento la lista de nombres para ver si hay alguien con antecedentes. Si vamos ahora a la clínica, alguien podría ponerse en guardia y empezar a cubrir sus huellas. Y estoy demasiado cerca para correr ese riesgo.


—Pero yo podría descubrir quién es Papá.


—Lo sé —él tendió una mano y le apartó el pelo de la sien—. Pero lo descubriremos, te lo prometo.


Paula cubrió la mano de él con la suya y la apretó contra la mejilla, lo que le hizo concebir esperanzas de que quizá empezaba a confiar en él.


—Tu madre te educó bien —giró la cabeza y le besó la palma—. Esperaré —hizo una pausa—. Pero no mucho.


Pedro se echó a reír.


—Ya sé que la paciencia no es tu mejor virtud —se inclinó y la besó en la boca—. Eres una mujer de acción.


—Y tú un pesado.


—Sí, eso es cierto —la besó de nuevo.


Sonó el teléfono móvil en el bolsillo del abrigo y Pedro lanzó una maldición y fue hasta el perchero.



—Aquí Pedro.


—¿Ocupado? —preguntó la voz de A.J.


Pedro lanzó un gruñido.


—¿Tienes algo para mí?


—Casi todos los nombres de la lista tienen algún antecedente. No muchos, la mayoría por posesión de drogas o posesión con intención de vender.


—¿Y Norwood está limpio?


—Sí. Si sabe lo que hacen esos chicos, aquí no hay nada que lo pruebe.


—¿Y cuál es el próximo paso? ¿Una orden de registro de la clínica? Podrían fabricar fácilmente anfetamina en uno de sus laboratorios.


—Pediré la orden —repuso A.J.—. Hay demasiados sospechosos relacionados con la clínica, estoy seguro de que el juez la concederá.


—¿Se lo dices tú a Cutler o lo hago yo?


A.J. se echó a reír.


—Tú eres su niño bonito. Dejaré que te lleves la gloria.


Pedro miró a Paula; no le gustaba la idea de tener que dejarla tan pronto.


—Bien. Hablaré con Cutler y prepararé el registro. Tú consigue la orden judicial.


—Hecho. Ten cuidado.


—Siempre.


Cerró el teléfono y buscó la placa en el bolsillo del abrigo. La guardó en el bolsillo delantero de los vaqueros y sacó su pistola.


Como siempre, la revisó a conciencia y la devolvió a la funda. Se la puso al costado y ató la cinta de cuero negro a través del hombro.


—¿Adónde vas que necesitas llevarte la pistola?


Se acercó a Paula.


—Cuando no trabajo de incógnito, la llevo todos los días —le tomó las manos y la incorporó hacia él. Ella le echó los brazos al cuello y lo estrechó con fuerza—. No pasa nada, éste es mi trabajo. Estoy entrenado para eso. Desde niño, siempre he querido ser policía, como mi primo y mis hermanos. Todo irá bien.


—Para mí es difícil —los labios de ella rozaron su cuello—. Sé que eres un hombre adulto y no un crío, pero me cuesta pensar en ti como en mi igual. Porque eso significa que podemos tener una relación de verdad.


Pedro la besó en la cabeza.


—A mí no me importaría.


Ella bajó las manos por el pecho de él y jugueteó con los botones de su camisa.


—También significa invertir mi corazón en algo que puede que no dure.


Pedro le tomó las manos para parar el movimiento nervioso de los dedos.


—¿Por mi trabajo?


—No. Bueno, me preocupa el peligro, pero…



Pedro suspiró.


—¿Porque soy nueve años más joven que tú?


Paula lo miró a los ojos.


—Dentro de veinte años, cuando yo me acerque a los sesenta, tú estarás todavía en lo mejor de la vida. Eres muy guapo. Eres divertido y valiente. Te van a querer muchas mujeres.


—¿Pero tú no?


—Pedro…


—Yo no soy tu ex marido. No puedes juzgarme a mí por sus acciones.


—Son las únicas que conozco —ella se apartó y se abrazó el vientre, protegiendo a la niña y a sí misma del dolor que esperaba conocer un día.


—Tú trabajas en la universidad —dijo él con sarcasmo—. A lo mejor es hora de que aprendas algo nuevo.


Pero en ese momento no tenía tiempo. La Clínica Washburn esperaba. Tiró de la mano de Paula y, a pesar de sus protestas, la llevó hasta la ventana.


—Tengo que irme, pero esta conversación no está terminada.


—Tengo que ser sincera contigo sobre lo que siento.


—Yo también —abrió la cortina y se colocó detrás de ella. La abrazó por la cintura—. ¿Ves esa camioneta verde? Es uno de los hombres del teniente Cutler, mi superior en la Unidad de Drogas. Él te protegerá en mi ausencia. Tú no te muevas de aquí, descansa y piensa en lo mucho que te quiero.


Pedro.


—Te lo demostraré aunque sea lo último que haga, Paula —pasó el otro brazo por encima de los pechos de ella y la volvió un poco para besarla en la sien—. Quiero casarme contigo. Quiero que tu hijita sea mi hijita —la estrechó con fuerza y luego le dio la vuelta y la besó en la boca—. No te muevas de aquí.


La dejó en la ventana y se acercó a la puerta. Se puso la cazadora y cerró la cremallera para ocultar la pistola.


—Volveré —dijo—. Siempre volveré a tu lado.


Cerró la puerta tras de sí y rezó para que ella quisiera que volviera.



PRINCIPIANTE: CAPITULO 30





Pedro se despertó con la sensación de un pequeño empujón contra su estómago y el peso de una bella durmiente en el costado.


Miró el cuerpo femenino de Paula y suspiró de contento. 


Así debían ser las cosas entre ellos: sin barreras, sin reservas.


Ninguna psicología podía explicar la conexión que compartían. Simplemente existía.


El tipo de conexión capaz de aguantar amenazas externas, trabajos exigentes y diferencias de edad.


La niña dio otra patada y Pedro sonrió. Besó el pelo de Paula y le acarició el vientre. Luego salió de la cama en silencio para no despertarla.


Cuando entró en la sala de estar, sonó el teléfono. Después de la noche estresante de Paula, y de la mañana exigente, necesitaba dormir. Pedro volvió corriendo al dormitorio y descolgó al segundo timbrazo.


—Residencia Chaves.


Paula se despertó con el sonido de la voz de él y suspiró de contento antes de abrir los ojos. Seguía cuidando de ella.



—¿Quién habla? —preguntó él.


Paula abrió los ojos. Su contento se desvaneció como por ensalmo.


—¿Quiere dejar un mensaje, doctor Jeffers?


—¡No! —Paula se sentó en la cama. ¿El decano Jeffers?


Pedro le sonrió mientras escuchaba el mensaje. Ella intentó acercarse al borde de la cama, pero la niña no cooperaba. 


¿Por qué no había dejado que saltara el contestador? Eran las diez de la mañana. ¿Cómo iba a explicar la presencia de un hombre en su piso?


Al fin consiguió levantarse y le quitó el teléfono de la mano.


—Dame eso.


Se acercó el auricular al oído.


—Soy la doctora Chaves —tiró de la esquina de la sábana, pero estaba metida debajo del colchón y no cedía.


Buscó frenéticamente su bata.


—¿Paula? —la voz de Guillermo Jeffers sonaba entre confusa y preocupada—. Quiero verte en mi despacho lo antes posible.


—¿Para qué? —preguntó ella.


—No quiero hablarlo por teléfono. Por favor.


—Estaré allí en media hora.


—Bien.


En cuanto hubo colgado, Paula vio que Pedro tenía su camisa en la mano, se la quitó y se la puso. Vio sus bragas en el suelo y se las puso también. Luego encontró sus mallas, el sujetador, su rebeca…


Hasta que no lo tenía todo, no se dio cuenta de que Pedro la observaba desnudo desde la puerta del baño.


—Vuelven las normas, ¿eh? —preguntó.


Pedro, por favor. El decano todavía cree que eres un alumno. Y tenemos que actuar como si lo fueras, ¿no? Lo siento —señaló la cama—. Eso no debería haber ocurrido. Fue maravilloso, pero no debería haber ocurrido. Alguien podría enterarse —miró el teléfono—. Creo que alguien se ha enterado ya.


—¿Quieres decir que alguien podría enterarse de que una mujer sana y hermosa se acuesta con un hombre que se está enamorando de ella?


—No —Paula lo miró sorprendida—. No digas eso. Eres muy joven para saber de lo que hablas.


—Soy un hombre, no un niño.


—Lo siento. Tengo que ir a ver al decano. No puedo lidiar ahora con esto, lo siento.


Pedro se acercó a ella y la besó en la boca. Cuando la soltó, tomó su camisa del sofá y empezó a vestirse.


—Piensa en esto —sus ojos parecían cansados y mucho más rejos—. ¿Seguro que lamentas lo de esta mañana porque te han pillado en flagrante delito con un supuesto alumno? ¿O te preocupa que la verdad te deje sin excusas para apartarme de tu vida?



*****


Paula le cortó el paso a Horacio Norwood cuando él salía de su clase.


—¿Por qué has hablado con el decano? —quiso saber.


—Buenas tardes a ti también.


—Déjate de tonterías —salieron varios estudiantes rezagados y Paula se vio obligada a apartarse, pero no estaba dispuesta a dejarlo marchar sin una explicación—. El decano acaba de decirme que cuide mi comportamiento ético y moral. ¿Se puede saber por qué narices le has dicho que puedo estar poniendo en peligro mi vida personal y mi carrera profesional?


—Porque a mí no quieres escucharme —Horacio se colgó el abrigo al brazo y avanzó por el pasillo hacia su despacho.


Paula se colocó a su lado.


—Tus acusaciones son calumniosas.


—Sé de buena tinta que tu amigo el señor Tanner se mueve con gente muy peligrosa.


—¿De qué estás hablando?


Horacio abrió la puerta del despacho de su secretaria e invitó a Paula a entrar delante de él. Colgó el abrigo en el perchero al lado de la puerta y tendió la mano hacia el de ella. La mujer se lo dio.


—Anoche lo vieron aceptar una gran suma de dinero en una discoteca.


—A lo mejor trabaja allí.


—Sólo si vende drogas. O las toma. Es ese tipo de sitio.


Paula abrió mucho los ojos. Una cosa era oírle decir a Pedro que era policía y otra oír los detalles del trabajo que hacía en secreto. No pudo resistir el impulso de defenderlo.


Pedro Tanner no es un drogadicto. Es demasiado listo, sus ojos están demasiado despejados. Es demasiado sano para mezclarse en ese tipo de cosas.


—Puede —Horacio apretó los labios como si reprimiera un comentario desagradable. Llevó a Paula hasta la silla de su secretaría—. Me he enterado del episodio de Kevin Washburn ayer. Es uno de los chicos de los que soy consejero. Alguien tuvo que venderle la anfetamina. Y adivina quién es su amigo más reciente —no esperó la respuesta de ella—. Pedro Tanner.


Pedro no vende drogas.


—¿Cómo lo sabes?


—Es un buen hombre —bajó la voz—. Un buen chico. La otra noche me ayudó con una rueda pinchada.


—¿En mitad de la noche? ¿Y qué hacía en la universidad?


—Había ido a una fiesta.


Horacio asintió con la cabeza, como si aquello le diera la razón.


Paula se cruzó de brazos. ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Las deducciones de Horacio implicaban que Pedro hacía bien su trabajo? ¿O implicaban que estaba en peligro? No sabía qué pensar.


Horacio suavizó su expresión con una sonrisa de indulgencia.


—Paula, si estas en algún lío a causa de ese chico…


La mujer lo miró a los ojos.


—¿Cómo sabes que Pedro aceptó dinero en una discoteca? —preguntó con cierto humor—. ¿Saliste de juerga anoche?


Creyó ver una tensión momentánea en el rostro del hombre, pero no duró mucho. Él le tomó una mano y se la besó.


—Yo no salgo de juerga —dijo. Tiró de ella para ayudarla a levantarse. Le puso las manos en la cintura—. Y sólo miro a una mujer.


Cuando ella se dio cuenta de que iba a besarla en la boca, le puso las manos en los hombros y lo empujó hacia atrás.


—No hagas eso. No estropees nuestra amistad.


Él movió la cabeza y soltó una risita.


—Deberías haberte casado conmigo hace años. Yo te habría tratado mejor que Simon.


Paula, conmovida por su comprensión, lo abrazó un instante.


—Cualquiera me habría tratado mejor que Simon.


Se rieron juntos y se separaron.


—No has contestado a mi pregunta —ella volvió a sentarse—. ¿Cómo te has enterado de las actividades dudosas de Pedro?


—Sabes que cuido de ti, Paula.


—Lo sé.


Horacio tomó una carpeta que había sobre la mesa y sacó una ficha.


—Uno de mis estudiantes lo vio y me lo ha contado. Éste.


Paula miró la ficha.


—Daniel Brown. Ya sé que tienes motivos para no creer en él, pero…


La mujer cortó su explicación.


—He cambiado de idea respecto al señor Brown. No lo acusaré de plagio.


—¿No?


Paula se pasó una mano por el vientre. Se sentía incapaz de mirar a Horacio a los ojos.


—Pienso incluir una reprimenda en su historial, pero puede volver a clase —le pasó la ficha—. Me debes una.


—¿Me permitirás invitarte a cenar? —levantó la mano como para hacer un juramento—. Sólo como amigos.


—¿Doctor Norwood? Doctor… —una mujer bajita y acalorada entró en la estancia—. He intentado verlo al salir de clase.


—Nos habremos cruzado por el pasillo. ¿Qué ocurre, Sandy?


Paula se levantó para dejar la silla a la secretaria de Horacio. 


La mujer le sonrió.



—No, gracias. Doctor Norwood, dijo usted que le avisara cuando llegara el coche blindado.


El rostro de Horacio se iluminó como el de un niño en Navidad.


—¿Ya está aquí?


—¿Qué es? —preguntó Paula.


—Un revólver Bat Masterson. He pagado bastante dinero para que nos dejen restaurarlo aquí los próximos meses —descolgó su abrigo y se lo puso.


Sandy terminó la explicación.


—Lo entregan directamente en el museo. He pensado que querría verlo.


—¿Paula? —Horacio intentaba mostrarse educado, pero ya estaba casi en la puerta.


—Vete —rió ella.


Sandy tomó su abrigo y corrió detrás de él. Paula se acercó más despacio a la percha.


—¿Se ha ido? —dijo la voz de Pedro.


Ella miró la puerta.


—¿Qué haces aquí?


—Apuntarme a un proyecto de investigación.


Paula lo siguió hasta el despacho de Horacio.


—El doctor Norwood no está.


—De eso se trata —empujó la puerta y entró.


—¿Esto es legal?


—¡Chist! —él se acercó al archivador de Horacio.


—¿No es peligroso que estés aquí? —susurró ella.


Pedro abría cajones y ojeaba carpetas.


—¿Te preocupas por mi?


Un escalofrío recorrió la espalda de Paula.


—¿No necesitas una orden judicial para hacer eso?


—Soy un estudiante, ¿recuerdas?


Se miraron a los ojos. Aquello no era una broma, sino que quería recordarle la distinción que había hecho ella esa mañana.


Pedro, ah…


Pero aquél no era el mejor momento para explicaciones. Él señaló con el hombro.


—Vigila si viene alguien.


Paula se volvió hacia la puerta de fuera.


—¿Qué buscas?


—Esto.


Ella se giró un momento y vio que tenía una carpeta en la mano. Volvió a su vigilancia de la puerta.


—Horacio dice que estás metido en líos —comentó.


—Lo estaré si vuelve a tocarte así.



Paula lo miró por encima del hombro. Él tenía los ojos fijos en los papeles de la carpeta.


—¿Me vigilas continuamente?


—Más o menos. Cuando yo no puedo, hay un par de amigos que lo hacen por mí.


—¿Hay más policías vigilándome?


Pedro levantó la vista.


—Te dije que cuidaría de ti.


Hizo una copia de los papeles que tenía en la mano, dejó la carpeta en su sitio y tiró de la mano de ella hacia el pasillo.


Varios minutos después estaban fuera, bajo el sol de febrero. 


A pesar de la advertencia del decano, a ella le resultó fácil caminar al lado de él, aunque mantenía las manos en los bolsillos y agachaba la cabeza a causa del frío.


—Tú has dirigido varios proyectos de investigación con estudiantes, ¿verdad? —preguntó él.


—Docenas. La universidad paga a los alumnos para que hagan de cobayas en tesis y estudios de doctorado. Y si el alumno responde al perfil que se pide, tiene una oportunidad de incrementar su curriculum y ganar algo de dinero. ¿Por qué?


—¿Alguna vez has dirigido un proyecto sobre medicina forense en el siglo XIX?


—¿Y por qué iba a hacerlo? Ése no es mi campo.


—¿Y por qué un profesor de estudios criminales dirige un proyecto de investigación genética?


—¿Qué?


Pedro sacó las fotocopias de la cazadora y se las pasó. Paula leyó rápidamente el contenido de la primera página. Atónita ante lo que veía, pasó rápidamente a las otras.


—¿Donaciones de esperma? ¿Ése es el programa de investigación de Horacio?


Pedro le puso una mano en la espalda para guiarla hacia su coche.


—Ayer vi a Joey King darle las gracias a Horacio por algo que le había ayudado a pagar el alquiler del mes.


Se detuvieron al lado del Dodge Raen rojo. Pedro sacó las llaves.


—¿Joey también?


—¿Joey también qué?


Él abrió la puerta y la ayudó a subir.


—Según Daniel Brown, esos supuestos proyectos son una tapadera para los camellos de poca monta de la universidad. Ponen su nombre en una lista, donan esperma y utilizan el pago para explicar su aumento repentino de liquidez.


—¿Y crees que Horacio está mezclado con drogas?


—No sé si es el cerebro o es sólo un tonto al que utiliza otro.



Cerró la puerta y dio la vuelta al coche. Paula no podía imaginar a Horacio como un tonto al que utilizaran, pero tampoco como el jefe de un grupo de traficantes. Tenía que haber otra explicación.


Volvió a mirar las páginas para leer los detalles del proyecto.


—Todos estos donantes participan en un estudio de la Clínica Washburn —sintió un frío repentino. Soltó los papeles y se agarró el vientre—. ¿Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!


—Tranquila. ¿Tienes contracciones otra, vez?- Pedro le apretó el muslo—. ¿Qué ocurre?


Ella se aferró a su mano.


—No, no es eso. Uno de esos estudiantes, de mis estudiantes, podría ser el padre.