miércoles, 5 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 23




Había llegado el día de las elecciones.


Paula insistió para que bajaran juntos al pueblo a votar y, luego, almorzaron en una cafetería desde la que se veía la playa. Adrede, se había sentado de espaldas a los demás comensales con la esperanza de que a Pedro no lo reconocieran con tanta facilidad como a ella.


Aquella mañana, lo había despertado con caricias y le había hecho el amor con la intención de demostrarle sin palabras, porque las palabras se quedaban cortas, que era suya y que siempre lo sería.


Al terminar, había tenido que hacer un gran esfuerzo para no decirle lo que sentía por él, pero lo había conseguido ocultando el rostro en su cuello.


Desde que Pedro le había hablado del accidente, Paula tenía la sensación de que algo entre ellos había cambiado. Pedro la miraba de manera diferente.


—Tierra llamando a Paula, tierra llamando a Paula —bromeó Pedro tocándole los pies por debajo de la mesa.


—Perdón —se disculpó Paula.


Era consciente de que Pedro estaba haciendo todo lo que podía para ignorar las miradas de la gente y lo mínimo que ella podía hacer por su parte era prestarle atención.


—¿Estás nerviosa por las elecciones?


Paula asintió a pesar de que no era del todo cierto porque lo que a ella realmente la tenía nerviosa era la conversación que tendría lugar entre ellos después de las elecciones. Todo, su vida, su futuro, su profesión, su lugar de residencia dependían de que aquel hombre sintiera lo mismo que ella.


—Hemos hecho todo lo que hemos podido —le aseguró Pedro—. ¿Nos vamos?


Mientras esperaban a que el camarero les llevara la tarjeta de crédito, un hombre se acercó a desearle buena suerte con el estadio. Paula se giró para darle las gracias suponiendo que Pedro se iba a mostrar cortante, pero quedó agradablemente sorprendida al ver que Pedro sonreía y asentía.


¿Quería eso decir que el hombre de hielo se estaba derritiendo?


A continuación, dieron un paseo charlando como cualquier otra pareja. Incluso Pedro la agarró de la mano para cruzar la calle. A Paula le entraron ganas de entrelazar sus dedos, pero no lo hizo por miedo de que a Pedro le pareciera demasiado. Cuando la soltó, su decepción se vio recompensada por la sonrisa que Pedro le dispensó. ¡Dos sonrisas en una mañana! La vida era maravillosa.


Sin embargo, Pedro le dijo que, pesar de que era sábado, tenía que trabajar. Paula decidió quedarse en el pueblo haciendo la compra para cenar. Tal vez, unas cuantas horas separados hicieran que Pedro abriera los ojos y que ella reuniera el valor suficiente para decirle cuánto lo amaba.


Estaba previsto que en los últimos cinco minutos de las noticias locales se dieran los resultados de las elecciones, así que Paula preparó pizza, guacamole y cerveza y lo colocó todo delante del televisor como si se tratara de una gran celebración. Pedro le siguió el juego llevando un par de gorras de béisbol.


Tal y como esperaban, el alcalde Benson salió reelegido tras apoyar el proyecto del estadio y no tener rival.


Paula y Pedro brindaron encantados ante los resultados.


—Por tu estadio —sonrió Paula.


—Por tu máquina de hacer publicidad —contestó Pedro besándola—. Se me está ocurriendo que podría ponerle tu nombre a una parte del estadio.


—A lo mejor eso es demasiado, pero lo que sí podrías hacer es explicarme los entresijos del rugby porque tengo intención de ver la final de la Copa del Mundo en tu estadio.


¿Se estaría dando cuenta de que estaba aludiendo a su futuro juntos? Pedro la estaba mirando de manera sensual y, como de costumbre, Paula sintió que se derretía. Aquella noche le iba a decir que lo amaba, no sabía si hacerlo ya o esperar un poco.


Cuando Pedro se inclinó sobre ella y la besó, decidió que las palabras tendrían que esperar, pero, en ese momento, sonó el teléfono.


Pedro se levantó a contestar y Paula tuvo que aguantarse las ganas de seguir besándolo. La expresión de su rostro cambió de excitada a sorprendida cuando oyó la voz de la persona que lo llamaba.


—¿Cuándo?


Paula lo miró sorprendida. Pedro agarró el mando de la televisión y cambió de canal.


—No te preocupes, mamá, no pasa nada. Gracias por llamar. Saluda a papá de mi parte.


—¿Qué pasa? —le preguntó Paula quitándose la gorra.


—Era mi madre. Dice que acaba de ver el anuncio del programa de Felicity Cork de las ocho —contestó Pedro sin mirarla.


Paula arrugó la nariz. Nunca había visto aquel programa, pero sabía que tenía fama de cruel. 


Cuando había conocido a la presentadora, no le había caído nada bien, le había parecido una mujer grosera y maleducada que creía que siempre tenía razón.


Paula se sentó en el borde del sofá y se quedó mirando la pantalla. Pedro estaba de pie de espaldas a ella.


El programa comenzó y se oyó la voz de Felicity en off.


—¿Qué tienen estas dos personas en común? Mucho más lo que ustedes creen —dijo mientras se veían imágenes de Paula y de Pedro—. Pedro Alfonso se hizo famoso hace más de diez años al convertirse en el jugador de rugby más joven de la selección nacional. Salió con la famosa actriz de televisión Raquel Lee, que murió como consecuencia de un accidente de coche una noche de tormenta. Tras el accidente, se especuló con la posibilidad de que Pedro, que conducía el coche siniestrado, estuviera borracho y, de hecho, se le juzgó por conducción temeraria, pero salió inocente. Desde entonces, Alfonso ha olvidado la tragedia construyendo un gran imperio a nivel internacional. A nivel personal, el empresario millonario ha llevado siempre una vida solitaria… hasta ahora.


Paula no le veía la cara, pero no se atrevía a acercarse a él porque, por su postura corporal, era obvio que estaba furioso. Aquello era lo peor que les podía suceder. Por su culpa, al ser ella famosa, Pedro se veía expuesto.


A continuación, se vieron en pantalla varias imágenes de Pedro siendo muy jovencito y trozos de la serie de televisión en la que Raquel participaba.


—Paula Chaves comenzó a trabajar en televisión en Europa del Este y África. Estuvo casada brevemente con Javier Summers, de la BBC, pero se divorciaron hace poco. Paula volvió a Nueva Zelanda hace tres años para hacerse cargo de un programa de sucesos, que abandonó recientemente entre especulaciones de si había sido despedida o se había ido voluntariamente. En ese mismo programa comenzó a hablarse de Mario Scanlon, el hombre que se presentaba la alcaldía y sobre el que actualmente pesan varios cargos. Lo que es curioso es que Alfonso Inc. apoyaba económicamente la campaña de Scanlon y todavía está por ver que las autoridades no llamen a su presidente, Pedro Alfonso, a declarar. En cualquier caso, parece que, aunque en un principio podríamos pensar que estas dos personas estaban muy lejos la una de la otra, el amor no conoce fronteras. Por lo que parece, Alfonso y Paula Chaves se llevan muy bien y lo que los une va mucho más allá de su interés en los deberes cívicos. Sabemos de buena fuente que la pareja pasa mucho tiempo juntos y que están planeando casarse. En este programa estamos muy sorprendidos porque no se parecen en nada. El señor Estadio de Rugby es más dado a abalanzarse sobre los periodistas que a estrecharles la mano y Paula es tan… dulce que empalaga.


«¡Canalla!», pensó Paula.


Pedro lo dijo en voz alta.


—En cualquier caso, les deseamos lo mejor y esperamos que nos inviten a la boda. Una última cosa, Paula… será mejor que conduzcas tú o que, por lo menos, le digas a tu novio que haga un curso de conducción —terminó la espantosa presentadora.


Paula cerró los ojos con fuerza. Se dijo que todo aquello era culpa suya. A continuación, se puso en pie. Estaba furiosa y se sentía engañada y culpable.


—¿Es amiga tuya? —le preguntó Pedro girándose hacia ella.


—¡No! —Se defendió Paula—. Yo no he tenido nada que ver en esto.


Al mirarlo, se dio cuenta de que Pedro no la miraba con furia sino con tristeza.


—Ya lo sé.


Paula se sintió inmensamente aliviada.


—Sin embargo, eso no cambia la situación. Vuelvo a estar en el ojo del huracán. Eso quiere decir que mi familia y la familia de Raquel también.


Paula se mordió el labio.


—Lo siento mucho —murmuró—. En cualquier caso, no creo que esto vaya a tener mucho tirón, Pedro. A la gente no le importa lo que pasó hace diez años.


Pedro pasó a su lado y se sentó en el sofá, frunció el ceño, se puso las palmas de las manos en los hombros y se quedó mirándose los pies. Paula se dio cuenta de que estaba levantando los muros, de que la estaba dejando fuera, como hacía con todo el mundo.


—Mírame —le dijo sentándose a su lado.


Pedro la miró y Paula se dio cuenta de que estaba intentando encerrarse en su fortaleza. 


Pero ella no se lo iba a permitir. Había conseguido zarandear su mundo. Pedro había cambiado estando con ella. Había vuelto a reír.


—Te apuesto mi casa a que esto está olvidado en un par de días. Pedro, esto fue noticia entonces, pero ahora no le interesa a nadie. Los chicos de ahora no saben quiénes eran Pedro Alfonso ni Raquel Lee.


—¿A quién pretendemos engañar, Paula?


—¿Cómo?


—No nos parecemos en nada. No tenemos nada que ver. Yo no quiero vivir en tu pecera.


—¿Pecera?


—Sí, expuesto a los demás las veinticuatro horas del día. Tú entras en casa de la gente y ellos quieren entrar en la tuya. Ése es el precio que hay que pagar por ser famosa.


—Presentar no es mi vida. Podría hacer labores de producción o de cualquier otra cosa.



—¡No cambies tu vida por mí!


—Si tú no quieres que trabaje en televisión, no lo haré —insistió Paula—. No es ningún sacrificio.


—Paula… en seis meses estarías subiéndote por las paredes, aburrida hasta el tuétano, queriendo ir a fiestas y estar de nuevo en el meollo de todo.


Paula se quedó mirándolo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Pedro tenía una lista bien confeccionada en la cabeza y que iba a ir punto por punto lanzándole afiladas dagas.


—Cuando yo te dijera que no quiero ir a una fiesta o una función, te sentirías dolida y acabaríamos destrozándonos el uno al otro.


—Sabes que eso no es cierto —contestó Paula intentando que sus palabras no le hicieran daño.


Pedro suspiró.


—Paula… estas cosas no se me dan bien. No sé jugar en equipo, no soy una persona con la que resulte fácil vivir.


—A mí me parece que es muy fácil vivir contigo. ¿Acaso a ti te parece difícil vivir conmigo?


Pedro no contestó.


Todo lo que estaba diciendo era insignificante porque no reflejaba la verdad de su relación, en la que había seguridad, comodidad, apoyo y pasión.


Pedro, ¿te vas a pasar la vida entera creyendo que todo el mundo te juzga por lo que pasó hace tanto tiempo?


—No es eso, Paula.


—¿Entonces? Apartas a todo el mundo de tu lado porque te culpas por el accidente. ¿Acaso crees que tu castigo no ha sido suficiente?


—¡No me vengas con monsergas de psicoanalista! —exclamó Pedro.


Paula se dio cuenta de que se estaba acercando al meollo de la cuestión y decidió no presionar demasiado porque sabía que una persona herida era capaz de dar grandes coces si se sentía acorralada.


—A mí me parece que te has hecho una imagen mental de color de rosa sobre nosotros, sobre las familias felices —comentó Pedro distanciándose.


«Sí, tienes razón», pensó Paula.


—¿Te parece que voy demasiado rápido?


—Lo que quiero que sepas es que yo no tengo lo mismo en la cabeza, que cuando pienso en ti no pienso en una familia feliz.


Paula parpadeó varias veces. ¿No la quería a su lado?


—Entiendo —comentó.


En realidad, no entendía nada. En realidad, Paula estaba convencida de que, a pesar de que se opondría en un principio, en el fondo Pedro quería lo mismo que ella. Ella lo había despertado al amor, lo había visto en sus ojos y en su rostro y lo había sentido entre sus brazos.


—Me temo que lo que busco es mucho más primitivo y no incluye el futuro que tú quieres y mereces —declaró Pedro—. No puedo sustituir ni a tu matrimonio ni al hijo que no tuviste.


Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y se enfureció consigo misma por no poder controlarlas. Aquello que estaba viviendo en aquellos momentos era importante y tenía que luchar por ello.


—Te quiero, Pedro —le dijo—. Léeme los labios. ¡Te quiero!


Pedro no se movió ni dijo nada.


—¿Quieres que te lo diga con las manos? —insistió Paula poniéndose en pie y hablándole en el lenguaje de los sordomudos.


Pedro siguió sin moverse y sin decir nada.


Las lágrimas corrían ya por las mejillas de Paula.


—No me hagas esto, no me dejes fuera de tu mundo —murmuró Paula—. Sé que te he llegado al corazón, lo sé.


Pedro apretó los dientes y la miró a los ojos.


—Mereces ser amado. Mereces ser feliz —insistió Paula con voz trémula—. Por favor, Pedro, no me apartes de ti. No te quedes solo de nuevo.


—¡Maldita sea, Paula! —gritó Pedro poniéndose en pie—. No me lo hagas todavía más difícil —añadió agarrándola de los hombros.


Paula se quedó mirándolo sorprendida.


—¿No recuerdas acaso que te conté que utilicé a Raquel para conseguir sexo y atención y que luego la dejé? ¿No te das cuenta del tipo de hombre que soy?


Paula negó con la cabeza mientras la esperanza moría en su interior y sentía un inmenso dolor en el corazón. ¿Cómo era posible que se hubiera equivocado de aquella manera? Era imposible que se hubiera enamorado de un hombre que tenía hielo en las venas.


—Sí, así es, te he utilizado. He estado contigo hasta las elecciones porque me sentía obligado —le dijo soltándola—. Léeme los labios, Paula. 
Sexo. Excitante. Sin complicaciones. Temporal.


Cada una de sus palabras fue como una bofetada. Paula sintió una tremenda agonía, como cuando había perdido a su bebé, como cuando se había divorciado, como cuando su padre había muerto.


—Voy a recoger mis cosas —anunció dando un paso atrás.


Paula no sabía cómo había salido del salón, pero, de alguna manera, había conseguido llegar al dormitorio de Pedro y recoger sus cosas. Se sentía tan mal que tenía ganas de vomitar.


Miró por última vez aquella habitación llena de besos, de caricias y de orgasmos, recordó las noches en las que habían dormido juntos y las mañanas en las que se habían despertado sonrientes y sintió ganas de llorar de nuevo, pero se dijo que no era el momento de hacerlo.


Así que echó los hombros hacia atrás, tomó aire y bajó con mucha dignidad al salón. Pedro la estaba esperando junto a la puerta, con las llaves del coche en la mano. No hablaron. Un par de minutos después estaban en casa de Paula.


Todo había terminado. Paula se dijo que no lo iba a mirar. No podría soportarlo. Así que abrió la puerta.


—Lo siento mucho si… —dijo Pedro.


Ni siquiera fue capaz de terminar la disculpa. 


Qué poco respeto le tenía. Paula sintió que el corazón se le endurecía.


—Yo también lo siento mucho —murmuró—. Lo siento mucho por ti. Por cómo te vas a sentir. Por el futuro vacío que tienes ante ti.


Y, dicho aquello, cerró la puerta y se encaminó a la puerta de su casa sin mirar atrás.


Sobre todo, lo que más sentía era lástima de sí misma.




MELTING DE ICE: CAPITULO 22




Pedro estaba mirando el mar desde el acantilado cuando Paula, que se había ido a cambiar de ropa, llegó a su lado y lo abrazó por la cintura.


—Me lo he pasado fenomenal —dijo sinceramente—. ¿Qué os pasado a ti y a tu familia?


—Es… complicado —contestó Pedro con el ceño fruncido.


—¿Fue a causa del accidente?


Pedro se apartó de ella y se apoyó en la barandilla. No era que no quisiera contárselo sino que se le hacía todo tan lejano y tan cercano a la vez… En cualquier caso, sabía que Paula lo comprendería, que no lo juzgaría. Pedro era consciente de que podía contar con su apoyo.


Claro que, ¿qué importancia tenía eso cuando había sido él y sólo él quien había decidido distanciarse de su familia, a la que tanto amaba, a pesar de que les iba a hacer mucho daño, porque no se soportaba a sí mismo?


Había perdido el control del coche. Raquel había muerto. Por mucho dinero que hubiera ganado desde entonces, se sentía todavía destrozado.


—El accidente fue muy duro para ellos. Intentaron ayudarme todo lo que pudieron, pero yo no me dejé. Cuanto más lo intentaban ellos, más me resistía yo.


Paula lo miró con serenidad, indicándole que continuara.


—Aquella noche habíamos salido a cenar —recordó Pedro—. Estaba lloviendo a todo llover. Por lo visto, alguien del restaurante había llamado a los fotógrafos. Raquel salió primero y se los encontró —añadió maldiciendo—. No nos dejaban en paz y yo decidí intervenir. No era la primera vez que les decía que nos dejaran en paz —continuó con amargura—. Nos subimos al coche, pisé el acelerador a fondo y nos chocamos contra un muro de hormigón. Estuvimos en el coche tan sólo unos segundos. Fue un trayecto al infierno muy corto.


Al mirar a Paula, vio que estaba llorando, lo que lo puso a la defensiva de repente.


—¿Quieres una copa?


Paula negó con la cabeza y Pedro entró en la casa, se sirvió un bourbon y le dio un buen trago antes de volver. Mientras salía, se quedó mirando a Paula, desafiándola con la mirada a que le dijera aquello que tantos otros le habían dicho antes.


«No es culpa tuya», «fue un accidente», «le podía haber pasado a cualquiera», «tienes que superarlo»…


—Continúa —murmuró Paula.


¿Cómo? ¿No lo iba a intentar calmar? Pedro se bebió el resto del bourbon.


—A mí me tuvieron que operar unas cuantas veces, pero me acabé recuperando. Luego, vino el juicio y ocupé las portadas de los periódicos de nuevo. Me declararon inocente y los medios de comunicación se abalanzaron sobre mí. Cuando pasó el juicio, decidieron que querían seguir con la carnaza y emitieron el último capítulo de la serie que Raquel había grabado. Mis padres empezaron a recibir cartas de muy mal gusto. Yo no podía soportar verlos así, y decidí distanciarme.


—La familia está para eso, Pedro, para apoyarse los unos a los otros —le dijo Paula con amabilidad—. ¿Y tú hermana?


—Erica y Raquel eran muy amigas.


Después del accidente, su hermana le había contado que Raquel la había llamado saliendo del restaurante y le había dicho llorando que la había dejado. A pesar de sus lesiones, su hermana había volcado toda su rabia sobre él. 


Más tarde, le había pedido perdón, pero la relación entre ellos nunca se había recuperado.


—¿Los padres de Raquel fueron a verte al hospital?


—No, gracias a Dios, no vinieron —contestó Pedro.


—¿Fuiste a su entierro?


—No, no fui —contestó Pedro empezando a hartarse—. Estaba en cuidados intensivos. ¿Qué más quieres saber?


—Quiero saberlo todo.


—No creo que lo digas en serio —contestó Pedro riéndose con amargura.


—Quiero saber lo que sentías por ella entonces y lo que sientes por ella ahora —le exigió.


—La conocí cuando tenía diecinueve años. ¿Qué suelen sentir los chicos y las chicas de esa edad?


—¿Me estás diciendo que no era nada serio?


Pedro no contestó.


—La prensa dijo que estabas destrozado. Según la familia y los amigos, estabais muy enamorados.


—¿Y tú te crees todo lo que dice la prensa?


A continuación, se quedaron mirando a los ojos.


Pedro, a mí no me importa vivir con el fantasma de una mujer a la que amaste. No quiero usurpar su lugar.


¿Qué estaba diciendo? ¿Que lo amaba? Pedro tragó saliva. Al instante, se dijo que él no era merecedor de aquellos sentimientos y decidió apartarlos de su mente.


—Me da la sensación de que no me lo estás contando todo.


—Malditos periodistas —gruñó Pedro.


—Yo no…


—¡Está bien! —exclamó Pedro iracundo—. No, no estaba enamorado de ella. La estaba utilizando. Ella no quería salir aquella noche. No le gustaba salir porque a menudo nuestras salidas se convertían en un circo con la prensa o con el público —le explicó Pedro sentándose en una silla—. Raquel era una chica encantadora, pero demasiado famosa. Siempre se había llevado bien con la prensa… hasta que aparecí yo. Yo era el que se llevaba toda la atención. Yo quería que se fijaran en mí. A mí no me apetecía quedarme en casa comiendo pizza como quería hacer ella —confesó mirando hacia abajo—. El entrenador me leyó el pensamiento y me dijo que, si no empezaba a rendir en lugar de andar por ahí empujando a periodistas y fotógrafos y apareciendo en las portadas de los tabloides, estaba fuera del equipo. Decidí sacrificar a Raquel. Así que aquella noche decidí que, a partir del día siguiente, iba a vivir única y exclusivamente para el rugby, pero que aquella noche iba a montar una buena.


Pedro recordó cómo todo el mundo los miraba en el restaurante. Era perfecto.


—Por una parte, estaba rezando para que Raquel se pusiera a insultarme —confesó mirando a Paula, necesitado de ver el disgusto que le estaría produciendo—. Estaba representando un papel. Era una superestrella en un país cuyo inconsciente colectivo dependía de si ganábamos o perdíamos un partido.


Paula se mordió el labio inferior, pero no apartó la mirada.


—Pero Raquel no se enfadó, no montó ninguna escena ni gritó. Se limitó a llorar. No me lo esperaba. La tenía sentada frente a mí y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Todo el mundo nos miraba. El restaurante entero estaba en silencio —recordó Pedro—. De repente, se puso en pie y salió corriendo. Yo me apresuré a pagar y la seguí. Para cuando llegué a su lado, estaba rodeada de fotógrafos. Intentaba quitárselos de encima, incluso los insultaba. Creo que para entonces se había dado cuenta de mis intenciones y ella también estaba haciendo su papel —añadió Pedro sacudiendo la cabeza y poniéndose en pie—. Fue de locos.


Paula tomó aire y lo siguió.


—Fue un accidente, Pedro —le dijo mirándolo a los ojos.


Pedro tomó aire.


—Lo que no puedo soportar es que se muriera después de haberla rechazado. No puedo soportar que tanta gente fuera testigo de aquello; sobre todo, no puedo soportar el haber sobrevivido y que ella haya muerto.


Paula le apretó la mano, obligándolo a mirarla.


—No eres un monstruo.


¿De verdad que no? Lo único que Pedro sabía era que su castigo era no poder aceptar el tipo de felicidad que Paula Chaves le ofrecía. Tenía que encontrar la manera de apartarla de su lado mientras todavía podía.


Por su bien.


—Las personas como tú no deberían acercarse a la gente como yo —le dijo—. Yo sé que puedo sobrevivir. Sin embargo, la gente buena no puede sobrevivir y acaba hiriéndose… o algo mucho peor.