martes, 5 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 14




Las montañas cubiertas de neblina la recibieron al asomarse adormilada a la ventana la mañana siguiente. El aire era fresco y húmedo. Se puso unos vaqueros enrollando los bajos y apretándose la cintura con una correa. Eran al menos una talla mayor que la de ella, pero se llevaban sueltos. Las zapatillas también le quedaban grandes, pero como eran de cordones, se mantendrían amarradas. Se puso una sudadera sobre la camiseta y se fue en busca del desayuno.


Pedro no estaba a la vista y supuso que estaría trabajando en su despacho. Tomó el desayuno sola y después intentó hablar con Ramyah, lo que le costó un poco. Paula sabía diez palabras en malayo y Ramyah veinte en inglés.


Estaba a punto de bajar al jardín cuando apareció Pedro en la cocina con una taza de café en las manos.


—Buenos días —dijo con una sonrisa de diversión—. Estás encantadora.


Ella lo miró furiosa.


—No es culpa mía que esta ropa sea demasiado grande para mí. Y si no te gusta, no me mires.


—Vaya. Te has levantado susceptible esta mañana. ¿Dónde ha quedado tu sentido del humor?


Ella apretó los dientes.


—Lo dejé junto con mi ropa y bolso cuando me arrastraste de allí.


—Yo no te arrastré. Te rescaté.


Ella agitó una mano con desdén.


—Como quieras, pero eso no quiere decir que me guste estar aquí contigo.


—Nadie te lo está preguntando —respondió él con frialdad—. Tampoco era mi idea de la diversión.


—Pues si no me quieres aquí, podría habérsete ocurrido otra idea.


—Le prometí a tu padre que te cuidaría y lo haré.


Su tono era calmado y resuelto.


—¿Cuidarme?


—Mantenerte a salvo.


—¡Qué encantador! —no estaba siendo justa y lo sabía pero no podía controlarse—. Bueno, pues tendrás que tolerar mí presencia, por muy desagradable que te resulte y por horrible que esté con esta ropa.


—No me estaba quejando —curvó levemente los labios—. De alguna manera, querida Paula, consigues estar sexy te pongas lo que te pongas.


Ella lo miró furiosa.


—No tengo absolutamente ningún deseo de parecer sexy ni deseable, te lo aseguro.


—Eso es un alivio —dijo él con sequedad—. Podría complicar las cosas.


—No tengo intenciones de complicar las cosas. Sólo quiero que queden claras.


Él asintió.


—Tú y yo en la misma casa. Camas diferentes. Muy simple.


—Exactamente.


Él le dirigió una larga mirada.


—No te engañes a ti misma, Paula —dijo en voz muy baja—. Esto no será fácil. Ya no está siendo fácil.


Hubo un incómodo silencio. Paula buscó con desesperación algo que decir, algo animado, sencillo. Pero no encontró nada.


—Bueno —dijo él despacio—. Será mejor que vuelva a mi trabajo. Hasta luego.


Paula soltó un largo y lento suspiro. Entonces, con decisión, apartó sus palabras de su mente y se fue a explorar el jardín. 


Los pollos corrían sueltos por los alrededores de la casa. 


Descubrió un gran tanque que supuso sería de gasolina y una vieja furgoneta muy maltratada.


Al final del jardín encontró un estrecho camino que conducía al bosque. De pie bajo el sol, consideró la posibilidad de dar un breve paseo por el verde y umbrío camino para contemplar los peligros. Evidentemente aquel camino era el que había visto en los mapas del despacho, usado por los O’Connors y los estudiantes.


Bajó la vista y examinó los vaqueros y las zapatillas. Sólo sería un corto paseo.


Estaba empezando a hacer más calor y se quitó la sudadera y la dejó en el césped. La recogería a la vuelta. A pocos metros dentro de la foresta ya se sentía como si la hubiera devorado un mundo antiguo y primigenio, vibrante de vida secreta. Miró a sus espaldas y ya no vio el soleado jardín con su explosión de flores. Continuó con cuidado de donde ponía los pies. El camino estaba resbaloso y mojado de la lluvia de la noche.


Las inmensas lianas colgaban de los gigantescos troncos y los pájaros invisibles trinaban en lo alto entre el zumbido de los insectos.


Era mágico. Se sintió maravillada por todo.


Justo cuando decidió dar la vuelta, escuchó el sonido del agua. Dio algunos pasos más y vio un arroyo borboteando entre rocas y plantas, con el agua cristalina como un espejo. 


Se agachó y metió la mano. Estaba fría como el hielo.


Encontró una roca plana, se sentó y contempló las brillantes mariposas revoloteando a su alrededor. Qué maravilloso sería tener a alguien para compartir aquello. La idea le devolvió los recuerdos de sus viajes de acampada y senderismo por las montañas de Blue Ridge, o cuando se sentaban al lado de idílicos arroyos y compartían íntimas fogatas por la noche. Con impaciencia, apartó las imágenes y se levantó de nuevo. Era hora de volver.


Apenas se había incorporado cuando vio a una serpiente enroscada tranquilamente sobre una roca al sol a pocos metros de ella. El corazón le dio un vuelco. Alejándose muy despacio, empezó a retirarse sin apartar la vista del reptil inmóvil. Este no se agitó, desinteresado por completo de ella.


En cuanto se encontró a una distancia segura, dejó escapar un largo suspiro de alivio y sonrió para sí misma. Ya había visto serpientes antes y había aprendido a aceptarlas como una forma extraña de vida, pero nunca le habían gustado.


Sus fuertes latidos empezaron a remitir y retrocedió por el camino. Había llegado casi a la casa cuando escuchó su nombre. Era Pedro que la llamaba. Un momento después lo vio acercándose por el sinuoso sendero con pantalones cortos y una camiseta. No pudo evitar un leve sobresalto al ver su familiar figura, las largas y musculosas piernas avanzando con resolución en dirección a ella, los movimientos de su esbelto cuerpo, tan sexy entre la lujuriosa vegetación de la jungla. Tragó saliva y apartó aquellos pensamientos.


—Aquí estoy. Sólo fui a dar un paseo. ¡Es tan bonito esto!


Estaba a punto de relatar las maravillas que había visto cuando su entusiasmo se vino abajo al ver la expresión sombría de su cara.


—¿Qué diablos crees que estás haciendo desapareciendo de esa manera?


Ella lo miró fijamente.


—Estaba dando un paseo. Sólo he estado fuera una media hora o así.


—¡Deberías habérselo dicho a alguien! —dijo con un destello de furia en los ojos—. ¡Esto no es el parque de la ciudad, por Dios bendito! Mira a tu alrededor. Esto es una selva tropical.


Ella se puso rígida.


—Gracias por la información. Ya me había dado cuenta.


—¿Tienes la más remota idea de lo peligrosa que es?


Paula se cruzó de brazos mientras pensaba en la serpiente.


—Creo que tengo alguna idea, sí.


—En adelante, si quieres ir a dar un paseo, díselo a alguien y nunca des un solo paso fuera del camino o podríamos no volver a encontrarte nunca.


—Lo recordaré —dijo ella con frialdad—. Y en adelante, ¿te acordarás de no hablarme como si fuera una niña de cinco años?


—¡Entonces no actúes como tal!


Pedro se dio la vuelta, se paró de repente y esperó a que ella le alcanzara.


—¿Juegas al golf? —preguntó de repente.


Ella lo miró con la boca abierta.


—¿Qué?


—Golf —repitió él con tranquilidad—. Que si juegas al golf.


Ella soltó una carcajada sin poder evitarlo. Pedro se metió las manos en los bolsillos.


—¿Qué es lo que te resulta tan divertido? Es una pregunta sencilla, ¿no crees?


Ella asintió.


—Sí. Y no. No juego al golf. Ya sabes que no.


—Pueden cambiar muchas cosas en cuatro años


—¿Por qué lo preguntas?


—Voy a ir a Montañas del Paraíso, un complejo que está muy cerca de aquí. Tengo que hacer algunas llamadas de teléfono y jugaré una partida para cenar después con unos amigos. ¿Te gustaría venir?


Desde luego que le encantaría tener un teléfono y estar en un sitio donde hubiera otra gente además de Pedro.


—Me encantaría. Me gustaría llamar a mi padre.


—Bien. Hay una piscina y una pequeña tienda donde puedes comprar un bañador.


Se fueron después de almorzar y tardaron veinte minutos en llegar a la carretera asfaltada y otros treinta en divisar los portones del complejo.


Pedro aparcó en un aparcamiento sombreado cerca del edificio principal, una construcción rústica de piedra y madera.


—No quiero preocuparte más de lo necesario —dijo Pedro mirándola—, pero cuando llames a tu padre, ten cuidado con lo que digas. No quiero que esto parezca una película de terror, pero los teléfonos pueden estar pinchados. No le digas dónde estás. Él ya lo sabe. Le mencioné que vendría aquí a escribir mi informe en la fiesta. Y tampoco hables del negocio y de esos tiburones. No preguntes tampoco por tu pasaporte. Más vale prevenir que lamentar.


Ella lo miró fijamente.


—Esto no puedo creerlo. ¿Cómo voy a recuperar mi bolso y mi pasaporte?


—Imagina algo.


—¿Como qué?


Él hizo un gesto de impaciencia.


—De momento no es tan importante. Sólo dile a tu padre que todo va bien. Ya tiene bastantes preocupaciones con lo que tiene.


Paula cerró los ojos fugazmente y suspiró.


—De acuerdo, tendré cuidado. ¿De qué puedo hablar?


—Dile que estás en una fiesta y que te lo estás pasando estupendamente.


Ella lo miró y vio un destello de humor en sus ojos.


—Tienes que estar de broma —dijo en voz baja.


Pedro sacó la llave de contacto y se la metió en el bolsillo.


—También puedes decirle que lo estás pasando fatal, pero eso le dejaría preocupado.


Abrió la puerta y saltó del coche.


Dentro del edificio, la llevó hasta la oficina de dirección donde la presentó a un sofisticado hombre malayo que los recibió con una sonrisa. Hablaba inglés a la perfección y era evidente que conocía a Pedro de anteriores visitas. Era amigo de los O’Connors, que acudían al complejo con regularidad a jugar al golf y al tenis y a visitar a los amigos que vivían en la zona.


Les ofrecieron una habitación para que pudieran cambiarse de ropa y hacer sus llamadas.


La llamada de Paula apenas le llevó tiempo. Su padre no estaba en la oficina. La secretaria le informó que estaba en una importante reunión con el Ministro de Industria y Comercio y que no le esperaban hasta por la tarde. Colgó desilusionada y preocupada.


—Inténtalo más tarde —sugirió Pedro—. Te enseñaré esto primero —sacó su monedero y de allí la tarjeta de crédito—. Compra lo que necesites.


A Paula no le quedó otro remedio que aceptar la tarjeta de plástico, lo que le hizo sentir como un niño molesto al que le compran chucherías para quitárselo de encima.


—Te lo devolveré —dijo con tensión.


—Estoy seguro de que lo harás.


Arqueó la comisura de los labios.


—¡No te rías de mí! —explotó ella.


—No lo estaba haciendo.


—Estás disfrutando de esto, ¿verdad?


—¿Disfrutar de qué? ¿De prestarte dinero? ¿Qué importancia tiene?


—Disfrutas de verme impotente y dependiente de ti.


Paula odiaba aquello. Y depender de él, de entre todo el mundo, era aún más intolerable.


—Desde luego, a mí no me sacaría de quicio —dijo él con enloquecedora calma—. Ahora, ven por aquí. Te enseñaré donde está la piscina.


¡Era insufrible! ¡No podía soportarle! Le costó gran esfuerzo mantener la frialdad.







UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 13



Pedro volvió al despacho y ella se sintió aliviada de que desapareciera. Ramyah le sirvió café y se fue a tomarlo a la terraza, donde ya había encendido algunos palitos antimosquitos y las finas espirales de humo se elevaba por el aire.


De la jungla de detrás del jardín llegaban todo tipo de ruidos de animales. Pensó en Pedro en el despacho escapando de ella. Qué extraño era estar con él en la misma casa y hacer las comidas juntos. Sintió un nudo en la garganta. Hubo un tiempo en que había creído que estarían juntos toda la vida. 


Había estado tan segura, tan confiada.


Suspiró. Había sido tan ingenua a los veintiún años. Ahora le dolía pensarlo; recordar sus sentimientos, las palabras que había pronunciado. Saber que las había creído con el alma y lo enamorada que había estado de Pedro. Había estado tan segura de que conseguirían que funcionara su matrimonio.


Después del divorcio se había sentido muerta durante mucho tiempo, años de hecho. Hasta que había aparecido en escena Salvador. Salvador era un periodista duro en su profesión y suave en la intimidad. Sabía cómo decir las palabras adecuadas en el momento adecuado.


Había derrumbado sus barreras y la había hecho volver a sentir, al menos un poco. Habían estado saliendo más de un año hasta que a Paula le pareció que no sería justo seguir la relación con él aunque fuera cómoda y a pesar de gustarle y respetarle mucho.


Sí, le había gustado mucho, pero no le había amado. Faltaba algo. Él nunca había llegado a lo más profundo del corazón de ella, quizá porque ella no se lo hubiera permitido. No estaba segura.


Se removió inquieta. Necesitaba algo qué hacer, algo en qué ocupar su mente. No podía pasarse las semanas siguientes revolcándose en los fracasos de su vida. No era productivo. 


Ya pertenecía al pasado.


Se estiró justo cuando Pedro apareció en la terraza. No le había oído acercarse y la pilló por sorpresa.


—Pensé que estabas trabajando.


—No consigo concentrarme —frunció el ceño—. No tienes por qué irte.


—No, es que me iba a mi habitación. Además, sé que prefieres estar solo.


Paula vio que se ponía tenso.


—Oh, por Dios bendito —dijo él irritado—. Vamos a dejar los jueguecitos. No vamos a ser capaces de evitarnos, así que ni siquiera lo intentemos, ¿de acuerdo?


—Yo no estaba intentando evitarte. Simplemente me iba a mi habitación a escribir algo. Eso es todo.


Pedro se encogió de hombros.


—Como quieras.


Paula pasó por delante de él y se fue a su habitación donde encontró papel y bolígrafos en el escritorio, probablemente dejados allí por algún estudiante. Necesitaba poner sus ideas en papel para planear qué hacer con ellas más tarde. 


Necesitaba apartar su cabeza de Pedro.


Leyó el comienzo del artículo, gimió, dejó caer la cabeza sobre la mesa. Después de unos minutos se estiró, rompió lo escrito y se metió en la cama.




UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 12




Paula era agudamente consciente de cómo la estaba observando Pedro, de cómo le leía los pensamientos. Tenía que salir de aquel sitio lo antes posible. No podía quedarse con él en la misma casa, atormentada por los recuerdos y los anhelos.


—Quiero llamar a mi padre para decirle que busque la forma de mandarme la ropa y el pasaporte —dijo intentando mantener la voz calmada—. No quiero quedarme aquí más de lo necesario. No quiero imponerte mi presencia.


—Estábamos hablando de la luna de miel.


Pedro se apartó de la puerta y se acercó.


—Y yo estoy hablando de salir de aquí.


—¿Te alteran tanto los recuerdos? —preguntó él mirándola a los ojos.


—Eso pasó hace mucho tiempo.


—Pero no tanto como para olvidarlo, ¿verdad?


Allí estaban, el dolor y el anhelo de la voz de él, un fiel reflejo de lo que ella sentía.


—¿A dónde quieres llegar, Pedro? ¿Qué quieres que diga?


—No estoy seguro. Algo referente a que nuestro matrimonio fue real para ti en aquel momento. A pesar de como terminara o por qué razón.


A ella le dio un vuelco el estómago.


—¿Real como opuesto a qué?


—A una farsa, un juego de apariencias.


Pedro se metió las manos en los bolsillos y a Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


—¿Cómo te atreves a preguntar eso? ¿Cómo se te ha ocurrido siquiera pensar eso? —dijo con voz quebrada, enfadada consigo misma por haber perdido la compostura.


Él sacudió la cabeza.


—No se me ocurrió.


Pedro se dio la vuelta para salir y antes de hacerlo, se volvió.


—Había venido a decirte que si tienes sed, Rimyah ha servido refrescos en la terraza.


Entonces se fue y ella se afanó recogiendo la ropa para calmarse. Era una locura permitirse que la afectara tanto. Tendría que mantener la frialdad y no permitir que los recuerdos la asaltaran.


Cuando terminó, inspiró con fuerza y se aventuró a salir a la terraza. Pedro estaba sentado en una silla con un vaso largo en las manos.


La ancha terraza cubierta era como una habitación abierta con cómodos muebles, lámparas para leer y macetas con flores. Paula se sirvió el zumo y dio un sorbo. Estaba deliciosamente dulce y ácido. Demasiado inquieta como para sentarse, se acercó a la barandilla y contempló el paisaje.


—Es impresionante —dijo señalando el panorama de las montañas contra el cielo azul.


—Sí —fue todo lo que él dijo.


—¿Vive alguien por ahí? Quiero decir, como los indios del Amazonas.


—Sí. Se llaman orang asli y son los nativos de la isla. Son cazadores nómadas y recolectores, pero no quedan muchos que vivan al estilo tradicional.


Ella intentó imaginarse cómo sería vivir en una selva, pero no pudo. Cruzó los brazos contra la barandilla y contempló el jardín de debajo, descubriendo deleitada una parcela con verduras y viñas a la izquierda.


—¡Hay una huerta! —Alzó la voz con entusiasmo—. Voy a echar un vistazo.


—Puedes bajar por esas escaleras —sugirió él señalándoselas.


Paula bajó por los escalones que crujían y siguió el camino hasta el huerto, que había sido vallado para evitar probablemente que se lo comieran las criaturas de la jungla. 


Caminó entre las hileras de distintos tipos de lechuga, guindillas, endibias rizadas, vainas, tomates y hasta fresas. 


¿Fresas en el trópico? ¡Sorprendente!


Para su sorpresa, se encontró a Pedro a su lado unos minutos más tarde.


—Tiene buena pinta —comentó él contemplando las limpias hileras.


Ella suspiró con anhelo.


—Me moriría por un huerto como este. Imagino que deber ser maravilloso tener productos frescos para cocinar —deslizó la mano con cuidado por unas hojas de albahaca—. Huele de maravilla. Me encanta el olor de la albahaca.


Él la estaba mirando con una extraña expresión en los ojos.


Paula frunció el ceño.


—¿Qué pasa? ¿He dicho algo inadecuado?


—No —contestó él con tensión.


Paula se agachó para ver mejor las fresas.


—Mira, hay muchas maduras. ¿No son preciosas con ese rojo entre todo el verde? Una obra de arte realmente. Será mejor que las recojamos para comerlas de postre.


—Será mejor que las dejes donde están —dijo con sequedad.


Paula alzó la vista sorprendida. Sus ojos eran impenetrables. Frunció el ceño.


—¿Importa si recojo algunas?


—Déjaselo al jardinero. No le gusta que la gente interfiera en su trabajo.


Ella lo miró fijamente.


—No seas ridículo.


Pedro se encogió de hombros con expresión petrificada.


—Como quieras.


Entonces se alejó hacia la terraza. Ella lo observó asombrada. ¿Qué le pasaba? ¿Qué había hecho ella para irritarle? Estaba segura de que no tenía nada que ver ni con el jardinero ni con las fresas. Esa misma mañana en el mercado también se había irritado. Aquel no era el Pedro que ella recordaba.


Se encogió de hombros y arrancó algunas fresas para comerlas despacio, saboreándolas.


Cuando volvió a la terraza se sirvió un poco más de zumo. Pedro estaba leyendo su libro de nuevo con las piernas estiradas y cruzadas por los tobillos.


—Me gustaría llamar a mi pa… —Paula se detuvo—. Vaya, supongo que aquí no habrá teléfono.


—Hay uno móvil. Está en la oficina —se puso de pie—. Vamos, te enseñaré cómo se usa.


La oficina era una amplia habitación con un ventanal que ocupaba toda una pared. Bajo el ventanal, unos tablones de madera pulida que descansaban sobre archivadores hacían las veces de mesa. Otra pared estaba cubierta de mapas y fotografías de plantas y las dos restantes con estanterías de bambú llenas de libros, revistas y material de oficina.


Una maldición entre dientes le hizo darse la vuelta.


—¿Qué es lo que pasa?


Pedro estaba frunciendo el ceño hacia una pequeña caja negra de la mesa.


—No está el receptor. Voy a preguntarle a Ramyah.


Paula se entretuvo mirando las fotos y mapas de las paredes. Eran preciosas, tanto técnica como artísticamente y disfrutó bastante contemplándolas.


Pedro no parecía mucho más contento cuando regresó con el receptor en la mano… en pedazos.


—Ahora está resuelto el misterio de por qué Ramyah parecía tan nerviosa.


—¿Cómo ha pasado eso? —preguntó Paula al ver el amasijo de cables y piezas de metal—. Eso no pasa sólo porque se caiga.


—No, parece que un curioso de siete años decidió ver lo que había dentro y cómo funcionaba.


Paula soltó un gemido.


—¡Oh, no! ¿Qué niño? ¿El de ella?


Pedro asintió.


—Se lo trajo a trabajar con ella el sábado pasado y ya puedes imaginar el resto. Tiene miedo de que la despidan.


Paula suspiró.


—No me extraña que estuviera nerviosa. ¿Qué le has dicho?


—Que fue un accidente y que no van a despedirla, por supuesto. Que los O’Connors conseguirán otro teléfono cuando vuelvan a casa —se deslizó una mano por el pelo—. ¡Maldición! No entiendo a esa mujer.


—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Paula sorprendida—. ¿Quieres decir que se le despistara el niño?


Él movió la mano con impaciencia.


—No, por supuesto que no.


—¿Entonces qué?


—Piensa en esto —dijo él—. Ramyah lleva doce años con los O’Connors. Mantiene el funcionamiento de esta casa como un reloj por muchos estudiantes o gente que haya en la casa. Vale su peso en oro. Estarían perdidos sin ella y ella lo sabe —lanzó un suspiro de exasperación—. Y ahí la tienes, aterrada de que la despidan por un simple teléfono. Deberías haberla visto hace un minuto. Estaba temblando como una hoja cuando me lo trajo. Ha estado rezando toda la noche para que la perdonen.


Paula sintió lástima.


—Lo siento por ella.


—Pero, ¿por qué se pone así, por Dios bendito? ¿Es que no sabe lo que vale?


Paula se encogió de hombros.


—No sé, quizá sea su cultura. O quizá nadie le haya dicho que vale su peso en oro.


Pedro frunció el ceño con impaciencia.


—¿Cómo se supone que vas a saber lo que otra gente piensa de ti si no te lo dicen? ¿Es que se supone que se puede leer la mente?


Él soltó un suspiro de exasperación.


—¡Por Dios bendito, Paula! No pienso discutir eso —arrojó los restos del teléfono a la papelera sin ninguna ceremonia—. No creo que lo necesitemos más.


—O sea, que ahora no tenemos teléfono.


—Exacto. Estamos completamente aislados de la civilización —dijo él con indiferencia—. Por una parte, a mí no me importa. Un poco de paz no me sentará mal.


Paula sintió una oleada de irritación.


—¡Para ti es muy fácil decir eso! —apretó los puños sintiendo que estaba a punto de llorar—. ¡No puedo creer que me esté ocurriendo todo esto! Odio no saber que voy a hacer. Estar aquí… simplemente sentada.


Él tensó la mandíbula.


—Quejarte no te va a llevar a ningún sitio. Puedes pensar en lo que hubiera sucedido si yo no hubiera llegado a tiempo. Podrías encontrarte en un sitio mucho más desagradable que este.


La idea la enfrió de forma considerable. Él tenía razón.


—Lo siento. Tengo los nervios a flor de piel. Procuraré calmarme.


Iba a controlar sus emociones aunque le costara la vida. No pensaba quejarse más.


Se dio la vuelta y volvió al salón que también tenía una estantería repleta de libros y revistas francesas e inglesas.


Para su delicia encontró una maravillosa colección de libros de cocina nativa, de hierbas medicinales y de afrodisíacos y pociones amorosas. Se los llevó a la habitación para leerlos, disfrutando de los mitos y las extrañas leyendas. Se podía sacar un artículo de cada capítulo. Tendría que pensarlo.


Ramyah sirvió una deliciosa cena esa noche, y Paula la disfrutó una enormidad.


—¿Vive Ramyah en el pueblo? —le preguntó a Pedro intentando mantener alguna conversación.


Él, que apenas había hablado desde el comienzo de la cena, asintió.


—Sí, pero durante la semana, ella y Ali se quedan en las dependencias para sirvientes de la parte trasera de la casa. Vuelven a su casa el jueves por la noche y regresan el sábado por la tarde.


Paula siguió hablando acerca de sus escritos, del éxito de su libro y del nuevo que estaba escribiendo. Después de un rato quedó claro que ella llevaba el peso de la conversación y empezó a sentirse enojada.


—Escucha. Estoy intentando ser agradable y mantener mi parte de la conversación, pero agradecería un poco de ayuda.


—Lo siento, pero no me apetece hablar —arrastró su silla hacia atrás—. Disculpa, pero tengo trabajo que hacer.


Ella se levantó también con el corazón desbocado. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? No le reconocía. Le miró a los ojos.


—Siento que no encuentres estimulante mi compañía, pero no creo necesario que seas tan rudo.


Él se quedó rígido y clavó los ojos en ella por un instante. Oscuras sombras, vacilación.


—No era mi intención ofenderte. Discúlpame.


Lo dijo con la cara inexpresiva.


—Antes no solías ser tan irritable. ¿Qué estoy haciendo para alterarte a cada minuto?


—Nada —contestó él con tensión.


—¿Nada? Quizá sea sólo mi presencia. No quieres que esté aquí. Ni siquiera quieres hablar conmigo.


—Te he ofrecido mis disculpas.


—¿Y se supone que tiene que hacerme sentir mejor? Bueno, pues no estoy aquí por mí gusto. ¡Estoy aquí porque tú me has traído!


—Eso lo sé perfectamente —cerró los ojos un instante—. Y también soy perfectamente consciente de ti.


A Paula le dio un vuelco el corazón.


—¿De mí?


—Sí —afirmó con voz tensa—. Eras mi mujer. Te veo disfrutar en el mercado, veo tu expresión al mirar las fresas en el jardín, te oigo hablar de tu trabajo y en lo único que puedo pensar es en que sigues siendo la misma mujer que un día fue mi esposa. Y que ahora no lo eres.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. No se le ocurría nada que decir.


Pedro suspiró con la misma expresión impenetrable.


—Paula, lo siento. Esto no es fácil para ninguno de los dos. Tendremos que arreglárnoslas de alguna manera.


—Eso es lo que yo estaba intentando hacer —dijo ella abatida.


—Sí, tienes razón. Lo siento.


Paula se mordió el labio.


—Está bien. Olvídalo.