viernes, 10 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 18





Para Pedro aquello era peor que estar muerto. Al menos muerto, no habría sentido aquellas terribles náuseas.


¡Barcos! ¿A quién se le había ocurrido inventarlos? Si Dios hubiera querido que el hombre navegara, habría hecho el mar plano. ¿Cómo se las arreglaba la gente para vivir así?


¿Y por qué demonios había ido él allí?


Por Paula. Había ido a ganarse a Paula. Arturo había pensado que sería una buena idea. Pedro quería matarlo.


Había estado dando vueltas en la cama durante horas y no había tenido ni un solo pensamiento realmente racional desde la medianoche. Le preocupaba lo que Paula habría pensado de lo sucedido.


Tendría que ir a buscarla para explicarle lo que le había contado a su jefa, para decirle que no quería que la despidieran. También para asegurarle que no se quería aprovechar de ella, porque estaba seguro de que esa era la conclusión que habría sacado de aquel beso.


Y, mientras trataba de encontrar qué decir, había empezado a sentirse mal. No sabía si había sido cuando el suelo había comenzado a separarse de sus pies, o cuando las luces habían iniciado aquel inesperado balanceo.


Se había tumbado esperando que el mareo cesara, pero no lo había hecho.


A la mañana siguiente la camarera que había entrado a hacerle la habitación le había preguntado si quería algo para calmar el mareo.


La sola idea de meter una sustancia en su estómago se había hecho insoportable y había respondido que no.


—Llame cuando necesite algo —le había dicho la mujer.


«¿También para organizar mi funeral?», había pensado él. Era la única cosa que se le había hecho apetecible en aquel momento.


No había conseguido levantarse de la cama en todo el día.


Las rubias habían ido a buscarlo para comer y cenar. Pero no había podido ir.


—Se supone que preparan algo que ayuda contra el mareo —dijo Deb—. ¿Quieres que te lo traigamos?


—No —había respondido él una vez más


Una hora más tarde, alguien había vuelto a llamar a la puerta. Suponiendo que sería Deb de nuevo, no había abierto. Pero ella había insistido. No parecía dispuesta a
marcharse.


—Ya voy —dijo, decidido a decirle cualquier cosa para que lo dejara tranquilo.


Pero al abrir la puerta había visto horrorizado que se trataba de Paula. No había tenido reflejos suficientes para cerrarle la puerta.


Lo más que había podido hacer había sido encaminarse hacia la cama y allí estaba en aquel instante.


—¿Cuánto tiempo llevas así?


—Demasiado.


—¿Has tomado algo?


—No.


—Pues deberías. Te vas a poner mucho peor si no lo haces. Te traeré algo.


Él trató de negar con la cabeza, pero fue un error garrafal. 


Corrió al baño y cerró la puerta a toda prisa. Un hombre necesitaba un poco de intimidad para cosas así.


—Enseguida regreso —dijo Paula desde fuera.


Pedro trató hacer acopio de fuerzas para salir y cerrar la puerta con llave, de modo que no pudiera volver a entrar, pero no fue capaz.



HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 17




Paula ya estaba levantada y vestida a las siete, esperando a que su jefa llamara a la puerta. Eso era lo que le había hecho a Tracy, su ex compañera. Paula suponía que haría lo mismo con ella.


—¿Qué haces? —le había preguntado Allison medio dormida al ver que se levantaba a las seis de la mañana.


—No puedo dormir —le dijo a su amiga, y estuvo tentada de contarle lo sucedido la noche anterior. Pero no lo hizo. No quería que todo el mundo cotilleara sobre ella. Ya bastante lo harían cuando Simone la despidiera.


Así que se limitó a sentarse en la cama y a esperar, esperar, esperar.


Allison se levantó, la miró con gesto de extrañeza y, al salir, allí seguía ella, esperando.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.


Paula agarró el libro que tenía en el regazo.


—Es un libro de intriga.


Allison la miró con sorna.


—¿Y si es tan intrigante cómo es que sigues por la misma página que cuando me metí en la ducha? ¿Te vienes a desayunar?


Paula negó con la cabeza.


—Prefiero leer.


Allison se encogió de hombros.


—Como tú quieras —dijo su compañera y se marchó.
A las ocho menos diez, Simone no había aparecido por la habitación. Estaba claro que quería obligarla a ir a trabajar. Así que pensaba hacer un despido público en el salón. Paula se armó de valor y se encaminó hacia allí.


Simone ya estaba allí, hablando con dos pasajeros. En cuanto Paula entró, dirigió la mirada hacia ella.


—Necesito hablar con usted, por favor, mademoiselle Chaves —la mujer señaló su oficina con un dedo terminado en una larga y roja uña.


Así que la ejecución no iba a ser completamente pública, después de todo. Paula lo agradeció.


—Pase y cierre la puerta, mademoiselle.


Paula así lo hizo, luego respiró profundamente y se encaminó lentamente hacia el centro de la habitación.


—Sobre lo de anoche, señora Sabot, fui…


Simone la interrumpió.


—Yo soy la que habla, mademoiselle, y usted la que escucha. Hablé con su amigo —comenzó a decir Simone.


—¿Mi amigo?


—El vaquero —dijo Simone pacientemente—. Me explicó por qué estaba allí. Me dijo que la había invitado a ver unas fotos de Elmer —Paula la miró desconcertada pero no intervino. Su jefa continuó—. Supongo que sabe que no estuvo bien que entrara en el camarote de un pasajero. Recordará que ya se lo advertí.


—Sí, madame.


—Pero comprendo que echara usted de menos su casa. Es difícil estar tan lejos durante tanto tiempo.


—Sí…


—Usted es nueva en este oficio, mademoiselle Chaves. Es perfectamente normal que sienta el peso de la distancia. Pero no quiero que algo así vuelva a suceder. ¿De acuerdo?


—Yo…


—Sí —Simone respondió a su propia pregunta—. La única respuesta posible es «sí». ¿Lo entiende? Bien. Ya es hora de que se incorpore al trabajo.


Asintió bruscamente, se dio media vuelta y abrió la puerta.


Paula no se movió. Se quedó inmóvil y desconcertada. ¿No la estaba despidiendo? ¿Pedro había mentido y la había salvado de un despido? ¿Por qué lo habría hecho?


—¿A qué espera, mademoiselle? —Simone golpeó con la uña la puerta impacientemente—. Su primera clienta está esperando.


—Ya… bien —Paula se apresuró a salir. Todavía tenía trabajo.


Pero, ¿y qué pasaba con Pedro?


Durante todo el día, Paula estuvo esperando a que Pedro apareciera.


El mar estaba particularmente agitado, pero Paula permaneció firme en su puesto. El tiempo no le preocupaba, lo único que le importaba era saber cuándo Pedro iba a aparecer.


En tanto en cuanto permaneciera allí, sabía dónde localizarla.


Se pasó la mañana en la peluquería, pero Pedro no apareció y, cuando por la tarde tuvo que meterse en la sala de masajes, no pudo evitar recurrir a Allison.


—¿Te acuerdas de ese amigo mío que está en el barco? Si viene, por favor, házmelo saber.


—¿Ya no quieres que le diga que no estás? —preguntó Allison extrañada.


—No. Necesito hablar con él.


Pero pasó toda la tarde sin que él hubiera aparecido.


Paula no entendía lo que pasaba. Nadie decía las cosas que le había dicho Pedro el día anterior y luego se desvanecía en el aire.


Todo aquello llegó a hacer que se cuestionara qué era realmente lo que le había dicho la noche anterior. ¿Lo habría mal interpretado? Puede que las palabras pudieran ser confusas, pero el beso fue muy claro. ¿O no?


—No ha venido —el dijo Allison cuando salió de la sala de masajes—. Y te aseguro que es tan guapo que no podría pasar desapercibido.


—Lo sé —respondió Paula.


Y esa era una de las cosas que siempre habían hecho que le pareciera inalcanzable. Era tan guapo como Santiago Gallagher y mucho más interesante.


Pedro Alfonso podía tener a cualquier mujer que quisiera. ¡No podía quererla a ella!


Pero, una y otra vez, volvía a pensar en aquel increíble beso.


Tenía que saber qué era realmente lo que Pedro quería. Así que decidió ir a su habitación.


Al encaminarse hacia la puerta del salón de belleza, Simone la miró de un modo que pareció estar leyéndole el pensamiento.


Paula respiró profundamente y sonrió.


—¿Quieres venirte al cine después de cenar? —le preguntó Allison cuando se disponía a salir.


—No, hoy no. Tengo algo que hacer.


—Ya. ¿Vas a terminar ese libro? —preguntó Allison con sorna.


—¿Qué?


—Sí, como me imaginaba —se rió su amiga y no siguió interrogándola—. Buena suerte.


Paula reconoció que la necesitaba.


Se sentía insegura y pensó que, quizás, debía olvidarse de todo aquello y fingir que no había sucedido.


Pero le resultó imposible.


Se duchó, se quitó el uniforme y se puso unos pantalones negros con una camisa de seda roja. Había sido una de sus primeras compras de ropa después de llegar al crucero y era un atuendo que parecía imprimirle valor.


Lo iba a necesitar.


Se maquilló utilizando todos los trucos que le habían enseñado Simone, Stevie y Brigit. Allison llamaba a aquello «pintura de guerra». Paula requería de todas sus armas.


Una vez concluido su trabajo artístico se miró al espejo satisfecha.


—Ya estoy preparada —se dijo y luego pensó: ¿«O no»?
Sí, tenía que estarlo, podía hacerlo. Pero, ¿por qué no había ido él a buscarla?


Eso le preocupaba, la inquietaba, la volvía loca. Pedro siempre la había vuelto loca.


¿Hacía solo veinticuatro horas que había ido a su camarote con ánimo de reprenderlo por tratar de seducir a todas las mujeres del barco? ¡Dios santo! Se detuvo de golpe, presa de un ataque de pánico y de una repentina conciencia de su estupidez.


Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y regresar por donde había venido.


No, no podía hacer eso. Así que llegó hasta la puerta de Pedro y llamó.


Él no respondió.


Paula comenzó a moverse de un lado a otro, presa del nerviosismo. De pronto, vio a una pareja que se aproximaba.


«Por favor, que no sea Simone».


No lo era. Los saludó cuando pasaron a su lado y la pareja sonrió.


Paula volvió a llamar.


No, Pedro no estaba allí. ¿Cómo iba a estarlo? Ya era la hora de la cena y seguramente estaría en alguno de los comedores con las rubias. O, tal vez en la habitación de alguna mujer…


La puerta se abrió y apareció Pedro sin afeitar. La miró y gruñó.


—¡Maldición!


—¿Qué te pasa? —le preguntó Paula.


Él tenía un aspecto patético, con el pelo revuelto y el rostro lívido, y estaba a medio vestir.


Pedro?



—¡Vete! —trató de cerrar la puerta, pero ella puso el pie—. Maldita sea, Paula.


—¿Qué te pasa?


Él miró de un lado a otro, desesperado, se tambaleó de mala manera hasta llegar a la cama.


—Estoy mareado





HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 16




«El problema de estar en un barco es que no se puede ir a ningún otro sitio», pensó Paula mientras paseaba de un lado a otro por la cubierta.


Todavía sentía el calor de los labios de Pedro sobre los suyos. 


Apretó un dedo contra su boca y aún tenía aquel tacto desconcertante del inesperado beso vibrando en ella.


¿Pedro Alfonso la había besado? ¡Pero si a Pedro ni siquiera le gustaba!


¿O sí?


Siempre había pensado que no se fijaba en ella, que la pequeña y tonta Paula no era la clase de chica que llamaba la atención de un tipo como Pedro Alfonso.


¿Y si lo era? La idea le provocó un escalofrío. ¿Ella y Pedro Alfonso?


¡Cielo santo!


Llegó hasta la popa y se detuvo a observar el cielo negro, mientras trataba de ordenar sus ideas.


Había sentido un deseo, una necesidad que jamás antes había experimentado.


Se había notado caliente, hambrienta y desesperada. Había deseado que aquel beso no hubiera cesado jamás. ¡Había deseado a Pedro!


Con el cuerpo impregnado de un apetito desconocido comenzó a moverse de un lado a otro, tratando de fijar su atención en la noche estrellada, en aquel cielo de terciopelo negro que le ofrecía su reposo.


Pero el rostro de Pedro se le apareció ante los ojos como una imagen viva. Su boca se curvaba mientras decía: «Para esto estoy aquí».


Dejó de andar y se quedó completamente inmóvil. Y, mientras dejaba que la brisa la acariciara, consideró el significado de aquellas palabras.


¿Había ido hasta allí solo para «cortejarla»?


Le resultaba increíble. No era propio de Pedro.


Pedro Alfonso me desea —dijo en alto, mientras saboreaba su nombre formulado con claridad, tal y como había saboreado su beso una hora antes.


No, no solo la deseaba. Según había dicho, ¡quería casarse con ella!


Bueno, tampoco lo había dicho explícitamente, pero lo había dado a entender.


¿Quería de verdad casarse con ella?


No, no podía ser.


Pero si recapitulaba todo lo que le había ocurrido, la conclusión era siempre la misma.


Y ella, comportándose como una necia, en lugar de haberle preguntado a qué se refería, había optado por salir corriendo.


—¿Pedro Alfonso quiere casarse conmigo? —preguntó en alto, incapaz de convertir aquella frase en una afirmación.


Se quedó inmóvil, mirando al vacío, y sintiendo, ¿qué? ¿Paz? ¿Felicidad? ¿Satisfacción? ¿Algo inevitable?


¡Oh, Paula! Negó con la cabeza ante sus idiotas conclusiones.


La sensación que invadía su pecho la tomó por sorpresa. Se rió y notó las lágrimas deslizándose por sus mejillas.


Era presuntuoso pensar que Pedro pudiera ser para ella. No se lo creía y, al mismo tiempo, quería creerlo. Y eso también la sorprendía.


Llevaba tanto tiempo soñando con encontrar a su otra mitad… Primero había pensado que era Mateo, luego, en sus fantasías, Santiago Gallagher. Pero se había dado
cuenta recientemente de que aquellas no eran más que ideas que le permitían mantener sus esperanzas vivas, y que no se relacionaban con la realidad. Porque aún no había aparecido en su vida un hombre de verdad.


¿Sería Pedro Alfonso ese hombre?


¿La amaba?


¿Y ella lo amaba a él?


Jamás lo habría imaginado. Lo había odiado durante años, a pesar de la fascinación que le provocaba.


Mirar a Pedro había sido siempre para ella como mirar al sol: peligroso y fascinante. Su capacidad para disfrutar de la vida, su alegría constante, su simpatía siempre la habían deslumbrado. Recordaba con qué entusiasmo escuchaba las
historias que Mateo le contaba sobre él. Paula había tenido siempre sentimientos contradictorios respecto a Pedro. Por un lado lo admiraba y por otro había temido que la influencia sobre Mateo acabara por decidirlo a no casarse con ella.


Y eso había sido exactamente lo que había ocurrido. 


Precisamente aquel capítulo había hecho que su fascinación se convirtiera en resentimiento.


Además, siempre había tenido la sensación de que Pedro no le prestaba mucha atención. Normalmente, lo único que hacía era tomarle el pelo y, en los últimos meses, interponerse en su camino continuamente.


Pero siempre había pensado que lo hacía solo por fastidiarla.


De pronto, ya no sabía qué pensar, pero estaba intrigada, sorprendida… atónita.


La había besado y ella casi se había derretido en sus brazos. Y, en lugar de haberse permitido ver hacia dónde conducía todo aquello, había salido huyendo, víctima de un ataque de pánico.


Ya no podía regresar, porque podría encontrarse con Simone que, sin duda, estaría dispuesta a despedirla.


Extrañamente, la posibilidad no parecía afectarle. Le daba lo mismo lo que su jefa hiciera.


En aquel instante solo podía pensar en Pedro.


Algo se estaba removiendo dentro de ella después de aquel beso, algo había ocurrido entre ellos. Le asustaba y le atraía al mismo tiempo. Y, lejos de lo que esperaba de sí misma, la situación no la incitaba a meter la cabeza debajo de la tierra,
sino que le provocaba curiosidad. Necesitaba saber más.


Y estaba dispuesta a hacerlo al día siguiente.


Hablaría con él después de que su jefa la hubiera despedido.


Mientras tanto, se dedicaría a saborear aquel beso recibido, y a pensar en lo que le había dicho.


Sabía que no podría dormir, pero le importaba poco.