lunes, 28 de enero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 14




—Esto... —Paula se quedó con la boca seca.


—No sugiero que cocines tú —Pedro deslizó la mano por encima de la mesa y capturó sus dedos—. Yo me ocuparé de los detalles.


—En ese caso, ¿cómo podría negarme? —dijo ella, tras librar una dura batalla contra su sentido común, y ganarla. Él le acarició la muñeca con la suavidad de una pluma, excitando cada uno de sus nervios.


—Disfruto estando contigo, Paula. Así debería ser siempre —dijo él. Ella apartó el brazo, confusa por sus palabras—. Quizá un día llegues a confiar en mí —su rostro subió de color y soltó una risita—. Desde que llegaste he retrocedido diez años. No hago más que meter la pata. ¿Me perdonas?


—No hay nada que perdonar, Pedro. Los dos tenemos que hacer reajustes. El tiempo pasó, pero nuestros recuerdos se quedaron parados. Tardarán en ponerse al día —sonrió, dándose cuenta de que lo que había dicho era muy cierto.


—Tengo que confesarte algo, Paula. Estaba loco por ti en el instituto —deslizó la palma de la mano bajo la suya y puso la otra encima—. Me excitaba cada vez que te ponía los ojos encima.


—No digas eso. Intentas avergonzarme —dijo ella, pero recordó lo que le había dicho Marina el día de su llegada.


—Lo digo en serio. Perdía los papeles cada vez que te veía. Pero eras como de la familia. Cuando te quedabas a dormir usabas esos pijamas de pantaloncito cortó que se te subían por la pierna y...


—Por favor, no más detalles. Me odiabas, Pedro. Creo que me confundes con otra —negó con la cabeza, pero sus ojos no se apartaron de él.


—No me confundo. Qué hayas reaparecido en mi vida es...


—Buenos días —la voz de Marina interrumpió sus palabras y Pedro saltó como el corcho de una botella de champán.


—Perdón, ¿os he asustado? —preguntó su hermana desde el umbral.


—No —replicó Paula, arrebolada.


—¿Qué te pasa, Pedro? —Marina miró a su hermano—. Has dado un bote de medio metro.


—Acabo de darme cuenta de la hora que es. Si no me apresuro, llegaré tarde a una entrevista —le dio la espalda a Marina y puso los ojos en blanco. Paula, viéndolo, se esforzó por ocultar la sonrisa.


—No dejes que te entretengamos —dijo Marina, agarrando una taza y la cafetera.


—Te llamaré después —le susurró Pedro a Paula al pasar a su lado, y salió de la cocina.


—¿Qué le ocurre? —preguntó Marina, sirviéndose café. Paula jugueteó con su taza.


—Nada. Estaba contándole que tengo que llamar a mi socia. ¿Te importa que utilice el teléfono? Tengo tarjeta de llamada.


—No seas tonta, llama a quien quieras sin tarjeta— Pedro puede permitirse la factura —dio un sorbo al café y se puso seria—. ¿Problemas?


—¿Qué? —Paula se puso tensa, preguntándose si habría escuchado su conversación.


—¿Problemas con tu socia? Has dicho que tenías que llamarla —Marina dejó la taza sobre la mesa y apoyó la barbilla en la mano.


—En realidad no son problemas —Paula se relajó—. Me preocupa que se haya hecho el harakiri; Louise odia ocuparse del negocio ella sola.


—Ah —murmuró Marina esbozando una sonrisa de consuelo—. Lo siento. Eso debe ser una pesadez.


Paula asintió, agradeciendo la preocupación de Marina. Pero comprendió, consternada, que agradecía aún más la invitación a cenar de Pedro.


Pedro apretó el auricular con fuerza. Lo disgustaba decepcionar a Paula, pero tenía que hacerlo. El timbre sonó dos veces y se preguntó qué haría si ella no estaba en casa.


—Residencia de los Alfonso —dijo Paula.


—Hola. Soy Pedro —cerró los ojos, intentando encontrar las palabras adecuadas. Ella soltó una risita y él se sintió aún más culpable.


—He reconocido tu voz —dijo ella. Él abrió la boca pero no supo que decir—. ¿Ocurre algo?


—Siento mucho tener que desilusionarte, Paula.


—¿Desilusionarme?


Pedro recordó que se había pasado la vida decepcionándola, insultándola y avergonzándola, actuando como un auténtico bruto.


—He tenido un problema con un reportaje especial en el que estoy trabajando. Hoy es la última noche en la que puedo grabar las entrevistas —explicó Pedro, pensando que, hasta entonces lo único que le había importado era su trabajo. Pero empezaba a comprender que lo que le importaba de verdad era Paula.


—Es tu trabajo, Pedro, Tienes cosas de las que ocuparte, sobre todo si hay un puesto de presentador en Juego.


—Gracias por entenderlo.


—¿Es algo serio?


—El secuestro de otro bebé; a este se lo han llevado del hospital. Sugerí que hiciéramos un reportaje sobre la seguridad en lo hospitales. Vamos a rodar dos entrevistas esta noche.


—Es algo muy triste. No te envidio.


—Te compensaré —aseguró Pedro—. Cenaremos otra noche —dijo, preguntándose cuándo podría ser, ya que tenía una agenda muy apretada—. La próxima vez no se interpondrá nada.


—No hace falta que te disculpes, Pedro.


—Gracias. Este es uno de los problemas de mi trabajo. Anoche, por ejemplo, pasé un par de horas tomando notas antes de irme a dormir... —de pronto, se dio cuenta de que no tenía las notas—. Diablos. Me dejé la carpeta en casa, sobre la mesa —se frotó los ojos, irritados—. Y la necesito.


—¿Cuándo? —inquirió Paula,


—Esta noche. Imagino que... —se detuvo. Sería imperdonable cancelar la cena y después pedirle que le llevara la carpeta. Miró su mesa repleta de trabajo—. No estarás... No importa, tendré que... Tengo una idea. ¿Está Marina en casa?


—No está. ¿Esos murmullos son un intento de pedirme un favor? —preguntó con voz divertida.


—No..., sí, supongo que sí.


—Pídemelo sin más, Pedro. ¿Quizá te gustaría que te llevara la carpeta al estudio?


—Solo si vas a salir —«por favor, que vaya a salir», pensó para sí.


—Voy a comer con un par de amigas en el restaurante que está cerca de tu oficina. Puedo llevártela en una hora o así. ¿Te vale con eso?


—Me vale de sobra, Paula. Sería perfecto.


—Hasta luego, entonces. Pero acuérdate... me debes una. Y bien grande



FINJAMOS: CAPITULO 13




Desilusionada, Paula se despidió y fue hacia el aparcamiento. Al recordar la expresión de Patricia, se imaginó el rapapolvo que le iba a echar a Pedro por llevar a una amiga al estudio. Intentó controlar su irritación y consideró la posibilidad de ir al centro de Royal Oak antes de volver a casa. Le habían dicho que ahora había boutiques, tiendas curiosas y pequeños cafés. 


Podía buscar un vestido nuevo; uno con un profundo escote en «uve», de color rojo chillón.


Ese malicioso pensamiento hizo que sus hombros se tensaran y el dolor de cabeza subiera de intensidad. Decidió olvidarse de Patricia y de las compras. Tenía que recuperar el sentido común.


A la mañana siguiente, en la cama, Paula revisó la situación. La verdad la envolvió suavemente como una sábana de satén. Anhelaba volver a casa, trasladar su negocio a Michigan. Había dado vueltas y vueltas al tema, temiendo que su inesperada atracción por Pedro hubiera motivado ese deseo. Pero aunque cada vez que lo miraba su corazón daba una vuelta de campana, había más.


Su negocio de catering estaba convirtiéndose en un problema. El acuerdo inicial, que había hecho con Louise Russel unos años antes, empezaba a desintegrarse como papel de lija usado.


Paula había invertido capital y ya era dueña del cincuenta por ciento de la empresa, pero Louise era reacia al cambio. Aunque debería dedicar el mismo tiempo que Paula a planificar y preparar comidas, no lo hacía. Prefería supervisar que los empleados hicieran el trabajo. Y la responsabilidad del día a día recaía en Paula. El tema de la expansión se había convertido en otra controversia. Louise no quería involucrarse en pequeñas cenas. Cada vez que Paula sugería una forma de ampliar el negocio, desechaba la idea.


Louise prefería otro tipo de asociación y, cuanto más lo pensaba Paula, más razonable y oportuno le parecía el cambio. Volver a casa le había proporcionado el ímpetu necesario para disolver la sociedad y, además, se había encostrado con otro factor fundamental: Pedro.


Paula saltó de la cama preguntándose qué hacer. Tenía la esperanza de que Pedro se hubiera ido ya. Cuando lo veía, su mente se convertía en un torbellino de imágenes románticas, por mucho que se disparara la alarma de su sentido común.


Si quería plantearse un negocio nuevo, tenía que dedicarle plena atención al proyecto. Pedro también tenía objetivos nuevos. Además, era el hermano pequeño de Marina, y peor que un dolor de muelas. La había avergonzado y atormentado, y todo Royal Oak sabía lo que opinaba de él.


La dura realidad la punzó como un dardo. No sería capaz de soportar el jolgorio y las burlas que provocaría su relación con el hombre que había convertido su adolescencia en un infierno.


Se vistió y bajó las escaleras. Oyó la voz de Marina en su pequeño despacho y la vio tras la mesa, hablando por teléfono. Paula suspiró con alivio al comprender que podría disfrutar de unos minutos a solas para ordenar sus pensamientos.


Al entrar en la cocina se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Pedro estaba sentado a la mesa, con el periódico abierto. Cuando alzó sus seductores ojos azules hacia ella, su corazón aleteó como una mariposa.


—Buenos días—dijo él con ternura.


—¿No trabajas hoy? —agarró una taza y se sirvió café. Al volverse, descubrió que él no había dejado de mirarla. Tuvo que agarrar la taza con las dos manos para disimular su temblor.


—Trabajo en una historia. Ayer cubrimos una persecución policíaca, de un coche robado. Me han asignado el reportaje.


—¿Qué ocurrió? —preguntó Paula. Al ver su rostro arrebolado, sintió curiosidad y se sentó.


—La policía decidió chocar contra el coche para detener al ladrón, y un oficial acabó en el hospital. Está grave.


—Espero que mejore.


—Por lo que he oído, se recuperará. Esta mañana voy a entrevistar a su compañero, para hacer un seguimiento del caso.


—Yo también voy a estar ocupada.


—No será en un documental, ¿no? —preguntó él con una sonrisa.


—No —rio Paula.


—¿Negocios o placer? —aunque lo dijo con tono despreocupado, su expresión no lo era.


—Tengo que llamar a mi socia. Odia trabajar sola. Tuve que negociar mucho para poder escaparme —bajó los ojos y estudió el fondo de su taza. Cualquier cosa era más segura que mirarlo.


Pedro dobló el periódico, lo colocó al borde de la mesa y estiró las piernas, colocando un píe junto al de ella. Paula dio un paso atrás, él uno adelante.


—¿Te gusta ese tipo de sociedad? —se echó hacia atrás y se puso las manos detrás de la cabeza.


—Al principio funcionaba, pero ahora... Creo que me gustaría que comprara mi parte para hacer lo que quiero. Expandirme, quizá —explicó, inquieta por estar contándole algo tan personal.


—Hacer lo que quieres ¿incluye añadir un sándwich triple a esos bocaditos de gorrión? —preguntó él, apoyando los codos en la mesa.


Los ojos de Paula se clavaron en sus labios seductores. Tragó saliva y se agarró al borde de la mesa para no lanzarse sobre él. ¡Para! Se oyó gritar en silencio, pero no supo si se lo decía a ella misma o a él.


—No —dijo con voz temblorosa. Se esforzó por recuperar el control—. Más bien me refiero a cenas pequeñas, para ocho o diez personas como máximo. Cenas servidas en casa del cliente.



FINJAMOS: CAPITULO 12




Caminaron en silencio hasta el estudio. Cuando Pedro le abrió la puerta, Paula sonrió. En el instituto se había dedicado a cerrar la puerta, con las dos manos, cuando ella intentaba entrar.


Volvió a preguntarse si llegaría a acostumbrarse al nuevo y sorprendente Pedro.


—Este es mi reino —dijo él haciendo un amplio gesto con el brazo. La llevó pasillo abajo, presentándosela a sus compañeros—. Aquí trabaja el personal de los noticieros: boletines y resúmenes informativos y noticias locales.


Ella echó un vistazo a la gran sala, llena de mesas con teléfonos, pantallas, faxes y fotocopiadoras, todo encendido y parpadeando.


—Ordenadores, en vez de las cintas de teleimpresor que solíamos ver en esas películas de sesión de medianoche —dijo Pedro con nostalgia— Maquinaria nueva y sofisticada.


Paula sonrió al oírlo referirse a las antiguas películas que veían en televisión, cuando ella pasaba la noche en casa de Marina. La condujo al otro lado de la sala, hacia uno de los presentadores de noticias que Marina había en el programa de mediodía.


—Te presento a Brian Lowery. Brian, esta es Paula Chaves, amiga mía desde hace años.


—Encantado, Paula. ¿Estás de visita? —Brian le ofreció la mano y la miró de arriba abajo.


—Para el centenario —asintió ella—. Vivo en Cincinnati.


—Una lástima —le guiñó un ojo—. Para Pedro, quiero decir —Brian sonrió astutamente.


—¿Pedro? —Paula rió para disimular su turbación—. ¿Bromea? Es el hermano pequeño de mi mejor amiga —le dio un golpecito juguetón a Pedro en el brazo; cuando bajó la mano seguía sintiendo la textura de sus músculos en los dedos.


Pedro ignoró el comentario de su compañero y le indicó a Paula la actividad que los rodeaba. 


Ella observó con interés las impresoras y faxes que soltaban hojas de papel sin cesar, las pantallas que mostraban noticias y entrevistas, y a los reporteros que trabajaban codo con codo.


—Mucho movimiento —se volvió hacia él—. ¿Te he dicho que vi tu reportaje al mediodía? Estuviste muy bien —la mirada divertida de Pedro hizo que se le acelerara el pulso.


—Me lo dijiste en la comida —dijo él, esbozando esa sonrisa de complicidad que Paula empezaba a odiar. Paula se aclaró la garganta para ocultar su disgusto. Nunca había sido fan de nadie, y ese no era el momento de empezar a serlo.


—Esto es demasiado ruidoso. Me está empezando a doler la cabeza.


—Sígueme —replicó él, tomándola del codo y guiándola vestíbulo abajo—. Te enseñaré mi cubículo —abrió una puerta y le cedió el paso—. Aquí es donde cuelgo el sombrero. Pero las noticias están ahí afuera. Aquí solo trabajo en reportajes especiales y documentales. Hay menos ruido.


Aunque sonaba más apagado, el ajetreo reverberaba por la ventana de cristal. Paula se masajeó las sienes, preguntándose si el dolor de cabeza se debía al caos o a su inesperada reacción a Pedro. Para distraer su atención, echó un vistazo al escritorio. Cualquier cosa, fotos de antiguas novias o recuerdos personales, como un par de trofeos de fútbol, que la ayudaran a conjurar la imagen del pasado, hubiera servido.


Pero solo había un bote para lápices, una taza de café, bandejas de entrada y salida de documentos y un ordenador.


—Siéntate. Quizá descubras que esta era tu auténtica vocación —Pedro le ofreció su silla y ella se sentó. Pedro formó un círculo con el índice y el pulgar, simulando una lente, y la miró—. Quedarías muy bien ante la cámara. ¿Te lo habían dicho antes?


—No —Paula intentó controlar sus emociones—. Y no intentes adularme para conseguir que te ponga en mi lista de «perdonado y olvidado».


Él sonrió abiertamente y ella sintió que un escalofrío recorría su espalda, pero no pudo contener una sonrisa. Pedro se inclinó y apoyó los codos en el escritorio. Estaba tan cerca que Paula percibió el olor del caramelo de menta que había tomado después de comer.


—No te pido que olvides. Solo intento que me pongas en la lista de «seamos amigos». Muy buenos amigos —dijo con cara de niño travieso.


—Puede que ceda un poco, porque me has invitado a comer. Seamos amigos, pero déjalo ahí.


Él se levantó y le puso las manos en el hombro. 


Paula, concentrada en Pedro, no se dio cuenta de que había entrado alguien hasta oír un carraspeo femenino. Notó el cambio en la expresión de Pedro y comprendió que la mujer debía de ser la famosa hija del jefe.


—Patricia —saludó Pedro.


—Espero no molestar.


Aunque Pedro contestó que no y sonrió amablemente, Paula percibió la tensión de su voz.


—Estoy enseñándole la oficina a Paula Chaves, una vieja amiga. Paula, esta es Patricia Holmes.


—Mucho gusto —dijo la mujer, arqueando burlonamente la ceja izquierda.


—Encantada de conocerte —Paula contraatacó arqueando la ceja exactamente igual. Intrigada, observó a la mujer, con la sensación de que su propia indumentaria, pantalón gris y jersey largo color frambuesa, la ponía en desventaja. Patricia llevaba un vestido rojo oscuro y un pañuelo a juego, bajo las solapas de un profundo escote en «uve». Un cinturón de tela con hebilla dorada realzaba su diminuta cintura. Completaba el conjunto con discretas joyas de oro. Tenía un aspecto sensacional, y además era consciente de ello.


—Cuando termines con tu amiga, Pedro, tengo que revisar un par de cosas contigo.


—Claro —aceptó él—. Dame un minuto. Te veré en tu despacho.


—No tardes —replicó ella. Se volvió hacia Paula, la miró de arriba abajo un par de veces y, girando sobre sus altos tacones, fue hacia la puerta. Sus pasos resonaron en las baldosas y Paula se preguntó por qué no había oído su llegada.


—Muy amistosa —dijo Paula cuando desapareció—. Realmente encantada de conocerla.


—Te pido disculpas por la actitud de Patricia —dijo Pedro—. Se pone así cuando... cuando hay presión en el trabajo. Seguro que tiene lo de Nueva York en la cabeza.


—Supuse que tenía algo en la cabeza —Paula se mordió la lengua para no decir más. Era obvio que a la mujer no le gustaba la competencia, pero Paula no pretendía disputarle nada... aún.


—Tenemos que finalizar algunos detalles antes de que llegue la visita de Nueva York. —Pedro la miró con inquietud y hojeó unos documentos.


—Entonces... estás ocupado —Paula miró su reloj—. Será mejor que me vaya. Mejor no enfadar a la hija del jefe —comentó, imaginándose enrollándole el pañuelo alrededor del cuello y dando un par de tirones.


—De acuerdo —asintió él—. Será mejor si...


—No hay problema —le guiñó un ojo con complicidad—. Te veré en la cena.


Él asintió con aire preocupado.