martes, 23 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 29






Si sus amigos pudieran verlo en aquel momento se morirían de envidia, pensó Pedro mientras rodeaba el árbol colgando la guirnalda de luces en las ramas. Estaba decorando un árbol de Navidad en una antigua casona de playa en el Golfo de México, y en compañía de una mujer que no solo era tan bella como inteligente, sino que además rezumaba una ternura contagiosa. 


Aquel novio suyo se estaría arrepintiendo toda la vida de haberla dejado escapar. Las mujeres como Paula Chaves no abundaban. Aunque Pedro, desde luego, no era ningún experto en mujeres. Nunca había llegado a descubrir lo que querían de los hombres, como se podía comprobar por su fallido matrimonio. 


Alzó la mirada cuando Paula volvió al salón.


—Esto es lo yo llamo darse la gran vida. Una mujer hermosa trayendo palomitas. Que no se entere mi superior. Querrá que me recorten el sueldo.


—Nunca le diré nada… a no ser, por supuesto, que dimitas antes de que termines de decorar el árbol.


—Lo más duro ya está hecho —enchufó el cable y varias decenas de luces diminutas se encendieron en el árbol, iluminando el salón—. ¿Qué te parece? ¿Podrá pasar la inspección de la crítica oficial de árboles?


—Es precioso.


—¿Quieres decir que no me vas a obligar a cambiar de sitio ninguna luz?


—Jamás se me ocurriría hacer algo así —bajó la mirada y se palmeó el vientre—. ¿Qué dices tú, pequeñita? ¿Quieres salir a echar un vistazo? Bien, hazlo antes de Navidad y llegarás a tiempo para la diversión. Solo te pido que no sea esta noche, ¿vale?


Pedro se tomó su chocolate con la mirada clavada en Paula. No sabía qué era lo que le había dicho su madre, pero por lo poco que había escuchado, sospechaba que tenía que ver con las posibilidades que había de que conservara el bebé o lo entregara en adopción. 


Había oído decir a Paula que no tenía intención de quedárselo, pero él tenía dudas al respecto. 


No parecía probable que una mujer que no dejaba de cantarle y de hablarle a su hija no nacida pretendiera expulsarla de su vida nada más darla a luz. Aunque nada de eso era asunto suyo. Su trabajo consistía en velar por su seguridad.


—¿Cuál es el mejor regalo de Navidad que te han hecho nunca? —le preguntó Paula mientras colgaba un adorno rojo en el extremo de una rama.


—A ver… Supongo que la bicicleta que me regalaron cuando tenía seis años. Me puse tan contento que la estrené en la nieve. ¿Y tú?


—Una muñeca bebé cuando tenía cuatro años. Todavía tiene que estar por alguna parte, en alguna caja en la cúpula. Solía suplicarle a mi madre que me diera una hermanita, pero lo cierto es que con la muñeca me bastaba.


Pedro se dedicó también a decorar el árbol, colgando adornos en las ramas altas que no podía alcanzar Paula.


—¿Y cuál es el mejor regalo que le hiciste tú a alguien? —le preguntó él.


—Es difícil de decir —tomó una palomita—. Me acuerdo de que durante mi primer año en la universidad, pinté un cuadro representando esta casa y escribí un poema hablando de lo mucho que mi abuela había significado en mi vida. Y se los regalé por Navidad, lloró cuando le leí el poema, me dijo que era el mejor regalo que había recibido nunca. De hecho, creo que las dos nos pusimos a llorar. Es la pintura que está colgada en el vestíbulo.


—¿La pintaste tú? Estoy impresionado. Yo creía que era obra de un profesional.


—¿Y tú? ¿Cuál fue el mejor regalo que le hiciste a alguien?


—El mío va a parecer una estupidez comparado con el tuyo.


—Vamos. Tienes que decírmelo. Es tu turno.


—La casa de muñecas que le hice a mi hermanita. Mi padre me ayudó a serrar las piezas y me dejó sus herramientas, pero la mayor parte del trabajo la hice yo solo. Mi madre me dio unos recortes de alfombra para los suelos, y también de papel de pared. Quedó preciosa.


—¿Qué edad tenías?


—Doce años. A mi hermanita le encantó. Mi madre asegura que no dejó de jugar con ella hasta que empezó a salir con chicos.


—¿Es mucho más joven que tú?


—Seis años, pero tengo dos hermanos entre medias.


—Espera un momento… —se apartó del árbol, con un adorno en la mano—. ¿Estás hablando de tu verdadera familia o de la de Pedro Alfonso?


Maldijo para sus adentros. Había estado hablando de su familia: se le había escapado. 


Tenía que salir cuanto antes de aquella situación, pero sin mentirle.


—De mi verdadera familia.


Paula sonrió, y su expresión se tornó tan radiante que hizo palidecer las luces del árbol.


—Supongo que crecer en una familia tan grande debió de ser muy divertido.


—La mayor parte del tiempo, sí. Ahora nos llevamos muy bien. Cuando nos reunimos parecemos una jauría de hienas, lo que solemos hacer cada Cuatro de Julio y por Año Nuevo.


—¿Pero no en Navidad?


—No, suelo pasar por casa solamente el día de Navidad, si es que no tengo alguna misión, pero el resto de las vacaciones no. Todos tienen sus respectivas familias, y uno de mis hermanos es pediatra y suele trabajar por esas fechas.


—¿Le gusta a tu madre que os reunáis todos en casa por estas fechas?


—¿Estás de broma? Se muere de ganas. Y la cosa ha empeorado ahora que tiene seis nietos. Cuando se ponen a abrir los regalos, se forma un alboroto de mil demonios.


—Deben de ser muy afortunados… por haberse criado en un ambiente de tanto amor y cariño —Paula se quedó callada por un momento, y de repente se puso a entonar un villancico.


Pedro la acompañó, y siguieron trabajando mientras cantaban. Cualquiera que los hubiera visto en aquel instante se habría maravillado de la aparente placidez y serenidad de aquella escena. Pero no era cierto. Por debajo latía una vibrante tensión: la que solía surgir en una pareja en la que el hombre se sentía terriblemente atraído por la mujer… y a duras penas se esforzaba por disimular sus sentimientos. Y sobre todo cuando el hombre estaba allí con el único propósito de protegerla de un asesino.


—Bueno. Ya está. Solo falta colocar el ángel en la copa.


Le rozó la mano cuando ella le entregó el ángel, y en aquel momento experimentó un deseo tan intenso que lo dejó sobrecogido. Retrocedió un paso, decidido a ocultarle lo mucho que lo había afectado su contacto. Era una locura. No podía enamorarse de la mujer a la que estaba protegiendo. Era algo tan estúpido como peligroso. Si seguía así, tendría que apartarse del caso y pedirle a otro agente que lo sustituyera.


Solo que sabía que jamás podría hacer algo así. Mientras Marcos Caraway estuviera suelto, se quedaría donde estaba, asegurándose de que El Carnicero no le hiciera a Paula lo que les había hecho a Juana y a Benjamin Brewster. Colocó el fino muñeco de hilo de plata y encaje blanco en lo alto del árbol, asegurándose de que estuviera bien recto. Cuando terminó, se apartó un poco para contemplar el resultado. Paula se le acercó entonces y lo tomó del brazo, mirándolo con sus enormes ojos oscuros.


—No está nada mal —susurró—. Hacemos un buen equipo.


Pedro tragó saliva, consciente de que jamás le habría hecho ese comentario si hubiera podido leerle el pensamiento. Incluso en aquél instante era demasiado consciente de su cercanía.


—Ya nos hemos perdido la puesta de sol, pero todavía podríamos dar un paseo por la playa —le propuso ella—. Esta noche habrá luna llena.


Teniendo en cuenta el estado de sus sentimientos, un paseo a la luz de la luna por la playa sería como sentar a un hambriento frente a un plato de comida y decirle luego que solamente podía olerlo, sin probarlo.


—No creo que sea una buena idea.


—Supongo que sería demasiado arriesgado pasear de noche con un asesino suelto.


—Efectivamente. Bueno, voy a ducharme, a no ser que me tengas reservada alguna otra tarea.


—Adelante. Yo me quedaré aquí sentada durante unos minutos más. admirando nuestra obra.


—Creo que deberías llamar a Paloma y decirle que iremos a su fiesta.


—No estamos obligados a ir.


—Sería una buena idea, por varias razones.


—¿Qué razones son esas?


—La Navidad te sienta muy bien. Nunca te había visto tan relajada como esta noche. Y no estaría de más que nos mostráramos un poquito más convincentes en nuestra actuación como amantes.


—¿Para atraer a Marcos Caraway fuera de su escondrijo? Entonces vayamos a la fiesta, amante mío.


—Cuidado con lo que dices. Me enciendo cuando una mujer me dice esas cosas —bromeó.


Pero ya estaba encendido. Se alejó de las brillantes luces del árbol y de los sentimientos que tendría que apagar en su interior para que nunca más volvieran a aflorar. Una buena ducha de agua fría lo ayudaría en el empeño. Y si no era suficiente, también podría concentrarse en las sangrientas imágenes de las víctimas de Marcos Caraway.




A TODO RIESGO: CAPITULO 28




Paula se retiró un poco para examinar atentamente el árbol de Navidad.


—Está torcido.


Pedro bajó la guirnalda de luces que acababa de sacar del paquete.


—¿Qué eres tú? ¿Una crítica oficial de los árboles de Navidad? —le preguntó, acercándosele.


—Detesto las cosas torcidas. Me entran ganas de enderezarlas cada vez que paso delante de una.


—A mí no me importaría, siempre y cuando no se te cayese encima —repuso, pero se agachó para colocar bien el tronco en su base.


De repente, Paula se descubrió a sí misma contemplando su trasero. Pedro Alfonso era un hombre muy sexy, sin duda alguna.


—Avísame cuando esté derecho.


—Un poquitín a la izquierda. Así. Perfecto.


—Estupendo —se incorporó, pasándose las manos por el pelo—. Yo pongo las luces si tú preparas las palomitas y el chocolate caliente.


—Las palomitas te quitarán el apetito para la hora de la cena.


—Lo dudo. Además, podemos cenar tarde. Yo cocinaré.


—¿Quieres decir que abrirás tú sólito la lata de sopa?


—Qué cruel eres.


Paula fue a la cocina y metió el paquete de palomitas en el microondas; luego se agachó para sacar un cazo del armario inferior. 


Agacharse era difícil, pero mucho más lo era volver a enderezarse. Mientras se calentaba la leche, preparó una mezcla de cacao, azúcar y vainilla y pensó de nuevo en la llamada de su madre. Joaquin y su madre. Qué ironía.


Rápidamente desechó aquellos pensamientos. 


Quería disfrutar de aquella noche, quería pasar un par de horas decorando un árbol de Navidad sin pensar en asesinos ni en bebés sin madre. 


Miró por la ventana. Se estaba poniendo el sol, tiñendo las nubes de amarillo y naranja. Las notas del viejo villancico de Bing Crosby llenaban la casa de magia y de recuerdos. Le encantaba el olor a palomitas y chocolate. Y un sensual agente del FBI llamado Pedro Alfonso estaba colgando las luces en el árbol de Navidad del salón.


Todo aquello le parecía un escenario verdaderamente surrealista, pero disfrutaría del mismo por lo menos durante el tiempo que tardaran en decorar el árbol.




A TODO RIESGO: CAPITULO 27




Florencia estaba frente al fregadero lavando las patatas que acababa de pelar para la cena de esa noche. Su hijo, Leonardo, se hallaba también en la cocina, abriendo una lata de cerveza. Bebía demasiado. Pero mientras solo fuese eso… su madre se conformaba. Eran las drogas lo que más la preocupaba. Una vez que empezaba por ese camino, ya no podía parar, y no podía permitirse pagar otro ingreso en el hospital. La próxima vez, Leonardo podía acabar yendo a prisión.


—¿Arreglaste ese grifo que goteaba en la casa Chaves?


—Si.


—¿Estaba Paula en casa?


—Cuando llegué no, pero apareció minutos después. Retiró la llave del escalón de la entrada. Supongo que no es tan confiada como lo era su abuela, o quizá el desconfiado sea su amigo.


—No trajo ningún amigo con ella.


—Entonces supongo que lo conocería aquí. Había un tipo con ella, y además se está quedando en la casa.


—¿Cómo lo sabes?


—No lo disimuló. Además, estuve echando un vistazo. Su ropa está en uno de los armarios. No en la habitación de Paula, aunque eso no significa que no estén durmiendo juntos.


—Cuidado con lo que dices. Paula no es de ese tipo de mujeres. Quienquiera que sea ese hombre, estoy segura de que solamente es un amigo.


—Ya, claro, mamá. Y supongo que su madre también era una dama muy virtuosa. Así fue como terminó teniendo a Paula.


—No sabes lo que está diciendo.


—Sé más de lo que tú crees —alzó la lata y bebió un buen trago de cerveza—. No me prepares nada para cenar. Esta noche voy a salir.


—Por favor, Leo, no te metas en problemas. Nada de drogas. Me lo prometiste.


—No podría comprarlas ni aunque las quisiera. Estoy sin blanca.


—Ojalá hicieras como Mateo Cox. Siempre me llama pidiéndome trabajo. Y trabaja de maravilla. Puedo recomendarlo a todo el mundo con la conciencia bien tranquila.


—¿Quieres que sea como Mateo Cox? Qué gracia. Yo preferiría ser una estrella de cine, o un famoso jugador de baloncesto, alguien realmente rico.


Minutos después Florencia oyó el portazo que dio al salir. Como de costumbre, volvería tarde.


Y ella acabaría preocupándose. Tal vez ahora estuviera sin blanca, pero tarde o temprano se las arreglaría para conseguir dinero para drogas. 


No le gustaba pensar que podía acabar robando; para estar bien segura, jamás se le ocurría mandarlo a trabajar a ninguna casa a no ser que ella estuviera con él. Era muy triste que una madre no pudiera confiar en su propio hijo. 


Casi se alegraba que su marido no estuviera allí para verlo.