jueves, 5 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: SINOPSIS






Una noche nunca sería suficiente


Pedro Alfonso era un hombre de negocios implacable, un padre tierno y un ex marido receloso. El guapísimo italiano solo tenía aventuras pasajeras con mujeres que conocían las normas del juego. Hasta que tropezó por sorpresa con la única mujer de todo Londres que no estaba interesada en tener una relación con él


Paula Chaves era adicta al trabajo, amiga fiel y soltera consumada. Decidida a conservar su independencia,Paula estaba encantada de mantener a los hombres a una distancia segura. Pero eso cambió cuando Pedro la conquistó, la llevó a su dormitorio y le abrió los ojos a todo un mundo nuevo de pecado y seducción.




¿ME QUIERES? : CAPITULO FINAL




–Parece que me he equivocado contigo –dijo una voz a su espalda–. No eres una dama dragón después de todo.


Paula se giró y estuvo a punto de caer de rodillas. Tenía el sol de la mañana detrás, recortando su silueta mientras avanzaba hacia ella por la playa desierta. ¿Sería producto de su imaginación o era real?


–¿Pedro?


–¿Esperabas a otra persona? –le preguntó él deteniéndose a escasos metros de ella.


Paula sacudió la cabeza, incapaz de hablar. No podía creerse que estuviera allí. Se había marchado de Londres hacía casi una semana y desde entonces no había dejado de arrepentirse ni un solo instante. Tal como Pedro acababa de insinuar, había sido una cobarde. Sintió una oleada de emoción, pero tragó saliva y se quedó quieta observando cómo él la miraba. Ninguno de los dos dijo nada durante un largo instante.


Y luego Pedro rompió el silencio.


–Te marchaste sin despedirte –le dijo con dureza.


Ella tragó saliva.


–Lo sé. Lo siento.


–¿Eso es todo?


–¿Qué más quieres que diga? –le preguntó con el corazón latiéndole con fuerza por el amor que sentía hacia aquel hombre.


Pedro estaba allí y sentía deseos de arrojarse a sus brazos y suplicarle que le diera otra oportunidad.


–¿Por qué no me explicas la razón por la que huiste sin decirme, al menos, que ya no querías casarte conmigo?


–Quería decírtelo –murmuró Paula–. Empecé a decírtelo.


Pero cada vez que trataba de llamarle por teléfono, el miedo se apoderaba de ella. Finalmente se dio cuenta de que la única manera de liberarle de su promesa era marchándose.


–Deberías haberlo hecho.


Ella negó con la cabeza.


–No podía. Tú habrías insistido en seguir delante de todas formas y yo no quería hacerte eso.


Pedro gimió. Luego se pasó la mano por el pelo y se giró para mirar la espuma de las olas que rompían en la orilla.


–Tú querías casarte, Paula. Me lo pediste.


–Y tú siempre cumples tus promesas aunque sepas que más tarde te arrepentirás –le espetó ella incapaz de seguir conteniéndose.


Pedro se giró hacia ella y Paula bajó la cabeza avergonzada.


–No podía soportar la idea de que te arrepintieras de haberte casado conmigo.


Él parecía sombrado.


–¿De eso se trata? ¿De la apuesta que hice con el tatuaje?


Sonaba estúpido dicho así. Paula se sintió más avergonzada todavía.


–Por supuesto que no es por el tatuaje. Es porque tú eres la clase de persona que cumple sus promesas.


–Dios mío, Paula, qué frustración. Querías casarte para proteger al bebé. ¿Qué pasó para que cambiaras de opinión? ¿Fue por la maldita historia del tatuaje?


–Por supuesto que no –afirmó ella dolida–. Cuando contaste esa historia, me di cuenta de que tenías razón. Quería casarme por mí, para protegerme –bajó la vista y observó las pequeñas espirales que habían formado los cangrejos en la arena por la noche–. Me avergüenzo de ello.


Le escuchó moverse. Entonces Pedro la agarró de los hombros y la obligó a mirarle. Paula sintió deseos de llorar al sentir su contacto, pero se mordió el labio por dentro y guardó silencio.


–No digas eso, Paula. Creías que lo hacías por el bebé. Lo hiciste por él. Has tenido que soportar mucho durante los últimos meses. Tenías derecho a pensar en cómo afectaría eso al niño.


Una lágrima le resbaló por la mejilla y se la secó con el dorso de la mano.


–Pero no tenía derecho a presionarte para que cambiaras tu vida por mis problemas con la prensa.


Pedro la sujetó con más fuerza.


–Paula, el bebé es de los dos. Quiero estar ahí para él.


–O para ella.


–O para ella –Pedro la estrechó entre sus brazos de pronto.


Paula cerró los ojos y aspiró su aroma. El corazón de Pedro latía con fuerza y tenía la piel cálida bajo la ropa.


Se permitió por unos instantes disfrutar de aquello.


–Cuando te dije que no me afectaron las historias que salieron tras la muerte de mi madre, te mentí. Por supuesto que me afectaron. He vivido toda mi vida con el impacto que me produjeron. Por eso soy como soy, Paula.


Ella inclinó la cabeza para mirarle.


–Oh, Pedro, lo siento.


–Yo no –afirmó él–. Me gusta como soy. Pero me gusta todavía más cómo soy cuando estoy contigo.


A Paula le dio un vuelco al corazón.


–Quieres que me sienta mejor por haber tratado de obligarte a casarte conmigo.


Pedro suspiró.


–¿Todavía no te has dado cuenta, dulce Paula, de que yo nunca hago nada que no quiera? Accedí porque quería casarme contigo. Todavía quiero.


A Paula le temblaron de pronto las piernas. Si no la hubiera estado sujetando, se habría caído al suelo.


–Creí que te estaba obligando a hacer algo que no querías. Y luego me marché sin darte explicaciones. ¿Cómo es posible que sigas queriendo casarte conmigo?


–¿Acaso no es obvio? –dijo él sonriendo.


Le brillaban los ojos, y Paula se sintió tentada a creer.


–No… no estoy segura.


Pedro sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.


–Te amo, Paula. Y quiero a nuestro hijo. Me gusta quién soy cuando estoy contigo y quiero pasar el resto de mi vida a tu lado. Quiero ver cómo engordas por nuestro hijo y quiero estar presente cuando llegue al mundo. Quiero llevarte el café todas las mañanas y hacerte el amor con la mayor frecuencia posible. Quiero desabrocharte los botones superiores de la camisa. Quiero que estés en mi vida y quiero casarme contigo para que no puedas volver a huir.


Las lágrimas que Paula estaba conteniendo salieron a borbotones y le cayeron por las mejillas. Se dijo que debía contenerse, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Le apoyó la frente en la camisa y sollozó mientras él la abrazaba con fuerza.


Cuando por fin logró recomponerse, alzó la cabeza y vio que la estaba mirando con ternura.


–Creí que no te importaba –dijo con un hipido–. Creí que me odiabas por obligarte a casarte conmigo.


Pedro parecía asombrado.


–¿Qué diablos te llevó a pensar eso?


–Te volviste muy distante cuando saltó la historia. Yo solo quería que me abrazaras, pero no me tocabas –sollozó Paula–. No volviste a pasar la noche conmigo.


Pedro la abrazó con más fuerza.


–Creí que estabas demasiado angustiada, que no descansabas. Sabía que si dormía contigo, no descansarías porque no podría apartar las manos de ti. Solo eran cuatro noches. La quinta ya habríamos estado juntos.


–Pero no descansé –murmuró Paula deslizándole los dedos temblorosos por la camisa–. Daba vueltas en la cama porque creía que ya no había nada entre nosotros. Te amaba desesperadamente y pensé que tú me despreciabas.


–Mírame –le pidió Pedro.


Ella alzó la vista hacia la suya. La sonrisa de Pedro provocó que se le formara un nudo en el estómago.


–¿Tú me amas? –le preguntó él.


Paula parpadeó, asombrada por la pregunta.


–Creí que estaba claro.


Pedro se rio.


–Te olvidas de lo serena que eres –le deslizó un dedo por la mejilla y suspiró–. Soy un hombre muy afortunado. Y tengo pensado aprovecharme de mi buena suerte –inclinó la cabeza y reclamó su boca en un beso apasionado capaz de derretir el acero.


El calor hizo explosión dentro de ella, atravesándola como si fuera sirope de chocolate caliente. Se estaba derritiendo de deseo, de amor.


–Te necesito, Paula. Vuelve a casa conmigo. Casémonos. Hoy.


Aquello era todo lo que deseaba, todo lo que había soñado. 


Pedro, ella y su hijo. Perfección. Felicidad.


–Sí –dijo–. Definitivamente, sí.


Unos minutos más tarde, entre besos apasionados en los labios, el cuello y las mejillas, Pedro murmuró:
–Recuérdame que le envíe a Daniela una nota de agradecimiento.


–¿Por qué? –preguntó Paula cuando pudo respirar.


Él alzó la cabeza. Los ojos negros le brillaban con ardor.


–Fue ella la que avisó a la prensa.


Una ráfaga de furia atravesó a Paula, pero desapareció al instante como el humo al viento. ¿Cómo iba a estar enfadada con lo feliz que era?


–¿Y qué tiene eso de bueno?


Pedro le sonrió con ternura.


–Nos abrió los ojos a la verdad.


Entonces, cuando él la tomó en brazos, se dio cuenta de que era realmente muy afortunada. El sexo era fabuloso, pero el amor era todavía mejor. ¿Sexo fabuloso y amor? Felicidad




¿ME QUIERES? : CAPITULO 27





No iba a venir. Pedro estaba en medio del pasillo de la oficina del registro en la que iban a casarse mientras procesaba la información que acababa de recibir. Paula no había aparecido, según el chofer que había enviado a buscarla. La llamó al móvil y no obtuvo contestación. Llamó entonces a recepción y le dijeron que se había marchado hacía más de dos horas.


Lo primero que sintió fue rabia, una rabia que le recorrió las venas como si fuera ácido sulfúrico. Lo segundo fue desesperación. Eso le resultaba más difícil de manejar.


Le había dejado. Paula Chaves, su preciosa y recatada griega que llevaba dentro una mujer apasionada. Ni todas las chaquetas abrochadas hasta el cuello del mundo podrían ocultar su deslumbrante belleza ni su fulgor.


La gente pasaba a su lado en el pasillo, siguiendo adelante con su vida y su trabajo, y Pedro se sintió de pronto vacío. 


Como si Paula se hubiera llevado la luz al marcharse. No lo entendía. ¿Por qué se había ido, si aquella boda era tan importante para ella?


Siempre había sabido que ella lo hacía por razones que no tenían nada que ver con él. Saber que podía contar con él o no a su antojo le había molestado en el orgullo. Pero ¿le había dado razones para que actuara de otra forma? Su mayor temor era ser un mal padre. El segundo, desilusionar a Paula.


Y ella le había echado de su vida dos veces. La primera se sintió furioso y decepcionado. En ese momento, como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. Sabía lo que tenía que hacer.


Tenía que ir tras ella. Tenía que detenerla antes de que se marchara. Era lo único que acabaría con el dolor que sentía. 


¿Qué le diría? Pensó en las palabras adecuadas. Tenía que decirle que podía ser mejor persona y que quería que ella le diera una oportunidad. Que sabía que con ella al lado sería capaz de cualquier cosa. No estaba destinado a ser como su padre, ni condenado a una vida de relaciones vacías y malas decisiones.


Pedro avanzó por el pasillo y bajó las escaleras. Fuera llovía, pero él no tenía tiempo para esperar a su chofer, así que paró un taxi. El trayecto al aeropuerto de Heathrow fue eterno y, cuando por fin llegó entró a toda prisa en la terminal, compró un billete para Amanti. Era la única forma de pasar por los controles de seguridad y poder verla. Se dirigió directamente a la sala vip y se acercó al mostrador.


–Lo siento, señor –le dijo el agente cuando le contó lo que quería–. Pero el avión está ya en la pista.


Pedro sintió deseos de agarrar al agente por las solapas de la chaqueta y exigirle que mandara parar al avión, pero sabía que así solo conseguiría pasar unos días en la celda de una cárcel. Así que le dio un puñetazo al mostrador y volvió a salir a la lluvia con las manos en los bolsillos y el estómago rumiando de rabia. Finalmente se subió a un taxi y le pidió que le llevara a Knightsbridge.


Le había dejado. Le había dejado en el metafórico altar y había salido huyendo en el último minuto. Porque sabía que sus relaciones con las mujeres nunca habían trascendido del plano físico. No sabía cómo compartir su mundo interior.


Pero lo había intentado. Con ella lo había intentado y no había servido de nada. Paula había visto su alma herida y había dicho que no. De ninguna manera.


Pedro no se molestó siquiera en secarse cuando entró en el apartamento de su padre. Se sirvió un vaso de whisky y se dejó caer en el sofá. Las gotas de lluvia le resbalaban por la cara y le caían en la ropa ya mojada.


Omar se lo encontró así horas más tarde, todavía sentado y mirando al infinito. Se le había secado la ropa y se le había acartonado sobre la piel. Pero no le importaba.


–¿Qué te ha pasado, muchacho? –inquirió su padre acercándose y retirándole el vaso vacío.


Pedro alzó la vista y parpadeó. Le ardían los ojos.


–Tengo lo que me merezco. Ya me tocaba –dijo.


–¿De qué diablos estás hablando?


–Paula me ha dejado.


Omar empujó el labio inferior hacia fuera.


–Entiendo –se apoyó en la esquina de la mesa que más cerca estaba de Pedro–. ¿La amas?


Pedro llevaba horas pensando en ello.


–Sí, creo que sí.


–¿Lo crees o lo sabes?


Pedro se frotó los ojos y la frente.


–¿Cómo puede saberse? –sabía que le estaba preguntando al hombre equivocado, no solo porque Omar parecía llevar una política de puertas abiertas respecto al amor, sino también porque nunca le había dado ningún consejo importante. Pero el niño pequeño que había en él todavía deseaba que sucediera. Quería que su padre fuera un padre por una vez, no un compañero de correrías.


Omar suspiró y se frotó las rodillas.


–Se sabe porque cuando se va duele mucho –se llevó un puño al torso, justo debajo de las costillas–. Aquí. Duele y no se quita por mucho que bebas ni por mucho sexo que tengas con otras mujeres. Lo único que lo puede apaciguar es el tiempo, pero sigue doliendo.


Pedro parpadeó.


–¿Por quién sientes tú eso? –estaba muy sorprendido por lo que Omar acababa de contarle.


Su padre se echó hacia atrás con las manos todavía en las piernas.


–Bueno, ese es mi secreto. Solo te diré que lo estropeé todo. Pero tú puedes arreglar esto, Pedro. Ve tras ella y dile lo que sientes.


Como si fuera tan fácil. Lo había intentado, pero no había funcionado. Paula le había dejado sin decir una palabra. No le había dado una oportunidad y estaba muy enfadado por ello.


–¿Y si a ella no le importa?


Fue entonces cuando Omar dijo lo frase más profunda que Pedro le oiría decir jamás, aunque ambos vivieran otros cien años.


–Si no le importara, no creo que se hubiera ido. Las mujeres no huyen si no tienen miedo de algo. Si solo buscara tu dinero o tu apellido, habría pronunciado los votos con la rapidez de un rayo, te lo aseguro.


Omar se puso de pie y le puso a Pedro la mano en el hombro.


–Te quiero, Pedro. Sé que no siempre me he portado bien contigo, pero te quiero. Serás un padre maravilloso, no porque hayas tenido un buen ejemplo sino por cómo eres por dentro. Todo lo que haces lo haces bien.


Pedro sintió el picor de las lágrimas en los ojos.


–¿Por qué no me habías dicho esto nunca?


Era algo extraordinario. Y lo suficientemente extraño como para pensar que estaba soñando.


Omar se encogió de hombros.


–Porque no estaba seguro de cómo te lo ibas a tomar. Eres muy independiente, en eso has salido a tu madre. Y tan competente que a tu lado me siento un poco inferior. Es duro admitir que los hijos saben más que uno. Si hubiera abierto la boca para sacarte de dudas, ¿me habrías respetado?


Pedro negó con la cabeza.


–No. Me parecía más fácil pasar tiempo contigo y confiar en que supieras lo orgulloso que estoy de ti. No puedo cambiar el pasado, pero puedo hacerte saber que estoy aquí. He cometido errores, pero te quiero.


Una punzada de vergüenza atravesó la conciencia de Pedro.


–Cuando la historia saltó a los periódicos, me pregunté por un instante si serías tú quien la había filtrado inadvertidamente.


Ya sabía que no, pero en quien primero había pensado era en su padre. Le carcomía la culpa, especialmente después de lo que Omar acababa de decirle.


Su padre volvió a encogerse de hombros.


–Es normal. ¿Qué otra persona tenía tantas probabilidades de emborracharse y abrir la boca? –le dio una palmadita a Pedro–. Pero he mejorado. No he sido yo, aunque no te culpo por haberlo pensado.


Omar se dirigió al ascensor y Pedro se puso de pie para verle marcharse.


–Papá –dijo cuando se abrieron las puertas y su padre entró.


Omar se dio la vuelta con el dedo en el botón. Había muchas cosas que Pedro quería decirle, muchas cosas que quería saber. Aquella relación tenía mucho trabajo por delante y tal vez siempre sería así. Pero habían dado un paso que Pedro nunca pensó que darían y solo hacía falta una respuesta.


–Gracias.


El otro hombre sonrió. Entonces las puertas se cerraron y desapareció.