lunes, 16 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 3





El calor que hacía en aquella iglesia tan abarrotada comenzó a tener efecto en Paula, que empezó a oír la voz del cura cada vez más tenue. Cerró los ojos con fuerza para tratar de reprimir una náusea y no vomitar la tostada que había comido.


—Cariño, ¿estás bien? —le preguntó su madre, susurrando.


—Sí —contestó ella. Pero entonces sintió otra náusea—. Bueno… quizá no —añadió.


Su madre no sabía nada del bebé, y el funeral de Enrique Alfonso era el último lugar que ella elegiría para anunciarlo.


Náuseas matutinas. ¡Qué expresión más poco apropiada! Ya era mediodía. Náuseas constantes sería más apropiada.


—Vamos, déjame que te ayude a salir fuera.


—¿Fuera? —repitió Paula, abriendo los ojos y mirando a su madre con incredulidad—. ¿Quieres decir que salgamos del funeral de Enrique Alfonso?


De sólo pensarlo se sintió enferma de nuevo. Se había sentado con sus padres en el banco más alejado del altar para no captar atención… cosa que era difícil teniendo en cuenta que su padre iba en silla de ruedas. Si se marchaban en aquel momento echarían a perder toda la discreción que habían logrado.


Pero su madre asintió con la cabeza.


—Necesitas respirar aire fresco. Estás demasiado pálida, Paula.


Una mujer que llevaba un sombrero negro se dio la vuelta y los miró. Paula esbozó una tenue sonrisa y puso la mano sobre la de su madre.


—Estaré bien —le dijo.


Sara Cotter no parecía muy convencida.


—Si tú lo dices…


La mujer del sombrero volvió a darse la vuelta.


Paula cerró los ojos y tuvo que admitir que se sentía muy mal. El alivio se apoderó de ella cuando por fin los asistentes al funeral se levantaron y comenzaron a cantar el último rezo.


—Os veré fuera.


Entonces salió a la calle y respiró aire fresco. Momentos después estaba de pie en el lavabo de la iglesia. Tras haberse echado agua fría en la cara ya no se sentía tan acalorada.


Su médico le había recetado unas pastillas para las náuseas, pero ella no había querido tomarlas. Se estremeció al pensar que había estado a punto de vomitar en medio del funeral de Enrique y en lo que habría dicho Pedro, en los rumores que habrían corrido. No podía soportar pensar en ello. Se apresuró a abrir su bolso para buscar las pastillas y tomarse una.


Cuando salió del lavabo se percató de que el funeral ya había terminado. Los asistentes estaban saliendo de la iglesia. Era un día muy soleado y al salir pudo ver los pájaros que había en los árboles. Comenzó a sentirse mejor y miró a su alrededor para tratar de encontrar a sus padres. Pero no los vio. Se dijo a sí misma que seguramente todavía estuvieran dentro, por lo que volvió a subir las escaleras.


Antes de lograr pasar entre los reporteros que había allí congregados, Pedro se acercó a ella.


—Paula, no te he visto dentro de la iglesia. ¿No te quedarías fuera, verdad?


—Salí justo cuando el funeral estaba terminando… necesitaba ir al lavabo.


—Gracias por haber venido —dijo él con un extraño fervor reflejado en los ojos.


—¿Cómo podría no haberlo hecho? Él era tu padre.


—Y tu jefe.


—No, tú eres mi jefe —contestó ella en voz baja, mirándolo fijamente.


—¡No me mires así! —exigió él. La tensión se apoderó de su cara—. Es difícil de creer, pero te deseo… ahora mismo.


—¡Pedro! —exclamó ella, sintiéndose invadida por la excitación—. ¿Qué diría la gente?


—Ahora mismo no me importa —contestó él, agarrándola por el brazo—. Pau…


—Ten cuidado —dijo ella, apartándose—. La gente hablará. Créeme; después sí que te importará.


Antes de que él pudiera contestar, Paula subió las escaleras y se perdió entre la multitud, con el corazón revolucionado ante la inesperada intensidad de los sentimientos que había mostrado Pedro.




UN SECRETO: CAPITULO 2






Pedro estaba de pie en las escaleras de piedra de la histórica iglesia en la que el alma de su padre estaba a punto de ser entregada al cielo… o al infierno, según la opinión que cada uno tuviera de Enrique Alfonso.


Él había querido a su padre, pero su relación no había sido fácil. Comenzó a sentir calor ya que el sol de mediodía le estaba dando directamente en la espalda. Respiró profundamente y se desabrochó el primer botón de la camisa.


La fragancia de las rosas que había en el cementerio de la iglesia le recordó a Paula. La imagen de ella tumbada en su cama aquella misma mañana se apoderó de su mente y pensó en la tentación que aquella mujer suponía para él. 


Sintió hambre de ella, hambre de la pasión que compartían, una pasión que le tenía cautivado a pesar de aquel breve periodo de desconfianza por el que había pasado tras la desaparición del avión de su padre.


Oyó la música del órgano de la iglesia y sintió la tensión apoderarse de su pecho.


Se giró para mirar al grupo de hombres que había alrededor del coche fúnebre. A excepción de Raul, todos los demás también habían asistido al funeral de su madre, celebrado hacía veintiocho años. Pudo ver el ataúd con los restos de su padre. De su padre. Una emoción demasiado intensa como para describirla se apoderó de él. Su padre…


—Ya deberíamos comenzar —dijo Raul.


Pedro se dio la vuelta para mirar al intruso al que su padre siempre había puesto por delante de él y al que había tratado como si hubiera sido su hijo mayor.


—Dame un minuto para despedirme de mi padre —espetó.


Algo brilló en los ojos de Raul y Pedro lo miró. Lo último que quería era la compasión de Raul Perrini. Pero la expresión de los ojos de éste se desvaneció al instante y su mirada volvió a tener su característica inexpresividad.


Pedro se dio la vuelta, inclinó la cabeza y rezó en silencio. 


Cuando finalizó se acercó con decisión al ataúd.


Raul lo siguió y le puso una mano sobre el hombro.


—Tengo que hablar contigo —le dijo.


Pedro se puso tenso y vaciló durante un momento antes de asentir con la cabeza.


—Claro.


Entonces se alejaron un poco y Raul lo miró directamente a los ojos.


—Lo primero que quiero que sepas es que no hay nadie que sienta más que yo la pérdida que has sufrido.


Pedro se preguntó si Raul lo sentía tanto debido al rumor que se había vertido sobre que su padre había cambiado el testamento poco antes de morir. Bajo las cláusulas del testamento original, Raul, en vez de los propios hijos de Enrique, era el mayor beneficiario de las acciones de Enrique y seguramente estuviera perturbado ante la posibilidad de obtener menos. O quizá temiera que Karen no heredara ningún activo de su padre.


—Garth le dijo a Karen que Enrique había cambiado su testamento —dijo Raul.


Garth Buick era un viejo amigo de Enrique y el representante de Alfonso Diamonds.


—Le ha advertido a Karen que no espere demasiado. No después de su deserción al irse a la casa Hammond.


Por su experiencia personal, Pedro podía hacerse una idea de cuál había sido la reacción de su padre. Hacía diez años, Enrique había puesto a Raul a la cabeza de Alfonso Diamonds y él se había marchado a Sudáfrica para trabajar para De Beers, ya que necesitaba estar un tiempo alejado de Raul, de Enrique y de la empresa. Su padre había enfurecido ante lo que había calificado como una «deserción».


Cuando finalmente Pedro regresó, mayor y más sabio, su padre lo había recibido con una frialdad que le advertía que su deserción no había sido olvidada, ni perdonada, aunque lo había nombrado jefe de las joyerías Alfonso, una filial de la empresa. El pasado siempre se había interpuesto entre ambos; era un abismo demasiado profundo. Hasta que Pedro había dado algunos pasos para acercarse y le había dicho a su padre dos semanas antes de Navidad que quería una mayor participación en la empresa. Éste había parecido satisfecho.


Por lo que si Enrique había cambiado su testamento en diciembre, seguramente la herencia de su hijo habría aumentado… a expensas de la parte que le correspondía a Raul.


Lo que no haría que la ya tensa relación que mantenía Pedro con su cuñado mejorara. Pero mandaría un mensaje claro sobre la confianza que su padre había depositado en él y lo pondría en una posición más fuerte para ser votado director general de Alfonso Diamonds en la reunión que se iba a celebrar el lunes siguiente.


—Pero seguro que Karen seguirá heredando las joyas de mi madre y una considerable suma de acciones, ¿no crees? Mi padre nunca le dejaría menos —comentó.


Aunque, si era sincero, tenía que reconocer que aquellas acciones le habían dejado sin dormir algunas noches, ya que su hermana y Raul juntos formaban un bloque contra él; tenían demasiados votos. El futuro director general de Alfonso Diamonds quizá dependiera de si Karen heredaba algunas acciones o no… o de a quién votara.


—Pronto lo sabremos —respondió Raul, frunciendo el ceño—. Karen piensa que Mateo Hammond va a asistir al funeral. Sé que tú y yo hemos tenido nuestras diferencias, pero es importante que hoy nos mostremos unidos.


Pedro se quedó mirando a Raul. Desde que su hermana había regresado a Australia, se había hecho cargo de las relaciones públicas de la empresa. Había tenido problemas con su trabajo debido a la crisis que siguió al accidente de avión de su padre… y de Marise Davenport, su supuesta última amante. Su afligido y ofendido viudo, Mateo Hammond, había comenzado a comprar mercancía de Alfonso Diamonds y a desencadenar rumores de una compra de la empresa…


—Sí, Mateo Hammond estará en el funeral. Se regodeará sentado en la primera fila. Les ha estado contando a los periodistas que hoy estaría aquí… «para asegurarse de que el malnacido sea enterrado» —contestó Pedro.


Sabía que su padre tenía muchos enemigos, pero le dolía que Mateo, hijo del único hermano de su madre, compartiera esa opinión. Mateo Hammond era un traidor, al igual que su padre, Oliver.


—Ya va a comenzar el funeral —comentó, dándose la vuelta.


Los encargados de la funeraria sacaron el ataúd de Enrique del coche, lo dejaron en el suelo y depositaron sobre él la corona de flores que había elegido Karen. Lirios blancos. 


Su tía Sonya le había dicho que habían sido las flores favoritas de su madre. Al olerlos, Pedro recordó un tiempo en el que en el hogar de los Alfonso había risas y alegría… felicidad. Pero aquél era un tiempo pasado.


Al instante la realidad se apoderó de la situación. Le fue duro pensar que nunca más volvería a oír la áspera voz de su padre y que ya no podría demostrarle que era capaz de dirigir la empresa tan eficientemente como él.


Se colocó al principio del ataúd y Raul lo hizo en el extremo opuesto. Garth Buick se situó detrás de Raul mientras Kane, un primo de Pedro, lo hizo a su vez detrás de éste. También se encontraban allí los dos hermanos mayores de Enrique, el padre de Kane, Vincent, y William Alfonso, que también se acercaron para llevar a hombros el ataúd.


Pedro esbozó una mueca al ver a William Alfonso. Dos meses atrás su tío le había vendido su diez por ciento de acciones de Alfonso Diamonds a Mateo Hammond… y había creado bastantes disturbios en la oficina general de las empresas.


—Bien, vamos allá —dijo, agachándose para agarrar la manivela que tenía más cerca.


Los demás hicieron lo mismo y todos levantaron el ataúd para llevarlo al altar.


La música del órgano alcanzó su punto culminante cuando entraron en la iglesia. Pedro miró fugazmente hacia la primera fila y no vio a Mateo Hammond. Trató de encontrar a Paula, pero tampoco la vio, aunque sabía que debía de estar allí. Durante un fugaz momento pensó en la pasión que habían compartido la noche anterior, en el beso que le había dado aquella mañana, y se relajó. La generosidad de Paula como amante y la tranquilidad que le ofrecía sin pedir nada a cambio habían logrado que aquel día fuera más llevadero para él.


Dejaron el ataúd en el altar, donde el cura estaba esperándolo para comenzar la misa. Karen le hizo señas desde la primera fila y tanto Raul como él se sentaron en el banco.


Una vez sentado al lado de su hermana, con Raul al otro lado de ella, Pedro miró a su alrededor. Pero siguió sin ver a Mateo Hammond ni a Paula.


—Está justo al fondo —le susurró Karen.


—¿Quién? —preguntó Pedro, frunciendo el ceño.


—Paula —contestó Karen, levantando una ceja—. La estabas buscando a ella, ¿no es así?


Pedro no contestó ni miró para atrás para confirmar las astutas sospechas de su hermana.


Mientras escuchaba al cura, no pudo evitar preguntarse cómo se había enterado Karen. Su hermana siempre había sabido cómo interpretar a las personas, pero él pensaba que había hecho un buen trabajo escondiendo su aventura con Paula. No entendía cómo lo había descubierto.




UN SECRETO: CAPITULO 1




—Ya es hora de despertarse, bella durmiente —dijo una voz profunda.


Paula Chaves abrió los ojos. Una masculina mano le estaba acariciando el hombro. Era la caricia de su amante. 


Sintiéndose segura y cómoda bajo el edredón, emitió un pequeño gemido de satisfacción y se acurrucó aún más  entre la ropa de cama.


—Despiértate, Pau.


Aunque todavía estaba adormilada, sintió cómo él se acercaba y se agachaba. Pero en vez de besarla, echó el edredón para atrás. Cerrando los ojos con fuerza para resistirse al comienzo del día, Paula protestó murmurando.


Entonces percibió su aroma. Cien por cien masculino. 


Extremadamente sexy. En el aire todavía se podía respirar la pasión que habían compartido la noche anterior. Gimió, se revolvió entre las sábanas y se estiró levemente. Con los ojos todavía cerrados, esperó a que la tocara.


En aquella ocasión él le agitó levemente el hombro.


—¡Levántate, Paula!


Ella abrió los ojos y tardó un momento en recordar lo que estaba pasando.


Estaban en el ático dúplex de Pedro Alfonso.


Aquella mañana se iba a celebrar el funeral y el entierro de su padre.


El funeral de Enrique Alfonso. Comprendió por qué Ryan no estaba de humor para…


—Olvídalo. No tienes que levantarte todavía. Me ducharé yo primero —dijo él—. Tengo que ponerme en marcha. Tómate tu tiempo.


Paula se sentó en la cama. Estaba completamente despierta y agarró el edredón con la intención de ocultar su completa desnudez. Pero no tenía por qué haberse preocupado ya que Pedro ya se había dado la vuelta.


Volvió a tumbarse sobre las almohadas y sintió como se le formaba un nudo en el estómago.


Oyó el sonido del agua corriendo en la ducha.


Miró de reojo el reloj que había sobre la mesita de noche y se percató de que era muy tarde. Se había quedado dormida.


Ambos se habían quedado dormidos.


Entonces dejó de oír el agua correr pero no se movió de la cama. Esperó. La puerta del cuarto de baño se abrió poco después y Pedro salió. Se estaba secando el pelo con una toalla y estaba completamente desnudo. Tenía el pecho amplio y las caderas estrechas. Era el hombre más guapo que ella jamás había visto. Paula observó cómo miraba el reloj de su muñeca y cómo se dirigía al vestidor.


Cerró los ojos y pensó que aquello iba a ser difícil.


—¿Te has vuelto a quedar dormida? —preguntó él, impaciente.


Su voz seguía siendo profunda y sexy… jamás dejaba de excitarla.


Entonces ella abrió los ojos. Vio que Pedro se había vestido con un traje oscuro que contrastaba con el calor que hacía en febrero en Sidney y que estaba agarrando del suelo la ropa que habían dejado allí tirada la noche anterior. Se ruborizó al recordar aquello y él debió de leer algo en su cara ya que se le oscurecieron los ojos, se acercó a ella y la abrazó.


—Eres la mujer más sexy del mundo —murmuró.


Pedro olía a limpio y tenía un aroma muy fresco… a jabón y a hombre.


—¿Y a ti se te puede tentar fácilmente? —preguntó ella.


—Podría quedarme aquí contigo todo el día.


Aquellas palabras llevaron a la memoria de Paula todo lo que iba a ocurrir aquel día: el funeral de Enrique Alfonso, la lectura del testamento, la conversación que ella debía mantener con Pedro… Pero aun así, a pesar de todo lo que había que hacer, él le parecía irresistible.


Un último beso. Se prometió a sí misma que eso sería todo. 


Entonces lo abrazó por el cuello y tiró de él.


—¡Oye! —exclamó Pedro al caer a su lado en la cama.


Tenía la cara tan cerca de la de ella que Paula pudo ver a la perfección el verde jade de sus iris, aquel color tan rico que nunca dejaba de revolucionarle el corazón.


Pedro le apartó un mechón de pelo de los ojos.


—Pareces cansada. Estás pálida. Tienes ojeras. No debí haberte mantenido despierta hasta tan tarde.


—No pasa nada —contestó Paula, forzándose en sonreír para ocultar así su preocupación por él.


La manera en la que habían hecho el amor la noche anterior había conllevado cierta desesperación. La desaparición del avión de su padre y la posterior recuperación del cuerpo de éste habían entristecido a Pedro. En lo que a ella se refería, la desesperación provenía por otras causas… por sentir que se le estaba acabando el tiempo.


Irrevocablemente.


—Vas a verte con Raul antes del funeral, ¿no es así? —dijo, cambiando de asunto.


Ante la mención de Raul Perrini, el presidente provisional de Alfonso Diamonds y marido de su hermana, Pedro esbozó una mueca.


—No, ya tendré mucho tiempo después para hablar con él.


Paula vaciló, pero finalmente habló.


—Hoy también va a ser duro para Karen.


La hermana de Pedro había regresado a Australia tras el fallecimiento de su padre después de haber estado trabajando durante los anteriores diez años para Mateo Hammond, hijo del mayor enemigo de Enrique Alfonso… su cuñado, Oliver.


—Lo sé.


Paula quiso advertirle que la tratara con delicadeza, pero se contuvo en el último segundo.


Pedro no querría su consejo. Después de todo, ella sólo era su amante, no su esposa.


Bueno, en realidad era menos que una amante… era la querida secreta de la que nadie debía saber nada. Se preguntó qué diría la gente si supieran que la fría rubia que dirigía la joyería Alfonso en Sidney durante el día era abrazada por el jefe durante la noche.


Se quedarían impresionados. Horrorizados. ¿Un Alfonso acostándose con un miembro del personal? ¿La hija de un mecánico viviendo con un multimillonario?


—¿Sabes lo que deseo más que nada en el mundo? —preguntó entonces Pedro, acariciándole el pelo.


Su voz era suave, cautivadora. Durante un momento Paula deseó que el mundo que había al otro lado de las paredes, la familia Alfonso, Alfonso Diamonds y las expectaciones públicas, se pudieran disolver. Deseó que sólo fueran ellos dos: Pedro y ella. Deseó poder acurrucarse en sus brazos y no tener que marcharse nunca.


Si sólo…


—¿Qué quieres?


—Besarte aquí… —contestó él, acariciándole la garganta— para celebrar la vida en vez de la muerte.


Entonces la besó donde la había acariciado. Paula tragó saliva y él pudo sentir cómo se movía su garganta. A continuación subió los labios hasta su boca.


Pau gimió.


—Abre la boca, cariño, te necesito.


La voz de Pedro reflejaba una desesperación que era nueva para ella. Obedientemente separó los labios. Él saboreó la dulzura de su boca mientras ella lo abrazaba por el cuello. 


No quería dejarlo marchar.


Cuando por fin dejó de besarla, Pedro tenía la respiración agitada y sus ojos reflejaban deseo.


—Dios, podría quedarme aquí todo el día. Sería una manera muy fácil de escaparme de todo —comentó, volviéndola a besar de nuevo.


La besó frenéticamente y Paula lo deseó con ardor. El deseo de escapar dejaba claro cuánto temía el día que tenía por delante. El funeral suponía la prueba final de que su padre se había marchado. Para siempre. Entonces ella le acarició los hombros y deseó poder quitarle todo el dolor que sentía por dentro


—¿Ves lo receptivo que es tu cuerpo? —dijo él, apartándose y metiendo una mano por debajo del edredón—. Ya se te han hinchado los pechos. Anoche me di cuenta enseguida de lo tensos que estaban.


Paula se quedó helada.


Le agarró la mano para impedirle que la bajara hacia su estómago. Todavía no había visto ningún cambio en su cuerpo. Sólo había sentido las señales de advertencia.


—No tenemos tiempo para esto —comentó, apartándose de él—. Será mejor que te pongas en marcha o llegarás tarde.


—Y será mejor que tú también te levantes.


—Lo haré —concedió ella, sonriendo débilmente—. En cuanto te hayas marchado.


—Supongo que es mejor así —dijo él, respirando profundamente—. En cuanto te levantaras y comenzaras a vestirte, no saldría de aquí. Pero primero…


Entonces se acercó a ella y posó los labios sobre los suyos durante un largo momento. Fue un beso dulce. Delicado. Un gran contraste con la desesperación que se había apoderado de sus actos momentos antes.


—Gracias por anoche —le dijo.


Paula sintió como si se le partiera el corazón en dos.


Pedro todavía no lo sabía, pero la noche anterior había sido la despedida… aunque ella ya estaba vacilando. Quizá otra semana más…


Él se levantó y sus ojos se ensombrecieron.


—No llegues tarde al funeral. Y no…


—Que no haga nada que nos pueda delatar —terminó de decir ella. 


Aquello le dolió.


—Iba a decir que no hicieras nada que pudiera distraerme —corrigió él, asombrado.


—Márchate, Pedro —insistió Paula, sintiendo la garganta seca.


Entonces observó cómo él salía de la habitación y oyó sus pisadas en el pasillo. Esperó a oír que llegaba el ascensor, y que posteriormente se cerraban las puertas, para levantarse.


Sintió cómo se le revolvía el estómago y un nauseabundo sabor a bilis en la garganta. Se levantó y comenzó a tener arcadas antes incluso de llegar al cuarto de baño.


Después se lavó la cara con agua fría. Le temblaban las manos y se miró en el espejo que había sobre el lavabo. Era cierto que estaba muy pálida y sus ojos marrones reflejaban cansancio. Tenía un aspecto horrible. Pero, mirándose a los ojos en el espejo se dijo a sí misma que ya estaba bien de sentir pena y culpabilidad y que aquel mismo día tenía que terminar con todo. En cuanto el funeral acabara.


Antes de que los síntomas fueran evidentes