miércoles, 8 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 6




Cuando llegó el jueves, el día en que Pedro había quedado a comer con Ian, Paula todavía seguía molesta. Pedro había pedido un filete de ternera con patatas al horno y cuando el camarero le puso delante el plato estaba de tan mal humor que habría dejado a un lado el cuchillo y lo habría cortado a dentelladas.


—¿Cómo va el negocio? —le preguntó a Ian, intentando dejar de pensar en Paula.


Ian era director de la compañía familiar Alfonso & Co., que se dedicaba a la importación de café.


—Muy bien —respondió su hijo—, y mejor irá cuando atrapen a los miembros del cártel que han estado intentando presionarme. Gracias a Dios que conseguimos probar la inocencia de Marcos —murmuró sacudiendo la cabeza.


—¿Y cómo te va con Kate? —inquirió Pedro.


—Increíblemente bien —respondió Ian con una sonrisa—. Nunca imaginé que mi vida fuera a dar el vuelco que ha dado desde que la conocí. Me siento el hombre más afortunado del mundo.


Así era como él mismo se sentía respecto a Paula. Había sido como un viento cálido que hubiera entrado en su vida... aunque en ese momento se comportara con él más bien con la gelidez de un viento del ártico.


—¿Papá? —lo llamó su hijo, devolviéndolo a la realidad—. ¿Te ocurre algo, papá? 


Pedro apartó de nuevo a Paula de su mente.


—No, es sólo que me estaba acordando de algo. Volviendo a Kate y a ti... ¿Qué planes tenéis para las fiestas?


—Pues... después de unas negociaciones muy intensas, hemos decidido que pasaremos el día de Navidad en Crofthaven con vosotros, y Nochevieja en casa de sus padres —contestó haciendo una mueca.


Pedro sonrió.


—Parece un buen acuerdo, aunque con el carácter que tiene Kate me parece que en el futuro te esperan unas cuantas negociaciones más.


Ian esbozó una sonrisa maliciosa.


—Eso espero.


Su padre se rió, y tomando el cuchillo y el tenedor empezó a comer. Se hizo un prolongado silencio, y después de tragar el bocado que tenía en la boca, Pedro alzó la vista para encontrarse con que su hijo estaba mirándolo con curiosidad. «Aquí vienen las preguntas», pensó, sintiendo que el estómago le daba un vuelco.


—¿Tú solías ganar las negociaciones con mamá? —inquirió Ian.


—Depende de lo que entiendas por «ganar».


—¿Qué quieres decir?


Pedro dejó el tenedor y el cuchillo sobre el plato. Tenía la impresión de que no iba a comer mucho más.


—Tu madre y yo queríamos cosas distintas. A ella no la hacía muy feliz el hecho de que estuviera en el ejército, y quiso que lo dejara.


Ian se echó hacia atrás en su asiento.


—Así que tuviste que escoger entre el honor y el deber, y tu esposa y tus hijos.


Pedro entornó los ojos y suspiró.


—Fue un poco más complicado que eso. Por aquel entonces yo tenía una fuerte necesidad de probarme a mí mismo... sobre todo por mi padre. Para él fui una decepción como hijo. En los estudios siempre iba renqueando; nunca fui un alumno brillante ni mucho menos, y en una ocasión mi padre llegó a decirme que no esperaba demasiado de mí porque no creía que fuese a conseguir grandes cosas en la vida.


Ian lo miró con incredulidad.


—Dios —murmuró—. ¿Cómo puede decirle algo así un padre a su hijo?


Pedro se encogió de hombros.


—Era un tipo duro, orgulloso, con un alto concepto de sí mismo... y no sin razón; entre sus logros estaba el haber conseguido que aumentaran los beneficios de la empresa familiar en una época de recesión económica —contestó, haciendo una pausa para que Ian digiriese sus palabras—. Si entré en el ejército fue por voluntad propia, y las consecuencias de esa elección son responsabilidad mía y de nadie más.


Ian asintió con la cabeza. Pedro sabía que no había contestado por completo a sus preguntas, pero el haber hablado de aquello con él hizo que se sintiera menos tenso.


—¿De verdad sólo querías que nos viéramos para charlar un rato? —inquirió Ian.


—¿Tiene algo de malo que quiera pasar un poco de tiempo con mi hijo?


—No, es que... bueno, hace un rato estabas como con la cabeza en otra parte y me preguntaba por qué.


Pedro se rascó la nuca, considerando la posibilidad de hablar sobre sus preocupaciones con él. La idea se le antojaba extraña, pero Ian era ya un hombre hecho y derecho, y sabía que era digno de su confianza.


—Quiero que Paula venga a Washington conmigo, pero insiste en que no está interesada y la verdad es que me siento confuso.


Ian tomó un sorbo de vino.


—¿Te refieres a que quieres que vaya contigo porque te gustaría que siguiera trabajando para ti?


Su padre frunció el entrecejo sin comprender.


—Claro, ¿por qué si no?


Ian carraspeó.


—Bueno, es que no sabía si tenías un interés más personal en ella.


—Es demasiado joven para mí —respondió Pedro al instante.


Ian asintió con la cabeza pero no dijo nada.


—Debería encontrar a alguien más próximo a su edad —añadió su padre. 


Ian siguió callado.


—Además, sería increíblemente estúpido por mi parte que a mi edad y con lo desastrosas que han sido mis relaciones intentase tener algo serio con una mujer que tiene casi veinte años menos que yo.


Ian se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa y lo miró a los ojos.


—Pero sientes algo por ella, ¿no es verdad?


Aquella pregunta tan directa fue como un jarro de agua fría para Pedro, a quien le llevó un momento recobrarse.


—Ya sé que no es asunto mío —le dijo su hijo encogiéndose de hombros—, pero yo creo que cuando uno conoce a una mujer que cambia por completo su mundo, no debería dejarla escapar. Y no lo digo por faltarte al respeto, pero ya no eres un chaval, así que si sientes por Paula lo mismo que yo siento por Kate deberías echar toda la carne en el asador si no quieres pasar el resto de tu vida lamentándote.


Pedro miró a Ian sorprendido en parte por el modo en que le había hablado, y en parte divertido por lo extraño que le resultaba como padre que uno de sus hijos le estuviese dando consejos.


—¿Cuándo te has vuelto tan directo?


Las comisuras de los labios de Ian se curvaron en una sonrisa.


—Lo he heredado de ti.




LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 5




Al día siguiente Pedro estaba revisando su correo electrónico en el despacho cuando sonó el teléfono.


—¿Diga?


—Hola, papá —lo saludó la voz de su hijo mayor al otro lado de la línea—. Mi secretaria me ha dejado un mensaje diciéndome que querías que te llamara por si podíamos quedar a comer esta semana.


Pedro frunció el entrecejo y vaciló. El no lo había llamado, pero, diablos, no iba a desperdiciar la oportunidad. Le echó un vistazo a su agenda.


—Pues sí. Tengo el jueves libre, ¿te va bien?


—¿El jueves? De acuerdo —respondió Ian—. Em... ¿se trata de algo que vas a anunciarme?


Pedro no le pasó desapercibido el tono receloso de su hijo.


—¿Por qué me preguntas eso?


—Bueno, porque cada vez que me has llamado para que nos veamos ha sido porque ibas a anunciarme algo importante, como que vas a presentarte a las elecciones al Senado, o que tengo una hermanastra de la que no sabía nada —se quedó callado un momento—. ¿No habrás descubierto que tienes algún otro hijo secreto?


Se refería, por supuesto, a Andrea, la hija ilegítima de cuya existencia no habían tenido noticia hasta hacía unos meses. Su padre había luchado en la guerra de Vietnam, y allí había tenido un romance con una joven del lugar. 


Aquella joven se había quedado embarazada de él, pero su padre había regresado a Estados Unidos sin saberlo. Cuando la noticia saltó a los medios se armó un gran revuelo, pero su padre la reconoció como hija, dándole su apellido, y poco a poco Andrea estaba convirtiéndose verdaderamente en parte de la familia.


—Claro que no —respondió Pedro irritado, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza—; sólo quería que nos viéramos antes de que me marche a Washington.


—Pero, ¿para qué? —insistió Ian. A Pedro le dolió aquella reticencia y desconfianza por parte de su hijo, pero también le recordó una vez más que él mismo la había propiciado, igual que con sus hermanos.


—Para charlar un rato, eso es todo —respondió. 


Se hizo un silencio al otro lado de la línea, y luego Ian se rió.


—Está bien, ese motivo me basta —le dijo—. Bueno, pues nos vemos el jueves. 


Pedro se despidió y acababa de colgar cuando llamaron a la puerta.


—Adelante —respondió, y entró Paula. —¿Quieres creerte que me ha llamado...? —pero no terminó la frase porque el teléfono volvió a sonar—. Espera un segundo —le dijo levantando de nuevo el auricular—. ¿Diga?


—Hola, papá —le contestó la voz de Adrian, otro de sus hijos, a través del aparato—. Me han dicho que quieres que nos veamos.


Pedro abrió la boca, se quedó vacilante un instante y miró a Paula con suspicacia.


—Em... sí. Sí es cierto —le respondió—, ¿Te iría bien que quedemos a comer el sábado o el martes?


—Selene y yo tenemos planes para el sábado, y el martes ya he quedado a comer con alguien, pero podríamos ir a tomar un café.


—Estupendo —respondió Pedro anotándolo en su agenda.


—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Adrian.


—No. ¿Por qué? —respondió Pedro extrañado.


—Bueno, es que no quedamos muy a menudo... más bien casi nunca, salvo cuando ha pasado algo importante y quieres que hablemos.


—No, Adrian, no he descubierto que tengo otra hija secreta ni nada de eso —contestó su padre irritado—. Sólo quiero que pasemos un rato juntos como padre e hijo antes de marcharme a Washington; ¿te parece bien?


Adrian se quedó callado un momento.


—Mm, sí, claro.


—Bien, pues hasta el martes —respondió Pedro en un tono algo brusco, colgando el teléfono. Alzó la vista hacia Paula—. ¿De qué va todo esto?


Paula se remetió un mechón de cabello tras la oreja.


—Considéralo un regalo de Navidad.


—¿Qué? ¿Llamas un regalo a abrir la caja de Pandora con dos de mis hijos?


—Bueno, en realidad no ha sido sólo con dos —respondió ella sin poder reprimir una sonrisa traviesa.


Pedro sintió que su irritación iba en aumento.


—No me gusta que nadie interfiera en mi vida privada.


Una expresión dolida cruzó por el rostro de Paula, pero se desvaneció antes de que Pedro pudiera advertirla.


—Lo sé, pero no podía soportar ver que ansiabas acercarte a tus hijos y no hacías nada por ello.


Pedro suspiró.


—¿Y qué quieres que haga? El resentimiento que tienen hacia mí está justificado.


—Sólo hasta cierto punto —matizó ella—: te preocupaste de que tuvieran una buena educación, de que no les faltara de nada, y aunque te sentías incapaz de ejercer de padre, te aseguraste de que encontrasen estabilidad emocional y apoyo en tu hermano Hernan y su familia cuando su madre murió. No todo lo hiciste mal. Además, ni que fueras al patíbulo... ¿Por qué no intentas ver esto como una oportunidad para un nuevo comienzo?


—Mira, Pau, puede que seas una excelente directora de campaña, pero no tienes hijos. No tienes ni idea de lo que has desatado.


Paula bajó la cabeza. Quizá Pedro tenía razón, quizá hubiera sido un error. ¿Quién la mandaba meterse en problemas ajenos cuando con los suyos le bastaba? 


Después de que el día anterior la ginecóloga le confirmara que efectivamente estaba embarazada y se pasara media noche dando vueltas en la cama, preguntándose qué iba a hacer, la mañana no había empezado muy bien. 


Se había levantado con náuseas, había desayunado, aunque con asco, por no despertar sospechas en Pedro, y aquello era la gota que colmaba el vaso.


—Está bien, ya me ha quedado claro que estás enfadado por que me haya entrometido —comentó dolida—, y ahora, si te parece, creo que deberíamos ocuparnos de tus compromisos de hoy.


Pedro frunció los labios pero no replicó, y durante el resto del día Paula estuvo tensa y fría con él. Quizá había sido un poco duro con ella, pero no le gustaba que nadie se metiese por medio entre sus hijos y él. A pesar del punto hasta el que habían llegado a intimar durante la campaña, todavía había límites que no quería que cruzara, y ése era uno de ellos. Sólo de pensar en tener que enfrentarse a las preguntas de sus hijos se ponía nervioso.




LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 4



Pedro maldijo para sus adentros. ¿Qué había esperado? Después de la clase de padre que había sido, aquello era lo que se merecía: un tratamiento meramente respetuoso, y marcado por el distanciamiento.


Dos horas más tarde Pedro estaba en su despacho cuando llamaron a la puerta.


—Adelante —contestó. La puerta se abrió y entró Paula.


—Ah, hola, Pau —la saludó—. Me estaba empezando a preguntar cuándo aparecerías.


—¿No te dijo Bety...?


Pedro asintió con la cabeza, se puso de pie, y rodeó el escritorio para ir junto a ella.


—Sí, me dijo que estabas indispuesta. ¿Cómo te encuentras?


—Bien, estoy mejor.


Pedro tomó su mano.


—Pau, he estado pensando, y estoy decidido a hacer lo que sea para que vengas a Washington conmigo. Incluso te subiré el sueldo; fija tú la cantidad.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos y sacudió la cabeza.


—Ya te lo he dicho. Pedro, quiero quedarme aquí en Savannah.


—Bueno, en realidad podrías seguir viviendo aquí; sólo tendrías que ir a Washington durante las temporadas en las que el Senado está reunido. Incluso te pagaré los gastos de alojamiento en Washington. Además, piensa en todos los contactos útiles que puedes establecer allí —le dijo apretándole la mano, que notó fría—. ¿Seguro que estás bien?


—Sí, perfectamente.


—Pues tienes la mano fría —replicó él, frotándole la mano entre las suyas—, y pareces ausente.


—Venía a preguntarte si no te importa que me tome el día libre —murmuró sin mirarlo a los ojos—. Tengo que ocuparme de unos asuntos.


—Claro —accedió él, confundido por su actitud distante—. ¿Tienes algún problema?; ¿quieres que hablemos?


Paula apartó la vista. ¿Cómo iba a decirle que tenía que ir a su ginecóloga porque, a menos que los resultados de las dos pruebas estuviesen equivocados, estaba embarazada?


—No tengo ningún problema —mintió.


—Está bien, como quieras, pero si necesitas alguna cosa, no tienes más que decírmelo.


Ella esbozó una media sonrisa.


—Lo sé.


—¿Te apetece que salgamos a cenar cuando vuelvas?


—Es que... no sé a qué hora volveré.


Pedro la miró preocupado
—¿Qué es lo que te pasa, Pau?, ¿tiene algo que ver con esos «asuntos» que tienes que atender?, ¿a qué viene tanto secretismo?


Paula se mordió el labio.


—No me pasa nada; es sólo que se trata de algo personal, eso es todo.


Pedro se sintió como si le hubieran dado con una puerta en las narices.


—Pau, hemos pasado por mucho juntos a lo largo de este año, y sé que no soy el hombre adecuado para ti por nuestra diferencia de edad, pero quiero que sepas que, sea lo que sea, puedes contar conmigo —le dijo poniéndole las manos en los hombros—. Estás tensa —murmuró al notar que tenía los músculos agarrotados—. ¿Por qué? —le preguntó poniéndose detrás de ella y dándole un suave masaje con los dedos—; las elecciones ya han pasado.


A Paula le palpitó el corazón con fuerza.


—Pues... no sé, empiezas a darle vueltas a una cosa, y... aunque no quieres pensar porque sabes que no te llevará a ninguna parte, no puedes evitarlo.


—¿Y a qué le has estado dando vueltas? —inquirió Pedro, dedicando especial atención a un punto bajo la nuca con los pulgares.


La sensación era tan agradable que Paula se mordió el labio inferior para contener un gemido.


¿Por qué tendría que ser tan hábil con las manos?, se dijo, y una docena de sensuales imágenes de esas manos sobre su cuerpo desnudo asaltaron su mente.


—Te has quedado callada —murmuró Pedro—; ¿es por algo que estoy haciendo bien?


Paula se aclaró la garganta.


—Demasiado bien —farfulló a regañadientes—. Parece que siempre sabes cómo tocarme para...


Pero no pudo acabar la frase, porque una nueva ráfaga de placer la invadió y de sus labios escapó un suave gemido.


Pedro le levantó el cabello y apretó los labios contra su nuca en un sensual beso.


—Pues conozco un modo aún más efectivo de liberarte de esa tensión —murmuró en su oído, rodeándole la cintura con una mano y atrayendo sus nalgas hacia sus caderas.


Paula cerró los ojos al sentir su excitación. 


Nunca dejaría de sorprenderla ese poder que parecía tener sobre él para que la desease de aquella manera, ni cómo conseguía Pedro hacer que se olvidase absolutamente de todo cuando estaba con él. ¿Y si hubiese una posibilidad, por pequeña que fuera, de que las cosas pudiesen funcionar entre ellos?, se preguntó, ¿y si esa magia pudiese hacer que tuviesen algo más que un romance?


—Nunca hemos hablado del futuro —balbució.


—Sí que lo hemos hecho —replicó él, besándola en el cuello—; quiero que vengas a Washington conmigo.


Paula tragó saliva.


—Me refiero a que nunca hemos hablado de nosotros.


Pedro levantó la cabeza.


—¿Qué quieres decir?


Dando gracias por que no pudiera verle la cara, Paula inspiró profundamente antes de contestar.


—Pues que acordamos que no deberíamos mantener relaciones, pero no hacemos más que caer una y otra vez en la tentación.


Pedro se echó un poco hacia atrás.


—¿Quieres que lo hagamos público?


—¿Y tú?


Pedro suspiró sobre su cabello.


—Hasta este momento no me lo había planteado. Durante la campaña hacerlo público habría sido imposible, y la verdad es que también prefería mantenerlo en secreto porque es algo personal, que me parecía que debía quedar entre tú y yo. Del mismo modo en que yo, como personaje público, pertenezco por entero a quienes me han apoyado con su voto, me gusta pensar que tú me perteneces a mí y sólo a mí. Claro que eso no significa que no sea consciente de que soy demasiado mayor para tener una relación a largo plazo contigo.


Paula sintió una punzada en el pecho


—¿Y si te dijera que discrepo en eso?


—Cambiarías de idea cuando empezara a entrarme artritis y tú siguieras sana como una manzana —le dijo Pedro con una risa que a ella le sonó un tanto forzada—. Además, no me veo casándome otra vez. La primera vez ya metí la pata bien metida. No, no lo hice bien como marido... ni tampoco como padre. Cualquiera de mis hijos puede decirte el penoso papel que desempeñé con ellos.


«Pero, ¿te gustaría tener otra oportunidad?», pensó Paula, sin atreverse a hacer la pregunta en voz alta.


—Eso es algo en lo que nos parecemos, Pau —continuó Pedro—. Los dos queremos libertad para poder desarrollar nuestras carreras. ¿Volver a casarme y tener más hijos? Antes preferiría que me ataran una piedra al cuello y me arrojaran al océano.


El débil hálito de esperanza que quedaba en el corazón de Paula se esfumó con esas palabras, como quien apaga de un soplo la llama de una vela. «¿Qué habías pensado que iba a decir?», se reprendió; «eres una ilusa». Por suerte Pedro juraría su cargo en enero, así que sólo tendría que mantener el tipo seis semanas más. Además, él se iría a Washington y ella estaba pensando mudarse a la costa oeste. No era mucho, pero el hecho de contar con un plan de acción la animó.


—¿Cómo va el traslado? —le preguntó para cambiar de tema, apartándose de él y volviéndose para mirarlo.


—Lento ahora que me he quedado solo —contestó Pedro haciendo un ademán con la mano para señalar el desorden de cajas, libros, carpetas y papeles que había en el despacho—. Le he dado el día libre a mi secretaria; hoy era la función de Navidad de su hija.


—Qué buen jefe eres —dijo Paula sin poder reprimir una sonrisilla burlona. En el fondo Pedro era un pedazo de pan.


—En realidad se debe más bien a un inoportuno sentimiento de culpa —la corrigió él—. Cuando me lo dijo me acordé de cuántas funciones de Navidad de mis hijos me había perdido yo.


—Podrías compensarlos estas navidades por todas esas veces.


—Demasiado tarde —replicó él—; no creo que Marcos quiera ponerse a su edad a hacer figuras de pasta de jengibre conmigo.


Paula no pudo evitar reírse al imaginar a los dos hombres en la cocina remangados, con sendos delantales, y manchados de harina.


—Ni creo que tú quieras tampoco —le dijo—. Me refería a que podrías dedicarle algo de tu tiempo a cada uno ante estas navidades.


—El problema es que querrán hacerme preguntas espinosas. De hecho Marcos me ha hecho algunas esta misma mañana.


—¿Sobre qué?


—Sobre por qué no pasé más tiempo con ellos, sobre su madre...


—¿Y le dijiste la verdad?


Pedro le había hablado de su matrimonio, de cómo a su esposa la había amargado el que se hubiese negado a abandonar su carrera militar, y de la sensación que tenía de no haber sido nunca capaz de complacerla en nada.


—En parte —respondió él entornando los ojos—. Chloe pasó siempre más tiempo que yo con ellos, y no sería justo que manchara el recuerdo que tienen de ella.


Paula resopló, como si no pudiera dar crédito a lo que estaba oyendo.


—¿Qué? —inquirió Pedro mirándola confundido.


—Puede que fuera una mujer maravillosa, pero no tienes que hacer de ella una santa mártir. Además, Marcos ya es mayor. No necesita que lo protejas de la verdad. De hecho, creo que vuestra relación mejoraría si comprendiera lo que te ha llevado todo este tiempo a intentar ser un campeón entre los campeones.


Pedro bajó la cabeza y la sacudió.


—Un campeón entre los campeones... —farfulló para sí con una risa irónica.


Paula se encogió de hombros.


—Al menos deberías intentarlo; no perderías nada —le dijo. Miró su reloj de pulsera—. Bueno, me marcho ya.


—¿Seguro que no quieres que salgamos a cenar?


Paula negó con la cabeza.


—Ya te he dicho que no sé a qué hora estaré de vuelta —le repitió.


—Pero puedo esperarte y cenamos juntos... aunque sea en Crofthaven.


—No hace falta, Pedro, en serio —insistió ella, dirigiéndose a la puerta de espaldas—, no me esperes.


Y antes de que él pudiera insistir de nuevo y no fuera capaz de volver a negarse, salió del despacho.