miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 12





Santy esperó hasta que su madre saliera del dormitorio y cerrase la puerta para abrir los ojos. Había estado mucho rato allí sentada, sin decir nada, acariciándole el pelo.


Él había cerrado los ojos para que creyese que se había dormido. Si los hubiera abierto, se habría puesto a llorar otra vez. No quería que ella lo viese llorar. Además, no quería ver los feos cardenales morados que tenía en el cuello. Su mami tenía la cara más bonita del mundo, y odiaba a su padre por pegarle.


Juntó las palmas de las manos sobre el pecho. Apretó los párpados y susurró las palabras que ella le había enseñado cuando era pequeño. Solía pedirle a Dios que cuidara del abuelo y la abuela Williams. Y a veces deseaba tener un hermano o una hermana para poder acurrucarse a su lado en la oscuridad cuando estuviera asustado, en vez de hacerlo solo. Pero después se sentía culpable, porque no quería que su hermanito o hermanita tuviera miedo todo el tiempo.


Esa noche no pidió esas cosas. «Querido Dios: por favor, cuida de mamá. No dejes que papá le haga más daño. Por favor, hazme fuerte para que pueda cuidar de ella. Y por favor, que sea rápido, porque tengo miedo de que pronto le haga mucho más daño. Por favor, Dios. Amén».


Santy apoyó el rostro en la almohada y se acurrucó. No quería llorar. Le había pedido a Dios que lo hiciera fuerte. 


Pero las lágrimas llegaron aun así, porque pasaría mucho tiempo hasta que fuera lo bastante grande para cuidar de ella.



****


El día de Año Nuevo, Pedro se gastó la asombrosa cantidad de cuatrocientos cuarenta y siete dólares en la tienda de mascotas de un centro comercial.


Collar. Correa. Cacharros para el agua y la comida. Pienso. Comida de lata. Cama. Y todo tipo de artículos para jugar: pelotas, huesos de goma…


Una agradable mujer lo había llamado desde la clínica a media mañana para decirle que podía recoger a su perra. 


Pedro había pasado toda su vida adulta evitando cualquier clase de compromiso. El compromiso implicaba ser responsable de algo o de alguien. Y no estar a la altura inevitablemente suponía fallarle a alguien. Mucho tiempo atrás se había jurado no volver a ponerse en esa situación.


Y lo había evitado hasta la fecha.


Sin embargo allí estaba. Su perra.


Pasó media hora en la sala de espera hasta que un joven con una bata blanca salió a saludarlo.


—Hola —le ofreció la mano—. Soy el doctor Earnest. La doctora Filmore me ha informado de todo lo que hizo con… —miró la ficha—. ¿Tiene nombre?


—No.


—Su perra. En fin, la pierna trasera sí esta fracturada. Las costillas no. Lo más preocupante es que se niega a comer y a beber. Le hemos puesto suero y la sacamos de la jaula para intentar animarla, pero nada.


—¿Qué sugiere?


—Paciencia, ¿no? —suspiró—. Los animales que han pasado por lo que ha debido de pasar ella, a veces tardan mucho en volver a confiar. Si llegan a hacerlo.


—Tal vez debería dejarla aquí unos días —sugirió Pedro, asaltado por la duda.


—Esto es sólo una clínica de urgencias. No estamos preparados para eso. Puede pagar en recepción, iré a por ella.


Pedro hizo lo que le pedían. Dos minutos después, apareció el doctor Earnest. Dos pasos detrás de él estaba la perra, con una correa de plástico azul. Se le encogió el corazón. La perra estaba tan pegada al suelo como era posible, con el rabo entre las piernas y las orejas pegadas al cráneo.


—Buena suerte —el doctor Earnest entregó la correa a Pedro—. Llévela a su veterinario habitual en una semana, para que revisen la pata.


—Gracias.


—No espere un milagro de un día para otro. Yo diría que lo ha pasado muy mal.


—Sí —Pedro miró los ojos asustados de la perra—. Sospecho que sí.



****

Paula estaba sentada a la mesa de la cocina, tomando sorbitos de una taza de café templado. Esa mañana no tenía sabor, ni atractivo. A través de la ventana, observó a Santy trepar por el árbol del jardín, rama a rama, hasta que llegó a la casa de madera en la que pasaba demasiado tiempo. 


Pero ella no podía protestar por eso; sabía que prefería estar allí a estar en casa.


Oyó pasos en el vestíbulo y se le tensó el estómago. Apretó el asa de la taza de café y se obligó a mirar el periódico que tenía ante sí.


Jorge sacó un vaso del armario y se sentó frente a ella. Se sirvió zumo y hojeó una sección del periódico. Ella no lo miró.


—¿Estás bien? —preguntó él con voz neutra, como si estuviera pidiendo el parte meteorológico del día.


—Perfectamente —replicó ella, también neutra. Así era siempre. Una cauta preocupación al día siguiente. La vuelta a la normalidad. Ella se puso en pie con una mueca de dolor.


Apretó los labios y fue al fregadero a enjuagar su taza de café.


Jorge hojeó el periódico, después lo cerró abruptamente y apartó su silla de la mesa.



—Deja el castigo del silencio, ¿de acuerdo? —dijo, con tono irritado—. Siento lo que ocurrió anoche.


Ella se aferró al borde del fregadero y cerró los ojos, luchando contra una oleada de furia tan intensa que estaba a punto de ahogarla. Lo sentía. Y eso lo arreglaba todo. 


Sentirlo era suficiente.


—No quiero hablar de ello —musitó con voz queda.


—Vamos a olvidarlo, ¿vale? —dijo él, acercándose y haciéndole darse la vuelta.


Se obligó a mirarlo y al ver el reproche de su mirada, apenas pudo contener el grito que surgía de su interior. Él desvió la mirada.


—Sabes que nada de esto ocurriría si no encontraras siempre la forma de pincharme.


La audacia de sus palabras hizo que perdiera el poco control que había recuperado durante toda una noche en vela. Su culpa. Siempre, su culpa.


Se agarró a la encimera. Tenía que mantener la calma. Tenía un plan. No podía arriesgarlo todo hablando en ese momento.


—Olvídalo, ¿quieres? —dijo con voz suave.


—Creo que será lo mejor —dijo él, alzando su barbilla con la mano—. Santiago. Le gustará el colegio, ya verás.  Comprenderás que tengo razón.


—Puede —Paula se tensó.


—Cuando tenía su edad, habría dado cualquier cosa por salir de mi casa —dijo él. Su voz sonó distante, perdida en los recuerdos—. Marcharme afuera a estudiar fue lo mejor que podía ocurrirme.


—¿Por qué? —dijo ella, incapaz de detenerse—. Porque tu padre trataba a tu madre como tú me tratas a mí, ¿no?


Él abrió los ojos con sorpresa. Su rostro se ensombreció. La miró fijamente un segundo.


—Eso era distinto. Yo no soy como mi padre. Él era…


—¿Qué, Jorge? —preguntó ella rápidamente. Era la primera vez que mencionaba el entorno en el que había crecido él; un entorno que, por lo que Paula sabía, no había cambiado. Durante años, Jorge había puesto excusas para no ir a Lanier de visita. Pero las raras veces que sus padres iban a Atlanta, Paula los veía con ojos muy distintos de los de la chica ingenua que había trabajado en casa de los Chaves. Y aunque no había ninguna respuesta que pudiera cambiar esa existencia maldita que hacían pasar por vida en común, deseaba oír una.


Pero él se apartó y volvió a la mesa.


—Diferente —repitió. Se puso el periódico bajo el brazo—. Voy a la oficina. Volveré después.


Paula se quedó parada donde estaba largo rato. Después se obligó a moverse, a llenar el lavavajillas, limpiar la encimera y guardar los cereales de Santy en el armario. Cada tarea era una forma de consumir los segundos, minutos y horas que llevarían al día siguiente y al paso que daría para cambiar su vida, y la vida de su hijo.





LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 11




La casa de Paula estaba al otro lado del pueblo, a unos veinticinco minutos de distancia. Por una vez, Paula se alegró de ella. Estar sentada en el BMW de Chaves, con la radio sonando de fondo, era como un sueño. El cuero del asiento era como mantequilla contra su piel, y por el techo abierto se veía el cielo tachonado de estrellas.


—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mis padres? —preguntó él cuando salió a la carretera.


—Unos cuantos meses.


—Pensé que debías de haber empezado después de la última vez que estuve en casa. Me acordaría de ti.


Esas palabras hicieron que se le acelerara el pulso. Sería una tontería darles importancia, pero la sonrisa de él le hizo pensar que eran un cumplido.


—Tu madre es muy agradable —dijo ella.


—Sí, lo es —confirmó el. Su sonrisa se desvaneció súbitamente—. ¿Vas a la universidad?


—Al instituto. Último curso —le contestó, halagada.


—Nunca lo habría dicho —comentó él, reduciendo la velocidad al llegar a un cruce.


El comentario agradó a Paula, que sonrió.


—Vives en Atlanta, ¿no?


—Sí, llevo un negocio de mi padre allí.


—¿Te gusta? Atlanta, quiero decir.


—Sí. Es una ciudad fantástica. Hay muchas cosas que hacer.


Ella no quería decirle que nunca había estado, aunque sólo estaba a cuatro horas. Su familia no había viajado mucho. A sus padres no les gustaba alejarse del hogar.


Charlaron todo el camino. Ella le dijo dónde girar cuando llegaron a su casa. Él detuvo el coche ante la entrada y apagó las luces del coche.


—Muchas gracias por traerme.


—Ha sido un placer.


Paula deseó tener una razón para retrasarse. Ninguno de los chicos con los que había salido se parecía a ese hombre seguro y de pelo oscuro.


—¿Tienes novio, Paula?


—Nadie en especial.


—Eso me sorprende.


—Iré a la universidad el año que viene —ella se encogió de hombros—. Y trabajo a tiempo parcial. No tengo tiempo para mucho más.


—Eso es inteligente de tu parte, de momento.


Paula se alegró de que no hubiera nadie por allí. Tenía la sensación de que si se giraba hacia él, la besaría. Pero no tuvo valor para hacerlo.


—Gracias de nuevo, Jorge —nerviosa por la corriente eléctrica que sentía entre ellos, bajó la vista.


—De nada —replicó él. poniendo la mano sobre el volante.


—Le diré a mi padre que vaya mañana a echar un vistazo al coche.


—¿Vendrás con él?


—Sí. Empiezo a trabajar a las once.


—Bien. Entonces, ¿te veré en el almuerzo?


—Supongo —sonrió ella.


La mañana siguiente el padre de Paula la llevó a trabajar y llamó a una grúa para que recogiera el coche de su madre. 


Los Chaves volvieron de la iglesia poco antes de las doce y media. Paula sintió mariposas en el estómago al oír sus voces en la entrada.


Sintió un escalofrío de excitación al pensar que vería a Jorge de nuevo.


Siguió a Mary al comedor, con humeantes cuencos de puré de patatas y maíz cremoso. Lo vio de inmediato, sentado a la cabecera de la mesa. La misma jovencita morena estaba a su lado. A Paula se le cayó el alma a los pies.


Intentó no mirarlo de nuevo y se concentró en colocar la comida en la mesa, deseando acabar para escapar de vuelta a la cocina. Una vez allí, se refrescó el rostro con agua del grifo.


Eran más de las tres cuando la puerta de la cocina se abrió de repente. Ella estaba limpiando las encimeras y alzó la cabeza. Jorge estaba en el umbral y no pudo negar que le alegraba verlo.


—Hola —saludó.


—¿Te han arreglado el coche?


—Mi padre tuvo que llamar a una grúa.


—¿Entonces necesitas que te lleve a casa?


—Lo llamaré cuando acabe aquí.


—Me encantará llevarte. Además, me pillará de camino. Volveré a Atlanta dentro de un rato.


Paula titubeó, recordando las palabras de Mary. 


Seguramente la mujer tenía razón; aun así, aceptó.


—Si estás seguro de que no es demasiada molestia.


—Ninguna molestia. Iré arriba a hacer el equipaje. ¿Cuánto tiempo tardarás?


—Unos veinte minutos, creo.


—Vale, nos veremos aquí.


Paula llamó a su madre y le dijo que no hacía falta que fueran a buscarla.


Jorge regresó justo veinte minutos después.


—Ya me he despedido de mis padres, así que si estás lista…


—Lo estoy —ella alcanzó el suéter que había colgado en un gancho, detrás de la puerta.


—Espera, deja que te ayude —le sujetó el suéter mientras metía los brazos dentro. Sus manos rozaron sus hombros y ella sintió chispas eléctricas.


—Gracias —dijo, sin atreverse a mirarlo. No quería que notara su excitación.


—¿Tienes que volver a casa ahora mismo? —preguntó él cuando ya estaban en el coche.


—No de inmediato —replicó ella, sorprendida.


—¿Te apetece dar un paseo por el parque?


—Claro. Me encantaría.


Jorge paró en un 7-Eleven y regresó con dos latas de coca-cola y una bolsa de patatas fritas.


—No es un picnic —dijo—, pero es lo mejor que puedo ofrecer con tan poco aviso.


Ella rió, pensando que era maravilloso que se le hubiera ocurrido.


Aparcaron en la calle que había junto a la entrada al parque. Jorge le abrió la puerta y sacó una manta del maletero. 


Cuando llegaron junto al estanque, extendió la manta, colocó las latas y las patatas en una esquina y le indicó que se acomodara. Ella se sentó y dobló las rodillas hasta el pecho.


—¿Por qué haces eso? —preguntó él, sentándose y arrancando una brizna de hierba.


—¿El qué?


—Ocultarte.


—No sé a qué te refieres —respondió Paula, evitando sus ojos.


—A la ropa que llevas. A cómo encojes los hombros. A cómo te estás escondiendo tras tus rodillas.


Con el rostro ardiendo, ella mantuvo la mirada fija en la hierba.


—Eres preciosa, Paula —dijo—. No hay por qué avergonzarse de eso.


Se quedaron allí un par de horas, hablando sobre el trabajo de él y las esperanzas de futuro de ella. A pesar de la diferencia de edad, compartían muchos intereses, como la buena literatura y el arte.


No la besó ese día, pero ella supo que deseaba hacerlo. La llevó a casa poco antes de las seis y ella odió que llegara el fin del día, pues probablemente no volvería a verlo.


—Gracias, Jorge —dijo, cuando llegaron a su casa—. Por traerme. Y por la tarde.


—De nada —dijo él, observándola con ojos interesados. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su cartera. Le dio una tarjeta de empresa—. Si alguna vez necesitas algo…


—Gracias. Que tengas buen viaje —salió del coche y corrió hacia su casa.



****


Durante la semana siguiente, miró la tarjeta todas las noches antes de acostarse. Se debatía entre escribirle o no, pero después de rechazar la idea cinco veces decidió que no había nada malo en enviarle una nota de agradecimiento.


Compró una caja de tarjetas ilustradas con el dibujo de un estanque y unos patos junto al agua. Decidió escribir una nota breve.



Querido Jorge:
Sólo quería agradecerte que me llevaras a casa el sábado por la noche y el picnic del domingo. Disfruté mucho con nuestra conversación.
Paula Williams


Dudó mucho antes de enviarla, pero al final se obligó a echarla en el buzón.


Recibió una respuesta cuatro días después.



Paula:
Iré a casa el fin de semana que viene. Si no tienes que trabajar el sábado por la noche, me encantaría invitarte a cenar. Si te apetece, llámame al número que aparece en la tarjeta que te di.
Jorge


Paula leyó la nota tres veces para convencerse de que era real.


Corrió a su habitación y sacó la tarjeta del joyero en el que la había escondido. Bajó a la cocina y llamó desde el teléfono de la cocina.


Esa tarde, fue a la salita de estar en donde la señora Chaves estaba tomando el té y llamó a la puerta.


—Perdone, señora Chaves


—¿Sí, Paula?


—¿Podría hablar con usted un momento?


—Claro. Entra —dejó la taza en la mesa e hizo un gesto a Paula para que se sentara—. ¿Qué querías?


—Me preguntaba si podría tomarme libre el sábado que viene por la noche.


—Un joven, supongo —la señora Chaves sonrió—. Con lo bonita que eres, me sorprende que no necesites librar todos los sábados por la noche. Por supuesto que sí.


—Gracias, señora Chaves —Paula sonrió con alivio. Se preguntó qué pensaría la mujer si supiera que iba a cenar con su hijo y sintió una punzada de culpabilidad por no decírselo. Pero tal vez fuera Jorge quien debía hacerlo.


—De nada —la señora Chaves alcanzó la tetera y rellenó su taza—. Has trabajado muy bien para nosotros. Espero que sepas que te lo agradecemos —se inclinó hacia delante para dejar la tetera en la bandeja. El cuello de su vestido resbaló hacia un lado, revelando un cardenal negruzco en su hombro izquierdo. Tenía un aspecto horrible; era el peor cardenal que Paula había visto en su vida.


—Señora Chaves —preguntó, sin pensarlo—. ¿Qué le ha ocurrido?


La mujer dio un respingo y dejó caer la taza en el platillo. 


Con la mano libre, recolocó el vestido y su expresión se volvió inescrutable.


—Resbalé en los escalones de la terraza el otro día y caí sobre el hombro. Me hice un cardenal horrible.


—Oh —musitó Paula—. ¿Está bien?


—Muy bien, querida. He tenido caídas peores que ésta —dijo—. Bueno, si eso es todo, imagino que Mary debe de estar preguntándose dónde estás.


—Sí, señora —Paula regresó a la cocina. No volvió a pensar en el incidente hasta esa noche, ya en la cama. No había razón para no creer a la señora Chaves, pero su actitud había sido extraña, como si intentase ocultar algo. Pensó en el señor Chaves, las pocas veces que se había cruzado con él tenía el rostro tormentoso, como si estuviera airado por algo.


Por un instante, se preguntó si el señor Chaves tenía algo que ver con ese cardenal. Pero era una locura. Jorge Chaves era un miembro respetado de la comunidad. Y la señora Chaves no parecía el tipo de mujer que soportaría algo así.


Paula dejó el tema y pensó en su próxima cena con Jorge.


Un error que viviría para lamentar.




LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 10




En su último año de instituto. Paula empezó a trabajar para los Chaves. la familia más rica de Lanier. Georgia. Su árbol genealógico se remontaba hasta las primeras inscripciones del registro y Marta Chaves se enorgullecía de llevar su casa tal y como lo habían hecho los antepasados de su marido.


Aunque habían contratado a Paula para trabajar dos tardes a la semana y los sábados, su horario se amplió cuando una de las sirvientas dejó el trabajo. A Paula no le importaba trabajar horas extra. Aunque le gustaban sus clases, rechazaba la vida social del instituto. Le había gustado en el colegio, incluso había formado parte del equipo de atletismo.


Pero cuando su cuerpo empezó a cambiar, su vida también lo hizo. En su primer año de instituto, subió dos tallas de sujetador. Paula medía un metro sesenta y dos y era de constitución pequeña, casi frágil; eso provocó que el cambio se notara aún más. De repente, los chicos empezaron a tratarla de otra manera. Ella odiaba la mirada de sus ojos y las risitas que oía en los pasillos. Pero lo peor de todo eran los motes que le ponían y los comentarios sugerentes que hacían al verla pasar. Un día, llegó a clase de biología y vio uno de esos motes tallado en su pupitre.


Salió de clase y llamó a su madre para que fuera a buscarla, alegando dolor de estómago. Pasó el resto de la tarde en la cama, encogida y humillada.


—¿Qué te ocurre, cielo? —le preguntó su madre cuando entró a ver cómo estaba—. ¿Algo va mal?


—Odio el colegio, mamá —contestó Paula con los ojos llenos de lágrimas—. No quiero volver.


—Es por lo cambios de tu cuerpo —adivinó su madre—. ¿Me equivoco?


—Es horrible —dijo Paula, mordiéndose el labio.


—Nena —Sara Williams tomó la mano de su hija y la apretó entre las suyas—, sencillamente te has desarrollado antes que otras chicas. ¿Sabes cuántas mujeres desearían tener tu tipo?


—No soy una mujer. Y los chicos se ríen de mí.


—Eso es porque son inmaduros y no saben lo que hacen —apuntó su madre, apretando los labios.


—Por favor, no me obligues a volver.


—Paula —la voz de su madre tenía un deje de añoranza, como si pudiera paliar el sufrimiento de su hija con un chasquido de los dedos. Pero no podía, y ambas lo sabían—, no será así siempre. Cuanto más mayor seas, mejor irán las cosas. Te lo prometo.


En cierto modo, había tenido razón. Pauls utilizaba ropa que la ayudaba a ocultar su cuerpo, como blusas y sudaderas amplias. Nunca llevaba nada que enfatizase sus senos. Los motes se acabaron. Pero los chicos seguían interesados en una cosa. Después de unas cuantas citas y de que intentaran toquetearla, decidió que eso no era lo suyo.


Se concentró en su trabajo escolar y su nota media era la más alta de la clase. Pasaba el tiempo libre pintando; sobre todo retratos y escenas cotidianas de la vida en el pueblo.


Adoraba el misterio de un lienzo vacío, de un espacio blanco en el cual podía capturar un instante en el tiempo.


Empezó a trabajar para los Chaves a mediados del último curso, y aunque dormía menos horas, agradecía el dinero extra. Acababan de aceptarla en la universidad estatal de Georgia. Ir a la universidad era importante para ella. Nadie de su familia lo había hecho antes y sus padres contaban con que fuera la primera en hacerlo. Pero no sobraba el dinero. Su padre llevaba veinte años trabajando en un astillero y su madre, además de trabajar en el supermercado local, hacía arreglos de costura. Paula quería colaborar en el pago de su matrícula y hacía tantas horas extra como podía.


Una tarde la señora Chaves le pidió que limpiara el polvo en la biblioteca. Era una habitación forrada con paneles de madera y lámparas que invitaban a la lectura; Paula podría haber pasado semanas allí dentro. Limpió con cuidado los marcos de las fotografías que había sobre las mesitas redondas. Una de ellas le llamó la atención. Era un joven de cabello negro y piel morena, que le sonreía y cuyos ojos denotaban confianza en sí mismo. El único hijo de los Chaves, Jorge. Había oído hablar de él a su hermano mayor. Jorge Chaves era un icono local, el niño rico que había ido a un internado y se marchó de allí después de la universidad.


Paula frotó el cristal de la fotografía y volvió a dejarla en la mesa. Contemplando el atractivo rostro, se preguntó si visitaba la casa alguna vez.


Desde ese día, pensó en él varias veces. En clase, mientras el profesor hablaba. Por la noche, cuando apagaba la lámpara y se tumbaba en la cama. Se preguntaba cómo sería salir con alguien más mayor y maduro, distinto de los chicos del colegio.


Jorge Chaves siguió rondándole el pensamiento, aunque no lo conocía y era diez años mayor que ella.


El martes siguiente, desechó la idea de dejar de pensar en él. Estaba en la cocina ayudando a Mary, una mujer mayor que llevaba años trabajando para los Chaves y ésta le dio una sorpresa.


—Esta semana hay que hacer limpieza extra —dijo Mary—. La señora Chaves dice que Jorge vendrá el fin de semana. El sábado por la noche dará una cena en su honor. Me ha pedido que te preguntara si podías quedarte hasta tarde.


Paula dejó caer la bandeja que tenía en la mano.


—Perdón —dijo, agachándose para recogerla, contenta de que no se hubiera roto—. Estaré encantada.


—Jorge siempre ha tenido ese efecto en las chicas —Mary le lanzó una mirada picara y sonrió.


Fue la semana más lenta de la vida de Paula. Parecía que el fin de semana no llegaba nunca. El sábado por la tarde, se arregló cuidadosamente. Después, se miró al espejo y decidió que parecía más mayor, algo más sofisticada.


Paula llegó a casa de los Chaves hecha un manojo de nervios. Cada vez que se abría la puerta de la cocina, se le contraía el estómago.


A la hora de servir los postres, Paula siguió a Mary al comedor. Las conversaciones se entremezclaban alrededor de la mesa para doce personas. Estaba tan nerviosa, que no se atrevió a levantar la vista del carrito camarera.


—¿Puedes poner una de éstas en cada cuenco? —le pidió Mary, entregándole unas cucharillas de plata.


—Claro —respondió ella, alzando la cabeza y viéndolo por primera vez. A su derecha se sentaba una chica morena, que reía por algo que le había susurrado al oído. Paula no podía dejar de mirarlo. Era tan guapo como en la foto. 


Incluso más. Y la chica era alta y estaba deslumbrante con su vestido de cocktail negro sin hombros.


Paula se estaba dando la vuelta cuando él alzó la cabeza y captó su mirada. Ella se sonrojó y sintió un rubor extenderse por todo su cuerpo. Él tardó varios segundos en apartar la mirada, y habría jurado que vio una chispa de interés en sus risueños ojos azules.


Fue hacia la mesa y colocó las cucharillas en cada cuenco, sintiendo que sus ojos la seguían. Encogida de timidez, no se atrevió a mirarlo de nuevo.


Unos minutos después, huyó a la cocina. Una vez allí, mojó una toalla de papel con agua fría y la presionó contra sus mejillas. Había pasado la semana fantaseando sobre alguien a quien sólo conocía por foto. Y después de verlo en carne y hueso, con una chica enamorada al lado, sentía… ¿Qué? Decepción. Por muy ridículo que fuera admitirlo.


—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Mary cuando regresó a la cocina unos minutos después.


—¿El qué? —inquirió ella, sin dejar de restregar una cacerola en el fregadero.


—El joven Jorge, por supuesto.


—Ah. Es muy guapo.


—Y, como siempre, ha traído una chica nueva —Mary movió la cabeza—. No creo que se asiente nunca. Está demasiado ocupado probando.


Era más de la una para cuando acabaron de fregar y recogerlo todo.


—Bueno, ya está —dijo Mary, secándose las manos en el delantal—. Ahora vete a casa. ¿Irás bien sola?


—Sí, desde luego —le aseguró Paula.


—¿Vendrás mañana a las once?


—De acuerdo —contestó ella saliendo de la cocina. Subió al viejo coche verde de su madre y encendió el motor. Un horrible chirrido resonó como un tiro.


Lo intentó de nuevo, pero el ruido fue aún peor. Oyó un golpecito en la ventanilla y Paula dio un bote, llevándose una mano al cuello. Jorge se asomó, sonriente. A ella se le desbocó el corazón.


—¿Te importa que pruebe? —lo oyó preguntar a través del cristal.


No era exactamente el encuentro que ella había imaginado. Pero agradecida por su ayuda, asintió y salió del coche. Él se sentó al volante.


—No creo que vaya a arrancar —dijo él, tras dos intentos que obtuvieron el mismo resultado.


—Creo que tienes razón —dijo ella, obligándose a mirarlo. Él sonreía relajado y vio una mancha de carmín en el cuello de su camisa. Por lo visto, acababa de volver de llevar a su cita a casa.


—Creo que no nos han presentado —dijo él—. Soy Jorge Chaves.


—Paula Williams.


—Paula. Me encantará llevarte a casa. Puedes dejar el coche aquí esta noche.


Ella sintió un estremecimiento al pensarlo, pero no quería que se sintiera obligado.


—Puedo llamar a un taxi.


—No es problema.


—Si estás seguro de que no te importa… —dijo ella, tras un leve titubeo.


—En absoluto —él esbozó una sonrisa, idéntica a la del hombre de la foto con quien ella había fantaseado toda la semana.