jueves, 9 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 9




Paula iba en la limusina repasando con Pedro su discurso, camino de una charla con una asociación de pequeños empresarios, cuando le sonó el móvil.


—Disculpa —le dijo sacando el aparato del bolso—. ¿Diga?


—¿Señorita Chaves? Soy Carolina Hopkins, la dueña de la casa amueblada de la calle King. Si está de acuerdo con la cantidad mensual de que hablamos y con el depósito inicial que tendría que pagar, está disponible.


—Oh, estupendo. Y sí, el precio del alquiler me parece perfecto. ¿Cuándo podría instalarme?


—Cuando quiera; la casa ya está limpia.


—¿Alquiler? —repitió Pedro a su lado. El tono de su voz rezumaba sorpresa y disgusto—. Cuándo has...?


Paula lo miró de reojo y se mordió el labio. No había pensado cómo iba a decírselo a Pedro, pero tenía más que tomada la decisión de irse de alquiler hasta que él se marchase a Washington; era demasiado difícil intentar mantener en secreto su embarazo teniendo que pasar veinticuatro horas al día con él. Sin embargo, había tenido la esperanza de poder darle la noticia de un modo indirecto, como un mensaje por correo electrónico, por cobarde que eso resultara.


—Gracias, señora Hopkins; mañana me pasaré por ahí para entregarle el depósito. Hasta luego.


Colgó el teléfono y bajó de nuevo la vista al discurso.


—¿Sabes?, creo que les interesará especialmente tu defensa de la bajada de impuestos a la pequeña empresa y...


—¿Por qué diablos te vas de alquiler? —la cortó él—. ¿Y cuándo tenías pensado decírmelo?, ¿cuando ya te hubieras ido?, ¿por correo electrónico?


Paula esbozó una mueca. A veces esa capacidad que tenía Pedro de leer su mente la ponía en las situaciones más incómodas.


—Me voy de alquiler porque ya no hace falta que siga viviendo en Crofthaven. Cuando me ofreciste una de las habitaciones de invitados fue porque con la campaña algunos días llegábamos a trabajar hasta dieciséis horas y yo estaba empezado a plantearme dormir en el coche para no tener que conducir de noche —le contestó. Pedro abrió la boca como para decir algo, pero no le dio tiempo—. Pero las cosas han cambiado. Ya no tenemos ese ritmo frenético de trabajo.


—Creía que te gustaba Crofthaven.


A Paula se le encogió el corazón. ¿Cómo podría no gustarle la mansión en la que su familia había vivido durante generaciones? El mayor tiempo que ella había permanecido en una casa había sido un año y medio, con una de las familias que la habían acogido de adolescente.


—Y me gusta; su historia, su elegancia... y seguro que en Navidad estará preciosa, decorada para las fiestas.


—Entonces, ¿por qué tienes tanta prisa por marcharte? —inquirió él escrutando su rostro.


—Porque la gente podría empezar a murmurar si se supiera que sigo viviendo allí ahora que va han pasado las elecciones.


Pedro aquella excusa no lo convenció.


—Crofthaven es enorme; además, no es como si durmieses en mi habitación o yo en la tuya —añadió con un brillo travieso en los ojos. Paula sintió que una ola de calor la invadía. 


Ciertamente, aunque habían vivido bajo el mismo techo durante todos esos meses, no podía decirse que hubieran compartido cama a menudo. Sus relaciones sexuales siempre habían sido... espontáneas: en más de una ocasión habían acabado haciendo el amor en el despacho, y luego había estado esa vez en la limusina... La boca se le secó de sólo recordarlo, y tomó su botella de agua para dar un buen trago.


Por suerte para ella habían llegado a su destino, un hotel de la ciudad donde se iba a celebrar el encuentro con la asociación de pequeños empresarios.


—Oh, mira, ya estamos aquí —balbució guardando los papeles en su cartera mientras el chofer detenía el vehículo frente a la entrada. 


Pedro puso una mano sobre la suya.


—Pau, ¿qué es lo que te ocurre? Últimamente te comportas de un modo extraño.


A pesar de la fuerza con que el corazón estaba golpeándole contra las costillas, Paula intentó recordarse que, por mucho que Pedro pareciese poder leerle a veces el pensamiento, no tenía rayos X en los ojos y no había manera alguna de que se enterase de que estaba embarazada a menos que ella se lo dijese.


—No me ocurre nada; es sólo que hemos pasado a otro nivel. La campaña ha terminado, y mientras tú estás preparando tu traslado a Washington, yo estoy barajando las opciones laborales que tengo.


«Eso es», se dijo, «un tono calmado y profesional».


Pedro la miró largamente antes de reírse entre dientes y sacudir la cabeza.


—A mí no me engañas, Pau —le dijo levantando su mano hasta sus labios y besándola—. Estás tratando de huir de mí, y me preguntó por qué.


Paula contuvo el aliento. «Mejor no quieras saberlo», respondió para sus adentros.


—No creo que debamos hacer esperar a esa gente —murmuró soltando su mano.


Pedro iba a replicar, pero antes de que pudiera hacerlo el portero del hotel estaba abriéndole ya la puerta a Paula y ayudándola a bajar.


A la mañana siguiente, vestida con un albornoz y con el cabello todavía húmedo de haberse duchado, Paula iba del armario a la cama, guardando su ropa en la maleta que había colocado sobre ella. Sabía que era lo mejor, pero aun así no podía evitar sentirse triste ante la idea de abandonar Crofthaven.


El estar haciendo el equipaje le recordó su adolescencia, que había sido como una mudanza constante. La asistente social le había asegurado que ella no era el motivo de ese trasiego de una familia adoptiva a otra, que no había sido porque no la hubieran querido, sino que se había debido a situaciones ajenas a ella: un divorcio, una pérdida de empleo, un traslado...


Unos golpes en la puerta la sacaron de sus pensamientos. Probablemente sería el ama de llaves, se dijo.
—Adelante.


Sin embargo, fue Pedro quien entró en la habitación, y al verlo el corazón le dio un vuelco a Paula.


Los ojos de Pedro recorrieron su figura de arriba a abajo, desnudándola con la mirada. Luego se posaron en la maleta, y Paula supo que iban a tener otra vez esa conversación.


—No hacía falta que buscases una casa de alquiler, Pau —le dijo—, si te vinieras conmigo a Washington...


—Cosa que no voy a hacer... —le recordó ella. Pedro apretó la mandíbula.


—Sé que Crofthaven puede parecer un lugar frío; probablemente mis hijos detestan la solemnidad de este caserón, y sería comprensible, porque mi hermano y yo también crecimos aquí y había momentos en los que nos ocurría lo mismo, pero...


—No es eso. Pedro, a mí esta mansión me parece fascinante —le aseguró ella—, y no por el edificio en sí, ni por el interior, sino por el hecho de que tu familia ha vivido aquí durante generaciones.


—Te he oído decir eso muchas veces —comentó él—, como si para ti la familia fuese algo muy importante, pero nunca me has hablado de la tuya, de tu gente.


Paula se encogió de hombros.


—Eran muy distintos de vosotros.


Pedro no le pasó desapercibido el matiz de desdén en su voz.


—Bueno, el que una persona sea distinta de de otra no significa que sea peor.


—En este caso sí, créeme —replicó ella.


—En una ocasión me dijiste que eras hija única, ¿verdad?


Ella asintió con la cabeza.


—¿Y tu madre no vive ya?


—No, murió a mis diez años.


—Entonces, ¿te crió tu padre?


—No —contestó ella. Aquella conversación la estaba haciendo sentirse muy incómoda. No tenía demasiados recuerdos de su padre, que las había abandonado a su madre y a ella mucho antes de que su madre enfermara—. ¿Te importaría que dejásemos el tema? Es algo de lo que no me gusta hablar.


Pedro se calló, pero Paula estaba segura de que había muchas más preguntas que quería hacerle, preguntas para las que quería respuestas.


—Yo jamás te juzgaría, Pau —le dijo finalmente en un tono quedo—. Todo el mundo sabe que he cometido muchos errores en mi vida y no siempre he actuado con buen criterio. Lo sabes todo de mí, y yo en cambio apenas sé nada de ti —le dijo mirándola a los ojos.


El corazón de Paula palpitó con fuerza.


—Con lo que sabes ya es bastante —replicó.


Pero él sacudió la cabeza.


—A lo largo de la campaña te he ido conociendo, y he vislumbrado a la mujer fuerte, dinámica, sensual, y cariñosa que hay en ti, pero sé que hay mucho más. Ni siquiera he sido capaz de encontrar aún tu punto débil.


—Eso es porque siempre intento mantenerlo protegido —respondió ella.


—Si me dejaras podría protegerlo yo —le susurró Pedro.


Su voz había sonado tan sugerente que a Paula le pareció que la sangre que fluía por sus venas se hubiese tornado en espesa miel. Esbozó una sonrisa forzada.


—Te lo agradezco, pero no hace falta. No necesito que me protejan; ya no soy una niña.


—Eso es más que evidente —murmuró Pedro mirándola de arriba abajo de un modo lascivo. Dio un paso hacia ella, y Paula sintió esa especie de chispa eléctrica que saltaba entre ellos cuando estaban cerca—. Claro que está lo que se necesita y lo que se quiere. Una mujer hecha y derecha no tiene por qué conformarse con lo que necesita si puede conseguir lo que quiere.


Inclinó la cabeza para tomar sus labios en un beso y empezó siendo tentador para luego convertirse en algo más, algo parecido al bombón más exquisito y cremoso que hubiese probado jamás.


Sin embargo, se suponía que había decidido ponerse a dieta, una dieta rigurosa en la que le estaba prohibido tomar bombones de la marca «Pedro». Intentó despegar sus labios de los de él, pero era como si su boca se negase a obedecer las órdenes de su cerebro. Era tan agradable... Finalmente fue Pedro quien puso fin al beso.


—Qué es lo que quieres tú para ti, Pau? —le preguntó en un susurro. Con el corazón latiéndole como si fuera a salírsele del pecho, Paula inspiró profundamente en un intento por recobrar el control sobre sí misma, pero se arrepintió cuando el olor de su aftershave le inundó las fosas nasales. Pedro no era de esos hombres que se echaban litros, sino sólo lo justo como para que sintiese deseos de hundir el rostro en su cuello. Sacudió la cabeza y dio un paso atrás.


—A veces lo que queremos no es lo mejor para nosotros —contestó, maldiciendo para sus adentros por que le faltara el aliento—, y tú eres como los bombones: si se comen muchos se acaba engordando.


—Ah, pero soy bajo en calorías —replicó él—; soy un capricho que no te hará engordar ni un gramo.


Paula contuvo la risa. ¿Que no engordaría ni un gramo? Si él supiera... Dentro de unos meses parecería una ballena.




LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 8




Dos días después Paula tenía la impresión de estar jugando al juego del balón prisionero con Pedro. Por cada paso que daba para alejarse, él parecía dar dos hacia ella. La había invitado tres noches seguidas a cenar, y había conseguido rehusar las dos primeras, pero ese día lo había acompañado a un acto público que había acabado bastante tarde y no se le ocurrió ninguna excusa que poder usar.


El romántico restaurante de moda al que la llevó estaba abarrotado, pero le dio veinte dólares al maître y éste los llevó a una mesa en un discreto rincón con vistas al río.


—¿Qué tomarán de beber? —les preguntó el camarero.


—¿Vino? —le preguntó a su vez Pedro a Paula.


Ella negó con la cabeza. Tendría que olvidarse de las bebidas alcohólicas durante el embarazo.


—Agua: tengo mucha sed.


Unos minutos después el camarero les servía lo que habían pedido. Paula en un principio había pensado decantarse por un pescado, pero había leído en una revista que algunos no eran buenos para las embarazadas porque tenían mucho mercurio, y como no recordaba cuáles había preferido pedir pollo a la parrilla con verduras.


—¿Cómo es que no has pedido el atún en salsa? Creía que era uno de tus platos favoritos —inquirió Pedro.


Se había dado cuenta, pensó Paula. Debería haberse puesto nerviosa, pero el que Pedro se hubiera fijado en aquel pequeño detalle la emocionó.


—Me apetecía algo distinto —contestó encogiéndose de hombros.


Pedro extendió una mano por encima de la mesa y tomó la suya, haciéndola dar un respingo.


—¿Qué estás haciendo? —farfulló Paula intentando soltarse sin éxito.


Pedro siempre había procurado evitar las muestras de afecto en público; ¿a qué venía aquello?


—Te he tomado la mano. ¿Qué problema hay? —contestó él.


Paula miró en derredor.


—¿Y si alguien lo ve?


—Entonces se enterarán de la verdad —respondió él con tanta calma que Paula sintió deseos de gritar—, de que tenemos una relación personal.


—No, tenemos una relación profesional —siseó ella. Pedro enarcó una ceja—. De acuerdo, tenemos una relación personal —se corrigió—, pero no hace falta que lo sepa todo el mundo.


—¿No te parece que estás siendo un tanto exagerada? Sólo te he tomado de la mano, no me he encerrado contigo en el ropero. Aunque, pensándolo bien... —dejó la frase en el aire con una sonrisa lobuna en los labios, como sugiriendo que no le importaría hacer toda clase de cosas con ella en ese lugar.


Paula, que sintió que de repente le ardían las mejillas, agarró su copa de agua y tomó un buen tragó. Al ver al camarero dirigiéndose hacia ellos con el pan y las ensaladas apartó su mano y le siseó a Pedro en un tono lo más severo posible que se comportase.


Cuando el camarero los hubo dejado a solas de nuevo, Paula inspiró profundamente para calmarse y pinchó unas hojas de lechuga con el tenedor. Pero, justo cuando se las iba a meter en la boca sintió la mano de Pedro en su muslo, y el tenedor se le cayó ruidosamente sobre el plato.


—¿Se puede saber qué te ha dado? —le siseó mirándolo con incredulidad metiendo la mano por debajo del mantel para apartar la de él.


Sin embargo, Pedro entrelazó sus dedos con los de ella, y aquel tierno gesto la desconcertó.


—Te echo de menos —murmuró mirándola a los ojos.


El corazón de Paula palpitó con fuerza. Tenía que poner fin a aquello, se dijo mordiéndose el labio inferior.


—¿Cómo puedes echarme de menos? No me he ido a ninguna parte.


—Sí que lo has hecho. Últimamente estás como ausente. Sé que sientes algo por mí, Pau;¿por qué estás evitándome?


«Porque no te merezco; porque estoy embarazada; porque si la verdad saliese a la luz podría acabar con tu carrera y yo no quiero eso».


—Ya te lo he dicho, Pedro; tú te irás a Washington dentro de unas semanas y pensé que sería más fácil para ambos si dejáramos de... —«de tener esas maravillosas sesiones de sexo, de pasar tanto tiempo juntos que cada minuto que estoy sin ti siento como si me fuera a volver loca», pensó, pero obviamente no podía decirle eso. Se aclaró la garganta—... si volviéramos a una relación profesional.


—No estoy de acuerdo —le respondió él en un tono suave pero firme—; yo creo que deberíamos aprovechar cada segundo de los días que nos quedan, sobre todo si insistes en quedarte aquí y no venir conmigo.


Pedro, no...


Pedro puso una mano sobre sus labios para cortarla.


—No es momento de discutir; quiero que te olvides de eso ahora y disfrutes de la velada —le dijo—, pero también quiero que sepas que no voy a darme por vencido, Paula. Haré todo lo que esté en mi mano para hacerte cambiar de opinión.


Paula alzó la vista y vio los ojos azules de Pedro, y al ver la expresión de firme determinación en ellos supo que hablaba en serio. ¿Qué iba a hacer?, ¿cómo podría seguir negándose cuando lo que deseaba era ir con él?




LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 7




Habiendo recibido aviso mediante una llamada al busca de que debía presentarse ante su excelencia, Paula se dirigió al despacho de Pedro.


Probablemente todavía estaría irritado con ella por haber llamado a sus hijos sin decirle nada. 


Pues le daba igual, se dijo. No le gustaba disgustarlo, pero, en cierto modo, si siguiese enfadado con ella la separación le resultaría más fácil. Y, sin embargo, a pesar de ese pensamiento, sintió una punzada en el pecho ante la idea de no volver a verlo.


Había momentos en los que todavía le costaba creer que estaba embarazada... hasta que le entraban aquellas horribles náuseas o tenía que echarse una siesta porque no podía con su alma. Y pensar que iba a tener que criar a ese niño ella sola... «No», se dijo luchando contra el pánico que la invadió, «puedo hacerlo; voy a hacerlo».


Armándose de valor, levantó la mano para llamar a la puerta abierta del despacho, pero Pedro, que estaba esperándola de pie frente a su escritorio, fue junto a ella, la tomó de la mano para hacerla entrar, cerró, y tomó sus labios en un largo beso.


—Gracias por entrometerte —le dijo cuando despegó finalmente sus labios de los de ella y se echó hacia atrás para mirarla.


Con el corazón latiéndole como un loco, Paula parpadeó sorprendida.


—¿Qué?


En los labios de Pedro se dibujó una deslumbrante sonrisa, y en sus ojos relumbró un brillo sensual que la hizo derretirse.


—Gracias por entrometerte —repitió—. He almorzado hoy con Ian y ha ido mejor de lo que nunca hubiera esperado.


Una ola de alivio invadió a Paula.


—Me alegro —contestó. ¿Que se alegraba?, ¡eso era quedarse corta! Estaba feliz por él, y ansiosa por saber más—. ¿De qué hablasteis?, ¿te hizo alguna pregunta espinosa como temías?


—Bueno, hablamos de muchas cosas, y sí, sí que me hizo alguna que otra pregunta espinosa, pero fue bien —hizo una pausa y se rió entre dientes—. Me ha sorprendido ver lo mucho que se parece a mí en algunas cosas. Jamás lo hubiese pensado.


Paula sonrió al oír una nota de orgullo en su voz.


—Así que... ¿de tal palo tal astilla?


—Bueno, yo no diría tanto —replicó Pedro—. Me alegra que Ian no tuviera los problemas de aprendizaje que yo tuve. Si de algo me aseguré fue de que mis hijos tuvieran tutores si los necesitaban.


Paula sintió que se le hacía un nudo en la garganta.


—¿Le has hablado a Ian de tus problemas de aprendizaje? —inquirió sorprendida. Pedro sacudió la cabeza.


—No exactamente. Le dije que no era un buen estudiante —respondió.


—En cualquier caso para ti admitir eso va es mucho —replicó ella—. Me alegro mucho por ti. Pedro.


Si no podía compartir su vida con él, al menos quería que tuviese una mejor relación con sus hijos.


Pedro la miró a los ojos.


—Yo también me siento muy feliz, pero lo sería aún más si aceptases venirte conmigo a Washington —murmuró con voz ronca, acariciándole el cabello.


El corazón le dio un vuelco a Paula, que de pronto se notaba la garganta seca.


Pedro, creía que habíamos acordado que debíamos mantener nuestra relación dentro de los límites de lo profesional.


Pedro negó con la cabeza y acortó la distancia entre ellos.


—Lo acordaste tú, no yo —replicó él—, y no pienso cejar hasta que me digas que te vendrás conmigo.