jueves, 17 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 58



A las once y cuarto ya habían embarcado todos y cruzaban las aguas hacia su siguiente parada. 


Pedro manejaba el timón mientras comprobaba el estado de su teléfono por satélite, el que usaba cuando creía que la recepción en su teléfono móvil no era muy buena. Mientras tanto, Hernan entretenía al resto de pasajeros con historias de fantasmas que se inventaba sobre la marcha.


Paula y él se habían estado evitando toda la mañana. Pensó que ella estaba arrepentida de haber pasado la noche juntos. Pero no era eso. 


De hecho, era todo lo contrario.


Ella era la única que sabía a lo que tenía que enfrentarse ese día. Estaba angustiado, como si aquélla fuera su última oportunidad.


Una hora después de salir vio la isla en el horizonte. Disminuyó la marcha del barco al acercarse. Lo detuvo a cien metros de la playa, bajó el ancla y Hernan preparó el bote. 


Distribuyeron chalecos salvavidas entre los pasajeros.


Pedro bajó a la cocina para recoger las neveras con los almuerzos que el hotel les había preparado esa mañana. Estaba yendo hacia allí cuando Paula lo llamó. Se giró y la vio bajar las escaleras detrás de él.


Ella lo miraba con algo de preocupación en sus ojos.


—¿Estás bien?


—Sí —repuso él—. Pero supongo que hoy no soy la mejor compañía del mundo.


—No tienes que serlo.


Sabía que se lo decía con sinceridad y se sintió fatal por apartarla de su lado.


—Perdona por irme esta mañana como lo hice.


—No te disculpes. Imagino que estarás muy preocupado. Supongo que lo más fácil para ti ahora mismo es concentrarte en el trabajo y nada más. Sólo quería recordarte que estoy aquí si quieres hablar o te sientes solo.


—Gracias.


Una gran emoción inundó su pecho al mirarla. 


Hacía mucho que no sentía nada parecido. Lo pilló por sorpresa y se quedó sin palabras.


Pero oyeron entonces un gran ruido que los sobresaltó. Al estruendo lo siguieron algunos gemidos.


—¿Que es eso? —exclamó Paula.


—No tengo ni idea.


Señaló hacia la cocina y le indicó que guardara silencio. Despacio, fue hacia la puerta, giró lentamente el picaporte y abrió la puerta.


—¡Dios mío! —dijo ella.


Sentado en el suelo, debajo de fregonas y cepillos, estaba el pequeño Luis.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro mientras lo ayudaba a levantarse.


El niño asintió con timidez.


—Siento mucho haber desordenado todo, señor Alfonso.


—Luis —le dijo con firmeza—. ¿Qué estás haciendo aquí?


—Uno de los mayores del hogar infantil nos dijo que creía que no volvería nunca a vernos.


Pedro vio que estaba preocupado. Hasta ese instante no fue un consciente de cuánto ansiaban los niños que los visitara de vez en cuando.


—¿Sabe el señor Dillon que estás aquí?


Luis negó con la cabeza y se quedó mirando el suelo con expresión de culpabilidad en su cara.


Paula se puso a recoger las escobas y meterlas de nuevo en el armario de los productos de limpieza.


—¿Cómo has entrado aquí? —le preguntó Pedro.


—Espere a que se fueran los vigilantes del muelle y me colé dentro.


—Scott debe de estar muy preocupado —le dijo.


—Lo siento.


—Y tendremos que llevarte de vuelta.


Luis asintió.


—¿Podríamos llevarlo más tarde, después de que pasemos el día en la isla? —le preguntó Paula.


El niño lo miró con ilusión. No podía negarse.


—Luis, lo que has hecho está muy mal. Por muchas razones. Puedes quedarte hasta la tarde, pero antes tienes que llamar al señor Dillon y decirle dónde estás y que volverás esta misma noche.


—Si, señor —repuso aliviado el niño.


Paula le puso una mano en el hombro para tranquilizarlo y miró a Pedro con gratitud. Los tres subieron a cubierta y presentaron al niño. 


Después, Pedro buscó el número de Scott en la guía y le dio el teléfono a Luis.


El niño habló unos minutos antes de pasárselo a Pedro.


—Está bastante disgustado —le dijo.


—No pasa nada, Luis. Estaba preocupado por ti, eso es todo. No puedes irte sin más y sin decirle a nadie adónde vas.


Pedro miró el teléfono y vio que tenía un mensaje. Fue hasta el otro lado del barco y llamó a su buzón de voz. Era Alejandro.


Pedro, el tipo me ha llamado para cambiar la hora del encuentro. Será a las cuatro de esta tarde. Te llamaré en cuanto sepa algo.


Apagó el teléfono y se controló para no tirarlo por la borda. Aquello le daba muy mala espina.


—¿Está todo bien? —le preguntó Paula llegando a su lado.


—Sí —mintió él.


—No lo parece —comentó ella mientras le tocaba el brazo.


Intentó abrir la boca para contestarle, pero tenía las palabras atrapadas en la garganta.


—No pasa nada, no tienes que explicarte —le dijo Paula—. Voy a buscar un chaleco para Luis.


Él asintió. Se dio cuenta de que sólo iba a poder sobrevivir ese día si dejaba de pensar en todas las cosas que podían resultar mal y hacer que los avances en la investigación fracasaran. 


Tenía que mantener la fe y creer que esa vez sí que iba a encontrar a su hija.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 57




Paula se despertó a la mañana siguiente y vio que Pedro ya no estaba allí.


No pudo evitar sentir un vacío en su interior y se preguntó si habría sido un error invitarlo a su cama, aunque todo había sido muy inocente y no habían hecho otra cosa que dormir juntos.


A ella siempre le costaba conciliar el sueño, por muy cansada que estuviera, pero esa noche había sido distinta. Recordaba haber apoyado la cabeza en su hombro y cerrado los ojos. Su siguiente recuerdo era el de esa misma mañana, cuando se había despertado y visto que él ya no estaba a su lado.


Se dio cuenta de lo inevitable. Iba a volver a casa con el corazón roto, pero al menos había descubierto que podía sentir muchas cosas, que su corazón estaba vivo.


Fue hasta el baño para darse una ducha, pensó que el agua la ayudaría a aclarar sus ideas.


Después llamó a Margo y quedaron para desayunar juntas. Estaba radiante cuando la vio en el restaurante.


—¿Cómo terminó la velada? —le preguntó nada más verla.


—Di un agradable paseo por la playa con uno de los tipos que trabaja en el equipo de Peyton.


Paula la miró sorprendida.


—Pensé que Hernan y tú habríais pasado algún tiempo juntos después de la cena.


—Creo que eso quería él. Acompañó a Peyton al hotel para librarse de ella.


—Entonces, ¿por qué no…?


—No lo sé, Paula. Si tengo que fingir ser quien no soy para que Hernan se fije en mí, sólo voy a conseguir tener algo temporal con él y, la verdad, no me parece que tenga sentido.


—Pero, Margo, anoche no eras otra persona. Eras tú. Podemos tener distintas versiones de nosotras mismas sin que cambie nuestra personalidad.


—Cuando termine este viaje, voy a volver a ser Margo Sheldon, profesora de Física Cuántica, y Hernan volverá a ser Hernan, el mujeriego y divertido millonario.


Paula quería llevarle la contraria, pero no se veía con fuerzas. Temía que Margo acabara teniendo razón y no quería influirla demasiado y que acabaran rompiéndole el corazón.


Levantó la vista y vio entonces a Hernan y a Pedro a la puerta del restaurante. El corazón le dio un vuelco y se dio cuenta de que Margo estaba siendo mucho más práctica que ella y que debía seguir su ejemplo.


Pero sus ojos se cruzaron con los de Pedro y se olvidó de todas sus buenas intenciones. Hernan las saludó con la mano, parecía más inseguro que nunca. Era raro verlo así, no iba con su personalidad.


Se acercaron a su mesa y no pudo evitar saltar un poco cuando Pedro colocó la mano en su hombro.


—Buenos días —les dijo.


—Hola —repuso ella—. ¿Habéis desayunado ya?


—No.


—Pues, sentaos, por favor.


—Estoy muerto de hambre —confesó Hernan mientras se sentaba al lado de Margo.


—Las tostadas con miel son deliciosas —contestó ella sin mirarlo a los ojos.


—Buena idea —repuso Hernan mientras llamaba a la camarera.


Pedro sólo pidió un café.


—¿Sólo café? —le preguntó extrañado su amigo.


—No tengo demasiado apetito esta mañana.


—Eso sí que es raro —repuso Hernan—. ¿Pasa algo malo?


—No, pero no tengo apetito, eso es todo. Por cierto, tendré el barco listo hacia las once.


—¿Está todo arreglado? —preguntó Paula.


—Sí. El mecánico me llamó esta mañana para decirme que todo está bien.


—¿Adónde vamos a ir hoy? —le preguntó Margo.


—He pensado que estaría bien acercarnos a conocer una isla desierta que hay a una hora de aquí.


—¿Para qué vamos a una isla donde no vive nadie? ¿Qué sentido tiene? —preguntó Hernan.


—Unos cuantos colonos se instalaron en la isla a principios del siglo XX —les dijo Pedro—. Hubo un huracán tremendo y una ola gigante inundó el pueblo y arrastró a toda la población.


—¡Que horror! —exclamó Paula.


—Como te decía… ¿Por qué vamos a esa isla? —insistió Hernan.


—Es un sitio precioso y lleno de paz —contestó Pedro.


—Y un poco fúnebre, ¿no? —agregó su amigo.


—Yo creo que suena fascinante —comentó Margo—. Me encantaría ir.


—¿Y a ti? —le preguntó Pedro.


Ella se quedó mirándolo unos instantes. Creía ver algo distinto en sus ojos y estaba segura de que esa isla desierta tenía algo que ver con ello.


—Claro, me gustaría verla —repuso.


Pedro tomó otro sorbo de su café, asintió y se puso en pie.


—Bueno, ¿podéis aseguraros de que todo el mundo conoce los planes para hoy? Debéis estar a las diez y media en el muelle.


—Muy bien —contestaron ellos.


Hernan sacudió la cabeza en cuanto Pedro salió del restaurante.


—No sé por qué, pero me da la sensación de que esa excursión va a ser como un episodio de Scooby Doo, con misterios y todo eso.


—¿Y tú quién eres? —preguntó Margo sonriendo—. ¿Shaggy?


—Sí. Ya sabes el feo, tonto y cobarde —repuso él.


—Yo sólo espero que no haya otro huracán mientras estamos allí —les dijo Paula.


—Han cambiado mucho las cosas en cien años. Ahora al menos la gente puede ser avisada con algo de tiempo antes de que suceda algo así —comentó Margo.


Se preguntó si se refería a los huracanes o a alguna otra cosa.


—Bueno, voy a decirle a mi padre que nos vamos dentro de un par de horas. Hasta luego —le dijo Margo poniéndose en pie rápidamente.
Hernan la observó hasta que salió del restaurante. 


Después miró a Paula.


—¿Es por algo que he dicho? —le preguntó confuso.


—Creo que te tiene un poco de miedo, Hernan. Eso es todo.


—¿Miedo de mí?


—Sí, miedo de ti.


—¿Por qué iba a tenerlo?


Dudó unos segundos antes de contestar.


—Es una mujer bastante sensata y cauta.


—¿Y yo soy un peligro?


Paula se quedó callada.


—¡Eso es ridículo! —exclamó él enfadado—. Pero, claro, tiene razón. Margo es una santa y yo un pecador. No podemos tener nada en común, ¿verdad? Además, está lo de su padre… No creo que él pueda encontrar a alguien merecedor de su hija.


—Es complicado, Hernan.


—¿Complicado? Es más que complicado, es muy extraño. ¿Crees que es normal que a una mujer de su edad le importe tanto lo que piense su padre?


Estaba claro que Margo no le había contado lo del secuestro y no estaba segura de que ella debiera hacerlo. Pero Hernan parecía tan disgustado, que se decidió a hacerlo, con las mismas palabras que Margo había usado con ella.


Hernan se quedó pálido.


—¡Dios mío! ¿Nadie supo de su paradero durante tres años?


—Supongo que su padre se haría a la idea de que había muerto. ¿Te imaginas?


—No —repuso él con incredulidad—. No puedo imaginar lo que es eso.


—Yo pensaba como tú, que la protegía demasiado, pero cuando Margo me lo contó…


—Sí, eso cambia mucho las cosas. Es fácil entender su relación de dependencia.


—Parece una mujer fuerte, Hernan. Pero creo que una parte de ella es aún muy frágil y no quiere arriesgarse a sufrir de nuevo.


Se quedó mirándola unos instantes.


—Gracias por decírmelo. Con tus palabras has evitado que quede como un autentico idiota.


Se levantó y se fue del restaurante antes de que pudiera preguntarle que había querido decir con esas palabras.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 56




Hernan dejó a Peyton en su habitación a las once de la noche y se despidió. La modelo parecía tan sorprendida como lo estaba él después de que decidiera no pasar al interior de la suite.


Volvió al hotel cariacontecido.


Siempre había sido un pájaro libre y despreocupado. Sólo unos días antes, habría estado encantado de encontrarse por casualidad con Peyton y aprovechar su tiempo juntos. Ella era bastante más joven, pero eso nunca le había molestado. Hasta entonces.


Esa noche, no había podido evitar fijarse en que ella sólo sabía hablar de marcas de ropa, grupos musicales y su tema favorito, ella misma.


No entendía qué le estaba pasando. Había conocido a una mujer con un extraordinario coeficiente intelectual y de repente era como si ya no pudiera soportar estar en compañía de alguien menos inteligente.


Se sentó en una de las mecedoras del porche y cerró los ojos, concentrándose en el sonido del mar. Los abrió de repente al oír una risa que le era familiar y vio a Margo dirigiéndose hacia allí en compañía de un hombre moreno. Lo reconoció. Trabajaba para la agencia de modelos de Peyton. Algo le estaba quemando las entrañas. Pensó en irse de allí antes de que lo vieran, pero era demasiado tarde.


—Hola, Margo —le dijo.


—Hola, Hernan —contestó ella.


No recordaba el nombre del chico, pero era muy atractivo, moderno y debía de tener unos veintitantos.


—¡Hombre, Hernan! —saludó el joven—. Pensé que estabas con Peyton.


—Sí, pero ya la he dejado en su hotel.


—Vamos, Hernan, no puedes estar cansado. La noche es joven y tú lo sabes mejor que nadie —dijo el chico.


No le gustaba hacia dónde iba la conversación y ni siquiera fingió estar divirtiéndose con sus comentarios.


—Bueno, Margo, ¿damos entonces ese paseo por la playa del que hablábamos? —le preguntó el joven.


—Claro —repuso ella sin mirar a Hernan.


—Buenas noches —se despidió el chico mientras tomaba a Margo del brazo.


Se imaginó empujándolo y dándole un par de puñetazos en la cara, pero respiró profundamente y se controló para no hacer ninguna locura.


Les dijo que disfrutaran del paseo y de la luna llena, sin hacer caso a la leyenda del hombre lobo que circulaba por la isla.


Vio una leve sonrisa en los labios de Margo. Fue un rayo de esperanza. Le gustaba ver que al menos era capaz de hacerla sonreír.


Se fue cabizbajo hacia su habitación. Cabizbajo, pero no vencido.