miércoles, 7 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 20






Pedro Alfonso tenía intención de mantenerse en contacto con ella. Cuando le echó los brazos al cuello, al ver el brillo de deseo en sus ojos azules, aquellos labios seductores... Le había costado no hacerle el amor allí mismo. Era tan dulce, tan llena de deseo, pero también era muy vulnerable. Por esa razón se dio cuenta de que aquella no era ocasión para hacerle el amor. 


Cuando se acercara a él, y sabía que lo haría, sería con alegría, no con desesperación.


Frunció el ceño mientras subía a su coche para volver a casa. ¿Qué la preocupaba tanto como para que no se hubiera dado cuenta de que estaba empapada y muerta de frío? Había sido tan reticente a contarle nada que no había querido presionarla, pero cuando se conocieran mejor... Sonrió, sabía que llegarían a conocerse mejor. El lo procuraría. Paula Chaves era la mujer más cautivadora que había conocido. 


Aquella velada en el club... bailaba bien, era inteligente y una compañera deliciosa. Esa noche, cuando olvidó su problema, se convirtió, además, en un adversario temible en el ajedrez. 


Y... No quería pensar en aquel beso. Volvería a su casa y se daría una ducha fría.


Volvería a ver a Paula Chaves. Era muy guapa y tenía unos ojos azules irresistibles y unos encantadores hoyitos en las mejillas. Que una tal Deedee Divine poseyera aquellos mismos ojos, aquellas mejillas, escapaba, por el momento, completamente de sus pensamientos.




BAILARINA: CAPITULO 19





Le había dicho la verdad, después de las horas que había pasado con él se sentía mejor, como si su preocupación fuera exagerada. Era natural que ingresaran a su madre para hacerle análisis después de una operación de tanta importancia. 


Probablemente habría muchos más análisis antes de que abandonaran Seattle. Y no había necesidad de que se preocupara cada vez que eso sucediera.


Aquella noche durmió profundamente. Si soñó muchas veces con un hombre alto y moreno de sonrisa maliciosa, fueron siempre sueños placenteros tan tranquilizadores como excitantes, sumiéndola en un estado de ensoñación y felicidad. En los minutos que pasó en un estado de duermevela, pensó en ángeles. 


Angie tenía un libro sobre ángeles en el que aparecían, con los más diversos disfraces, siempre que los necesitabas. Pedro había aparecido de repente con el dinero que le hacía falta para su madre, ¿o no? Y aquella noche, cuando estaba aturdida y empapada había aparecido a pesar del viento y la lluvia. Y la había sacado de su tristeza y la había... ¡No! 


Aquel beso que seguía vibrando en su interior no era el beso de un ángel, sino el de un hombre viril y exigente. Cuánto había sentido separarse de él.


Al dejarla en su casa, le había prometido llamarla. Ojalá cumpliera su promesa.


Ángel o no, aquel hombre no tenía ninguna conexión con el tirano que amenazó a Deedee Divine.




BAILARINA: CAPITULO 18



Al llegar al recodo que estaba más cerca del Club Náutico la vio. Era una figura solitaria en el parque vacío, caminando despacio sobre el sendero de grava que conducía hacia donde él estaba. Al acercarse, se dio cuenta de que no llevaba nada sobre la cabeza ni tampoco abrigo o impermeable. Caminaba con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza agachada, tan abstraída en sus pensamientos que tropezó con él y se habría caído si no la hubiera agarrado.


— Perdón.


Tenía el rostro ceniciento y la mirada de una niña perdida. Le dieron ganas de abrazarla y consolarla. Al menos, podría quitarse el impermeable y dárselo, pero Paula estaba tan empapada que era tarde para eso.


—Estás calada —le dijo—. Será mejor que vuelvas y te cambies de ropa.


—No, no, estoy bien —dijo ella tratando de apartarse, y se dio cuenta de que él todavía la sostenía entre sus brazos.


—Ven. Te ayudaré a volver.


—No, todavía no. Quiero... pensar.


—Será mejor que pienses en casa.


Algo la preocupaba y no estaba dispuesto a dejarla sola, paseando bajo la lluvia. Pero era reticente a volver a su casa. De todas formas su barco estaba cerca, así que allí la llevó, sin cuestionarse su instinto protector.


Cuando la calefacción del yate comenzó a hacer efecto, Paula empezó a temblar, como si sólo entonces se diera cuenta de que tenía frío. Miró a Pedro Alfonso que le estaba quitando los zapatos.


—¿Por qué estás aquí?


—Estoy aquí muchas veces, éste es mi barco —dijo Pedro—. Y tú estás aquí para quitarte esa ropa mojada y darte una ducha caliente.


Ella protestó, pero él insistió.


«Maldita sea, estoy muerta de frío y sin humor para tonterías», se dijo Paula.


El cuarto de baño era pequeño pero adecuado. 


El agua caliente le hizo entrar en calor y la tranquilizó, ayudándola a aclarar las ideas. 


Debía haber estado muy aturdida. Había estado caminando por el parque y se había tropezado con Pedro Alfonso. ¿Por qué estaba él allí? ¿Por qué la había llevado a su barco?


Cuando salió de la ducha se dio cuenta de que se había llevado su ropa. Un albornoz colgaba de la puerta. Era demasiado grande, pero se sintió cómoda y caliente bajo la pesada tela, que olía a loción de afeitar.


Al salir del baño, a Pedro le pareció que tenía mucho mejor aspecto. Tenía la piel sonrosada y le brillaba el pelo, que seguía rizado. ¿Se había hecho la permanente después de cortarse la melena?


O... ¿Acaso se estaba volviendo loco? ¿Podía haber dos personas idénticas en este mundo? 


Tal vez aquella mujer de ojos inocentes, que llevaba su albornoz, no tenía nada que ver con la bailarina que había conocido en aquel bar de mala muerte. De cualquier manera, aquello le importaba muy poco en aquellos momentos.


—Siéntate aquí y deja que te ponga esto —le dijo dándole un par de calcetines de algodón.


Paula se sentó, todavía un poco aturdida y levantó el pie para que Pedro le pusiera los calcetines. Pedro le puso el primero, que le estaba muy grande y le agarró el otro pie.


—¿Tienes hambre? Yo sí.


Al mismo tiempo, el tacto de aquel pie suave y pequeño comenzó a despertar su deseo.


Paula asintió, consciente del tacto de la mano de Pedro, que le rozaba el arco del pie y lo apartó con reticencia cuando terminó de ponerle el calcetín.


Pedro se levantó y se acercó a un armario del que sacó una lata de sopa. Tenía un aspecto muy distinto con el polo azul y los Levi's, los dos bastante desgastados. No parecía el elegante hombre de esmoquin con quien había bailado en el club, ni el hombre de negocios que había ido a hablar con ella y a insultarla al bar de Spike.
  

Sólo era un hombre normal, alto y con presencia y con el que se sentía extrañamente segura.


¿Por qué había tenido que ser él quien se presentara con los medios para salvar la vida de su madre?


Sólo que tal vez su dinero no había logrado salvarla. Una vez más, se vio abrumada por la ansiedad y el temor. Sintió que desaparecía la alegría de su ser, pero trató de tranquilizarse y olvidar sus miedos. Su madre se pondría bien.


—Te llevaré a navegar —dijo Pedro, removiendo la sopa y cortando una barra de pan francés—. Pero ahora hace muy mal tiempo.


Hacía mal tiempo, pero el sonido de la lluvia le resultaba reconfortante, porque en el camarote se estaba caliente y seco.


Se apretó el albornoz y miró a su alrededor. La estancia tenía cocina, lavabo, armarios y sofás—cama, tapizados de un color amarillo limón. En el rincón donde estaba sentada había cojines de cuero del mismo color. El sofá hacía una curva que rodeaba una mesa de cromo negra. Todo tenía un aspecto ordenado, a no ser por su ropa, que se estaba secando colgada en una silla al lado del radiador. No sabía cómo había llegado a aquel lugar, pero se alegraba de estar allí.


Pedro puso la mesa, se sentó frente a Paula y tomó su vaso de vino para brindar.


—Salud.


Paula se tomó la sopa y tomó las rebanadas de pan con queso fundido.


—Delicioso —le dijo—. No sabía que tenía tanta hambre.


—Ya —dijo Pedro asintiendo—. Estabas un poco aturdida, ¿verdad?


Era cierto, se dijo Paula, y lo miró.


—¿Qué estabas haciendo en el parque?


—Estaba buscándote.


—¿Pero cómo sabías...?


—Angie me dijo que estabas dando un paseo. Esperé, pero como no volvías pensé que lo mejor era buscarte.


Paula sintió una agradable sensación. Había ido a buscarla. Estaba segura de que le gustaba, aunque si sabía... Suspiró sin darse cuenta.


—¿Te preocupa algo? —le preguntó con ternura.


Paula asintió mirando su plato de sopa.


—¿Quieres hablar de ello? —le preguntó Pedro.


—¡No, no! —dijo Paula negando con la cabeza, luchando contra el impulso de confiar en él.


Él estaba preocupado por Paula Chaves no por Deedee Divine, pero ella no podía olvidar sus palabras: «Si crees que te voy a dejar escapar con medio millón de dólares...» La enormidad de lo que había hecho la abrumaba y la llenaba de temor.


Había cortado toda relación con Spike, pero había consultado con el banco y sabía que los cheques no se habían hecho efectivos. Todavía no estaba a salvo, y él tal vez seguía buscándola.


Pedro la miraba con detenimiento.


—Algunas veces, cuando tenemos un problema es muy útil contárselo a otro. ¿Qué hay de Angie?


—¿Angie? Ah, sí, bueno, sí...


Paula vaciló. Esperaba que Angie no hubiera mencionado a su madre, aunque no sabía cómo podría llevarle eso hasta Deedee Divine. Gracias a Dios, Angie no sabía nada de Spike, porque, por miedo a poner en peligro su puesto de trabajo, no le había contado a nadie nada acerca de su trabajo como bailarina.


—Angie es fantástica —dijo—. Pero algunas veces está un poco fuera de este mundo.


—Ya veo.


«Así que no está tan chiflada como su amiga», se dijo Pedro, «pero está muy preocupada por algo». El rostro de Paula reflejaba su angustia. 


Era un rostro tan dulce que le daban ganas de tomarla entre sus brazos para borrar la tristeza y la ansiedad de aquellos ojos, de besar aquellos labios temblorosos.


—Dime —dijo agarrándola de la barbilla con ternura—. A lo mejor yo te puedo ayudar.


—No, tú no puedes —dijo ella apartándose—. Nadie puede hacer nada. De todas formas ya estoy mejor, gracias a ti. Creo que debería irme —añadió haciendo ademán de levantarse.


—Siéntate y termina la sopa antes de que se enfríe —le dijo Pedro—. No puedes irte hasta que tu ropa no esté seca.


—Sí, me olvidaba —dijo Paula tratando de sonreír y sentándose otra vez para terminar la comida, aunque el temor no desapareció de sus ojos.


«¿Miedo de mí? ¿Por qué?», se preguntó Pedro. «Ah, claro. Puede que no sepa que yo sé quién es, pero ella sí sabe quién soy.» 


De qué podía estar preocupada si no era del dinero que le había quitado...


Evidentemente, no tenía intención de rectificar. 


No importaba, él podía jugar a aquella charada tan bien como ella. Con cierta irritación, se aclaró la garganta y sirvió el café.


Pero su enfado no duró mucho. Se ahogaba en la oleada de deseo que provocaba la proximidad y el encanto de Paula. Estaba sentada frente a él, envuelta en su albornoz, sin nada debajo excepto su piel suave. Se le cortaba el aliento. 


No podía apartar los ojos de su cuello, le daban ganas de apoyar en él la cabeza, de besarla, de deslizar las manos bajo el albornoz... Se incorporó de repente y se fijó en sus labios y en sus ojos, tan perdidos, tan vulnerables, tan necesitados. Maldijo en silencio. No podía seducirla, aprovecharse del estado en que se encontraba.


—¿Te apetece jugar al ajedrez? —le dijo con voz grave.


—¿Qué? —exclamó Paula, como si la hubiera sacado de profundos pensamientos.


—Ajedrez —dijo Pedro, y se levantó a sacar el juego de uno de los armarios que había bajo un sofá.


—Pues... no sé jugar —dijo ella mientras él sacaba el tablero y las piezas.


—Pues será mejor que aprendas. No hay nada como el ajedrez para abstraerse de los problemas.


A su vez, él esperaba, sin mucha convicción, abstraer su mente del cuerpo de Paula.


Si el juego no le ayudaba, al menos sirvió para distraer a Paula, que demostró ser una rápida aprendiz y una jugadora entusiasta.


—Fascinante —dijo después de hacer algunas jugadas—. El rey quieto en toda su gloria, sin alejarse mucho de su trono, mientras todos los demás guerrean por todas partes tratando de protegerlo. Sobre todo la reina.


—Cuidado, pareces una feminista —dijo Pedro


—Sólo estoy constatando los hechos, señor —le dijo Paula con una tierna mirada—. Tendrá que admitir que va más lejos y trabaja más duro que cualquier otro.


—No sé a qué se refiere, pero espero que no olvide las terribles trampas que tienen que sortear los caballos.


—Ese comentario, sin embargo, me parece machista —dijo Paula—. Como el rey, que, sospecho, apenas aprecia a su reina, te niegas a reconocer el poder de una mujer.


—Eso depende de la mujer —dijo Pedro, reconociendo en silencio que la mujer que había ante él tenía el poder de hacerle olvidar todo excepto el placer de estar con ella. Su humor y su ingenio le parecían tan misteriosos como su belleza. Le gustaba su forma de chascar la lengua y el brillo de sus ojos cuando sonreía o lo miraba desafiante.


Él era un jugador experto y ella una completa novata, pero Pedro nunca había disfrutado tanto con una partida en su vida.


—Creo —dijo Paula al cabo de un rato— que los vaqueros están casi secos y será mejor que me vaya.


Pedro se dio cuenta, casi alarmado, de que llevaban allí sentados más de tres horas. Pero a él le habían parecido minutos, y no quería que Paula se marchara.


—Gracias, no puedes saber lo mucho que esta tarde ha significado para mí. Estaba muy deprimida — dijo Paula con vacilación y su mirada se llenó, de nuevo, de preocupación—. No sé por qué, pero ahora me encuentro mucho mejor. Como si supiera... que todo va a salir bien.


—Eso espero —dijo Pedro tomándole las manos -Pero si no, si no sale como tú crees, dímelo. Deja que te ayude, sea lo que sea.


Paula sabía que era sincero. Se acercó a él instintivamente y Pedro la estrechó en sus brazos. Ella se sentía muy bien allí, apoyada en su cuerpo musculoso. Se apretó contra él, reconfortada en su calor, levantó la cabeza y le sonrió. Pedro gimió ligeramente y la besó. Fue un beso ardiente que estremeció a Paula de la cabeza a los pies, haciendo brotar la pasión y el deseo más intensos. Le echó los brazos al cuello. No quería apartarse de él. Sintió un placer exquisito cuando Pedro la besó en el cuello, poco a poco, provocándola, y luego metió una mano debajo del albornoz, excitándola todavía más. Y profirió un pequeño gemido.


Entonces, de repente, Pedro se separó de ella y le cerró el albornoz, respirando profundamente.


—Tienes razón —dijo con voz grave—, es hora de irse.