jueves, 19 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 12





La reunión que Pedro había estado esperando con tanta expectación había llegado a su fin.


Desesperado por estar solo, y sin mirar a los demás participantes, se marchó de la sala. Con las manos en los bolsillos salió del impresionante edificio en el que estaba la sede central de Alfonso Diamonds.


Cuando había regresado a su casa de jugar al golf el sábado y de navegar el domingo, Paula no había estado esperándolo esbozando una sonrisa. Un sentimiento de soledad se había apoderado de él durante todo el fin de semana. El ático le había parecido estéril y la música que había puesto había hecho eco en el interior de la preciosa vivienda. No se había relajado en el balcón viendo la puesta de sol mientras el viento alborotaba el pelo de Paula…


Pero se negó a sentirse chantajeado emocionalmente. Ella regresaría.


La reunión había sido un desastre. Todavía le hervía la sangre al recordarlo. Había dicho que para tener buena imagen era necesario que un Alfonso fuese presidente de las empresas… sobre todo dada la amenaza de toma de poder de Mateo Hammond.


Su tío Vincent había estado de acuerdo.


Pero el resto de los participantes en la reunión no habían opinado lo mismo. Y Raul Perrini había sido votado como presidente de Alfonso Diamonds… cargo que siempre había codiciado.


—Quizá Raul no sea un Alfonso, pero no cabe duda de su lealtad. Es el que posee más experiencia y está casado con una Alfonso —había dicho uno de los directores.


Su hermana había estado presente en la reunión y no había sabido si apoyar a su marido o mantener la tregua con él.


El viejo resentimiento que sentía hacia su cuñado había vuelto a apoderarse de él. Pero en lo que iba pensando Pedro mientras andaba por la calle era en que estaba decidido a no regresar aquella noche a un ático vacío.


Anduvo hasta que llegó al lugar donde estaba la elegante pero discreta placa de Alfonso en una de las fachadas del impresionante edificio que albergaba la mayor y más rentable joyería de todas las que controlaba él.


Por lo menos las tiendas eran un éxito que nadie le podía negar. Sus ideas los habían llevado a obtener grandes beneficios, expansión y apertura de nuevas joyerías, así como al diseño de joyas que el mercado adoraba.


Asintió con la cabeza al pasar al lado de Nathaniel, el portero que trabajaba allí desde hacía diez años. Entró en la joyería y vio que habían colocado en una de las vitrinas los diamantes rosas engarzados en anillos de oro blanco que habían sido esculpidos en Nueva York. Se detuvo ante ellos. 


Las piezas eran impresionantes.


Las mejores piedras que se conseguían en la mina Janderra de los Alfonso eran todavía enviadas a Antwerp para esculpirlas y sólo se podían ver con cita previa.


Sorprendido, se sintió invadido por el orgullo ante todo lo que había conseguido. Él era responsable del maravilloso éxito de las tiendas. Incluso su padre lo había sabido.


Tras la humillación que había sufrido en la sala de reuniones, iba a lanzar una impresionante colección de joyas para la temporada de verano, de la que los entendidos estarían hablando durante meses.


Animado por aquello, se dirigió a la impresionante escalera que llevaba al piso superior, donde se realizaba la mayor parte del trabajo.


Allí vio a Paula y se quedó paralizado. Ella le estaba dando la espalda mientras hablaba con Holly McLeod, asistente de relaciones públicas involucrada en la exposición que se iba a celebrar a finales de mes, a la que habían decidido llamar «Algo antiguo, algo nuevo».


Paula no se había puesto en contacto con él durante el fin de semana para ir a buscar el resto de sus pertenencias. 


Seguramente en ese tiempo, habiendo podido pensar con frialdad, se había dado cuenta del error que había cometido.


Estaba decidido a que aquella misma noche ella estuviera de vuelta en su cama… al lugar donde pertenecía.


Con sólo pensarlo se excitó y le dirigió una fugaz mirada intensa y sexual. Iba vestida con una blusa de seda de color perla y unos elegantes pantalones grises. Llevaba una gargantilla de perlas y unos zapatos de tacón que le daban al conjunto el toque sensual perfecto.


Ella le recordó los diamantes rosas que había admirado en la planta inferior, tan fríos e impermeables por fuera, pero por dentro llenos de un fuego que brillaba de manera sobrecogedora.


Conteniendo la salvaje necesidad que se había apoderado de su cuerpo al verla, se dijo a sí mismo que debía tratarla con cuidado. La iba a invitar a comer e iba a halagarla mucho.


—Paula, un momento, por favor —pidió, acercándose a ella.


—Buenos días, Pedro —dijo Pau con una fría y educada expresión reflejada en sus ojos marrones.


Aquella fría formalidad lo dejó impresionado.


—Tengo que hablar contigo —añadió él, mirando a Holly a continuación—. En privado.


Pero Holly, que era la imagen de la eficiencia, ya se estaba alejando.


—Mira, lo que pasó el viernes por la noche…


—Si esto no tiene nada que ver con el trabajo… —lo interrumpió Paula—, preferiría no hablar ahora mismo. Tengo que terminar de decidir algunos detalles con Holly —añadió, comenzando a seguir a su compañera.


Pero Pedro la agarró del brazo.


—¡Tengo mucho trabajo que hacer! —le espetó ella.


Al darse la vuelta para mirarlo a la cara, Pedro la miró a su vez, completamente desconcertado. Paula jamás le había hablado con tanta dureza. Incluso en las jornadas laborales durante las que habían mantenido cierta distancia profesional, por requerimiento suyo, ella no había estado tan distante. Le soltó el brazo.


Alarmado, consideró por primera vez la posibilidad de que tal vez la hubiera perdido, de que ella no fuera a regresar.


—Vamos a comer juntos…


—Estoy muy ocupada, Pedro.


—Entonces, quedemos para cenar.


—Esta noche voy a ir a cenar a casa de mis padres.


Pedro se había imaginado que ella se estaría quedando en casa de sus padres. Si no… ¿dónde demonios estaba viviendo? Aquella noche lo descubriría.


—¿Sobre qué hora terminarás? Te pasaré a buscar y podemos ir a tomar algo…


Dejó de hablar al ver que ella estaba negando con la cabeza.


—Voy a llevarme a Picasso conmigo. No puedo dejarlo solo en su primera noche en mi apartamento.


¿Picasso? Pedro se preguntó quién era Picasso. Oh, sí, su gato.


Él no había admitido al gato en su ático con la excusa de que los muebles terminarían destrozados.


—Pensaba que habías alquilado tu apartamento.


—No —contestó ella, mirándolo con ecuanimidad—. Tú me ordenaste que lo alquilara y supusiste que así lo había hecho. Pero yo quería que estuviera disponible, ya que no sabía cuándo lo iba a necesitar.


Aquello impresionó a Pedro; ella había estado esperando que aquello ocurriera.


La noche del viernes le había dicho que no había pensado en otra cosa durante meses. Se preguntó por qué había planeado romper con él. Si no había sido por su padre… ¿entonces por quién?


—¿Hay alguien más?


—¡Desde luego que no! —contestó ella.


—¿Me estás diciendo que no hay ninguna tercera persona implicada en nuestra ruptura?


Paula apartó la mirada.


—¿Para qué quieres hacer una autopsia a lo nuestro, Pedro? —comentó. Pero entonces contuvo la respiración y volvió a mirarlo con remordimiento—. Lo siento, no he tenido mucho tacto.


—Paula… —dijo Pedro, convencido de que ella estaba ocultando algo. Le agarró la mano.


—En el trabajo no, Pedro —contestó ella, apartando su mano—. Nos podría ver alguien.


Él frunció el ceño y se quedó mirándola.


—No nos está mirando nadie —afirmó.


No sabía qué estaba pensando ella, no sabía qué tenía dentro de su preciosa cabeza rubia. Repentinamente deseó no haber insistido en que mantuvieran amigos y vidas sociales separadas, pero claro, nunca pensó que fuera a ser ella quien rompiera la relación.


Se preguntó cómo había ocurrido, cómo había permitido que aquella mujer lo afectara tanto.


—Entonces vamos a cenar mañana, después del trabajo.


—¿Para hablar de asuntos laborales?


—No, para hablar de nosotros.


—No hay ningún «nosotros». Se ha acabado, Pedro —insistió Paula, suspirando impaciente. Entonces se dio la vuelta y fue detrás de Holly.


Pedro consideró las posibilidades que tenía y se dijo a sí mismo que no iba a permitirse perder a Paula.








UN SECRETO: CAPITULO 11





—Oye —dijo Pedro, agarrando a Paula por el brazo al llegar a su ático—. No te quedes callada. Tenemos que hablar sobre esto.


Dentro de sí mantenía la esperanza de que ella no lo hubiera engañado. Paula era suya. Sus dedos habían comenzado a moverse inconscientemente y a acariciarle la suave piel del brazo. Se vio invadido por la fragancia de rosas de su perfume, que era embriagador e intensamente femenino. 


Sintió cómo se ponía tenso, consciente de cada movimiento que hacía ella. En cuanto Paula le explicara todo, se besarían y arreglarían las cosas.


La sangre le latía con fuerza en las venas debido a la lujuria que despertaba en él. Se preguntó si tendrían tiempo de llegar al dormitorio o si la tomaría allí mismo, sobre la escalera enmoquetada que llevaba al piso superior de su ático.


Pero primero ella le debía una explicación.


—Quiero la verdad, Paula. Después…


—¿Después? —repitió ella con una fría expresión reflejada en la cara—. ¿Qué quieres decir con «después»? Después de haberme acusado de tener una aventura con tu padre, ¿crees que quiero…?


—Oye, cálmate —dijo Pedro, que nunca había visto a Paula de aquella manera.


La agarró con menos fuerza del brazo y le acarició la piel. 


Vio cómo a ella le brillaban los ojos por las lágrimas que le habían brotado.


Pero entonces Pau parpadeó y la humedad desapareció de sus ojos.


—¡No me toques! —espetó, apartando el brazo y dándose la vuelta.


—¿Adónde vas?


—A hacer las maletas.


—¿A hacer las maletas? —repitió él, incrédulo—. ¿Qué quieres decir con eso?


Paula se dio la vuelta y comenzó a subir la escalera. Se detuvo al llegar a lo alto y lo miró.


—Se ha acabado, Pedro. Se terminó hace mucho tiempo, pero yo fui demasiado estúpida como para darme cuenta.


—¿A qué te refieres con que se ha acabado? No puedes…


—Obsérvame. Voy a marcharme del ático, de tu vida y…


—¿Marcharte de mi vida? —preguntó él, sintiendo cómo todas las alarmas sonaban en su cabeza. Se preguntó qué demonios le estaba pasando a Paula—. ¿Y Alfonso Diamonds? ¿Y tu trabajo?


—Todo versa sobre Alfonso Diamonds, ¿verdad? No tienes corazón, Pedro, lo que tienes dentro de ti es un trozo de carbón. No te preocupes, me quedaré. Ayudaré a Karen a organizar el lanzamiento de las joyas en la exposición de finales de mes. No os dejaré colgados. Pero en un par de meses me marcharé. Así que comienza a buscar a alguien que me sustituya.


¿Qué la sustituyera? Aterrado, Pedro se quedó mirándola y se preguntó cómo iba a poder sustituirla.


—Espera —le pidió, pensando que ella no se podía simplemente marchar. Él la necesitaba—. No puedes hacer esto.


—Obsérvame —contestó Paula, levantando la barbilla.


—Han enterrado hoy a mi padre, ¿eso no significa nada para ti? —dijo Pedro con la intención de conmoverla.


—¿Por qué se supone que era mi amante?


—No… —contestó Pedro, tratando de encontrar las palabras acertadas.


—Siento mucho lo de tu padre —se sinceró ella—. Aunque te parezca difícil de creer, nunca encontré mucho que admirar en él. Era una persona arrogante, engreída y que tenía una opinión atroz de las mujeres.


—Parece que lo odiaras —comentó él.


—No lo odiaba.


—¿Entonces qué?


Paula vaciló.


—Lo despreciaba. Me convertí en tu amante a pesar de tu padre. ¿Por qué crees que nunca discutí el que no me llevaras a tus reuniones familiares? No quería pasar tiempo con un malnacido como Enrique Alfonso —confesó con el enfado reflejado en los ojos—. ¿Sabes lo que es realmente gracioso?


—¿El qué? —preguntó Pedro con cautela, consciente de que no iba a gustarle la respuesta.


—Me convertí en tu amante a pesar de la terrible reputación de tu padre de acostarse con secretarias. Me dije a mí misma que tú eras diferente, que no te parecías a tu padre…


—Él trató de aceptar la muerte de mi madre, la amaba. Mi padre era un hombre estupendo.


—¿Ah, sí? —se burló ella, levantando una ceja.


—Enrique Alfonso construyó un imperio muy exitoso. Era conocido por ser muy humanitario.


—Fue un padre terrible y se creó más enemigos que amigos. Créeme, no hay otra mujer a la que le conviniera menos ser tu amante que a mí. Durante más de un año he vivido aquí contigo, he sido tu mujer a escondidas. Pero se ha acabado. Jamás volveré a ser la amante de nadie.


Pedro se quedó mirándola. Se preguntó si Paula había esperado que se casara con ella. Pero le había dejado claro desde un principio que él no tenía ninguna intención de casarse con nadie. Había disfrutado mucho de su compañía, había vivido para hacerle el amor, pero comprometerse…


—Si lo que quieres es que te haga una propuesta de matrimonio, entonces sí, se ha acabado —espetó—. Porque yo no quiero, ni necesito, una esposa. Te lo dejé claro desde el principio.


Paula se dio entonces la vuelta y entró en la habitación que habían compartido. Él decidió esperar abajo. Agarró un periódico y se sentó a esperarla. Se dijo a sí mismo que ella se calmaría.


Pero diez minutos después Paula apareció delante de él… con una maleta en la mano.


—Mandaré a alguien para que venga a por el resto de mis cosas —dijo por encima de su hombro al pasar por su lado.


—Paula… —Pedro se levantó, dejando caer el periódico—. Tienes que pensar sobre esto.


—No he pensado en otra cosa durante meses —respondió ella, saliendo al pasillo y llamando al ascensor.


—Si te montas en ese ascensor se ha acabado. No iré detrás de ti.


—No espero que lo hagas —contestó ella al abrirse las puertas del ascensor. Sin mirar atrás, se montó en él.


Pedro sintió su corazón invadido por algo que sólo podía identificar como arrepentimiento.






UN SECRETO: CAPITULO 10






—¿Qué?


Impresionada, Paula se quedó mirándolo. Aquella fea acusación estaba pesando entre ambos y tuvo la sensación de estar mirando a un extraño.


—¿Sinceramente crees que me estaba acostando con tu padre? —preguntó, casi riéndose—. Estás de broma, ¿verdad?


—No, estoy hablando muy en serio —contestó él, deteniéndose en un semáforo. Le dirigió una fría mirada que reflejaba sospecha y enfado. Estaba muy alterado.


Paula sintió cómo le daba un vuelco el corazón. Pedro realmente lo creía.


Se preguntó cómo debía reaccionar ante aquel bombazo. 


Deseó gritarle y salir corriendo del coche, pero el estilo melodramático no iba nada con ella. Tratando de contener su enfado, a duras penas logró mantener una compostura que en realidad no sentía.


—¿Tienes alguna base para creer eso?


—¿Eso es todo lo que puedes decir? ¿Preguntarme si tengo pruebas?


Paula permaneció callada, ya que se negaba a verse arrastrada por aquella absurda situación. Se negó a defenderse ante una acusación tan espantosa. El silencio se volvió insoportable.


Cuando el semáforo se puso en verde, el coche comenzó a moverse de nuevo. Maldiciendo, Pedro aparcó el vehículo en el arcén y se dio la vuelta en el asiento para mirarla.


—Estoy tratando de concederte el beneficio de la duda —dijo.


—¡Qué amable por tu parte! —espetó Paula sin poder evitar el sarcasmo. Las sospechas de Pedro la estaban haciendo sentir enferma.


—Incluso pensé que los comentarios de Kitty estaban motivados porque es una alborotadora…


—¡Kitty! —exclamó Paula, a quien no le sorprendía que hubiera sido ella, ya que era una persona muy maliciosa.


—¿Fue una pelea de amantes lo que presenció Kitty? ¿Estaba mi padre rompiendo contigo para irse con Marise? ¿O estaba teniendo una aventura a la vez con ella, tú te enteraste y le exigiste explicaciones?


—No voy a responder a eso —contestó Paula, que no tenía ninguna intención de contarle a Pedro el motivo de su pelea con Enrique.


—¿No tienes nada más que decir?


—Tú ya has decidido que Kitty decía la verdad, así que… ¿qué más puedo decir yo? —dijo ella.


—Dime que no es verdad


Paula se sintió invadida por un profundo malestar, por un oscuro vacío.


—¿Para qué? Está claro que no confías en mí, no lo has hecho desde hace ya algún tiempo —contestó, sintiendo cómo el dolor le traspasaba el alma. El simple hecho de que él sintiera la necesidad de preguntarle si era cierto la destruía por dentro y a la vez la enfurecía.


—Por lo menos dime que no eras tú la que estabas hablando con mi padre aquel día en el aeropuerto.


Ella sintió cómo le latía la sangre en la cabeza ante la insistencia de Pedro.


Tras un momento, él suspiró.


—Se suponía que debías haber ido a Auckland la tarde antes del accidente en un vuelo comercial para la apertura de la nueva tienda. No fuiste. Y todo lo que me dijiste fue que habías cambiado de idea. Aparté de mi mente el hecho de que tu nombre aparecía en la lista de pasajeros del vuelo de mi padre. Lo tomé como un error administrativo ya que varios de los empleados iban a viajar a Auckland. Cuando mi padre murió, me alivió mucho que no hubieras ido en aquel vuelo. Pero creo que sí que cambiaste tu billete. Decidiste viajar con mi padre… y entonces, por alguna razón, no subiste al avión.


Paula se quedó mirándolo y no dijo absolutamente nada. 


Había perdido el vuelo comercial y todos los demás billetes ya estaban reservados. Incluso había esperado en el aeropuerto durante bastante tiempo por si había alguna cancelación. Pasar varias horas en la horrible compañía de Enrique Alfonso durante el vuelo a Auckland había sido el último recurso… hasta que había visto a Enrique mientras embarcaban y había oído lo que había dicho él. De ninguna manera había estado preparada para pasar tiempo en compañía del señor Alfonso tras aquel altercado.


Pero Pedro no merecía una explicación. Podía creer lo que quisiera… a ella ya no le importaba.


—¿Eso es todo? ¿Eso fue lo que te hizo sospechar? ¿Un cambio de vuelo?


—Más el hecho de que nunca te molestaste en hacerme saber tu cambio de planes —contestó él.


Paula recordó que Pedro y ella habían discutido ya que a él no le había venido bien que pasaran juntos las Navidades. 


Mientras habían estado separados no habían hablado y ella había estado disgustada. Había pasado las vacaciones con sus padres y allí había descubierto que se había quedado embarazada.


Pedro le había dejado claro desde el principio que no quería niños ni anillos de compromiso. Ni siquiera quería mascotas. 


Aquéllos eran los términos de su relación. Cuando terminaron las vacaciones, ella ya sabía que sólo tenía una opción: romper con él.


Había planeado tomarse un par de días libres tras la apertura de la tienda en Auckland para reunir el coraje necesario y romper su relación con él al regresar a Sidney. 


Pero nunca fue a Auckland.


Y entonces el avión de Enrique había desaparecido y todo había sido muy caótico. Pedro había estado tan angustiado que ella no había sido capaz de abandonarlo en caso de que la necesitara. Consciente de lo que sentía él sobre los compromisos, de ninguna manera podía hablarle del bebé.


Pero en aquel momento el final había llegado. Porque Pedro Alfonso no necesitaba a nadie… y menos aún a ella.