viernes, 26 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 12





Pedro se sonrojó al recordar cómo se le había disparado el deseo al mirarla. Era cierto que había sopesado la idea de llevársela a la cama. ¿Se habría manifestado esa idea en su expresión cuando le hicieron la foto? ¿Acaso la cámara de un idiota lo había pillado desprevenido con una mirada que podía ser malinterpretada?


A Paula se le desencajó la mandíbula. No sabía si horrorizarse o echarse a reír. Aunque no, no debía reírse. Él estaba muy serio. Si se reía, no la acompañaría.


–Pero eso es ridículo.


«¿Quién en su sano juicio creería que estamos unidos sentimentalmente?», pensó.


–Llevo aquí dos días –prosiguió–. ¿Cómo va a creerse alguien que tenemos una relación sentimental? Además, estoy aquí pare recuperarme de un desengaño amoroso. Recuerda que iba a casarme hace menos de un mes.


–Isobel ha contado a mi madre que probablemente nos conozcamos de antes. Sabe lo que pienso de un compromiso a largo plazo porque se lo he contado, y también sabe que no quiero, bajo ningún concepto, verme inmerso en una situación que haga creer a mi madre que voy a abandonar mi vida de soltero.


–¿Qué opinas sobre el compromiso a largo plazo?


–Ahora no, Paula. De momento, te basta con saber que no forma parte de mi estilo de vida.


Paula soltó una carcajada.


–¡Es que no me lo imagino! No te imagino entrando de incógnito en mi minúscula vivienda para consolarme por la ruptura. No eres un hombre que pase desapercibido. Y después, ¿qué? ¿Planeamos encontrarnos aquí en secreto con la ayuda de Sandra? No cuadra. Cualquier imbécil se daría cuenta en unos segundos –dejó de reírse–. Pero ha sido una sucia jugada. Supongo que se había enamorado de ti. Pobre mujer.


Pedro enarcó las cejas, desconcertado.


–Iré al grano. Por lo que le ha contado Isobel, mi madre tiene la impresión de que vamos a casarnos. ¿Cómo, si no fuéramos en serio, según mi ex, estaría con una mujer tan distinta de las que me suelen gustar?


–¿Cuáles te suelen gustar?


Ella misma se contestó la pregunta antes de haber terminado de formularla. A un hombre como él, increíblemente guapo y rico, solo le gustaba un tipo de mujer, del que ella no formaba parte.


–No, no me respondas. Te gustan las que parecen modelos. Seguro que Isobel es alta, delgada, con el tipo de una modelo.


–Es modelo.


–Así que se le ha ocurrido el hábil truco de enseñar a tu madre una foto de mí, bajita y rellenita, porque, ¿cómo, si no fuéramos en serio, estarías conmigo en la misma habitación? ¿No es así?


–Más o menos. Y mi madre se ha tragado todo lo que le ha contado.


–¿Sabes una cosa, Pedro?


Paula respiró hondo, maravillada ante lo complicada que se le había vuelto la vida desde que Roberto había entrado en ella, antes tan agradable y tranquila. Y, por si fuera poco, el destino había decidido continuar donde Roberto lo había dejado y la había llevado hasta un hombre que la miraba con atención.


–Creo que voy a tomarme un descanso con respecto al sexo masculino, que tal vez sea permanente. De todos modos, no sé por qué me cuentas todo esto. Lamento que tu madre crea que has encontrado el amor de tu vida, pero tendrás que decirle la verdad.


–Hay otra posibilidad…


Se levantó y se estiró por haber estado sentado demasiado tiempo, cuando lo que hubiera querido era moverse, deambular por la casa para calmar su inquietud.


–¿Cuál?


Paula lo miró con recelo mientras caminaba por el amplio espacio. Todo suyo. Aún se le hacía difícil aceptar que todo aquello le pertenecía.


–Estás sin blanca, sin trabajo y lo más probable es que cuando vuelvas a Londres te encuentres tus posesiones en la acera frente a la que era tu casa.


–Mi casero no me haría una cosa así –apuntó ella con frialdad–. Los inquilinos tenemos ciertos derechos.


–No tantos como el casero, cuyo principal derecho es que se le pague el alquiler.


Se paró para mirarla, y ella alzó la cabeza para hacer lo propio.


–Esto es lo que te propongo. Te contrato durante dos semanas, tres como máximo, para que hagas el papel de mi futura esposa. Nos alojaremos en casa de mi madre, que no está muy lejos de Madrid, y allí romperemos nuestra relación. Mi madre se entristecerá, pero lo superará.


Lanzó un suspiro sin dejar de mirarla.


–Normalmente no me tomaría tantas molestias, pero ya te he dicho que ha estado enferma y que, mentalmente, todavía no se ha recuperado. No quiero contarle una sarta de mentiras que la enfadarán y confundirán, sobre todo por lo mucho que desea que siente la cabeza. Le daré lo que quiere, y cuando vea que soy una persona imposible, entenderá que el matrimonio no entre en mis planes en el futuro.


–Y esto es lo que obtendrás a cambio: una cantidad sustancial de dinero, unas vacaciones de lujo pagadas en España y, después, te buscaré un buen empleo en uno de los tres restaurantes que poseo en Londres y te prestaré uno de los pisos de la empresa durante seis meses, hasta que encuentres una vivienda para alquilar. Fuera lo que fuera lo que ganaras en tu anterior trabajo… Digamos que te lo cuadruplicaré.


–Y a cambio, tendré que mentir a tu madre.


–Yo no lo veo así.


–Y supongo que también a mi abuela. Porque ¿qué voy a decirle cuando no vuelva a Londres? Gracias, Pedro, pero no.



EL SECRETO: CAPITULO 11





Paula lo miró sin entender. Se preguntó si bromeaba, si se estaba riendo de ella para vengarse de la bronca que le había echado.


Desechó la idea. Estaba muy serio. Y aunque su instinto le decía que a Pedro no le gustaban las broncas, también le indicaba que no era de esos que haría cualquier cosa por vengarse de algo tan tonto como que ella le hubiera hecho reproches.


Se los hubiera merecido o no. En aquel caso, se los había merecido.


–¿Tentadoras posibilidades? –Paula rio suavemente–. ¿Te encuentras bien, Pedro? ¿Cómo vas a hacer eso?


Deseó que la dejará de mirar con aquella calma mortal.


–Tal vez te sorprenda un poco lo que te voy a decir.


–Entonces, no me lo digas. Detesto las sorpresas. Nunca son buenas.


–Soy de la misma opinión –murmuró él, momentáneamente distraído.


Se levantó y ella siguió el movimiento fluido de su largo cuerpo. Se acercó a la ventana y contempló el paisaje. Incluso de espaldas, ella notó que no lo veía, que estaba distraído.


Él se dio la vuelta y sonrió al ver que ella lo miraba.


–No soy quien crees que soy.


Paula pensó que no lo había oído bien. Lo miró con la boca abierta, sin decir nada, esperando que le explicara su enigmática declaración.


Pedro se tomó su tiempo. Caminó lentamente hacia ella sin dejar de mirarla a los ojos.


–Antes de que tu enfebrecida imaginación me asigne el papel de maniaco homicida, estate segura de que no se trata de eso.


Se sentó y siguió mirándola con aire reflexivo, sopesando las opciones de que disponía para explicarle quién era y lo que quería de ella. Y por qué. Aunque le desagradaba profundamente tener que justificar sus decisiones, en aquel caso, no tenía más remedio.


–La familia Ramos… Esta casa, todo lo que hay en ella no les pertenece.


–Por favor… –Paula enarcó las cejas en un gesto de incredulidad–. No sé qué pretendes, pero sé que son los dueños. Te olvidas de que fue Sandra quien me contrató para trabajar para ellos. Me dio todo tipo de detalles. ¿Vas a decirme que se lo inventó? Además, te olvidas de que el señor Ramos me paga por estar aquí.


Lo miró con expresión de triunfo y de pena a la vez porque le hubiera dicho semejante mentira. Después sonrió condescendiente.


Pedro no se alteró.


–Claro que te paga –afirmó desechando el detalle como si careciera de importancia–. Te paga porque le ordené que lo hiciera.


–¿Que le ordenaste que lo hiciera? –Paula soltó una carcajada–. Creo que deliras. Sé que te crees alguien por el hecho de trabajar para gente rica que besa el suelo que pisas. Sobre todo las mujeres. Pero, a fin de cuentas, no eres más que un monitor de esquí.


–No exactamente.


Paula prosiguió sin hacerle caso.


–Es como si yo dijera que tengo un restaurante de tres estrellas Michelin cuando resulta que trabajo en la cocina de un hotel de Londres.


–Trabajabas –le recordó Pedro rápidamente–. Recuerda que ahora estás desempleada.


–No se me ha olvidado –replicó ella apretando los dientes–. Y sigo sin saber qué pretendes.


Pedro suspiró y agarró el ordenador que estaba en una mesita a su lado.


Se sorprendió al darse cuenta de que llevaba mucho tiempo sin pensar en el trabajo. De hecho, tenía un montón de correos electrónicos que leer en los que no había pensado.


Estaba claro que reprimirse ante un atractivo miembro del sexo opuesto influía en su capacidad de concentración.


Encendió el ordenador y, cuando halló lo que buscaba, lo giró hacia ella.


Paula miró a Pedro con escepticismo. ¿Nunca se alteraba? 


Siempre era la viva imagen de la tranquilidad: ya fuera sacándola de un caro café, consiguiendo que se quedara en el chalé o contándole una sarta de mentiras sobre su capacidad de influencia.


–No sigas sentada ahí. Acércate al ordenador para leer lo que aparece en la pantalla.


Finalmente, ella se levantó y se sentó en el sofá a leer su extensa biografía.


Pedro la observó. Su rostro pasó de estar tranquilo a mostrar asombro y, por último, incredulidad.


Paula volvió a leer el artículo en el que se enumeraban sus logros, desde títulos universitarios a adquisiciones de empresas. También hablaba de la fortuna y privilegios de la familia en la que había nacido.


El artículo era el resultado de una entrevista personal que tuvo lugar después de su desgraciada experiencia con su prometida. Fue muy brusco con la rubia periodista que la llevó a cabo.


Pero ella no se inmutó. Se le hacía la boca agua y cruzó y descruzó las piernas tantas veces que él le preguntó si necesitaba ir al servicio.


A pesar de su grosera conducta con ella, en el artículo lo describía como un dios.


Todo por su dinero. ¿Había algo en el mundo que tuviera mayor capacidad de persuasión?


–No lo entiendo –dijo Paula.


–Claro que lo entiendes.


–No me digas lo que entiendo y lo que no –le espetó ella.


Aunque lo entendía perfectamente.


–Entonces, ¿no eres monitor de esquí?


–No.


–Es decir, me has mentido.


–Yo no lo llamaría así.


Él había esperado sorpresa e incredulidad por su parte, ya que el monitor se había transformado en multimillonario. 


También había supuesto que, ante su nuevo estatus, ella le sonreiría sumisa. En su lugar, lo miraba con cara de pocos amigos y los ojos brillantes de ira.


–Pues yo sí.


Paula se esforzó en contener la ira.


¿Cómo se había atrevido a tratarla como a una idiota?


–Supusiste cosas falsas y decidí no aclarártelas.


–Puede que en tu mundo sea un comportamiento aceptable. En el mío, se llama mentir.


Se levantó de un salto y se acercó a la ventana. Después volvió con los brazos en jarras.


–¡Me marché de Londres para huir de una canalla y me encuentro con otro que también me engaña!


–¡Que sea la última vez que me insultas comparándome con tu ex!


–¿Por qué? ¡Parece que tenéis muchos rasgos en común! ¿Por qué no me dijiste quién eras?


«Porque», pensó él, «me gustaba la novedad de estar con alguien sincero; porque en un mundo que es sinónimo de precaución y sospecha, era un alivio no tener que vigilar cada frase que decía, no tener que aceptar la adulación instantánea sin saber si es genuina o derivada del conocimiento de a cuánto asciende mi fortuna».


–Cuando eres tan rico como yo, debes tener cuidado.


–Es decir, que yo podía haber sido alguien que fuera tras tu dinero.


–Más o menos.


La miró con frialdad. Ella estuvo a punto de pegarle.


¿Cómo seguía allí sentado mirándola sin parpadear después de reconocer que le había mentido, como si le pareciera aceptable?


Aunque…


Pedro era multimillonario. Su fortuna, su poder y su influencia carecían de límites. Ella entendía que la sospecha fuera su compañera habitual.


–Te compadezco –afirmó ella con desdén.


Él se puso rígido.


–No sé si quiero que me expliques por qué.


Nadie lo había compadecido en su vida o, si lo había hecho, lo había ocultado. El dinero provocaba la reacción opuesta. 


Y el dinero unido a la belleza, que era algo que sabía que tenía, sin vanagloriarse de ello, se convertía en un instrumento aún más persuasivo para obtener respuestas serviles de los demás, sobre todo de las mujeres.


La examinó con detenimiento. Era tan volátil e impredecible como un volcán a punto de entrar en erupción.


–¿Cómo sabes cuándo a alguien le caes bien por ti mismo?


–A eso me refería. Pero antes de que nos desviemos más, te he revelado esto por un motivo.


Paula se quedó inmóvil. Por supuesto que lo había. Si no, él se habría marchado al cabo de dos días y ella no se hubiera enterado de nada.


Pero, antes de que se lo explicara, le preguntó algo que la había estado inquietando.


–En el café, me pregunté por qué el dueño estaba tan deseoso de agradarte, por qué me dijo que no me iba a cobrar.


Él se encogió de hombros con elegancia.


–Aquí me conocen, a pesar de que no vengo con frecuencia.


¿Qué habría pensado de ella, que había hablado sin parar y creído que era monitor de esquí? Paula supuso que la habría tomado por una loca que hablaba por los codos y que había arruinado su descanso.


–¿Por qué viniste aquí?


Pedro vaciló. Estaban teniendo aquella conversación por el mismo motivo por el que había decidido ir al chalé.


–Todos necesitamos un descanso –afirmó él con suavidad–. Alberto y su familia no iban a venir, así que decidí que unos días esquiando me vendrían bien. Y, para que lo sepas, la familia Ramos iba a alojarse aquí porque quería hacerle un favor a mi madre. Alberto trabaja para mí.


–Por eso conseguiste que me pagara estas dos semanas de vacaciones. Lo único que tenías que hacer era descolgar el teléfono, decírselo y él obedecería. ¿Es así tu vida, Pedro? ¿Chasqueas los dedos y los demás se ponen firmes y obedecen?


–Es un buen resumen.


Paula se preguntó cómo no se había dado cuenta del aura de poder que lo envolvía, esa que tienen los muy ricos.


Aunque tal vez la hubiera notado, pero, dada su naturaleza confiada, la había arrinconado en su mente y había creído lo que él le había dicho: que era instructor de esquí.


Quizá un día se levantara por la mañana y se percatara de que la gente no solía ser lo que decía.


–Siéntate, Paula.


Lucas esperó a que lo hiciera en el sofá. Lo miraba con desconfianza y había dejado de sonreír. Pensó que, dijera lo que dijera, solo lo consideraría eso: otro hombre más que le había mentido.


Apretó los dientes. Por primera vez, le resultaba difícil hacer caso omiso de las emociones ajenas. Sin embargo, los hábitos de toda una vida acudieron a rescatarlo de su malestar temporal.


El cinismo era sano porque te preparaba para las adversidades de la vida. En el futuro, ella le estaría agradecida por haber hecho que su burbuja explotara.


–Te he dicho que he venido porque necesitaba un descanso, lo cual es verdad en parte. Dirijo innumerables empresas en innumerables países. Tengo miles de empleados de los que soy responsable.


Ante aquel cúmulo de revelaciones, ella comenzó a desfallecer. Era un hombre que gobernaba el mundo, alguien que pasaba por allí de vez en cuando para esquiar cuando necesitaba relajarse, que tenía aquel maravilloso chalé de montaña que solo utilizaba unos días al año. Estaba segura de que tendría una casa en cada país para usarlas cuando le conviniera.


–¿Por qué dices que es verdad en parte que has venido aquí a relajarte? ¿Qué otra razón hay?


–Tengo problemas con una ex.


Como no estaba acostumbrado a explicar su comportamiento, no se sentía a gusto al hacerlo.


–A ver si lo adivino. Tu ex no está dispuesta a serlo. ¿Se había hecho a la idea, la pobre mujer, de que te haría sentar la cabeza?


Pedro se le hacía difícil calificar a Isobel de «pobre mujer», ya que era cualquier cosa menos una damisela engañada e impotente a la que habían destrozado el corazón. Era una elegante modelo, de duro carácter, que había aprovechado el hecho de ser una conocida de la madre de Pedro. Sus padres habían conocido a los de él. Ambas familias vivían en Madrid y se movían en el mismo círculo social.


La relación se había interrumpido al morir el padre de Pedro, pero ella había hecho lo imposible por restablecerla durante los seis meses que había durado su relación, con la esperanza de que él creyera que había algo más entre ellos de lo que realmente había. No lo había conseguido, pero ella se negaba a dejarlo en paz.


–Mi relación con Isobel no era de las destinadas a durar.


–¿Nunca querrás sentar la cabeza? ¿Cómo es ella? –preguntó Paula con curiosidad–. ¿Iba tras tu dinero?


–Cualquier mujer sabe que conmigo tiene el futuro asegurado. Incluso las que son ricas. Tengo influencia y contactos. Les ofrezco un estilo de vida que a la mayoría le resulta irresistible.


–¿Qué estilo de vida?


–¿Qué quieres que te diga, Paula? Puedo ir a los sitios donde solo van los ricos y famosos. No se trata únicamente de poder gastar y comprar de forma ilimitada, sino de conocer a personas famosas y a gente que aparece en las revistas.


–Me parece horrible.


–¿Lo dices en serio?


–¿Estar expuesto cada minuto de tu vida?, ¿vivir en una casa de cristal donde todos te pueden ver?, ¿tener que vestirte de gala cada noche para acudir a acontecimientos sociales?, ¿asegurarte siempre de que compras en los lugares adecuados y te mezclas con las personas correctas, aunque sean superficiales y aburridas? Yo lo odiaría.


Por eso había sido un soplo de aire fresco para él. El anonimato le había hecho vislumbrar lo que sería ser un hombre sin cinismo. Aunque este se hallaba tan incrustado en su interior que nunca podría arrancárselo. Además, aquella imagen de libertad se había esfumado.


La miró y se preguntó si diría lo mismo si la introdujeran en esa vida de glamour y riqueza que afirmaba odiar. Era fácil rechazar lo que nunca se había experimentado.


–El hecho es que Isobel continuó insistiendo en que podíamos salvar nuestra relación y seguir adelante. Cuando, finalmente, ha aceptado la idea de que hemos terminado, ha decidido vengarse. Cuando fui al pueblo, me hicieron fotografías.


–¿Fotografías?


–No seas tan ingenua, Paula. Los paparazis siempre están a la caza de fotos de famosos. En realidad no sé si fueron ellos quienes me fotografiaron o alguien que me reconoció. O tal vez la esposa de Alberto dijo a alguien que contó a otro que estaba en el chalé contigo. Al habernos hecho una foto juntos, la historia se ha consolidado. Supongo que alguien que conoce a Isobel se la ha enviado a su red social y de ahí…


–Perdona, pero me he perdido. ¿De qué historia hablas? No hay ninguna historia, a no ser la del monitor de esquí que no lo era.


–¿Volvemos a lo mismo?


–De acuerdo, dime a qué te refieres –dijo ella.


Pedro tenía razón. ¿Qué iba a ganar con volver sobre lo mismo? Le había mentido porque no se fiaba de nadie, sobre todo de las mujeres. Y aunque le dijera cien veces que le resultaba insultante y ofensivo, él se limitaría a encogerse de hombros y a creer que su punto de vista era inferior al suyo.


–Isobel se ha enterado de algún modo de que estoy aquí contigo.


–No estás conmigo –le rebatió ella al tiempo que se sonrojaba ante lo que implicaba esa afirmación.


–Estoy seguro de que lo sabe. Pero es una mujer despechada que cree que merezco que me haga un poco de daño. Como no puede tenerme, ¿por qué no hacer de mi vida un infierno, enseñarme la lección de que, a la hora de romper, es ella la que decide hacerlo?


Paula frunció el ceño, llena de confusión. A pesar de que Pedro dominaba a la perfección el idioma, no se estaba expresando con claridad.


–Hay algo más. Otra de las razones de mi estancia aquí es alejarme de mi madre. Ha estado enferma y, desde que la operaron con gran éxito, no deja de decir que le queda poco tiempo de vida.


–Lo siento. A veces pasa eso con las personas mayores. A mi abuela la operaron de la cadera hace dos años y, aunque corre montaña arriba más deprisa que una cabra, sigue creyendo que una mañana se despertará y no podrá ponerse de pie. Perdona la interrupción. ¿Qué tiene que ver tu madre en esto? No tengo ni idea de qué hablas.Pedro.


–Isobel –dijo él esforzándose en contener la ira– ha enseñado a mi madre la foto o las fotos que nos hicieron en el pueblo y le ha dicho que tenemos una relación sentimental.







EL SECRETO: CAPITULO 10




Furiosa, se dirigió a la ventana. La tormenta daba muestras de amainar. El azul del cielo trataba de abrirse paso. Al día siguiente, o más tarde ese mismo día, volvería a haber buenas condiciones para esquiar.


Y tal vez, Pedro se hubiera ido.


Se dijo que sería lo mejor. Necesitaba tiempo para pasar el duelo por la pérdida de su relación con Roberto. En circunstancias normales, si la familia Ramos se hubiera presentado, habría estado ocupada, aunque eso no la hubiera distraído de sus pensamientos.


Pedro lo hacía. Apenas se había acordado de Roberto. De hecho, cuando trataba de pensar en él, la imagen de un hombre más moreno, alto y delgado se superponía a la suya.


Pedro hablaba por teléfono a toda velocidad. Parecía que en aquella zona lo conocían bien. Era un hombre con contactos.


–Me has preguntado cuándo me iría –dijo Pedro– y te he dicho que lo estaba pensando.


Paula se dio la vuelta mientras sentía que la tensión crecía en su interior.


–No me importa quedarme aquí sola –dijo sin vacilar.


–Pero ¿no tendrías, entonces, que reprimir tus deseos de aventura? Dime qué planes tienes para cuando te vayas de aquí. ¿Vas a quedarte las dos semanas o a volver a Londres y a empezar a buscar a otra compañera de piso? Y si no la encuentras, ¿qué harás?


Paula frunció el ceño, sorprendida ante el giro de la conversación.


–Me lo estoy pensando –lo imitó.


Él sonrió.


–Siéntate. Quiero hablar contigo.


–¿De qué?


Él no respondió, sino que se dirigió al sofá sin que su expresión revelara nada de lo que pensaba.


Las noticias volaban. Solo hacía una hora que había estado en el pueblo y parecía que el mundo entero lo sabía.


Su espacio de libertad había desaparecido, lo cual le suponía un problema.


Apretó los labios al pensar en la serie de mensajes que había recibido y que habían estado a la espera de que se reanudara el servicio.


–¿Qué posibilidades tienes de encontrar trabajo en cuanto vuelvas a Londres? –preguntó mientras se recostaba en el sofá sin que su rostro revelara el impreciso plan que le rondaba por la cabeza–. ¿En el terreno de la restauración? Supongo que habrá trabajo en hamburgueserías, pero también supongo que no serán tu sitio preferido.


–Sinceramente, no creo que mi futura búsqueda de trabajo sea asunto tuyo.


–Además, hay el pequeño detalle de tener que pagar el alquiler sin tener empleo. Es difícil, a no ser que tengas mucho dinero ahorrado. ¿Es así?


–No es de tu…


–Incumbencia. ¿Era eso lo que ibas a decir?


–¿Qué pretendes, Pedro? De acuerdo, no tengo mucho dinero ahorrado, pero dispondré de lo que ganaré durante estas dos semanas.


Frunció el ceño y se preguntó cuánto duraría aquello. ¿Por qué le lanzaba la realidad a la cara? ¿No tenía corazón?


–No te llegará para nada. El coste de la vida en Londres es astronómico.


–¿Cómo lo sabes? –masculló ella, aunque él no hizo caso de la interrupción.


–Supongo que, en todo caso, podrías volver a Escocia, con tu abuela. Veo, por lo pálida que te has puesto, que la idea no te atrae mucho.


–¿Por qué me haces esto?


–¿El qué? –preguntó él con un aire inocente tan falso que ella apretó los dientes.


–Restregarme mis problemas por las narices. ¡Ojalá no hubiera confiado en ti!


–No lo estoy haciendo. No he venido aquí a… a…


–¿A enfrentarte a esa cosa tan molesta que se llama realidad?


–Eres una persona horrible.


Claro que tendría que enfrentarse al problema acuciante de cómo iba a sobrevivir sin trabajo y, probablemente, sin casa. 


Pero había optado por dejarlo a la espera durante unos días hasta que hubiera resuelto el tumulto emocional en el que se hallaba, cosa que, pensándolo bien, estaba llevando a cabo satisfactoriamente.


–Hay un motivo para que te recuerde los problemas a los que te vas a enfrentar.


Pedro se inclinó hacia delante apoyando los antebrazos en los muslos. No sabía por dónde empezar. Ella lo miraba con los labios apretados y una expresión apagada ante la realidad que le había puesto delante de los ojos.


–¿Que es…?


–Que es que estoy a punto de rescatarte. De hecho, estoy a punto de ofrecerte un abanico de tentadoras posibilidades. A cambio, solo tendrás que hacerme un pequeño favor.