martes, 11 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 6




SIMPLEMENTE estoy... estoy enferma —señaló Paula, asustada—. Es solo un dolor de estómago. Dentro de un día o dos estaré bien.


Los labios de Dan se contrajeron de forma involuntaria. 


Parecía luchar contra el terror que le producía el hecho de que ella se hubiera quedado embarazada justo cuando su matrimonio se venía abajo. Paula suplicó en silencio que no fuera cierto.


—¿Quieres decir que es imposible? —preguntó él.


—No... yo...


Ella se mordió el labio, disgustada. Y trató de recordar cuándo había tenido la menstruación por última vez. Llevaba una vida tan agitada que ni siquiera se acordaba, pero debía hacer siglos.


—No es probable. Después de todo, llevábamos semanas sin acercarnos el uno al otro.


—Pero es posible —insistió Pedro.


—¡No lo sé!


—Pero debes tenerlo anotado, ¿no?


Paula se puso muy nerviosa. Quedarse embarazada en ese momento sería un absoluto desastre. Era el peor momento. 


Pedro, por tanto, estaba horrorizado. Lo último que deseaba Paula era ser madre soltera, luchar sola por sacar a un hijo adelante.


—En mi bolso, la agenda —él le tendió el bolso sin decir palabra, con manos temblorosas y expresión feroz. Ella alzó la vista y se asustó. ¡Como si la culpa fuera suya!—. No tiene sentido que te enfades conmigo —añadió, rebuscando nerviosa.


—Tú cerciórate, ¿de acuerdo?


Ella siguió rebuscando. ¿Cómo habían llegado a esa situación? Solo unos días antes, aquella noticia los habría llenado de excitación... y de alegría. En ese momento, en cambio, Paula no sabía qué sentir. Pedro trataba de mantener la calma. Debía estar irritado ante la idea de verse atado a un niño que no quería, a una mujer a la que no amaba.


—La encontré —dijo ella abriendo la agenda de piel, observando el calendario por unos segundos, con sus días señalados, y tratando de averiguar qué podían significar.


—¿Y bien? —preguntó Pedro exhalando con brusquedad el aire contenido en sus pulmones y acercándose a examinar el calendario con el ceño fruncido—. ¿Qué significa eso? No tiene ninguna regularidad.


—Siempre he sido muy irregular —contestó ella, aterrada—. Es algo normal. El estrés, las malas comidas...


—Lo que necesito es saber cuándo tuviste la última menstruación —volvió a insistir Pedro.


—Ah... en abril, el día treinta y uno —respondió Paula—en llena de aprensión.


Él soltó de forma repentina el aire de sus pulmones y se dejó caer sobre la cama como si las piernas fueran incapaces de sostenerlo.


—Mi cumpleaños fue el siete de mayo —comentó él acto seguido.


Paula sabía a qué se refería. Aquel día habían salido juntos a comer a un restaurante de Londres para celebrarlo, y estaban tan contentos que volvieron a casa e hicieron de inmediato el amor. Unas cuantas veces. Ella se levantó nerviosa de la cama. No podía estar quieta ni un segundo más. Necesitaba hacer algo. Planchar, plantar algo en el jardín...


—Tengo que ducharme —musitó tambaleándose y dirigiéndose a ciegas al baño, mientras las lágrimas caían por su rostro.


—¿Ducharte?, ¿ahora?


—¡No es ningún crimen!


Paula ajustó la ducha para que el agua cayera con la mayor fuerza posible. Era un castigo por su estupidez. Estupidez por dejar que Pedro le hiciera el amor a pesar de haberle sido infiel, estupidez por no darse cuenta de que había dejado de tener la menstruación, y estupidez por confiar ingenuamente en un hombre que, como el resto, era capaz de engañarte en cuanto te dabas media vuelta.


Ella juró entre dientes y trató de borrar todo rastro de Pedro de su cuerpo. Se sentía herida. Por fuera y por dentro. Se echó champú y se restregó con fuerza el cuero cabelludo. Salió de la ducha rosada, rebosando limpieza por todos los poros. Lo contempló, medio mojado, y sintió sus pechos volver a la vida. Su forma de reaccionar ante Pedro la alarmó. Ya era hora de que su cuerpo viera en él un peligro



—Sal de ahí —musitó él—. Tenemos cosas que discutir. No puedes marcharte así...


—Necesitaba una ducha, me sentía sucia —se defendió Paula poniéndose el albornoz, para restregarse con fuerza las piernas.


—Pues sabes escoger bien el momento.


—Estás mojado.


—No cambies de tema.


—No tiene sentido hablar de ello, es ridículo —respondió ella secándose el pelo—. Tomo la pildora. Estábamos de acuerdo en que no tendríamos hijos durante una temporada. íbamos a trabajar hasta conseguir una estabilidad...


—Ningún método es infalible —señaló él—. Además, a principios de abril tomaste antibióticos para las anginas, ¿recuerdas? ¿Y no leí yo que los antibióticos pueden anular el efecto de la píldora?


—¡Pedro, es imposible que esté embarazada! —insistió Paula—. ¡De ser así llevaría embarazada más de dos meses! ¿Cómo no iba a haberme dado cuenta? Las mujeres sabemos intuir esas cosas...


—¿Has tenido tiempo siquiera de pararte a pensar, a intuir?


—No, hasta que tú no lo has mencionado —confesó ella, pálida. Paula dejó la toalla y volvió al dormitorio a buscar la ropa bajo la atenta mirada de Pedro. Él se había quitado la camiseta y se secaba el torso—. Bastante he tenido con seguir trabajando a este ritmo y sobrevivir, día a día.


—Bueno, pues piénsalo —sugirió él sacando una camisa limpia y poniéndosela—. Intuye. ¿Cómo te sientes?


Ella le lanzó una mirada breve y se llevó la mano al vientre. 


¿Eran imaginaciones suyas, o lo tenía significativamente 
hinchado? Su piel parecía... tersa... brillante. Paula abrió inmensamente los ojos y las miradas de ambos se encontraron.


—Es curioso.


—¿Qué es curioso?


—No sé, en realidad. No me siento... yo misma. Es como si... como si...


—Como si estuvieras embarazada —terminó Pedro la frase por ella.


—Mira —dijo Paula poniéndose los vaqueros—.Puedo abrochármelos. Es imposible que esté embarazada.


—Has estado enferma —señaló Pedro—. Apenas has comido. Podrías haber acabado con los dos.


—Así que ahora eres experto en embarazos, ¿no es eso? Está bien, lo admito, puede que esté baja de fuerzas y algo anémica...


—Y tienes todos los síntomas del comienzo del embarazo —añadió él cruzándose de brazos.


—¡No me trates así! —exclamó Paula ruborizándose, confusa y resentida ante el modo de Pedro de interrogarla.
—Lloras más de lo habitual —comentó él con frialdad, observando las lágrimas de su rostro.


—¡Tengo razones para hacerlo!


—Tranquila. Si estás embarazada tendrás que cambiar de forma de vida.


—¡Qué típico! —exclamó Paula—. ¡Tengo que empezar a vestirme con ropa grande y rosa, a beber limonada y a sonreír todo el día, mientras tú vas por ahí a tus anchas, como siempre!


—Yo no voy por ahí a mis anchas, me paso el día trabajando. Y digas lo que digas, no puedes seguir así —insistió Pedro, obstinado—. Llevas un ritmo de vida tan frenético que vas a acabar por poner en peligro la vida de mi hijo; y eso no te lo voy a permitir.


—¡También es hijo mío! —señaló ella de forma acalorada—. Y no pienso morirme de hambre. Necesito ganarme la vida, si es que tengo que mantenerlo...


—Aún no sabes si vas a tener un hijo —le recordó él, serio.


—No.


Paula no sabía qué sentir. En un sentido práctico, tener un hijo sería una pesadilla. No obstante, su sentido maternal comenzaba a despertar, susurrándole que su bebé sería maravilloso. Simplemente, no era el momento. Paula quería tener familia llegada la ocasión: quería tener un marido, un hijo o dos... lo quería todo. Lo más importante de tener un hijo era, precisamente, compartirlo con la persona amada.  Cuidarlo juntos, observarlo aprender, jugar... Pero podían pasar años antes de que conociera a una persona tan especial como Pedro. Y para entonces ella sería demasiado mayor, y tendrían que hacerle la inseminación artificial...


—Te has abrochado mal la camisa —comentó él.


Paula alzó la vista, confusa, alterada y deseosa, con el corazón en un puño. Pedro se acercaba a ella, alargaba una mano, desabrochaba los botones. Ella tenía los nervios de punta. Había sido un error mirarlo a los ojos. La profundidad de su mirada la arrastraba hasta lo más hondo, y la sensualidad de sus labios la atraía debilitando sus defensas. Paula alzó una mano y, de forma milagrosa, logró detenerlo.


—Puedo hacerlo sola —respiró ella asombrándose de su voz ronca.


Tenía que detener a Pedro. Conocía esa mirada. Era puro deseo. Y ella no deseaba otra cosa que yacer en sus brazos, experimentar una vez más la sensación de aquella nueva pasión que habían descubierto. Pero tenía que reprimirse por su propio bien. Algo en los ojos de Paula hizo comprender a Pedro que ella había tomado una decisión.


—Bien, entonces adelante —contestó él desafiante, inmóvil.


—Escucha, Pedro, tienes que dejar de hacer eso —dijo ella vacilante y excitada—. Todo ha terminado.


—¿En serio?


—¡Sí! ¡Sabes muy bien que sí!


—Entonces, ¿cómo explicas lo que ocurre cuando estamos juntos?


—No tengo respuesta. Pero estoy decidida, hablo en serio. Solo que mi cuerpo sigue funcionando como antes. Pero no tardará en captar el mensaje. No me gusta mi forma de reaccionar ante ti, pero no es más que una reacción física, nada más. ¡Y tu actitud es completamente intolerable! ¿Por dónde íbamos?


—Tratábamos de descubrir si estás embarazada. ¿Cuántas copas has bebido esta noche?


—Solo un vaso, y unos cuantos sorbos del segundo... ¡Dan! Si estoy embarazada, ¿podría haber...?


—No, no lo creo. Eso no es nada.


—Pero además... tú y yo hemos... —añadió Paula, nerviosa. Habría sido incorrecto decir que habían hecho el amor—... hemos tenido sexo. Si... si hemos puesto en peligro al bebé y lo he perdido, jamás te perdonaré.


—No me he comportado de un modo brutal, lo hice con suavidad, ¿no? Estoy seguro de que no tiene importancia.


—¡Yo, no estaría tan segura! No quiero que el bebé sufra sólo porque tú eres incapaz de quitarme las manos de encima.


—¡Eso es cruel, Paula! —exclamó Pedro, airado.


—¡Es lo que siento! —añadió ella arrepintiéndose de inmediato—. Lo siento... lo siento.


—Dios, yo también. Los dos somos responsables de lo ocurrido.


—Sí —respondió Paula tapándose la cara con las manos—. Acepto mi responsabilidad. ¡Oh, Pedro!, ¿qué vamos a hacer, si sucede lo peor? ¿Cómo vamos a ser capaces de perdonarnos, si el bebé nace... deforme?


—No tiene sentido pensar en algo que aún no ha sucedido. Lo primero es descubrir si estás embarazada. Concertaré una cita con el médico.


—No... —gritó ella, que prefería no enfrentarse a la verdad—. No tenemos médico; me haré un test.


—Aún así, tendrás que ver a un médico —señaló Pedro—. Hay uno en la ciudad, a un kilómetro de aquí. He visto la placa al pasar.


—No.


—Debes ir —insistió él—. Los dos necesitamos saberlo.


Pedro.. tengo miedo.


La expresión de los ojos de Pedro era indescifrable. Por un segundo, él se quedó contemplando la figura de Paula. 


Luego se encogió de hombros.


—Es inútil, no podemos hacer nada.


En su irracionalidad, ella deseó que Pedro la tomara en brazos y le prometiera que siempre estarían juntos, que le dijera lo mucho que se arrepentía de haberla engañado. Ese gesto hubiera bastado para perdonarlo, porque Paula sabía que él siempre se había sentido rechazado, que su vida siempre había carecido de afecto. Los dos habían cometido un error creyendo que su amor podría sobrevivir a cualquier crisis. Pero era natural que ese amor necesitara cuidados, no abandono. Demasiado tarde, reflexionó Helen.


—¿Qué vamos a hacer si estoy embarazada?


—Eso es asunto tuyo. Yo solo te pido que me dejes libre acceso para ver al niño.









EL ENGAÑO: CAPITULO 5





Paula se estiró con pereza y alargó de inmediato una mano hacia Pedro. Para su sorpresa, no lo encontró tendido sobre la alfombra. Abrió los ojos de mala gana. Por un momento permaneció quieta, reflexionando, comprendiendo por fin enfebrecida dos cosas. La primera, que había hecho el amor con Pedro apasionadamente, como nunca. Y la segunda, que él se había marchado.


Enseguida, una nueva pregunta surgió en su mente: ¿.dónde había aprendido Pedro a tocar de esa forma a una mujer? 


Siempre habían tenido relaciones sexuales satisfactorias, pero jamás...
Paula se ruborizó, sintiendo de nuevo el calor invadir su cuerpo hasta excitarla. De mala gana trató de reprimirse.


Deseaba borrar de su mente la imagen de los ojos de Pedro, llenos de deseo, excitándola, y la intensidad de su pasión que con tanta destreza había sabido satisfacerla.


¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Era probable que Pedro hubiera hecho la maleta y se hubiera marchado, riéndose de ella por emborracharse con el estómago vacío y ofrecerle tal fiesta de despedida. Furiosa consigo misma, Paula se puso en pie recordando aquella apasionada seducción como jamás había vivido otra. Jamás volvería a experimentarla, reflexionó. Y ella lo había alentado.


El hecho de que siguiera desnuda resultaba mortificante. Se había comportado de un modo... extraño. Tanto grito, tanta urgencia... era como si hubiera estado absolutamente desesperada por experimentar de nuevo, una última vez, el amor de Pedro. Y él, sencillamente, había reaccionado como cualquier hombre lo habría hecho. Ella se sintió débil y vulnerable, se tapó el cuerpo con los brazos, en medio del salón, y se preguntó qué hacer.


No podía enfrentarse a aquellas terribles escaleras. No, después de aquella apasionada despedida de Pedro y del recuerdo de la ropa de Celina sobre ellas. Pero había una ducha en la planta de abajo. La usaría y después buscaría una camiseta.


Nerviosa, se acercó a la puerta, escuchó, y cruzó el vestíbulo. A medio camino, sin embargo, tapándose con los brazos, se quedó paralizada, helada. El estaba aún en casa, hablando por teléfono con alguien, en su despacho.


—¡Con Celina! —musitó entre dientes, esperando en vano que fuera un error.


Paula decidió investigar. Se acercó de puntillas a la ducha y recogió una toalla. El corazón le latía con tanta fuerza que Pedro tenía que oír sus latidos. Lentamente se acercó a la puerta del despacho y pegó en ella la oreja.


—;Gracias a Dios que te pillo! —escuchó ella decir a Pedro, con un suspiro de alivio—. Tengo que verte. ¡Tengo que hablar contigo, Celina!


Incapaz de creerlo, Paula abrió de golpe la puerta dando un portazo contra la pared, sobre la que rebotó. Él soltó el teléfono, asustado. Ella corrió como el rayo, colgó el auricular con un fuerte golpe, y estalló con una furia monumental.


—¡Eres la persona más traicionera, egoísta, falsa y rastrera de la tierra! —gritó a escasos centímetros de él—. ¡Me repugnas! ¡Solo piensas en el sexo! ¿Cómo te atreves a aprovecharte de mí? ¡Deberías haberte dado cuenta de que había bebido demasiado! ¡Y encima ahora la llamas a ella! —las palabras salían a borbotones de la boca de Paula, que comenzó a sollozar comprendiendo que toda la pasión que habían vivido no había significado nada para él, mientras que a ella le había llegado al alma—. ¡No pienso volver a hablarte jamás! ¡Tendrás que hablar conmigo a través de los abogados! ¡Quiero el divorcio! ¡Eres despreciable, inmoral, vil...!


Ella gritaba de manera incoherente, hacía aspavientos con los brazos. Pero Pedro no se inmutó, se quedó inmóvil, impasible, a su lado. La cabeza le daba vueltas. Una sombra negra pareció cruzar su mente. Lo último que Paula sintió era que caía en lo más profundo de una infinita nada.


La negrura comenzó a aclararse, a tornarse gris, mientras ella se arrastraba, contra su voluntad, hacia la luz del día.


No, no era la luz del día, sino la de una lámpara. Parpadeó y descubrió que estaba en la cama. Desnuda. Olas de malestar invadían su cuerpo. Paula se precipitó al baño a vomitar. Él entró en el dormitorio justo cuando ella volvía a la cama. Llevaba vaqueros y camiseta, estaba muy sexy. Y pálido.


—¡Paula!


Pedro se lamió los labios pensativo, llevaba una taza humeante en las manos, pero no parecía importarle quemarse. Alerta, ella se incorporó y se sentó en la cama tirando de las sábanas, con los ojos muy abiertos.


—¿Qué?


Él dejó la taza en la mesilla. No dejaba de mirarla con impotencia, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones. Y tragó varias veces antes de contestar:
—Te has... desmayado.


—Sí, lo sé. Supongo que te das cuenta de hasta qué punto me has hecho daño.


—Hay un problema —añadió Pedro mostrando cierta inseguridad, sin atreverse a continuar.


—Por tu culpa.


—No... sigues... medio enferma.


—¿Y? —preguntó ella con el ceño fruncido.


Pedro respiró hondo y comenzó a caminar sin rumbo de un lado a otro de la habitación. Ella lo observó perpleja. Estaba tan rígido que parecía a punto de estallar. Cada uno de sus pasos tensaba todos sus músculos, hasta que de pronto se dio media vuelta, de espaldas a la ventana, de modo que Paula solo pudo ver su silueta, y no la expresión de su rostro.


—Tu cuerpo ha cambiado, lo he sentido diferente.


—¿Quieres decir que he engordado? —preguntó Paula tras una pausa, sorprendida, tirando de la sábana.


—No... no lo sé... simplemente está diferente...


—¿Sí?, ¿por la textura?, ¿la firmeza?, ¿diferente al de Celina? Bueno, en los últimos tiempos no he comido una sola comida decente —se apresuró a continuar Paula sin darle tiempo a contestar—. Como entre horas. Donuts, patatas fritas, chocolatinas. Cualquier cosa. A mí me gusta como estoy, y a ti no parece que te importara —el tiro había dado en el blanco. Ella supo que sus palabras lo habían herido, porque Pedro dio un paso atrás. Sin embargo, no estaba orgullosa de lo que había hecho—. Lo siento —añadió bajando los ojos—. No sé por qué lo he dicho, no he podido evitarlo. Pero debes reconocer que tengo razones para estar enfadada. Además, me siento mal, algo no va bien en mi estómago...


—No creo que se trate de eso, Paula —contestó él en voz baja—. Puede que haya otra razón por la que te sientas enferma.


—¿Qué razón?


Pedro se quedó mirándola en silencio. De forma gradual la importancia de sus palabras comenzó a cobrar sentido en la mente de Paula. Ella se quedó muy quieta, como si su vida estuviera suspendida de un hilo, abriendo enormemente los ojos. No, no podía ser. No podía estar embarazada.







EL ENGAÑO: CAPITULO 4




Paula no se echó a llorar. Quizá se debiera a que estaba aturdida y entumecida, a que era incapaz de pensar. Le era imposible quedarse en la cama, su inquietud era tal que le impedía descansar. Necesitaba hacer algo, así que se levantó y se puso una camisa y un par de calcetines de Pedro. Solía ponérselos los domingos por la mañana, para descansar. Se dedicaría a limpiar la casa, eso la ayudaría a pasar el tiempo.


Antes de comenzar, la casa parecía un poco abandonada. 


Para ella, las tareas caseras no eran una prioridad. Al fin y al cabo, los albañiles echaban a perder todos sus esfuerzos. 


Para cuando terminó de limpiar el despacho, las arañas habían huido asustadas. Solo cuando pasó a la futura habitación de los niños a raspar los restos de escayola, tomó aliento y recordó la situación en que se hallaba.


Eso bastó. Paula pasó una hora acurrucada en un rincón del dormitorio, retorciéndose y torturándose, sin dejar de observar el lugar en el que tenía pensado poner la cuna.


Llorando, preparó una bolsa de agua caliente y volvió a la cama; poco a poco, sus sollozos fueron cediendo. Escuchó atenta todos los ruidos, con la esperanza de oír el coche de Pedro. Pero fue inútil. En el fondo intuía que sería así. Lo sabía.


Pasó la mayor parte de la noche despierta, reflexionando. 


Nunca había sido tan infeliz. Al contrario que Pedro, ella había tenido una infancia feliz, sin traumas ni tragedias. Sus padres, que vivían en California, la adoraban. El sentimiento de desgracia era para ella una novedad. Paula se sentía traicionada, sin confianza en sí misma. Él la había rechazado, había elegido a otra persona. Era como si le dijera que no era lo bastante buena para él. Y su autoestima estaba por los suelos


A la mañana siguiente se levantó de la cama a duras penas, medio enferma. Durante todo el día continuó con las tareas de la casa, parándose de vez en cuando para echarse a llorar. La casa debía tener buen aspecto, si es que había que fotografiarla para ponerla a la venta. Hablaría con un agente al día siguiente. De momento, se sentía incapaz de descolgar el teléfono sin echarse a llorar.


Por fin, comenzó a anochecer. Se sentía débil, tenía náuseas y estaba agotada. El silencio y la soledad de la casa la sofocaban. Desesperada, se dirigió a la cocina y se sirvió una copa de vino. Aquel líquido rojo consiguió relajarla, pero no evitar que siguiera torturándose, pensando en Pedro. Por eso se sirvió una segunda copa, creyendo que le serviría de anestesia.


Tras unos cuantos sorbos se sintió mejor. Quizá incluso fuera capaz de dormir. Estaba mareada, apenas era consciente de que no había comido nada. Paula suspiró, a punto de darse media vuelta, cuando sintió que alguien la observaba. Lentamente volvió la cabeza, llevándose la mano al pecho, aliviada.


—¡Pedro! —exclamó borrando de inmediato la alegría de su rostro, para esbozar una expresión seria—. No te he oído entrar.


Él estaba terriblemente atractivo. Su aspecto era el de un seductor ejecutivo, un amante de corbata a medio desatar y camisa a medio desabrochar. El amante de otra, pensó Paula. Y ahí estaba ella, sucia con aquella camisa grande y aquellos calcetines.


Tiró de la camisa y de inmediato se arrepintió al ver cómo Pedro se quedaba mirando sus piernas desnudas.


—¿Qué tal estás? —preguntó él, tenso.


—Bien.


—Huele a productos de limpieza.


—Es solo una táctica de distracción —contestó ella, aturdida.


—Comprendo —dijo Pedro lamiéndose los labios, sin dejar de contemplarla—. Creo que a mí tampoco me vendría mal un trago.


Paula alcanzó un vaso y lo lanzó, junto con la botella, deslizándolo por la encimera de la cocina. Él estaba demasiado cerca, podía oler su fragancia. Paula respiró profundamente, tratando de grabar aquella sensación en su memoria para siempre.


—Has vuelto pronto del trabajo —observó ella.


Pedro asintió. No tenía intención de confesarle que aquel día ni siquiera había ido a trabajar, que lo había pasado torturándose, tratando de hacerse a la idea de que ella era igual que las demás mujeres: una persona en la que no se podía confiar.


—He venido a hacer la maleta —contestó él, impasible, como si no tuviera emociones.


Pedro se felicitó por su interpretación, pero sus ojos seguían contemplando a Paula llenos de deseo. Ella estaba ruborizada, su mirada era lánguida a causa del vino. Él se preguntó cuánto habría bebido. Se había hecho una coleta y estaba guapa. Le gustaba ver su rostro al natural, sin maquillaje. Sus labios eran rojos, y el superior se curvaba de tal modo que no podía evitar desear besarla. Aquella camisa dejaba ver en exceso sus largas e incomparables piernas. Al alzar el brazo para alcanzar el segundo vaso, había podido observar cómo la camisa se pegaba a su precioso trasero.


—Entonces te vas —comentó ella.


—Aja —respondió él, pensativo, con el ceño fruncido.


Lo excitaba verla vestida con aquella camisa masculina. Le quedaba grande, pero modelaba con sensualidad sus pechos. Él incluso se aventuró a conjeturar que no llevaba nada debajo. Pero para él, desde ese momento, Paula era tabú. Aún era su mujer, pero solo porque así constaba en un pedazo de papel. Sintió cierta amargura en la boca, y se apresuró a amortiguarla con un sorbo de vino.


—Hoy tienes mejor aspecto —comentó él preguntándose por qué se permitía el lujo de mantener aquella conversación, cuando lo que debía hacer era huir.


—¡Vaya! —exclamó ella mirando para abajo, alzando un brazo y dejándolo caer—. Seamos sinceros, estoy horrible.


Hubo un tenso y desagradable silencio. Incapaz de pensar en nada que decir, aunque fuera algo banal, Pedro largó una mano hacia la botella de vino justo al mismo tiempo que
ella. Sus manos tropezaron... y permanecieron en contacto durante unos electrizantes segundos. Él tragó, juró en silencio y se derritió por dentro. La deseaba.


—Tú primero —cedió él.


La mano de Paula, temblorosa, acabó derramando el vino. 


Su precioso rostro se ruborizó. Por fin, ella alcanzó una bayeta. Paul tenía los labios entreabiertos, resultaban tan dulces que él no pudo resistirse por más tiempo. Bajó una mano y la colocó sobre su brazo, diciendo con voz ronca:
—Déjame a mí.


Pedro se aclaró la garganta y limpió el vino, fingiendo concentrarse en la tarea. Pero Paula no apartó la mano ni se echó atrás, sino que permaneció a su lado, tentándolo. 


Hacía semanas que no ocurría algo así, pero era ya demasiado tarde. Pedro llenó el vaso hasta arriba, con tal de hacer algo.


—Así que... —comentó él haciendo tiempo, incrédulo ante su propia reacción.


—¿Sí? —preguntó ella con voz y labios trémulos.


Pedro solo podía pensar en cómo sabrían esos labios si los tomara al asalto. Se rendirían, carnosos. Gimió levemente, dio un largo trago de vino y trató de buscar algo que decir.


—Eh... creo que voy a hacer la maleta.


Le había costado trabajo decir esas palabras. Lo que en realidad quería era quedarse con Paula, contemplarla. No, abrazarla. Deslizar las manos por debajo de la camisa y sentir su fabuloso cuerpo rendirse ante él. Y lenta, profundamente, hacerle el amor con pasión, hasta volverla loca...


—Bien.


Ella dio un sorbo de vino cerrando los ojos. Su rostro tenía una suavidad que nunca antes había observado. Paula siempre había sido delgada, sus pómulos siempre habían sido prominentes, pero en aquel momento su belleza resultaba arrebatadora. Era tremendamente femenina, sugerente.


—Bueno, primero terminaré el vino.


Una vez más, Pedro se escuchó a sí mismo diciendo estupideces. ¿Por qué se sentía tan incapaz de decirle la verdad, de demostrarle lo que sentía? Sabía la respuesta. 


En pocas palabras: instinto de defensa. Se había pasado la vida tratando de defenderse de los demás. Con Paula, al principio, había hecho una excepción, creyendo que ella jamás lo decepcionaría, que permanecerían juntos para siempre. Pero era evidente que había cometido un error.


—Hay ropa tuya en la secadora —comentó ella dejando el vaso sobre la mesa con exquisito cuidado, como siempre, y señalando en dirección al lavadero.


Fue entonces cuando Pedro comprendió que Paula estaba algo achispada. Resultó de lo más fácil desviar de manera traviesa el peso de su cuerpo en dirección a ella para
tropezar.


—¡Oh, uy! —exclamó ella, sorprendida.


Él alargó con rapidez los brazos para evitar que Paula se cayera. Pero, ¿qué demonios estaba haciendo?


—Lo siento, ha sido culpa mía —dijo él soltándola, haciendo un supremo acto de voluntad.


—No, la culpa ha sido mía.


En efecto, Paula estaba un poco ebria. Ni siquiera se apartó. 


Su actitud era, en cierto modo, de penoso abandono. Sin pensarlo más, Pedro la tomó en brazos y la atrajo hacia sí, sujetándola con fuerza contra su pecho. Era natural que ella estuviera desorientada. Se conocían desde la adolescencia. Y separarse sería para los dos... Él dejó de pensar en ello. Era demasiado doloroso.


—Pronto te encontrarás bien —aseguró él.


Paula era una persona con mucha resistencia. Iba con su divertido hipo por la vida, que a él tanto lo hacía reír, y con su mente aguda, que tanto lo impresionaba. Pedro la envidiaba. Nada ni nadie, jamás, la asustaba. Nunca se había sentido rechazada, nunca se había sentido como un estorbo. Era una persona segura de sí por completo, y no tardaría en caer en las redes de una nueva conquista... Pero no, eso jamás lo permitiría.


Pedro sintió de pronto un violento malestar, alzó la barbilla de Paula con firmeza y la besó con pasión en los labios, estrechándola contra sí dolorosamente, contra su cuerpo excitado. Notó el sobresalto de ella, el estremecimiento que la recorrió de arriba abajo. Cuando por fin, creyendo que la molestaba, estaba a punto de soltarla, Pedro sintió las manos de Paula deslizarse por su pecho y enredar los dedos en los huecos entre los botones. Era uno de sus movimientos favoritos.


No tardaría en tratar de desabrochar esos botones enfebrecida, para acariciarlo y saborearlo con labios, dientes y lengua. Él arqueó todo su cuerpo, deseoso. Gimió sabiendo que jugaba con fuego, y comenzó a besarla con más calma, a explorarla con más suavidad, lentamente.


Su intención era, por último, dar un paso atrás y despedirse, pero el camino al infierno estaba siempre lleno de tentaciones. Porque Paula no estaba dispuesta a decirle adiós sin más. Parecía deseosa de aquella pasión y de aquel fuego, sus labios se movían de forma desatada, y sus manos frenéticas le arrancaban la ropa.Pedro sintió un desenfreno en su interior. En medio de la niebla y de la ceguera de su mente, levantó a Paula y la puso sobre la encimera de la cocina, sin soltar su nuca y sin dejar de besarla, deslizando una mano por debajo de su top y posándola bajo uno de sus pesados pechos.


Los ojos de él se cerraron en la agonía de aquella bendición. 

Como siempre, la sensación era de una increíble voluptuosidad, tentadora y sexy. Tenía que quitarle la camisa a Paula. Impaciente, se la levantó y dejó que ella se la quitara.


Por un momento el cuerpo de ella se estiró, esbelto y menudo, tremendamente erótico, con sus preciosos pechos hacia arriba, mientras alzaba los brazos por encima de la cabeza para quitarse el top. Él estaba temblando, maravillado ante sus pezones, tensos para él, tentándolo...


Saborearla fue dulce. Sus puntas se moldeaban ante los labios de Pedro mientras Paula lo agarraba del pelo, gimiendo. Bajo sus manos, el cuerpo de ella era bello y suave, radiante. Las sensaciones eran tan intensas que él se sintió borracho, tan borracho que apenas podía mantenerse en pie.


Pedro enterró el rostro en la firmeza del cuerpo de Paula, inhalando su fragancia única mientras besaba y adoraba—cada centímetro de sus voluptuosos pechos. Pero ella tenía prisa, lo agarraba con fuerza de unos cuantos mechones de pelo. Él sentía arder su semblante de tanto desesperado beso y mordisqueo, de tanto lamer el labio inferior de Paula, lleno de urgencia. Todo él se llenaba de trabajosos jadeos, su mente era un caos de fuego y placer en el que no cabía nada más.


Ella tomó su mano, arrastrándola desde uno de los rosados pezones hasta la abertura de sus piernas. Pedro, a punto de protestar, dejó escapar en cambio un gemido gutural al encontrar allí su carne húmeda, esperándolo. La cabeza le daba vueltas pero, al fin, consiguió agarrar a Paula de la cintura y levantarla. Con las largas piernas femeninas enrolladas a la cintura, Pedro se tambaleó a duras penas hasta el salón, besándola y devorándola con ardor mientras ella se estrechaba y acurrucaba contra su cuerpo.


Él la dejó sobre la alfombra y se quitó aprisa la ropa con la impaciencia de un adolescente. Los cabellos de Paula caían sobre su rostro, se le había soltado la coleta. Ambos se miraron el uno al otro, con los ojos llenos de deseo. Los de ella se tornaron más y más eróticos conforme él se desnudaba, mientras sus labios se abrían sugerentes y su corazón parecía a punto de estallar.


Ella no deseaba una lenta y sensual seducción. Pedro mismo estaba embargado hasta tal punto por la desesperación, que llegó incluso a pensar, en un rincón de su caótica mente, que aquella sería la última vez que hicieran el amor. Él siempre se había mostrado tierno y afectuoso con ella, pero en esa ocasión su pasión cobró una nueva dimensión. Pedro jamás había visto a Paula tan desinhibida, tan intensamente apasionada y fiera. Ella lo confundía y lo dejaba sin sentido; cada una de las caricias que le procuraba tensaba sus nervios, lo hacía arder. Los dos gritaban y gritaban, sus cuerpos se movían con exquisita perfección, extrayendo de aquella unión hasta la última gota de placer.


A pesar de la ceguera momentánea de sus ojos. Pedro encontró a Paula más bella que nunca. Dulce, erótica, ella lo excitaba con la mirada, con las manos y con todo su cuerpo, hasta dejarlo sin sentido. Todo él ardía. Los nervios se le agarrotaban de puro y exquisito dolor. Él no podía soportarlo. No podía más. Era demasiado maravilloso, demasiado... Olas y olas de placer, una y otra vez. Y otra...


Apenas podía respirar. Pedro parecía balancearse en el abismo, cada músculo de su cuerpo se tensaba con tal fuerza que todo le dolía. Y después, de forma gradual, comenzó a recuperar la conciencia, a relajarse hasta volver a la tierra. De vuelta a la sensación de culpa, al arrepentimiento por algo que no había hecho.


Paula permaneció inmóvil bajo él, con los ojos cerrados y una sonrisa serena en el rostro. Con suavidad, él le apartó el pelo de la cara.


—Paula...


Ella no se movió. Pedro se apartó con cuidado, tratando de no molestarla para evitar pesarle y disfrutar, al mismo tiempo, del lujo de aquellos extraordinarios estremecimientos que recorrían todas y cada una de las células de su cuerpo. 


Él tragó. Una fuerte emoción invadía su pecho, derribando todas las barreras que con tanta dificultad había erigido y arrastrando todo su ser hacia una destructiva debilidad.


—¡Paula! —exclamó en un susurro, volviéndose para mirarla.


Ella estaba profundamente dormida. Pedro se alegró. Tenía que tomar una ducha, recoger aprisa algo de ropa... Y llamar por teléfono a Celina.