domingo, 15 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 24




Comenzó una canción lenta.


Pedro vio a Roberto cerca colocándose los pantalones y la pajarita y echándose atrás su ridículo pelo rubio sin dejar de mirar a Paula.


–Es mía –le susurró al chico al oído mientras le daba una vuelta a Paula.


Con un suspiro que no intentó ocultar, Paula deslizó las manos por su pecho, por sus hombros y alrededor de su cuello. Él intentó contener el cosquilleo que le produjeron esas caricias, pero no había manera de detenerlo.


–No puedo creerme que ya sea de noche y que la boda haya terminado. Elisa ya ha cruzado el altar, Tim no se ha desmayado, mi madre aún tiene que intentar acaparar el escenario, y las cosas no podrían haber salido mejor. Pero claro, tengo que decir que esto es muy agradable –le dijo con una sensual voz mientras sus dedos jugueteaban con el pelo de su nuca.


Pedro la agarró con más fuerza contra su cuerpo, acercando su erección a su vientre. Aunque ella no lo mencionó, era imposible ignorar el calor y la dureza que atravesaban la fina tela de su vestido mientras bailaba, sonreía y saludaba a otras caras familiares que pasaban bailando ante ella.


Paula sacudió su larga melena y le lanzó una mirada que le dejó claro que estaba percatándose de lo excitado que estaba… y que lo estaba disfrutando. La muy descaradilla comenzó a moverse más suave y más dulcemente contra él. 


Bradley Pedrodeslizó una mano entre su pelo y bajó la otra sobre la suave curva de su espalda y algo más abajo…


Las pupilas de ella se dilataron hasta que sus ojos se volvieron negros como la noche, asaltados por una atracción sexual que a la vez los iluminó. Al instante, Paula saludó a un chico al otro lado de la sala.


–¿Quién era ese?


–Simon. Un amor de instituto.


–¿Os dejo solos?


–Demasiado tarde. Está casado y tiene cuatro hijos –apoyó la cabeza contra su pecho y canturreó suavemente.


–Y pensar que podrías haber sido tú –dijo él llevándole la mano a su hombro.


–Lo dudo mucho. Regenta la ferretería de su padre y jamás se habría marchado de aquí. Yo, en cambio, cuando mi padre murió supe que jamás encajaría aquí. Me largué en cuanto tuve suficiente dinero ahorrado. 



–¿Buscabas aventuras?


Ella hundió más los dedos en su pelo y con una suave voz dijo:
–Buscaba algo.


Y así, siguieron bamboleándose al ritmo de la música un largo rato más, perdidos en sus propios pensamientos y envueltos en un torbellino de tensión sexual que no hizo más que crecer según se acercaban más el uno al otro.


Pedro ya no pudo soportarlo más.


–¿Podemos salir de aquí?


Ella levantó la cabeza de su pecho y le respondió:
–Solo me queda una última labor de dama de honor por hacer, y después estoy libre. ¿Y sabes qué es? Algo en lo que podrías ayudarme.


–Después de haber visto tu maleta con cosas de «por si acaso», me da miedo decir que sí antes de saber en qué me estoy metiendo.


Ella sonrió.


–Implica montones de pétalos de rosa, un baño de burbujas, champán y preservativos.


–Entonces, ¡sí, claro!







UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 23





Pedro estaba recostado en un sillón rosa contra una pared del salón de baile del Gatehouse.


Sobre él una lámpara de araña rosa se sacudía delicadamente al compás de la música. A su lado unas peonías rosas flotaban en un cuenco de cristal lleno de agua. Estaba bebiendo café en porcelana china de Royal Doulton. La boda de Elisa y Tim era el lugar para el color rosa.


Los discursos ya habían terminado, la tarta ya se había cortado, los invitados ya llevaban varias copas de champán y Time Warp sonaba por los altavoces.


La fiesta había comenzado de verdad.


Pero a él no le importaba mucho lo que los demás invitados estuvieran haciendo, solo había una a la que estaba buscando. Una que parecía habérsele escapado de las manos una docena de veces ese mismo día con la excusa de tener que cumplir con algún deber de dama de honor.


Time Warp terminó y la sexy batería de I Need you Tonight resonó por todas partes. Los bailarines más mayores salieron corriendo a por agua y sillas, mientras que los jóvenes comenzaron a bailar. Los jóvenes entre los que estaban incluidos la novia y una elegante morena con un vestido negro con la espalda al aire.


Tal vez Elisa había heredado las habilidades de su madre en la pista de baile, pero Pedro jamás llegaría a saberlo porque sus ojos no se apartaron de Paula ni un instante. O, más específicamente, no se apartaron del contoneo de sus caderas que nada tenía que ver ni con habilidad ni con clases y sí con una innata sensualidad. Con la imagen de una sedosa piel cuando la falda se abría y mostraba su pierna. Con el modo en que sacudía su larga melena con el mismo desenfreno que había mostrado en la cama.


Cada sensual movimiento le recordaba lo que era tenerla rodeándolo, cómo su cálida piel se rendía a sus caricias, cómo sonaba su nombre en sus labios mientras ella se derretía en sus brazos.


Alzó los brazos al aire. Tenía los ojos cerrados. Era absolutamente ajena a la manada de hombres que bailaban todo lo cerca que podían de ella sin que sus parejas se dieran cuenta.


Era como un cisne en un lago lleno de patos. No encajaba ahí, estaba por encima de toda esa gente y de ese lugar. 


Jamás se quedaría allí.


La había seguido y había boicoteado sus vacaciones para asegurarse de que volvía a Melbourne y ahora estaba seguro de que lo haría. Se había quedado para asegurarse de que Paula lo pasaría bien como modo de agradecerle su duro trabajo y ahora estaba más que seguro de que se divertiría. Si esas fueran las únicas razones por las que estaba allí, perfectamente podía dejarle un mensaje diciéndole que se marchaba e irse sin más.


Dejó el café en la mesa y se inclinó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas.


–Es de mala educación marcharse antes que los novios.


Pedro se giró y se encontró a la madre de Paula sentándose a su lado; parecía una visión color verde manzana. Si su intención había sido destacar en ese mar de rosa, lo había logrado.


–Os habéis superado, Virginia. Reconozco una producción con clase cuando la veo –extendió la mano para estrechársela y ella le dio una copa de cerveza. Alzó la suya a modo de brindis y se bebió la mitad de un trago.


Pedro dio un sorbo algo más conservador y a juzgar por la mirada de la mujer, tenía la sensación de que iba a tener que necesitar estar sobrio para lo que pudiera venir.


–Conozco a los hombres de tu clase.


–¿Y qué clase es esa?


–Eres un jugador, no eres de los que se quedan. Lo sé porque, a excepción de uno, me he visto atraída hacia hombres como tú durante toda mi vida.


–¿Y te preocupa?


Ella se quedó mirándolo; sus ojos eran de un color distinto al de su hija aunque tenían la misma intensidad.


–¿Preferirías que me marchara?


Virginia se rio.


–Por favor. ¿Te parezco una bravucona?


Pedro la miró. Parecía ser alguien que fuera a dar problemas, más que parecer la madre de la novia.


Pero también era la madre de Paula y, por eso, no le apetecía discutir con ella.


–En absoluto… –dijo al levantarse para marcharse.


Ella le puso una mano en la rodilla y lo obligó a sentarse.


–Me he fijado en cómo miras a mi hija.


Él no se molestó en responder a lo que claramente era una acusación, aunque sus ojos sí que se desviaron por un instante hacia la pista de baile. Paula había vuelto a desaparecer y él maldijo para sí.


–Elisa se parece mucho más a mí. Ha nadado entre tiburones para encontrar a su pececillo. ¿Y Paula? No tiene ni un pelo de astuta en su cuerpo. Juega limpio, se esfuerza al máximo y cree que eso la hará triunfar. En la vida, en el trabajo y en el amor. En eso es igual que su padre. Ve el bien en todo el mundo… incluso en esos que no se lo merecen.


–Si estás a punto de preguntarme por mis intenciones con respecto a Paula, te quedarás decepcionada. Soy una persona muy discreta y mis asuntos personales no quedan abiertos a discusión.


–¿Pedro?


Pedro alzó la mirada y se encontró a Paula junto a ellos.


Tenía la melena alborotada, las mejillas encendidas y estaba preciosa. Le subió la temperatura de la sangre diez grados solo con mirarla. Era la mujer que llevaba todo el día evitándolo.


Entonces vio su expresión de preocupación, como si hubiera captado la tensión que había entre su madre y él.


–¿Va todo bien?


–Fabulosamente. Siéntate –dijo Virginia–. Pedro estaba diciéndome que es la mejor boda a la que ha ido nunca, ¿verdad, Bradley?Pedro


–¿Y te ha dicho también que es la primera boda a la que va?


Virginia se rio como si fuera lo más gracioso que hubiera oído en su vida.


–No. La verdad es que ha sido muy reservado con muchas cosas, como por ejemplo sobre la relación que tenéis los dos.


–Vale, ya está –dijo Paula con impaciencia antes de agarrar a Pedro de la mano y levantarlo–. Vamos, jefe. Me apetece bailar.


–Querida –dijo Virginia–, solo quiero conocer a tus amigos.


–Déjalo ya, Virginia, lo digo en serio –lo agarró con más fuerza y se situó entre los dos, como diciéndole a su madre: 
«Si quieres algo con él, tendrás que pasar por encima de mí».


¡Qué mujer! Con lo pequeña que era y cómo lo protegía. No era de extrañar que se le diera tan bien absorber los millones de pequeños dramas que lo asaltaban cada día en el trabajo. 


Ella hacía su vida más fácil solo con su presencia y siempre lo había hecho. La agarró con fuerza; ya era hora de que alguien le absorbiera los dramas a ella, para variar.


–Ha sido un placer charlar contigo, Virginia –dijo Pedro.


–Pedro, espero que encuentres el momento adecuado para despedirte de mí como es debido.


–Haré lo que pueda.


Virginia asintió antes de girarse y llamar a otro invitado para que se tomara una copa con ella. Mientras, Paula llevaba a Pedro hasta la pista de baile.


–¿A qué ha venido todo eso?


–¿El qué?


Paula se limitó a sacudir la cabeza y a dejar que la música acabara con sus preocupaciones.


Y mientras la veía contonearse con el pelo alborotado y esos músculos tan sexys y hermosos de su espalda moviéndose al ritmo de la música y de sus caderas, se preguntó cómo demonios se le había pasado por la cabeza acortar ese fin de semana.


La tomó en sus brazos, deslizó una mano por su espalda y respiró hondo mientras ella temblaba ante sus caricias.


Un día más…










UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 22





Paula vio una grieta en el cemento de la balaustrada del balcón al que daba el cuarto de baño donde Elisa estaba «tomándose un momento», que en el idioma femenino de las Chaves significaba «hacer pis».


Respiró una buena bocanada de aire fresco de la montaña y miró su reloj. El reloj que antes había pertenecido a su padre, con la diferencia de que ahora, cuando lo miraba, veía el reloj que Pedro había rescatado. Vio que solo faltaban cinco minutos para que diera comienzo la boda.


–Tu hombre es una belleza –dijo Elisa–. Es tan grandote, tan masculino, tan varonil, tan sexy. ¿Ya me entiendes, no?


Sí, claro que sí. Paula la entendía muy bien. No había pasado ni un minuto en todo ese fin de semana que no lo hubiera pensado. Y más. Con todo detalle. Pero ahora no era el momento porque había llegado la hora de casar a su hermana.


Su pequeña y valiente hermana.


Paula también quería casarse algún día. De verdad que sí. 


Pero no podía escapar de esas dudas. ¿Y si dejas de quererlo? ¿Y si él no te quiere lo suficiente? «¿Y si lo quieres más que a tu vida y muere?».


Elisa se dejó caer sobre un banquito de cemento y Paula se estremeció. Si su hermana no se hacía más manchas en la seda color marfil del vestido, sería un milagro.


–¿Crees que es posible amar a un hombre toda tu vida? – Preguntó Elisa–. ¿Ser feliz durmiendo con el mismo hombre durante el resto de tus días? ¿O el resto de los suyos? O… ya sabes lo que quiero decir.


Paula sabía exactamente lo que quería decir.


–Fíjate en mamá. ¿Crees que tenemos sus genes? –se sentó junto a su hermana y le tomó la mano.


–No estoy segura de ser la persona adecuada a la que preguntar. Nunca antes he estado enamorada.


Elisa abrió los ojos de par en par.


–¿Nunca? ¡Madre mía! Eso será porque pones el listón muy alto.


¿Era eso verdad? ¿Era ese el problema? Sabía que no se había enamorado de ninguno porque en ninguno había encontrado esa chispa que ella veía tan importante, porque ninguno había tenido nada brillante que decirle, porque sus dedos tenían una forma extraña o porque sus brazos eran demasiado cortos. Siempre se había dicho que simplemente estaba esperando a encontrar todo lo que buscaba en un hombre y lo cierto era que ya lo había encontrado. En Pedro. Solo pensar en su nombre la encendió por dentro y sus mejillas se iluminaron a tanta velocidad que se sintió mareada.


Entonces a Elisa comenzaron a temblarle los labios y ella centró la atención de nuevo en la novia.


–¿Ely? ¿Estás bien?


–Ojalá papá estuviera aquí –dos grandes lágrimas le cayeron por las mejillas.


A Paula se le encogió tanto el corazón que le dolió. Tragó el nudo que se le había formado en la garganta y contuvo las lágrimas. Le había costado dos horas maquillarse y no pensaba pasar por lo mismo otra vez.


Se giró para sacar unos pañuelos de papel de su bolso, pero los sollozos de Elisa se detuvieron al fin. Elisa no necesitaba pañuelos de papel. Necesitaba a su hermana mayor. Y así, le secó las lágrimas con su dedo y le dijo:
–Yo también le echo de menos, todos los días, pero ¿sabes una cosa? Hoy estaría muy orgulloso de nosotras, de vernos tan guapas y relucientes. Yo, como una chica de Melbourne y tú casándote con el hombre que amas. Sus chicas lo han logrado.


–Recuerdo que me decía que lo único que quería era que fuéramos felices y soy feliz. Verdaderamente feliz. Tú eres feliz, ¿verdad?


¿Era feliz? La mayor parte del tiempo, sí… ¿Podía ser más feliz? ¡Y tanto!


Pedro te haría feliz –dijo Elisa representando sus pensamientos de un modo tan acertado que Paula se preguntó si lo habría dicho en alto–. Por lo menos dime que es bueno en la cama.


¿Bueno? El inglés no era el idioma apropiado para llegar a describir lo que era Pedro. Tal vez en francés sonaría mejor, o en italiano. Sí, definitivamente en italiano.


–Esos dedos tan largos… –apuntó Elisa.


–¡Elisa! De acuerdo… Es mejor de lo que podría haberme imaginado.


–¡Pues entonces cásate con él!


Paula sacudió la cabeza y se encogió de hombros. ¿Cómo podía explicarle a una mujer que estaba a punto de casarse con el amor de su vida el triste trato que había hecho de «lo que sucede en Tasmania, se queda en Tasmania» con el fin de poder conseguir lo que fuera de ese tipo?


–Ahora mismo no me importa. Tu vida es tuya. No mía ni de mamá. Así que, señorita novia, ¿está lista para convertirse en la señora de Tim Teakle?


–Lo estoy –respondió Elisa sin vacilar–. Lo amo tanto que me duele, aunque es un dolor maravilloso en el centro de mi corazón. Hace que me quiera reír y cantar y bailar. Me hace resplandecer.


–Entonces, ¿qué otra cosa vas a hacer más que salir ahí y casarte con él?


Elisa extendió los brazos y se abrazaron. Con fuerza. Un largo rato.


Paula cerró los ojos e intentó no pensar en lo que acababa de descubrir: Pedro era el único hombre que había conocido que le hiciera querer reír y cantar y bailar. Y estaba tan obnubilada ahora mismo que no podía pensar con claridad.


No, no. Lo amaba, ¿verdad?


Amaba cómo le hacía pensar. Cómo la hacía derretirse. Incluso cómo prácticamente la volvía loca. Cómo la desquiciaba hasta el infinito y más allá.


Cerró los ojos con fuerza mientras la recorría un agridulce dolor.


La noche anterior, justo antes de que hubieran hecho el amor, ella había deslizado la mano por su mejilla, lo había mirado a los ojos, y había pronunciado en alto las palabras que estaba intentando utilizar para convencerse a sí misma. 


«Eres el hombre equivocado para mí».


Los ojos de Pedro se habían oscurecido, pero entonces había parecido iluminarse al sonreír y responderle: «No lo olvides nunca».


Lo amaba, pero ¿qué importaba eso cuando él se sentía demasiado herido y era demasiado testarudo como para corresponderle? ¿Qué iba a hacer?


¿Qué podía hacer más que salir de ahí y ser la mejor dama de honor que hubiera existido nunca? ¿Hacer todo lo que estuviera en su poder por evitar a Pedro y que descubriera lo que sentía? Era un plan excelente.


Y entonces Paula miró la hora.


–¡Llegamos tarde!


Elisa se recostó en el banco y dijo:
–Lo adoro, pero no creo que haga daño que le haga esperar un poco, ¿verdad?


Paula contuvo una carcajada. Elisa echaba de menos a su padre tanto como ella, pero no había duda de que era hija de su madre.