domingo, 13 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 11




Después de comer, Paula suspiró mientras paseaban a la orilla del lago. Hablaron sobre muchas cosas, lo que habían hecho esas semanas, cómo iba la ampliación del local... 


Poco después, Pedro señaló una casa enorme lo lejos.


—Es de mi casero. Toda esta finca es suya. Me vendió el establo, pero con la condición de que no hiciera obras y que volviera a vendérselo cuando me cansara de él.


—¿Y vas a hacerlo?


—Ahora mismo, no. Pero supongo que algún día tendré que venderla. No es un sitio adecuado para una familia con niños.


Paula lo miró, atónita, y él soltó una carcajada.


—No, no hay ningún pequeño Alfonso todavía, pero algún día quiero formar una familia.


—Ahora mismo me apetecería ese té que has mencionado antes —murmuró ella, sin mirarlo—. Por cierto, se me ha olvidado preguntar por la cena. ¿Quieres que cocine yo?


Pedro negó con la cabeza.


—He ido al mercado. Cuando le dije a mi madre que venía con una amiga, ella me recordó que aquí no se puede pedir comida por teléfono.


—¿Le has hablado de mí?


—Sólo sabe tu nombre. Además de insistir en que quiere tener nietos, mi madre no se mete mucho en mi vida amorosa... probablemente porque nunca he llevado a ninguna mujer a casa.


—¿Ha habido muchas? —preguntó Paula.


—Depende de cuántas te parezcan muchas —se encogió Pedro de hombros—. El número es irrelevante, porque nunca he estado enamorado. ¿Y tú?


—Yo sí.


—¿De Morrell?


Paula asintió.


—Y antes de él, cuando trabajaba en Londres, hubo un hombre llamado Richard Manners. Pero duró poco —contestó mientras Pedro entraba en la casa para encender las luces.


—Entra, tienes carita de frío. Siéntate frente a la chimenea, voy a hacer un té.


Paula sonrió mientras se dejaba caer en el sofá. Habría preferido que Pedro no mencionara su vida amorosa, que no le hiciera preguntas sobre la suya. Aunque no dejaría que eso le estropeara el fin de semana.


—Estás muy pensativa —comentó después, apartando el león alado para colocar la bandeja.


—Qué rápido.


—Hacer té no es muy difícil —sonrió Pedro, ofreciéndole una galleta.


—No, sólo té. He comido mucho.


—No habrán sido mis preguntas lo que te ha quitado el apetito, ¿verdad?


—No, no...


—Entonces, háblame de ese tal Richard Manners.


—¿Tengo que hacerlo?


—No es una obligación —contestó él—. Pero si estuviste enamorada de él... siento curiosidad.


Paula tomó un sorbo de té antes de contestar:
—Tuve novios en la universidad, por supuesto, pero cuando conocí a Richard me enamoré a primera vista. Era mucho mayor que yo, muy inteligente, muy divertido. Decía que me adoraba y, como yo era tan ingenua entonces, me lo creí. Durante un mes creía que estaba en el séptimo cielo. Y luego la esposa que había olvidado mencionar volvió a casa desde Nueva Zelanda y se acabó. Fin de la historia. Yo no quería un marido propio y menos el marido de otra.


Pedro besó su mano tiernamente.


—¿Y luego conociste a Morrell?


—Mucho más tarde. Después de cortar con Richard, me dediqué a salir con mis amigos, pero cuando conocí a Patricio se acabó. El se negaba a compartirme con nadie.


—¿Por eso rompiste con él?


Paula apartó la mirada.


—Haces muchas preguntas, amiguito.


—¿Y cómo voy a conseguir respuestas?


—Patricio y yo nos separamos cuando yo dejé mi trabajo en Londres para cuidar de mi madre —suspiró ella.


Pedro arrugó el ceño.


—¿Aunque estabas enamorada de él?


—Mis sentimientos habían cambiado mucho para entonces.


—¿Es Morrell la razón por la que no has vuelto a salir con nadie?


Paula se encogió de hombros.


—Durante el primer año, estaba demasiado ocupada como para pensar en hombres. Y cuando mi madre murió, intenté olvidar mi pena trabajando sin descanso. No tenía interés por los hombres y los de mi ciudad natal me interesaban bien poco.



—Pues he tenido suerte entonces, ¿no? ¿Por qué aceptaste cenar conmigo esa noche?


—Porque me caíste bien —contestó ella—. Y sigues cayéndome bien.


Pedro la besó, pero luego se apartó, suspirando.


—Si vuelvo a hacerte el amor, pensarás que eso es todo lo que quiero de ti.


—Sé muy bien que no es así. Me has pedido que venga para que te haga la cena.


Por acuerdo tácito no volvieron a mencionar el pasado. 


Cenaron en el salón mientras veían una película y, una hora más tarde, Pedro se levantó.


—Sigamos viéndola en la cama.


Paula lo siguió por la escalera, preguntándose qué debía ponerse para ver la televisión en la cama. Con Patricio, la cama era un sitio para hacer el amor, exclusivamente. El era un alma inquieta que consideraba que una noche en casa era una pérdida de tiempo porque las noches había que aprovecharlas cenando fuera, en el teatro, en el cine, de copas... Se acostaban muy tarde, pero se levantaban temprano, como exigía su trabajo y, mirando hacia atrás, una de las cosas que más recordaba de esa relación era una constante sensación de fatiga.


Pedro encendió la televisión y luego resolvió el problema tirándola sobre la cama sin darle tiempo a cambiarse.


—¿Qué sueles hacer cuando vienes a pasar el fin de semana? —preguntó Paula.


—Vengo muy poco y siempre intento no hacer nada. Y nunca he venido con nadie, por cierto.


Paula sonrió, encantada. Se había preguntado con cuántas mujeres habría dormido en aquella cama. Los celos eran algo nuevo en su vida, pero habían aparecido de repente... al pensar eso sintió un escalofrío.


Pedro la abrazó entonces.


—Vamos a metemos en la cama, cariño.


Un segundo después estaban desnudos bajo las sábanas, uno en brazos del otro.


—No te muevas. Deja que te haga el amor...


Durante unos minutos, Paula hizo lo que pudo, pero pronto le resultó imposible permanecer inmóvil mientras la boca de Pedro viajaba por cada centímetro de su cuerpo. Al final, impaciente, desesperada por sentir el peso de su cuerpo, clavó las uñas en su espalda, una indicación que él entendió enseguida.


Después, se ducharon juntos, cenaron a la luz de las velas e hicieron el amor de nuevo antes de irse a dormir.


Era muy tarde cuando Paula despertó, al sentir las seductoras caricias de su amante, y más tarde cuando bajaron a la cocina. Pedro fue al pueblo mientras ella hacía huevos revueltos y beicon para desayunar. Cayeron sobre el desayuno como lobos cuando él volvió con el periódico.


—Debe ser el aire del campo —rió Paula, poniendo más pan en el tostador.


—No creo que eso sea todo —sonrió él—. ¿Cuándo podremos hacer esto otra vez? Me refiero a vernos, no a la actividad que te ha abierto el apetito.


—No es fácil para mí. No puedo pedirle a Angela que vuelva a trabajar el sábado... especialmente ahora que está saliendo con Felipe.


—¿Y qué sugieres?


—Sugiero que disfrutemos de lo que tenemos ahora mismo y dejemos los planes de futuro.


—Yo disfrutaría mucho más si supiera que iba a repetirse pronto. ¿Te disgusta conducir de noche? —preguntó Pedro abruptamente.


—No, claro que no.


—Entonces, la solución es muy simple. Ven aquí el sábado, cuando cierres la tienda. Podrías llegar a tiempo para la cena.


Paula sabía que era así, pero su orgullo le exigía que fuera Pedro el que se trasladase para verla.


—Podría, pero llegaría muy tarde.


—Si estuvieras muy cansada, podríamos irnos directamente a la cama —sonrió él—. No te preocupes, antes te haría la cena.


—Si viniera...


—¡Si vinieras!


—Muy bien, cuando venga, traeré la cena hecha.


—Y el domingo comeremos en algún pub. Pero hoy no, hoy te quiero para mí solo.


—De todas formas, es muy tarde para ir a comer a ningún sitio.


Fuera estaba lloviendo, pero dentro hacía un día maravilloso para Paula. Se quedaron frente a la chimenea, leyendo el periódico y comentando las noticias...


Pedro sonrió mientras le mostraba la fotografía de una modelo con su fotogénico hijo.


—Mira qué guapo.


—La madre también es guapa.


—Lo niños no son lo tuyo, ¿verdad?


—No soy muy maternal, no.


—¿No quieres tener hijos?


Paula apartó la mirada.


—Como ya te he dicho más veces, haces demasiadas preguntas.


El la miró un momento, pensativo, y luego le dio un beso en la nariz.








AVENTURA: CAPITULO 10




Paula partió el sábado por la mañana, muy animada, sintiéndose casi como una adolescente.


Una vez que dejó atrás la autopista, tomó una carretera secundaria, con el hermoso espectáculo de la verde campiña de Hertfordshire brillando bajo el sol. Iba cantando con la radio, contenta por poder ir despacio, disfrutando del paisaje. 


Estaba deseando ver a Pedro, pero no tenía intención de llegar antes de tiempo. Quería que él llegase primero, que la esperase impaciente, que la chimenea estuviese encendida cuando ella llegara...


Pedro no le había contado cómo era, pero imaginaba una casa antigua, rústica, con vigas de madera y quizá una cama con dosel.


Eardismont era muy pintoresco, con una antigua iglesia, casitas de tejado puntiagudo y un par de pubs en la calle principal. En otro momento, se habría dedicado a explorar, pero Paula pisó el acelerador una vez pasado el pueblo.


Su casa, le había dicho Pedro, estaba en una propiedad privada cerca del lago, pero cuando se acercaba, Paula levantó una ceja. La casa no era una típica edificación de madera... era o había sido un establo y debía pertenecerle a Pedro porque la estaba esperando en la puerta, con el pelo movido por la brisa y una sonrisa de bienvenida.


En cuanto bajó del coche, él la tomó en brazos antes de que pudiera decir una palabra.


—Llegas tarde.


—Quería que tú llegaras antes y me esperases impaciente.


—Impaciente estoy.


—Venga, vamos a explorar un poco.


—No hay mucho que explorar —sonrió Pedro, llevándola al interior de la casa. El salón, que ocupaba todo el piso de abajo, estaba amueblado sin tener en cuenta el origen del edificio. De las ventanas colgaban cortinas de lino, y de lino estaban tapizados también los dos enormes sofás. Sobre una mesa de mármol y cristal, un mítico león alado.


—Es griego —explicó Pedro—. Y eso también —añadió, señalando una mesa sobre la que había un casco de bronce que podría haber llevado Agamenón.


En lugar de una chimenea de piedra, había una abertura cuadrada en una de las paredes... decorada con algo así como unas llamas de bronce bailando sobre unas piedras.


Un altorrelieve de piedra colgaba sobre la pared; era un grabado griego, pero no había más cuadros ni objetos decorativos.


—¿La has decorado tú o lo ha hecho un decorador profesional? —preguntó Paula, perpleja.


—Lo he hecho yo —contestó él, llevándola por una escalera de caracol hasta el dormitorio. Pero en lugar de una antigua cama con dosel, había una cama grande y muy moderna frente a un enorme aparato de televisión.


—Esas puertas llevan al saloncito y al cuarto de baño, pero sólo hay una cama. Si no quieres compartirla, puedo dormir en uno de los sofás.


—¿Roncas?


—No lo sé. ¿Y tú?


—Yo tampoco lo sé.


Se miraron a los ojos, en silencio, y luego se echaron uno en brazos del otro, con un ansia que parecía desbocarse en aquel momento, arrancándose la ropa a manotazos. Pedro cayó sobre la cama con Paula entre sus brazos, besándola con desesperación, los dos abrumados de deseo.


—Te mentí —dijo Pedro después.


—¿Sobre qué?


—Te dije que no te llevaría a la cama en cuanto llegaras a mi casa.


—¿Me he quejado yo? —sonrió ella, apartándose el pelo de la cara—. Pedro, se me acaba de ocurrir una cosa.


—¿Qué?


—¿Dónde está la cocina?


—Abajo.


—Me he quedado tan estupefacta por la decoración que no la he visto.


—Mis antigüedades necesitan espacio, como yo. En una de las casitas del pueblo iría dándome golpes con todo.


—Necesitamos comida —rió Paula, cuando su estómago empezó a protestar.


La cocina era más que funcional, diminuta, con espacio apenas para una mesa al lado de una puerta de cristal que daba al jardín.


—El almuerzo es bastante básico —le advirtió Pedro—. Siéntate, eres mi invitada.


Paula estuvo encantada de obedecer. Se sentía feliz viendo a Pedro colocando una cesta de pan y una bandeja de quesos sobre la mesa.


—Voy a calentar la sopa.


—Estoy muerta de hambre. Esperaba que me invitases a un café nada más llegar...


—Pensaba hacerlo, pero me quedé sin sangre en el cerebro nada más verte. Me gusta, mucho, pero mucho tenerte en mi casa, Paula Chaves.


—A mí también —sonrió ella.


—Come, tienes que recuperar las fuerzas —le ordenó él—. Te lo advierto: no pienso parar en todo el fin de semana. 
Después de comer, sugiero que demos un paseo por el campo y, luego, un té delante de la televisión. No en la cama —añadió, como si hubiera leído sus pensamientos—. Hay una televisión al lado de la chimenea.








AVENTURA: CAPITULO 9





Cuando Pedro la llamó por la noche y Paula le contó su entrevista con el pequeño de los Morrell, él comentó que denunciar a Daniel a la policía no sería buena publicidad para Alcom.


—Pero si quieres hacerlo...


—En realidad, fueron cuatro chicos. Además, no voy a denunciarlo —sonrió Paula—. Pero no pienso dejar que se vaya de rositas. He decidido que va a arreglarme el jardín.


—¡Buena idea!


—¿Qué castigo te pusieron a ti por intentar entrar en el dormitorio de esa chica?


—Brutal. Me quedé sin salir durante todo un mes.


—Qué triste. ¿Y el objeto de tu pasión te esperó todo un mes?


—De eso nada. Se lió con mi mejor amigo.


—Ah, qué pena. ¿Te rompió el corazón?


—Del todo. Yo estaba loco por Charlie.


Paula soltó una carcajada.


—Eres tonto.


Charlaron durante un rato, pero al fin Pedro le dijo que tenía una llamada por la otra línea.


—Mañana tengo una aburridísima cena de trabajo, pero te llamaré cuando llegue a casa.


—No tienes por qué.


—Yo creo que sí. Hasta mañana, cariño.


—Buenas noches —dijo ella, suspirando mientras colgaba el teléfono.


La habían llamado «cariño» muchas veces en su vida, pero nunca con la voz de Pedro Alfonso, una voz que hacía que le temblasen las rodillas.


Estaba en la cama la noche siguiente, leyendo, cuando él la llamó.


—¿Te he despertado?


—No, estaba contando los minutos hasta que llamases —bromeó ella, aunque era verdad.


—Me gustaría creerte... Bueno, cuéntame qué ha sido del pirómano. ¿Cómo ha reaccionado al oír que lo sentenciabas a trabajos forzados?


Paula le describió la expresión de Daniel cuando le dijo que no iba a denunciarlo, pero que exigía una compensación por el daño que le había causado a su negocio...


—El pobre se puso amarillo cuando pensó que iba a tener que pedirle dinero a su padre.


Pedro soltó una risita.


—Me habría gustado ver su cara.


—Cuando le dije que tendría que arreglarme el jardín, el pobre estuvo a punto de besarme. Así que voy a tener jardinero...


—¡No le dejes entrar en tu casa!


—¿Por qué no?


—Las hormonas de un adolescente son muy peligrosas.


—Soy un poquito mayor para Daniel, ¿no crees?


—El atractivo de una mujer mayor es irresistible, te lo aseguro.


—¿Hablas por experiencia?


—Absolutamente. De pequeño me enamoré de la mujer del director de mi colegio.


—¿Antes o después de intentar entrar en el dormitorio de la chica?


—Al mismo tiempo. Entonces, tenía hormonas para dar y tomar —contestó Pedro—. Así que hazte un moño y no te pintes los labios.


—¿Alguna cosa más? —rió Paula.


—No, te llamaré mañana. Buenas noches, cariño.


Pedro la llamaba casi todos los días, pero nunca sabía cuándo y una noche tuvo que acudir a uno de los eventos del ajetreado calendario social de la ciudad. Cuando volvió a casa, había un mensaje de Pedro en el contestador... pero un mensaje no era como charlar con él. El sexo tenía la culpa, se dijo. Después de tres años de abstinencia, le estaba afectando al cerebro.


Después de un sábado solitario frente a la televisión, sabiendo que Pedro no iba a llamarla aquel día, Paula se levantó temprano para hacer las tareas. Divertida, vio que Daniel ya estaba en el jardín, en chándal.


—Buenos días, señorita Chaves —la saludó el chico—. Mi madre no quiere que mi padre sepa que estoy aquí, así que no he podido traer herramientas de jardinería.


—No te preocupes, las mías están en la leñera. ¿Necesitas instrucciones o sueles arreglar el jardín de tu casa?


—Ayudo a mi padre algunas veces, así que sé lo que hay que hacer —contestó Daniel—. A menos que quiera que le construya una fuente o algo así...


—No hace falta —rió Paula—. Sólo quiero que podes un poco el aligustre, pero poco. Si tienes tiempo, luego podrías recortar el seto. A las once haremos un descanso para tomar café, pero llegarás a tu casa a la hora de comer. ¿Te parece bien?


—Puedo trabajar hasta más tarde. Los domingos comemos a las tres.


—Da igual, tocaré el silbato a la una. No hace falta que hagas horas extra.


Paula se llevó un encargo al dormitorio, desde cuya ventana podía observar a su joven jardinero. Aparentemente, sabía lo que hacía.


Ignorando las advertencias de Pedro, decidió ofrecerle un café dos horas después. Daniel se quitó las botas llenas de barro, se lavó las manos y se sentó con ella en la cocina para tomar café con galletas, un poquito más cómodo. En cuanto terminó de comer, le dio las gracias, se puso las botas y volvió al jardín para seguir con su tarea.


Cuando Paula dio por terminado el trabajo, Daniel se ofreció a volver el domingo siguiente.


—Aún queda mucho por hacer —insistió.


—No hace falta, pero te lo agradezco —sonrió Paula—. Además, no estaré aquí el domingo que viene.


Porque estaría con Pedro.