jueves, 26 de febrero de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 6







A Paula le latía con fuerza el corazón dentro del pecho. El tono de Pedro la atraía y al mismo tiempo la asustaba. Y cuando habló de compartir la manta y del calor humano, empezó a temblar por dentro.


–Si no quieres estar desnuda cuando compartamos ese calor, te sugiero que te quites la ropa y la pongas a secar al sol.


Ella no quería hacerlo, pero sabía que no tenía elección. O eso o se sentaba al sol con la ropa puesta y se arriesgaba a quemarse la piel mientras esperaba a que todo se secara. 


Los dientes le estaban empezando a castañetear, así que su única opción era desnudarse.


Se bajó la cremallera con dedos torpes y se quitó la falda, arrojándola a un lado, retándole a decir una sola palabra mientras lo hacía. Estuvo a punto de perder el valor cuando llegó el momento de quitarse la camisa, pero se dijo que era como estar en biquini. Así que se la quitó. Entonces alzó la cabeza y su mirada se cruzó con la de Pedro. Se dio cuenta de que no se había movido desde que ella empezó a desnudarse. La estaba mirando con intensidad. Había algo peligroso en su mirada, algo demasiado intenso. Se alegró de haberse puesto la ropa interior a juego. Era un conjunto de encaje rosa no demasiado revelador. «Es un biquini», se repitió.


Pero Pedro no la estaba mirando como si llevara puesto un biquini. Ningún hombre la había mirado de forma tan intensa con anterioridad. Resultaba… excitante. Y la ponía nerviosa.


Paula se abrazó a sí misma y pasó por delante de él para acercarse a la bolsa.


–¿Vamos a construir un refugio o no? –preguntó con sequedad arrodillándose al lado de las cortinas de plástico.


Tenía que ocuparse con algo para no morirse de vergüenza. 


Escuchó cómo Pedro se movía y luego se inclinó hacia ella para levantarla con suavidad.


–Tienes frío –dijo.


Y entonces la estrechó contra su cuerpo. Su piel desnuda entró en contacto con la de ella. El primer impulso de Paula fue apartarse, distanciarse lo más posible de él. Pero estaba calentito y seco. Su calor la atravesó, le calentó las frías extremidades.


Pero se dio cuenta de que era más que eso.


Era calor sexual, vergüenza y deseo todo junto. La piel se le
ponía de gallina con su cercanía. Pedro le deslizó las manos por los brazos, por la espalda. Para él era algo práctico, pero para ella…


Qué inexperta era. Y que torpe. Paula giró ligeramente la cabeza sobre su pecho y aspiró el aroma de su piel. Olía a sal y a jabón. Le dieron ganas de lamerle.


Cerró los ojos. ¿A qué venía aquel constante deseo de lamerle como si fuera un helado? El deseo la atravesó y provocó que le temblaran las rodillas. Por suerte Pedro la estaba sujetando, en caso contrario seguramente se habría caído al suelo. Él le puso una mano en la cabeza y se la acarició suavemente… No, no se la estaba acariciando. Le estaba quitando las horquillas del moño.


La melena cayó suelta y ella contuvo el aliento. Se llevó una mano automáticamente al pelo para tratar de atusárselo, pero era una masa despeinada que le caía por la espalda. 


Por mucho que se lo atusara no conseguiría nada. Echó la cabeza hacia atrás y miró a Pedro. Los ojos de este tenían un brillo travieso. Y algo más. Algo oscuro e intenso que la asustaba y al mismo tiempo la intrigaba. Era un hombre duro, un hombre despiadado cuando quería algo. Podía ver aquello en él tras las sonrisas y los guiños, tras las palabras cariñosas. Aquel era un hombre que conquistaba, que tomaba lo que quería y no dejaba nada detrás. ¿La tomaría a ella si se lo permitía? ¿Le quedaría algo cuando hubiera acabado?


Paula volvió a estremecerse, y no de frío.


–¿Por qué has hecho eso? –le preguntó.


–Porque se te secará el pelo antes si te lo sueltas.


Para asombro suyo, Paula sintió una punzada de desilusión. 


Una parte de ella esperaba que lo hubiera hecho porque quisiera verla con el pelo suelto, pero, al parecer, Pedro solo estaba siendo práctico. Sin embargo, se le oscurecieron los ojos al mirarla.


Deslizó la mirada hacia sus labios y a Paula se le ralentizó el ritmo del corazón. Iba a besarla. Quería que lo hiciera, lo deseaba más que el aire que respiraba. Quería sentir el calor y la tormenta de los besos de aquel hombre.


Pero no así. El pánico le atravesó el cerebro. No quería que su primer beso de verdad fuera una ocurrencia repentina. 


Para él sería como respirar. Pero para ella era todo lo que nunca había tenido.


–No –dijo suavemente cuando Pedro inclinó la cabeza hacia ella.


Pedro se detuvo y se enderezó. Parecía frustrado. Molesto.


–Yo nunca… –comenzó a decir tratando de explicarse–. Nunca…


No podía decirlo, no podía admitir la vergüenza de que nunca la hubieran besado. Tenía veintiocho años. Llevaba toda la vida esperando a un hombre que la había rechazado. 


Había pasado años preparándose para una boda que finalmente no iba a celebrarse. Reservándose para un hombre que no la quería.


La furia se abrió paso en su interior como una llama. Y también la tristeza. Se había perdido muchas cosas.


–¿Nunca qué, Paula?


El estómago le dio un vuelco. Dejó caer la cabeza y cerró los ojos.


–Nunca he besado a un hombre –susurró.


La vergüenza clavó sus garras en ella. Era una mujer a la que nunca habían besado, que nunca había sido amada. 


Debería haber vivido todo aquello mucho tiempo atrás.


Pedro se quedó muy quieto. Paula percibió el control que estaba ejerciendo sobre sí mismo, la contención, la repentina tensión de su cuerpo mientras seguía abrazándola.


–¿Alejandro nunca…?


Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar. Resultaba humillante. Como si las historias de los periódicos no bastaran para que quisiera esconder la cabeza en la arena eternamente.


Los fuertes dedos de Pedro le sostuvieron la mandíbula y se la levantaron. Lo que vio en sus ojos hizo que se le encogiera el corazón.


–Es un imbécil, Paula. ¿Me has entendido? Un auténtico imbécil –entonces le puso los labios en la frente con dulzura.


Ella dejó escapar un suspiro mezclado con lágrimas. Se le subió un sollozo a la garganta pero se contuvo. Apenas no conocía a aquel hombre y, sin embargo, estaba abrazada a él, piel con piel, derramando sus más íntimos secretos como si hubiera una fuga en la presa que los contenía.


Curvó los dedos sobre la dura planicie de su pecho. 


Resultaba tan cálido, tan lleno de vida. Nunca había estado tan cerca de un hombre ni había sentido lo que estaba sintiendo en aquel momento.


Una daga de deseo la atravesó. Los pezones se le convirtieron en dos puntos sensibles contra el encaje del sujetador. Le ardían los senos. Quería que Pedro la tocara por todas partes. Que le enseñara lo que significaba hacer el amor. Sentir su cuerpo duro contra el de ella. Algunas partes estaban más duras que otras, pensó. Pedro apretó las caderas contra las suyas, la erección resultaban inconfundible. Una sensación cálida se abrió paso en el centro de su cuerpo. Si fuera una mujer experimentada, si hubiera hecho aquello antes y supiera lo que había que hacer le deslizaría las manos por el torso hasta llegar a la cinturilla de los calzoncillos. Pero era virgen, una virgen estúpida e insegura y le daba miedo lo que nunca había hecho. Le daba miedo desatar algo que no pudiera controlar, perder la razón y la cordura.


Así que se quedó muy quieta mientras Pedro le besaba la frente. Y luego él dio un paso atrás y se apartó de ella. Tenía los ojos más ardientes que nunca, y su cuerpo… Dios, su cuerpo era perfecto. La erección se le apretaba ahora contra los confines de los calzoncillos.


Pedro… –no sabía qué decir, qué hacer. Quería que fuera él quien actuara.


Pero él se dio la vuelta.


–Vamos a construir el refugio –gruñó.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 5




El avión se agitó y a Paula se le subió el corazón a la boca. 


Lo que iba a decir se le olvidó al ver el gesto concentrado de Pedro.


–¿Qué pasa?


–Estamos perdiendo presión –respondió él sin mirarla mientras apretaba unas teclas.


El avión volvió a dar otra sacudida y el motor hizo un ruido agudo que le puso los nervios de punta.


–¿Qué significa eso? –necesitaba saberlo. No le gustaba sentir que no tenía el control. Estaba sobrevolando el Mediterráneo en avión y no había nada que pudiera hacer para solucionar el problema que hubiera.


Pero eso no significaba que fuera a quedarse allí sentada a esperar lo peor.


–Significa que hay un problema de fuga. Tenemos que aterrizar antes de que nos quedemos sin combustible.


–¿Aterrizar? ¿Dónde? –Paula escudriñó el horizonte y solo vio agua. El estómago le dio un vuelco–. Pedro, aquí no hay nada.


Pedro comprobó el navegador con los dedos flexionados en los mandos.


–Estamos demasiado lejos de Amanti –dijo finalmente concentrándose en la pantalla–. Pero hay otra isla a unos kilómetros de aquí.


¿Otra isla? Paula no sabía de cuál se trataba, pero empezó a rezar fervientemente para que lograran llegar. El avión volvió a zarandearse y el motor petardeó. Se agarró al asiento de piel con tanta fuerza que le dolieron los dedos.


–¿Vamos a morir?


–No –afirmó él con rotundidad.


Ella sintió un cierto consuelo, pero las dudas la asaltaban. 


¿Y si se equivocaba? ¿Y si solo quería tranquilizarla? Tenía que saberlo.


–Dime la verdad, Pedro, por favor –le pidió incapaz de soportarlo un instante más.


Los ojos de Pedro brillaban con determinación cuando la miró. ¿Cómo era posible que el corazón le diera un vuelco al mirarle cuando la situación era tan grave? ¿Cómo podía sentir aquel calor entre las piernas en un momento así?


Porque se arrepentía de cosas, por eso. Porque se había reservado durante años para un marido que la había abandonado antes incluso de casarse. Ahora que tal vez iba a morir, lamentaba no haber vivido una pasión, aunque fuera solo por una noche.


Pedro la miraba con tal intensidad que casi se olvidó de dónde estaba, de lo que estaba ocurriendo.


–Si encontramos la isla, estaremos a salvo.


Paula deseaba creerle, pero no podía limitarse a aceptar sus palabras sin más.


–Pero ¿y si no hay ningún sitio donde aterrizar?


–Sí hay donde aterrizar –insistió Pedro–. Mira a tu alrededor.


No había más que azul hasta donde alcanzaba la vista. Paula boqueó al darse cuenta de lo que quería decir.


–¿En el mar?


–Sí. Ahora ponte el chaleco salvavidas. Y agarra esa bolsa naranja que hay detrás de mi asiento.


–Pero Pedro… –el pánico se apoderó de ella al pensar en verse a la deriva en el mar. Y eso si sobrevivían al impacto. 


Oh, Dios mío.


–Confía en mí, Paula –le pidió él–. Agarra la bolsa. Ponte el chaleco salvavidas.


–¿Y tú?


–Agarra también el mío. No puedo ponérmelo todavía, pero lo haré.


Paula se quitó el cinturón de seguridad y encontró los chalecos salvavidas. Se puso el suyo con dedos temblorosos, agarró la bolsa naranja que le había dicho y volvió al asiento con todo. Pedro estaba diciendo algo por los cascos, pero al parecer no estaba obteniendo la respuesta que buscaba.


–No –dijo Pedro cuando ella trató de volver a sentarse–. Siéntate detrás de mí. Será más seguro cuando impactemos.


Paula vaciló un instante antes de colocarse a su lado y ponerse el cinturón.


–Quiero estar aquí contigo –afirmó–. Insisto.


No esperaba que lo hiciera, pero Pedro se rio.


–Una dama valiente –dijo–. Ahí lo tenemos.


Paula entrecerró los ojos y miró a lo lejos. Un pequeño montículo gris se alzaba en el mar y se hacía más grande cuanto más se acercaban. Por allí había muchas islitas, algunas de las cuales estaban habitadas y otras no. 


Cualquier esperanza de que esta fuera una de las habitadas desapareció en cuanto vio el tamaño.


Era larga, estrecha y rocosa, con una zona verde a un lado y una playa de arena blanca al otro.


–No hay donde aterrizar –dijo.


–Voy a descender –aseguró Pedro–. Puede que sea algo brusco.


Fue la única advertencia que le hizo cuando bajó el morro del avión e inició el descenso. A Paula se le puso el estómago del revés cuando el aparato cayó del cielo. El sudor le perló la frente. El corazón le cayó en picado mientras el mar se iba haciendo cada vez más grande, a cada minuto.


El motor petardeó y gimió y a Pedro se le volvieron blancas las manos apretando los mandos. Pero el avión seguía bajando de un modo controlado. Paula se agarró a las perlas y tiró con fuerza de ellas, regañándose a sí misma por hacerlo. Aquel no era el momento de romperlas. Habían pertenecido a su abuela, era el único vínculo que le quedaba con la mujer que más había admirado.


Pedro –murmuró indefensa mientras seguían cayendo. Le puso la mano en el hombro y se lo apretó. Tenía la esperanza de estar trasmitiéndole fuerza y coraje, pero le daba la sensación de que no necesitaba ninguna de las dos cosas. No, era ella la que los necesitaba y Pedro quien se los estaba dando.


No podía hacer nada más que estar allí sentada y observar, impotente, cómo la isla se iba haciendo más grande. Se dio cuenta de que había unos cuantos árboles, un conjunto verde que podría proporcionarles refugio. Y podrían recoger agua fresca si es que llovía.


Pero primero tenían que sobrevivir al aterrizaje. «Cada cosa a su tiempo», se dijo. Estaba tan acostumbrada a planearlo todo que no podía evitar hacerlo.


–Prepárate para el impacto –le dijo Pedro guiando el avión peligrosamente cerca de la isla.


Paula cerró los ojos en el último momento y se agarró al asiento con todas sus fuerzas. Experimentó tantas sensaciones que no fue capaz de procesarlas todas: miedo, arrepentimiento, tristeza, amor, pasión… La cabeza se le fue hacia atrás cuando el avión cayó sobre el agua con fuerza. 


Se deslizó por la superficie antes de detenerse bruscamente. 


Si no hubiera sido por el cinturón, habría salido despedida hacia delante. Hubo un momento de completo silencio mientras el avión se agitaba entre las olas. Paula tenía el corazón en la boca. ¿Cómo iban a salir de allí con tanto movimiento? Cuando se quitó el cinturón trató de avanzar hacia delante pero se iba para atrás.


–No tenemos mucho tiempo –dijo Pedro desabrochándose el cinturón y corriendo a abrir la puerta.


–El chaleco –Paula se lo arrojó con mano temblorosa.


Pedro lo agarró y lo lanzó por la puerta antes de atraerla hacia sí. Paula apenas tuvo tiempo de registrar las sensaciones que la atravesaron cuando se apretó contra su duro cuerpo antes de caer al mar.


El agua resultó un impacto, no porque estuviera demasiado fría sino porque se mojó allí donde antes estaba seca. El chaleco salvavidas impedía que se hundiera, pero el agua le pasaba por encima de la cabeza. Paula tragó agua y Pedro aterrizó a su lado con la bolsa naranja colocada al hombro.


–Tu chaleco salvavidas –le dijo. Estaba flotando a lo lejos y trató de agarrarlo.


–No lo necesito –aseguró él con firmeza–. ¿Puedes nadar hasta la isla?


Ella se giró y vio la orilla a unos metros de distancia.


–Por supuesto –afirmó con el corazón latiéndole con fuerza dentro del pecho al empezar a entender lo que había pasado.


Se habían estrellado en el Mediterráneo. El avión se balanceaba al lado de ellos. El olor a sal mezclado con combustible se apoderó de sus sentidos.


–Tenemos que irnos ya –dijo Pedro–, antes de que nos sumerjamos en combustible.


Empezó a nadar hacia la isla. Ella le siguió sin dificultad y cayó de rodillas en la orilla a su lado. Todavía tenía el pelo recogido en un moño rígido, pero se le habían salido algunos mechones que le rodeaban el cuello como tentáculos. 


Seguramente se le habría corrido el maquillaje y…


¡Se había dejado el bolso! Se giró y empezó a nadar otra vez, pero unos brazos fuertes la agarraron por detrás.


–¿Adónde vas?


–El bolso –dijo ella–. El teléfono, la documentación…


–Es demasiado tarde –aseguró Pedro.


–No, no lo es –señaló. El avión estaba todavía flotando encima del agua, pero el morro había empezado a hundirse. 


No tardaría demasiado en ir y volver.


–Es demasiado peligroso, Paula. Aunque el avión no estuviera hundiéndose, todavía está soltando combustible. Además, ¿tenías algo irremplazable en el bolso?


Quería decirle que sí, que por supuesto. Pero lo que hizo fue aflojar un poco la fuerza con la que le estaba agarrando.


–No, nada irremplazable –solo el lápiz de labios, el desinfectante de manos, las pastillas para el dolor de cabeza y el teléfono con el calendario y todos sus eventos.


Eventos que últimamente escaseaban. Las invitaciones habían descendido desde que Ale la dejó.


Paula contuvo una risa histérica. ¿Se habían estrellado en el Mediterráneo y a ella le preocupaba su agenda? Tenía que pensar en la supervivencia, no en los compromisos sociales.


Pedro la sostenía. Paula fue siendo consciente poco a poco de su calor, de la solidez de su cuerpo. Los dos estaban empapados, y se preguntó por un instante por qué el agua que los empapaba no entraba en ebullición.


Puso la mano en la que Pedro tenía bajo el chaleco salvavidas, la quitó y se apartó de él. Pedro la miró con una intensidad de láser que le provocó un nudo en el estómago.


Un calor líquido le recorrió el cuerpo, los huesos. Se quitó con manos temblorosas el chaleco salvavidas porque necesitaba hacer algo, algo para lo que no tuviera que mirar a Pedro.


Él tenía la camisa pegada al pecho, marcándole el torso musculoso. La noche anterior no lo había distinguido con el esmoquin, pero Pedro tenía un cuerpo espectacular. Recordó que su padre había sido un jugador de fútbol famoso, y daba la sensación de que Pedro también entrenaba mucho. Tenía la forma física de un atleta.


–Tenemos que encontrar refugio –dijo él.


A ella se le formó un nudo en el pecho. Estaban atrapados y solos, sin ayuda para regresar a casa.


–Podrás contarle a alguien lo que nos ha pasado, ¿verdad? –le preguntó–. Pronto nos buscarán.


Pedro mantuvo una expresión inalterable.


–Estamos fuera del campo de radio. He activado la radiobaliza del avión. Sabrán dónde hemos caído aproximadamente, pero tardarán algún tiempo porque todavía no nos estarán buscando.


Paula se giró hacia el avión.


–Si tuviera mi móvil…


–Daría lo mismo –afirmó él–. No hay antenas aquí.


Necesitarías un teléfono con satélite para poder llamar.


–Así que estamos atrapados.


–Por el momento sí –respondió él colocándose la bolsa naranja al hombro.


–¿Cuánto tiempo estaremos aquí,Pedro?


Él se encogió de hombros.


–La verdad es que no lo sé. Por eso tenemos que encontrar refugio.


–Pero, ¿y la comida? ¿El agua? ¿Cómo sobreviviremos sin agua?


Pedro la miró largamente.


–Tenemos suficiente agua para un par de días si la racionamos. Todo está en la bolsa.


Paula parpadeó.


–¿Tienes agua?


–Es un kit de emergencia y supervivencia, nena. Hay un poco de todo. Comida seca, cerillas, combustible, mantas… lo suficiente para sobrevivir unos días en un sitio hostil –se giró y empezó a caminar hacia el otro extremo de la isla, donde ella había visto el grupo de árboles.


Paula fue tras él tambaleándose. Estaba descalza porque había perdido los zapatos en el mar. Sintió una momentánea punzada de dolor por los bonitos zapatos, que sin duda reposarían ya en el fondo marino, aunque aquella era, sin duda, la menor de sus preocupaciones.


Había rocas en gran parte del camino, pero avanzó detrás de Pedro y no dijo ni una palabra cuando las rocas le cortaron los pies. Se quedó atrás pero no le llamó a gritos.


¿Para qué iba a hacerlo? No desaparecería. La isla era pequeña y sabía hacia dónde se dirigían. Hubo un momento en que él miró hacia atrás y se detuvo al ver que no estaba justo detrás. Frunció el ceño cuando la vio acercarse y clavó la mirada en sus pies.


–Has perdido los zapatos.


–No me iban a servir de mucho aquí –afirmó Paula–. Tenían unos tacones de doce centímetros.


Su única concesión a lo poco práctico.


Pedro salvó la distancia que había entre ellos, le pasó un brazo por debajo de la rodilla y la levantó en brazos antes de que ella se diera cuenta de cuál era su plan.


–¡Bájame!


Tenía el rostro muy cerca del suyo. Demasiado cerca. Oh, Dios. Quería inclinar la cabeza, hundir el rostro en la cuna de su cuello y aspirar su aroma. Y luego lamerle.


Una oleada de calor la atravesó. El ardiente sol mediterráneo les golpeaba desde lo alto, pero no era el sol lo que la hacía derretirse.


–Te bajaré cuando hayamos pasado la zona de rocas –afirmó Pedro–. No quiero que te cortes los pies.


–Demasiado tarde –replicó ella.


Él la miró fijamente con sus preciosos ojos color café. Había calor en ellos y también algo oscuro e intenso. Algo tan primitivo que la asustó.


–Deberías habérmelo dicho antes.


–Ya llevas la bolsa –afirmó Paula.


El corazón le latía con fuerza dentro del pecho. ¿Por qué la afectaba tanto Pedro? No le convenía en absoluto. Era la clase de hombre que debería evitar, y sin embargo despertaba en ella cosas que nunca hubiera esperado.


–No pesas mucho más que la bolsa –aseguró él–. Si me canso, dejaré de cargar con una de las dos. De verdad –le guiñó un ojo y se dirigió otra vez hacia los árboles.


Paula se agarró a él. Se sentía avergonzada, agradecida y extrañamente excitada. Tenía que rodearle el cuello con los brazos, tenía que apretar la cara contra la suya. Los dedos de Pedro se extendieron por su caja torácica, peligrosamente cerca de sus senos, y Paula contuvo el aliento durante un largo instante.


¿La tocaría? ¿Quería que lo hiciera? ¿Qué le diría si lo hacía?


Pero llegaron a una zona de arena y Pedro volvió a dejarla en el suelo. Paula trató de no sentirse decepcionada mientras él se alejaba. Le gustó sentir la arena en los pies, cálida en la parte superior y fresca si hundía los dedos. Fue tambaleándose tras Pedro y llegó a su altura justo cuando alcanzaron los árboles.


Allí se estaba más fresco y el suelo era firme y, en cierto modo, arenoso. Pedro siguió andando hasta que encontró un sitio que le gustó. Entonces dejó la bolsa en el suelo y la abrió. Paula observó maravillada cómo sacaba una gran cantidad de objetos: cortinas de plástico con ojales para colgar, un cuchillo, una soga… luego se puso de pie y empezó a quitarse la camisa mojada del cuerpo.


Si a Paula le había parecido que la camisa azul marino le moldeaba el pecho, no sabía lo que era moldear hasta que vio a Pedro con la camiseta blanca mojada y los vaqueros. 


Pero entonces se quitó la camiseta y dejó el pecho bronceado al descubierto. Paula dejó caer la mirada y la detuvo sorprendida. Tenía el tatuaje de un dragón en el abdomen. Tragó saliva. Y se dio la vuelta. Buscó automáticamente las perlas con la mano, aliviada al comprobar que seguían allí.


–¿Te pongo nerviosa? –le preguntó Pedro a su espalda.


Paula percibió la burla en su voz. Se giró muy despacio y se apartó la mano del cuello con gesto pausado.


–Por supuesto que no –aseguró.


Él le guiñó el ojo.


–Me alegro. Porque me temo que lo siguiente son los vaqueros, nena. No podemos dejarnos la ropa mojada puesta.


Paula contuvo el aliento cuando los largos dedos de Pedro se desabrocharon el botón de los vaqueros. No podría haber apartado la vista ni aunque su vida dependiera de ello. Deslizó los dedos por la cinturilla de los pantalones y tiró de ellos hacia abajo. A Paula le dio un vuelco al corazón cuando aparecieron los huesos de las caderas y luego el elástico de la ropa interior, en el que estaba escrita la marca Armani.


Pero se olvidó de todo cuando deslizó los vaqueros por aquellas piernas largas y fuertes, dejando al descubierto la piel bronceada y varios kilómetros de músculo. Paula no podía respirar. No le llegaba el aire a los pulmones. Nunca había visto un hombre tan guapo, tan fuerte y musculoso como aquel.


El día no podía ser más surrealista. Unos minutos atrás eran dos desconocidos completamente vestidos. Y ahora estaban atrapados en una isla juntos y Pedro se estaba quitando la ropa.


–Sigue mirándome así, nena, y el espectáculo se pondrá más interesante –dijo él en tono sensual.


Paula se estremeció.


–No es la primera vez que veo un hombre desnudo –afirmó resoplando por la nariz–. No me impresionas.


Era solo una mentira a medias: había visto hombres desnudos en vídeo, no delante de ella con un aspecto tan sexy y vivo que le dolía físicamente mirarle. Era como si Pedro estuviera en bañador, pero ella se estaba derritiendo por dentro como nunca le había sucedido al ver a los hombres en la piscina.


–¿De verdad? –preguntó él.


–Sin duda –pero a Paula le temblaban las piernas.


Pedro sacudió la cabeza y se rio suavemente.


–Adelante entonces. Quítate la ropa mojada y ayúdame a construir este refugio.


Ella se quedó paralizada en el sitio. ¿Quería que se quitara la ropa? No había pensado en ello, pero ahora le parecía que el traje empapado le apretaba de forma incómoda. 


Sentía la piel fría bajo la tela.


Pedro se le acercó y empezó a bajarle suavemente la chaqueta por los hombros.


–Vamos, Paula, no pasa nada, has pasado por un shock. Vamos a quitarte esta ropa mojada. La pondré al sol y se secará enseguida. Te prometo que enseguida podrás protegerte otra vez con tu remilgada ropa.


–Mi ropa no tiene nada de malo –protestó ella. Pero le dejó que le quitara la chaqueta.


–Nada en absoluto –reconoció Pedro.


–Entonces ¿por qué lo dices? –Paula se apartó de él en cuanto se quedó sin chaqueta y cruzó los brazos sobre los senos. ¿Cómo iba a quitarse la camisa y la falda? ¿Cómo iba a quedarse delante de él en braguitas y sujetador?


Pedro suspiró.


–Porque eres preciosa. Tu ropa debería mostrar tu belleza, no esconderla.


–Yo no escondo nada –protestó ella con el corazón latiéndole con fuerza por el cumplido–. Llevo trajes profesionales y conservadores. No tiene nada de malo.


–No. Pero no creo que tú seas así.


Aquello la irritó.


–¿Y usted qué sabe? Casi no nos conocemos, señor Alfonso.


Se sintió orgullosa de sonar tan fría, aunque por dentro estuviera en llamas. Pedro era un hombre impresionante y estaba delante de ella vestido únicamente con unos calzoncillos negros con banda blanca. Tenía un tatuaje de un dragón y acababa de decirle que era preciosa.


Pero ella sabía que no lo decía en serio. O tal vez sí, pero también se lo habría dicho a la mujer con la que se había acostado la noche anterior. Pedro era un playboy, la clase de hombre a la que daba gusto mirar y con el que probablemente sería increíble pasar una noche, pero nada más.


Era una criatura hermosa diseñada con un único propósito:
buscarles la ruina a las mujeres que se llevaba a la cama. 


No la ruina en el sentido antiguo de la palabra, sino que Paula no imaginaba que pudieran encontrar otro amante que las satisficiera después haberle probado a él.


Pedro resopló.


–Y cuando no te escondes detrás de la ropa, te ocultas tras la formalidad. Creo que hemos cruzado ya la barrera que impide que nos tuteemos, ¿no te parece?


–En absoluto. La buena educación nunca está de más –eso era lo que le habían enseñado. A ser siempre cortés, aunque por dentro se estuviera muriendo. Las damas sonreían incluso en la adversidad. Las damas no le mostraban a nadie que estaban sufriendo. Las damas nunca se quejaban.


El resoplido de Pedro se transformó en una carcajada. Paula se sintió algo humillada al escucharle. ¿Por qué decía cosas tan ridículas? ¿Por qué le ponía tan fácil que se burlara de ella? Pedro era la clase de hombre que decía y hacía lo que quería sin importarle las consecuencias. No podía entender el mundo de Paula, no podía entender que tuviera que comportarse de manera estoica y gentil frente a la humillación.


–¿Buena educación? –repitió él–. Estoy casi desnudo, nena. Y si no viene nadie en las próximas horas a rescatarnos, esta noche compartiremos calor humano bajo una manta. Creo que estamos más allá de la buena educación, ¿no te parece?