sábado, 18 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO 11





Fue relativamente fácil, dar con la dirección que Adrian le había dado. La casa, ubicada en un trasfondo de viejos árboles frondosos y un brillante lago, brillaba en tonos rosados a la luz desvaneciente del sol de la tarde. Paula decidió que la casa tenía buenas proporciones y que era simétrica y bella. Con cuidado dirigió su MG al sendero empedrado y se detuvo. Sin darse cuenta volvió a preguntarse qué relación podría existir entre Adrian y Pedro.


Era evidente que tenían algún tipo de sociedad, pero le parecía que Adrian era quien se ocupaba de dirigir el asunto. 


Quizá Pedro estaba ahí como un hombre de ideas, definitivamente no mostró mucho entusiasmo por la parte sustancial del trabajo diario. ¡Típico! Era lo que ella debió esperar de él. ¿No se había él tomado un día libre para ir a pescar mientras Adrian se ocupaba de los clientes?


También había sido Adrian quien sugirió instalar en el negocio un nuevo sistema de programación en ordenador. Pedro no haría eso, es decir, ¿llevaría las riendas…? Por lo mismo no había motivo para que ella pensara en retractarse del acuerdo con Adrian.


Quizá podrían afinar los detalles durante esa velada. Salió del coche, se alisó la falda del vestido y se dirigió a la casa.


—Paula —la saludó Adrian en la puerta—. Me alegro de que hayas venido —dio un paso atrás para que ella entrara—. Adelante, te presentaría a mi esposa, pero esta noche no deja de aparecer y desaparecer. Sírvete una bebida en el bar. Regresaré en un segundo, debo ir a ver cómo van con los bocadillos.


Paula miró a su alrededor con una copa de vino tinto en la mano. La sala era larga y ancha, en forma de L, y el mobiliario reflejaba los serenos tonos del mar. La habitación estaba atestada y el murmullo de las conversaciones se mezclaba con la suave música que emergía de las bocinas.


—Vaya, vaya, pero si es la mujer seductora en persona…


El aire se le atoró en la garganta, era Pedro, por supuesto. ¿No imaginó ella que él estaría ahí? Estaba preparada porque tenía bien puesta su armadura. De manera intuitiva pensó que así debía seguir. De alguna manera indefinible, Pedro Alfonso era peligroso para ella. Lo sabía en el fondo de su alma, sabía que podría dejarla muy lastimada.


—Y el renegado —murmuró tranquila—. ¡Qué extraño encontrarte en un ambiente tan civilizado como este! Estoy segura de que te sentirías más a gusto en algún punto del mar abierto, con una pañoleta en la cabeza y un machete al cinto.


—Veo que tus garras están tan afiladas como de costumbre —apretó la boca de manera cínica—. Como siempre, estás despampanante, pero eso es parte del señuelo, ¿no? Una belleza exótica, con fuego en el corazón, una llama que con facilidad podría devorar a un hombre incauto. Que bueno que te conozco por lo que eres. Pero dime, ¿por qué estás aquí,Paula? ¿Viniste a atormentar a tu víctima hasta enloquecerlo? ¡Pobre Adrian! ¿Qué hará ahora que su esposa está a la mano?


—Estoy segura de que Adrian no tendrá dificultad en hacer lo que le plazca, y en este momento es atender a sus invitados —esbozó una sonrisa—. ¿Por qué no vas a ayudarlo? Él mencionó a algunos posibles clientes. Estoy segura de que podrás serle útil, si tratas con todas tus ganas.


—¿Quieres deshacerte de mí? —inquirió Pedro, burlón—. Te lo advertí, no te será fácil. Descubrí tu jueguito y pienso frustrar tus designios. No pienses que puedes engañarme. Es posible que tus encantos hayan hecho caer a Adrian, pero yo tengo la cabeza despejada y soy inmune.


—Me alegra saberlo —respondió con desprecio—. Eso significa que no te desilusionarás si decido ignorarte —añadió y se alejó de él.



MI UNICO AMOR: CAPITULO 10




El lunes por la mañana, Paula entró en la oficina de Adrian. 


La secretaria de él estaba concentrada en sumar una columna de cifras, pero cuando Paula se acercó al escritorio levantó la vista y se llevó sus largos dedos de uñas rosadas a la sedosa cabellera rubia. Sus ojos azules mostraron curiosidad.


—¿Sí? —preguntó.


—Quiero hablar con Adrian —respondió Paula—. ¿Está?


—Sí, pero está muy ocupado, llegó usted en mal momento, señorita Chaves. Sin embargo puedo darle su mensaje.


—No, gracias, esperaré. Dígale que estoy aquí.


—Por supuesto —respondió Rebecca Charlesworth después de titubear—. ¿Gusta tomar asiento?


Paula se acercó a la ventana y desde ahí vio los bien cuidados arbustos que bordeaban el estacionamiento. A la distancia se veía el campo donde se había llevado a cabo la fiesta del sábado, libre ya de las tiendas de campaña y los puestos. No había evidencia de las rampas para coches y las balsas ya habían desaparecido. Parecía que los sucesos del fin de semana no habían ocurrido o que los habían borrado.


—Cariño, ¡qué gusto volver a verte! —saludó Adrian y ella se volvió hacia él—. Te busqué en vano después de la procesión de balsas.


—Me disculpo por eso —respondió—. Te lo explicaría, pero el asunto es complicado y sé que estás ocupado. Pensé que no te molestaría si esta mañana pasaba por aquí. ¿Te es inconveniente?


—De hecho, viniste en el momento preciso. Tenemos problemas con el ordenador nuevo. ¿Podrías ayudar a Becky a revisarla, ya que estás aquí? Yo la revisé, pero no encontré la falla. Como sé que tienes talento para estas cosas es posible que lo soluciones pronto.


—Haré lo posible —aceptó y él sonrió tranquilizado.


—Eres una chica maravillosa. ¿Qué haría sin ti? En este momento estoy ocupado, pero quedaré libre dentro de media hora, si estás de acuerdo. Mejor aún, ¿por qué no vas a la fiesta que ofreceremos mañana por la noche? Irán algunos de nuestros clientes con sus esposas y otros posibles clientes. A lo mejor también logras algunos pedidos para ti.


—Iré, gracias —le devolvió la sonrisa—. Tanto trabajo debe ser señal de que las cosas marchan bien.


—Sin embargo, tiene sus altas y bajas —hizo una mueca—. Esta mañana tenemos sólo problemas.


—Veamos si puedo ayudar.


Regresó al atestado escritorio de Rebecca y se puso a trabajar.
   

—Eres un genio, Paula —le dijo Adrian unos minutos después—. Sabía que lo lograrías. Recuérdame que en algún momento te dé un beso —le ciñó el brazo—. No faltes a la fiesta de mañana. Te daré la dirección.


—Iré con gusto.


—¿Qué ocurre? —una voz grave y perturbadoramente conocida los hizo volverse hacia la puerta—. ¿Qué hace ella aquí?


El estómago de Paula dio un tumbo extraño. Ella se hizo la misma pregunta. ¿Qué hacía él ahí? ¿Acaso no pensó que nunca volvería a ver a Pedro Alfonso? Él estaba apoyado contra el marco de la puerta y la observaba con severidad. 


Adrian se alejó de ella sintiéndose culpable.


Paula notó que Pedro vestía traje oscuro hecho a la medida y camisa blanca de rayas muy delgadas. Sintió comezón en el cuello. ¿En dónde estaba el hombre de ropa informal y modales despreocupados? Algo no estaba bien. Ese hombre era un extraño sombrío que mostraba enfado en su fría mirada. No tenía parecido alguno con el hombre con quien por mala suerte, pasó el fin de semana. ¿Qué relación llevaba con Adrian?


Pedro… —Adrian lo saludó con entusiasmo y tiró de Paula a para presentársela—. ¿Recuerdas a la chica de quien te hable? Es Paula, Paula Chaves…


—Ya nos conocimos —el tono áspero de Pedro lo interrumpió—. Y no puedo decir que me agradó la experiencia —la miró de pies a cabeza—. Me alegro de volver a verte tan pronto, señorita Chaves. Eso me evita la molestia de buscarte. Hay una que otra cosa que debemos aclarar.


Adrian notó las facciones tensas de Pedro, se sintió incómodo y sintió curiosidad.


—Ignoraba que os conocíais —levantó un expediente de una canastilla de alambre en el escritorio y agregó—: Esta mañana traté de comunicarme contigo.


—Estuve en la planta Brooksby —le informó Pedro—. Hubo un enredo con los envíos.


Miró a Paula como si ella tuviera la culpa y ella le devolvió la mirada venenosa.


—Aquí tampoco marchan muy bien las cosas —repuso Adrian—. Las nuevas cantidades de producción alborotaron el avispero, eso sin tomar en cuenta las dificultades que causó la epidemia de gripe.


—Y no dudo que haya uno o dos casos del síndrome de los lunes por la mañana.


La mandíbula de Pedro se apretó y un músculo en su mejilla se movía de manera irritante.


—Pronto tendremos que tomar una decisión —murmuró Adrian al levantar un fajo de papeles de una bandeja sobre la superficie pulida de un escritorio—. Todo el esfuerzo que hicimos habrá sido en balde si no entregamos estos pedidos a tiempo. Los clientes buscarán otros proveedores.


—Es difícil que eso suceda —declaró Pedro, mirando de arriba abajo el esbelto cuerpo de Paula.


Ella alzó los hombros y se tensó. No permitiría que él la intimidara.


—No trabajamos estos meses para que ahora todo se reduzca a nada —declaró Pedro. Tamborileaba los dedos contra el marco de la puerta—. Podemos ofrecerles a los operarios tiempo extra y una bonificación. Quizá merezca la pena ofrecer un programa de participación de utilidades. Tal vez con eso logremos seguir adelante.


—Me parece una buena idea —Adrian le dio un golpecito con los nudillos al fajo de papeles—. Citaremos una reunión del sindicato. ¿Participarás en eso?


—¿No puedes encargarte tú del asunto? —Pedro frunció la frente—. Quiero regresar al taller a menos que haya algún obstáculo. El nuevo montacargas que me ocupa necesita algunas modificaciones. De por sí ya hubo bastantes demoras.


Adrian asintió y su boca se torció.


—Me voy tengo que hacer una o dos visitas —intercaló Paula.


No se quedaría para reñir con Alfonso.


—No tan rápido —masculló Pedro y en sus palabras hubo un dejo de amenaza—. Como dije, tenemos que hablar de ciertas cosas antes de que te vayas.


La atravesó con la mirada.


—¿De veras? ¡Qué fastidio! En verdad tengo que atender asuntos más importantes.


Pensó en irse, pero no quiso crear una escenita en esa oficina. ¿Qué lograría? Esa penetrante mirada amenazaba una represalia inmediata, además, el cuerpo duro e inflexible le bloqueaba el paso y la intimidaba. Pedro hablaba en serio. 


Y ella supuso que de ser necesario, él usaría la fuerza.


Paula lo observó muy resentida. Así no lo conocía ni reconocía su arrogante postura de mando. Ese era un hombre con autoridad y poder, a quien sólo le bastaba hablar para que todos a su alrededor obedecieran de inmediato.


Con amargura se dijo que él no era lo que parecía. Apenas se daba cuenta de que lo ocurrido el sábado, había sido sólo un breve encuentro. Para él había sido un juego en el río para satisfacer alguna peculiaridad de su carácter.


¿Cómo pudo catalogarlo tan mal? Él no era un pez, no era una presa fácil. Era un tiburón, un tiburón letal de afilados dientes y la amenazaba con una decisión mortal.


—Me alegro de que lo haya meditado —murmuró Pedro tenso y dirigió su atención hacia la secretaria quien tenía los ojos fijos en la pantalla del ordenador.


—¿Qué pasa,, Rebecca?


La mujer se sobresaltó y movió las manos con agitación.


—Yo… No es nada… La tabulación salió mal y tengo que repetirla.


—Hazlo después del almuerzo. Después del descanso tendrás la mente más despejada.


—Ay no, tengo mucho trabajo, todos los…


—Ve a almorzar, Rebecca —ordenó a secas.


Era un decreto que debía obedecerse y fue evidente que la mujer sabía que no debía discutir. Volvió a pasarse una mano por el cabello rubio.


—Si quieres te llevaré al centro, Becky —ofreció Adrian—. Tengo que ir a ver a un mayorista, de modo que puedo dejarte y recogerte después para traerte de regreso. Cuando estés lista ve a la oficina de producción. Tengo algunas cosas pendientes antes de irnos.


—Gracias.


Rebecca fue por su bolso y Paula miró a Adrian con enfado. 


¿Cómo podía él pensar en abandonarla a las malévolas garras de ese monstruo voraz?


—Adrian…


—Tengo que irme, Paula, recordé que debo recoger algo urgente, pero veo que tú y Pedro tenéis algunas cosas de qué hablar —levantó un papel—. No olvides nuestra cita —le recordó y anotó una dirección.


Se dirigió a la puerta y Rebecca lo siguió, pero se detuvo para agregar:
—Lamento tener que irme. No le prestes atención al mal humor de Pedro. Odia cuando no puede irse directamente a su taller. No muerde.


—No estoy muy seguro de eso —intercaló Pedro cuando la puerta se cerró luego de que sus dos colegas salieron—. Tal como me siento con respecto a ti en este momento, quizás me den ganas de morderte los huesos para hacerlos pedacitos.


Mostró sus dientes y Paula casi pudo sentir la incisión que harían en su piel. Era evidente que estaba irritado por el chapuzón que ella le había causado.


—No te temo —respondió Paula—. Estás muy equivocado si crees que puedes raptar a alguien sin recibir el castigo merecido.


—Podría demandarte por daños —amenazó con placer vengativo y sin hacer caso a su queja—. Lo que hiciste al yate fue marginalmente menos criminal de lo que trataste de hacerme a mí: Asalto, intento de asesinato al tratar de ahogarme, daños en propiedad ajena…


—Defensa propia —intercaló ella—. Fue sólo un remojón porque perdiste el equilibrio. ¡Qué lástima que tu sedal se tronchara! Espero que tengas otro.


—Te aconsejo que controles tu afilada lengua, damita. Es posible que decida tomar el asunto en mis propias manos. Será más satisfactorio que dejar que la ley tome su curso —se dirigió a la puerta en el extremo interior de la oficina y la abrió—. Pasa por aquí…


Hizo un breve movimiento con la cabeza.


Ella dirigió la vista en dirección contraria, hacia la salida.


—No creas que podrás salir furtivamente —gruñó—. Aún no he terminado contigo; y tampoco creas que no disfrutaría arrastrándote de regreso. Desde que me dejaste en el lago se me ocurrieron muchas cosas que me agradaría hacerte.


Paula lo miró disgustada. No dudó que él fuera capaz de cumplir con lo dicho. ¿No la había secuestrado una vez? 


Quizá sería sensato darle gusto a sus caprichos ya que parecía tener algo de vikingo. Le sería difícil fingir calma, pero era la única manera de tratar con ese hombre. No permitiría que la sacara de quicio.


—Me mentiste —lo acusó al entrar en lo que parecía ser un taller. Las superficies estaban llenas de equipos de electrónica, en diferentes estados de terminación. Un tazón azul y blanco, medio lleno con café frío servía de pisapapeles—. Nunca has pertenecido al equipo de acrobacias.


Fijó sus ojos color esmeralda en él.


—No recuerdo haber dicho que lo fuera —encendió la cafetera que estaba colocada en un descanso, arriba de las bancas de trabajo, y levantó otro tazón.


—Permitiste que yo siguiera creyendo que eras parte de ese equipo —insistió de manera acalorada, incitada por su indiferencia—. Según mis normas eso cuenta como una mentira. Asumiste contento el papel que te adjudiqué. ¿No te parece extraño? Deberías analizar si prefieres un mundo de fantasía al real. Es posible que necesites ayuda.


—Supongo que tú no. Serías sensata, señorita Chaves, si controlaras tu imaginación vivaz. Si te dejas llevar por ella quizá no te agradan las consecuencias. Todavía existe la posibilidad de que te encuentres en el juzgado por tus acciones del fin de semana y puedo decirte que a los jueces no les agradan, las mujeres que imaginan ser víctimas potenciales. No verán con buenos ojos el ataque que sufrió un compañero inocente durante un viaje de pesca.


—¿Cómo te atreves? —masculló exigente—. ¿Cómo puedes torcer todo de esa manera?


—¿Torcer? —murmuró en tono sedoso y con una ceja alzada—. ¿No ocurrió así? A mí me pareció que sí —esbozó un gesto burlón—. Además, ¿qué precio le pondrías a tu credibilidad si eres una mujer que tiene relaciones con un hombre casado, que se cita con él a espaldas de la esposa? Por lo visto, no pierdes el tiempo. A la primera oportunidad vuelves a rondarlo —la miró con disgusto—. Por cierto, esa es una característica tuya que podría ser positiva. No te das por vencida, ¿verdad? Te mantienes en tu posición hasta el amargo final.


—Fue cuestión de negocios —replicó—. Hablábamos de negocios.


—No me pareció qué fuera eso cuando entré…


Su mirada se ensombreció por escepticismo.


—¿Por qué no se lo preguntas a Adrian?


—Lo negaría. Ya me había dicho que una amiguita había regresado. Dijo que era una mujer maravillosa de hermosas piernas —observó su esbelto cuerpo, el traje color ciruela con chaqueta formal y la blusa de seda beige y la falda angosta—. De cualquier manera, tiene razón en cuanto a las piernas.


—Tu arrogancia es increíble y me extraña que no la hayas embotellado —replicó.


—Según tengo entendido, tú rompiste el idilio con él para ir a estudiar a la universidad. Supongo que eso pudo ser la causa de todos los problemas porque la situación entre vosotros quedó pendiente. Luego, durante los años que estuviste ausente, él conoció a Emma y se casó con ella. No pudiste tolerarlo.


—Pamplinas —declaró con vehemencia—. Tu comprensión del asunto se sale de toda proporción. Me había cansado de trabajar en un departamento de contabilidad, mis padres se fueron de aquí y yo pensé que era el momento indicado para hacer un cambio. Tardé un poco en decidir qué haría de mi vida, pero mi decisión no tuvo nada que ver con Adrian. Si alguien hubiera oído lo que acabas de decir pensaría que soy una mujer casquivana que roba a los hombres. De no estar tan enfadada me parecería gracioso.


—¿No tuviste una aventura con un director de empresa antes de frecuentar a Adrian? —preguntó con los párpados entrecerrados—. Un hombre casado que era tu jefe. ¿También interpreté mal eso?


—¿Cómo lo…? ¿Qué te hace pensar…? —sorprendida, lo miró con el rostro lívido.


—Quizás Adrian lo mencionó. Es una plaga en tu pasado, algo que prefieres no recordar…


En sus penetrantes ojos había burla.


—Parece que Adrian tiene mucho de que hablar. Eso nunca fue un defecto en él, es decir, hablar más de la cuenta. Seguro que se debe a tu nefasta influencia.


—De estar en tu lugar, Paula, no permitiría que eso me irritara —murmuró—. Todos cometemos errores en algún momento. Pero uno no puede pasarse el resto de la vida pagando por esos errores. Y cuando todo se ha dicho, no hay maldad en un poco de osadía. ¿No crees que eso le da un poco de sal y pimienta a la vida? —se acercó a ella mirándola de manera especuladora—. Lástima que concentres tu atención en hombres comprometidos. ¿Por qué no cambiar y enfocarme a mí? Estoy seguro de que nos iría bien juntos, a pesar de tu lengua de escorpión. ¿Quién sabe? Quizás para nosotros existe un futuro de delicia y descubrimiento, una fuente de experiencias nuevas.


—Otra fantasía alocada —respondió con desdén—. Harías bien en deshacerte de esa clase de ideas, Alfonso, porque de lo contrario te llevarás una gran decepción.


Observó toda la habitación con rapidez.


—Veo que tienes mucho trabajo aquí… —miró con desaprobación la taza usada de café—. Te dejaré para que sigas trabajando. Uno nunca sabe, pero quizás el trabajo sea una buena panacea.


Volvió la cabeza agitando los rizos castaños y se acercó a la puerta para abrirla.


—No has escapado —dijo Pedro a su espalda—. Disfruta la frágil ilusión de tu libertad mientras puedas, pero recuerda: Estaré vigilándote y seguiré tus pasos.


Ella siguió caminando, sin volver la cabeza. La desfachatez arrogante del hombre retaba al convencimiento.




MI UNICO AMOR: CAPITULO 9





Caminó por la orilla del lago en dirección contraria a la de Pedro. Necesitaba tiempo para pensar y decidir qué hacer. ¿En dónde estaban esas sombrías fuerzas plutónicas cuyo apoyo necesitaba?


Deseó que hubiera otra manera de alejarse de ese lugar. 


Seguro que el dueño llegaba a la cabaña en otra embarcación. Quizás en una simple canoa con remos. ¿No iban los pescadores al centro del lago a pescar? Desde luego, era una conjetura aventurada, pero si buscaba bien tal vez encontraría algo.


Tardó media hora en encontrar lo que buscaba: Una canoa amarrada en un pequeño embarcadero de madera. Se dijo que la tomaría prestada. Tan pronto lograra su propósito se encargaría de que devolvieran la embarcación. Hizo una mueca. Sólo le faltaba lidiar con el señor Pedro Alfonso.


¿Cuál era la mejor manera de incapacitar un barco de motor, al menos temporalmente? ¿Un alambre atado alrededor del timón? Sería fastidioso, pero efectivo. Estaba segura de haber visto un rollo de alambre, junto a un par de botas altas. 


Y velas. ¿No había visto una caja sobre uno de los armarios?


Pensó echar parafina derretida en la rendija de la llave.


Quizás verter agua en el tanque de la gasolina. Había toda una gama de cosas que podía intentar.


Bastante después, regresó al lugar donde vio pescar antes a Pedro. Él seguía con lo mismo y el sedal se mecía con la brisa. Pedro estaba en paz con su mundo. Esbozó una sonrisa porque no sería por mucho tiempo más. Ese pez en especial pronto se encontraría en aguas tormentosas.


Pedro se volvió cuando ella se acercaba y cauteloso, la observó. Fijó la vista en las tijeras que ella llevaba. Se puso de pie y acomodó la caña de pescar contra la caja de mimbre.


—¿Paula?


—Alfonso… —Lo saludó con ligereza y amabilidad. Se sentía extrañamente contenta y despreocupada. Miró el sedal arqueado sobre el lago y sus ojos cobraron un cierto brillo color de esmeralda. Se acercó a la orilla del agua—. ¿Cómo va la pesca?


—Bastante bien.


No se distrajo.


—Podemos cambiar la situación.


Y se inclinó hacia el sedal de nylon y lo cortó con las tijeras.


—¿Qué dian…?


Corrió para inspeccionar el daño y ella se dijo que no podía desaprovechar esa inmejorable oportunidad. Él estaba muy cerca del agua, podía resbalar, ¿qué importaría si ella le daba un empujoncito? Con satisfacción vio que él se deslizaba hacia el agua, después que ella lo impulsó, y que su cuerpo creaba olitas en la superficie.


La exaltación burbujeó en sus venas. Resultó muy fácil. 


Observó el resultado de su acción hasta que Pedro subió a la orilla. No se había lastimado, pero estaba empapado y furioso.


El enfado de Pedro la hizo reír antes de volverse para volar como el viento hacia donde había dejado la canoa. Al llegar al agua se dijo con alegría que la venganza era muy dulce.





MI UNICO AMOR: CAPITULO 8




Volvió a colocar la cafetera sobre la estufita y cuando el líquido comenzó a hervir pensó que era un reflejo exacto de sus propias emociones. Hablar con Pedro Alfonso era como golpearse la cabeza contra un poste de madera. No ejercía ningún efecto, con excepción de que la dejaba sintiéndose ultrajada y de muy mal humor. Le echó más azúcar a su taza. La necesitaba.


Un escozor en la columna le indicó que Pedro estaba allí. 


Sirvió el café y miró hacia donde él estaba; estaba apoyado contra el marco de la puerta con el cuerpo relajado y cierta diversión en los ojos.


—Por lo visto finalmente recordaste tus escrúpulos —comentó Pedro.


Paula lo ignoró y le dio un sorbo al liquidó caliente. Disfrutó el momento en que el calor le invadía lentamente el cuerpo.


Pedro cerró la puerta con indolente gracia, y comenzó a hurgar en los armarios debajo del mostrador. Sacó una palangana blanca, la cual llenó con agua de una jarra. Paula lo observó lavarse las manos. Sin duda iba a acabar con las galletas y todo lo demás.


—¿Quieres?


Le deslizó el paquete de galletas poco después.


—No, gracias.


Torció la boca, dejó su taza, se frotó un brazo con la mano y trató de entrar en calor.


—¿Aún tienes frío? —preguntó Pedro—. El calentador es un poco temperamental, pero… —sonrió—. Podría hacerte entrar en calor, si eso deseas…


Comenzó a acercarse a ella y Paula dio unos pasos atrás echando chispas por los ojos.


—No lo deseo. Déjame en paz.


—Fue sólo una sugerencia —extendió las manos con las palmas hacia arriba en un gesto conciliatorio—. No tienes por qué agitarte tanto.


—Puedo prescindir de esa clase de sugerencias —trató de alejarse más y sus piernas chocaron contra el armario inferior y conmocionada comprendió que ella misma se había arrinconado. —No te acerques más —le advirtió, presa de un pánico desconocido.


Era muy consciente de la presencia de Pedro, de su cuerpo alto y musculoso a pocos centímetros de ella. Era muy grande, muy masculino y ella, podía ver la textura de la bronceada piel. Además, la fragancia sutil de su colonia le invadía los sentidos.


Él seguía moviéndose, se acercaba con lentitud. Ella desesperada, tanteó el armario a su espalda en busca de algo con que defenderse.


—¿Qué temes? —preguntó Pedro—. Te dije que no corres peligro alguno.


Ella cerró los dedos sobre algo duro, como de frío acero, levantó la mano y dirigió el metal hacia el pecho masculino.


—Lo digo en serio —dijo con fiereza—. No te acerques.


Pedro contempló las tijeras.


—Espero que no pienses usar eso contra mí, Paula. Sangro con facilidad. ¿Por qué no las dejas en su lugar? Créeme, no necesitas esa clase de protección.


—Yo decidiré qué necesito.


Hizo un movimiento desesperado con las hojas filosas y en el mismo momento, Pedro entró en acción. Sucedió con tanta rapidez que la mente y el cuerpo de Paula giraron y sus ojos dejaron de enfocar. Una banda de acero le ciñó la muñeca y le empujó el brazo hacia atrás cuando el cuerpo duro de Pedro la presionó y le sacó todo el aire de los pulmones. Hubo un momento de profunda quietud y en el tenso silencio que se creó, Paula tomó conciencia del golpeteo de su propio corazón y del pulso acelerado en todo su cuerpo. Él también debió sentirlo porque estaba muy cerca.


—No me conoces bien —dijo despacio—. De lo contrario comprenderías que no me agrada enfrentarme con el extremo equivocado de unas tijeras. Y eso puede considerarse como una de tus peores acciones.


Cuando Paula se vio atrapada contra el duro borde de los armarios de madera, dada la presión de los fuertes muslos, comprendió su tontería. No se atrevió a moverse. Las tijeras se deslizaron de sus dedos laxos e hicieron un ruido metálico al caer y resbalar por el suelo.


—Así está mejor. Ahora, quizás podamos calmar un poco la situación.


—Tú la iniciaste.


—No es cierto.


—Me trajiste contra mi voluntad —lo acusó, furiosa por la negación—. Y ahora estás maltratándome. No me dejas espacio para respirar… Es posible que muera por asfixia. Y si logro escapar de esa suerte que me presiona, me dejará unos cardenales en la espalda… Y no me sorprendería si me rompiste la muñeca.


—Para ser alguien que da sus últimos suspiros no te faltan las palabras —la soltó—. Dudo que tengas la muñeca rota porque ni siquiera cambió de color. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Imaginaste que me quedaría pasivo mientras me tenías como blanco para tu práctica de bayoneta? —la observó pensativo—. Sí, eso debiste pensar. ¿Siempre eres tan explosiva?


—No me pierdas de vista y lo sabrás —predijo frotándose la muñeca—. Crees que puedes hacer lo que se te antoje, pero te equivocas.


—Por lo visto quizá sea mejor que regrese a pescar. Parece que mi presencia te provoca una agresión alocada; será mejor dejarte un rato en paz. El tiempo te servirá para reflexionar.


—No te atrevas a irte y a dejarme aquí —exigió—. ¿No quedamos en que era hora de que regresáramos?


—¿Eso hicimos? Yo no tengo prisa. Además, prefiero una compañía más agradable si he de viajar por el río. Contigo a bordo no me atrevería a volver la espalda porque podría convertirme en alimento para los peces.


—¡No seas ridículo! —exclamó—. Sabes muy bien que mi reacción anterior fue sólo un fogonazo porque me sentí amenazada. Fue en defensa propia.


—Quizá te lleve de regreso dentro de unas horas, cuando te sientas menos… Amenazada.


Inclinó la cabeza, salió de la cabaña y caminó calmado por el sendero hasta la orilla del lago.


Paula lo vio alejarse y una turbulenta tormenta se gestó en sus ojos verdes. Él no tenía derecho de tratarla así. ¿Quién diablos se creía? Ya no toleraría más. Debía de haber alguna manera de terminar con esa actitud dominadora. ¿De modo que Pedro la consideraba explosiva? Esbozó una sonrisa. Él haría bien en cuidarse porque ella le demostraría lo que significaba provocar a un volcán a punto de explotar.