miércoles, 18 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 8





Pedro consultó su reloj y frunció el ceño. Habían pasado cinco minutos, en realidad cuatro y medio, desde la última vez.


Estaba en el parque canino, y llevaba allí de pie cincuenta minutos. Ocupaba un lugar que le permitía ver con toda claridad la entrada al parque. Nadie podía llegar, ni irse, sin que él lo viera. Hacía uno de esos días «dignos del paraíso», la típica descripción que solía hacerse del clima de Bedford, la ciudad californiana en la que había crecido. Pero él no estaba pensando en el tiempo.


El ceño había ido surgiendo, lentamente, porque hacía ya casi una hora que esperaba a Paula y a su perrito.


No le había dado la impresión de ser una persona que faltaría a una cita sin llamar antes, pero se recordó que no era muy bueno a la hora de juzgar a la gente. Se había equivocado de medio a medio respecto a Irene.


Rio brevemente al recordarlo. Aunque no le gustaba el juego, habría apostado dinero a que Irene y él iban a estar juntos para siempre.


«Idiota», se recriminó.


Se habían conocido la primera semana de universidad. 


Mientras se ayudaban el uno al otro a aclimatarse a vivir lejos de casa, descubrieron que tenían los mismos intereses y objetivos, o eso había pensado él. Cuando él decidió especializarse en Veterinaria en la Universidad Cornell, ella siguió en Nueva York para licenciarse en Inversión Bancaria, la carrera que predominaba en su familia. Irene tenía los ojos puestos en Wall Street.


Eso dio lugar al primer conflicto grave entre ellos. Irene quería establecerse en Nueva York, mientras que él siempre había tenido la intención de volver a «casa» y montar allí su clínica.


Cuando descubrió que su madre tenía una enfermedad mortal, lo consideró una señal de que era imprescindible que volviera a Bedford. Fue entonces cuando descubrió que no conocía a Irene tan bien como había creído. Ella, como muestra de comprensión, le había dicho que estaba dispuesta a tomarse unos días libres en la empresa de su padre, donde ya trabajaba, y acompañarlo a Bedford para que visitara a su madre por última vez.


La tensión entre ellos se acrecentó y él acabó yendo a ver a su madre solo. Irene necesitaba mucha atención, y aunque eso no solía molestarlo a menudo, sabía que interferiría con el tiempo que quería dedicarle a su madre.


Ese tiempo resultó ser mucho menos del que había esperado. Un mes y un día después de su llegada a Bedford, su madre falleció. Le destrozó el corazón que no le
hubiera confesado su enfermedad antes, pero agradeció haber podido pasar esas últimas semanas con ella.


Cuando regresó a Nueva York, la relación con Irene empezó a ir de mal a peor. Lo vio con toda claridad la noche que Irene le dijo que quería que se planteara dedicarse a algo más «prestigioso» que cuidar de animales enfermos.


En su opinión, al igual que en la de su padre y sus tíos, un veterinario no encajaba bien con la imagen de éxito profesional que pretendía alcanzar para sí misma. Irene lo había dejado atónito al entregarle una lista de «carreras alternativas» para que la estudiara.


—Tenía la esperanza de que llegarías a esta conclusión por ti mismo, pero, si tengo que empujarte un poco, lo haré. Al fin y al cabo, ¿para qué sirve una futura esposa si no es para dirigir a su hombre hacia el camino correcto para él?


Lo había dicho completamente en serio.


Entonces supo que el «para siempre» que había imaginado, no tenía cabida entre ellos dos. Rompió el compromiso con cortesía y sinceridad. Le dijo a Irene que, por mucho que deseara estar con ella, nunca había imaginado que vivirían su vida relacionándose con gente más interesada en el beneficio personal que en hacer el bien.


Encolerizada, Irene le había tirado el anillo de compromiso a la cara. Él, sin recogerlo del suelo, había contestado que no lo quería y que podía quedárselo. Dos días después, cuando el anillo de diamantes apareció en su buzón, Pedro decidió que siempre podría empeñarlo si necesitaba dinero para comprar equipo para su clínica.


Al día siguiente, abandonó Nueva York.


En un periodo muy breve, había perdido a su madre y a la mujer a la que había creído amar.


Le había costado un tiempo retomar el ritmo de su vida. 


Tiempo para dejar de verse como parte de una pareja y volver a enfrentarse al mundo como soltero. Cuando pasaba por un momento emocional especialmente duro, se recordaba que su madre había estado sola casi toda la vida.


Su padre, un policía que estaba disfrutando de su día libre, compraba leche en el supermercado local cuando entró un hombre agitando una pistola en el aire y exigiendo que le entregaran el dinero de la caja. Según el relato del dependiente, su padre había intentado razonar con el ladrón. 


Este, nervioso y, como se comprobó después, drogado, le disparó en el pecho tres veces y luego se escapó. La policía lo capturó a menos de una manzana de la tienda. Pero llegaron demasiado tarde para salvar a su padre.


Su madre había quedado devastada, pero como él tenía solo dos años y no contaban con familia que los apoyara, se esforzó por levantar cabeza y darle la mejor vida posible.


Cuando estaba a punto de marcharse a estudiar a Cornell, Pedro se había sentido culpable por dejarla sola. 


Recordó haberle preguntado por qué no había salido con ningún hombre mientras él crecía. Le había contestado que ya había tenido un gran amor en su vida y que le habría parecido avaricioso intentar que volviera a ocurrir.


—Tu padre era un hombre único y fui muy afortunada por tenerlo en mi vida, aunque fuera por poco tiempo —había dicho—. No quiero estropear eso buscando a alguien que ocupe sus zapatos cuando sé que es imposible.


Pedro sonrió con el recuerdo. Sabía que su madre también le habría dicho que el que Irene no hubiera resultado ser la mujer de sus sueños no implicaba que no hubiera otra destinada a serlo, esperando a que él la encontrara.


Emitió un suspiro; tal vez no la hubiera.


No estaba buscando una relación. Aún era demasiado pronto para plantearse algo así. Sin embargo, le apetecía mucho pasar tiempo con Paula.


Pedro miró su reloj de nuevo. Habían pasado cinco minutos más. Encogió los hombros, resignado; no tenía sentido esperar más. Paula y su hiperactivo cachorro no iban a aparecer, y ella no había tenido la consideración de telefonear para avisarlo.


Cabía la posibilidad de que el dueño del perro hubiera aparecido a reclamarlo, pero, incluso así, Paula tendría que haber llamado para cancelar la cita.


A no ser que hubiera perdido su tarjeta.


«Puedes pasarte todo el día aquí imaginando una docena de excusas, pero el hecho es que ella no ha venido y tú sí. Es hora de volver a casa, amigo», se dijo.


Se apartó de la farola en la que había estado apoyado y puso rumbo hacia su coche, un Toyota gris claro de cuatro puertas.


Fue entonces cuando lo oyó.


Un silbido agudo que pareció rasgar el aire, literalmente. Un sonido irritante que obvió, hasta que sonó de nuevo. 


Intrigado, miró a su alrededor para ver de dónde provenía.


Un segundo después, un perrito corría a su alrededor como un maniaco.


Ese perrito.


Una correa volaba en el aire tras él, como una serpentina. 


Por el momento, era un perro libre.


Riéndose, Pedro se agachó a su altura y le rascó la cabeza. 


El animal respondió como si, por un azar del destino, se hubiera reencontrado con un gran amigo al que hubiera perdido la pista años antes.


—Hola, chico. ¿Dónde está tu dueña? ¿Te has escapado?


Pedro miró por encima del hombro y la vio. Con la melena castaña ondeando en el aire, corría hacia él. Llevaba una camiseta verde que se ajustaba a su torso y pantalones cortos, de tela vaquera deshilachada por el bajo, que acentuaban el largo de sus piernas.


Paula corría a toda velocidad para alcanzar al perro que, obviamente, se le había escapado.


Al ver que Jonathan había encontrado al hombre con el que iban a reunirse, bajó el ritmo un poco para recuperar el aliento y poder hablar sin jadeos.


—Hola —saludó Pedro con voz cálida; la hora que llevaba esperando se convirtió en un recuerdo lejano—. Empezaba a pensar que no ibas a venir.


—Lo siento —se disculpó ella—. Suelo ser muy puntual.


Como Pedro seguía agachado junto al perro, se dejó caer al suelo. Era más fácil hablar estando a su altura.


—Jonathan decidió que prefería hacer gala de su carácter a cooperar conmigo —no pretendía que el veterinario la compadeciera, solo quería hacerle saber qué le había impedido llegar a tiempo—. Me costó muchísimo meterlo en el coche. Se convirtió en un manojo de patas moviéndose en todas direcciones. Después, cuando por fin llegué al parque y abrí la puerta trasera, salió corriendo sin darme tiempo a agarrar la correa. Lo intenté, pero fue demasiado rápido para mí —movió la cabeza—. Está claro que tiene mente propia.


Resultaba difícil creer que la testarudez que estaba describiendo se refiriera al mismo perro que parecía haberse convertido en pura dulzura. De hecho, el labrador acababa de tumbarse boca arriba como si su mayor deseo fuera que le acariciaran la tripita. Pedro no dudó en hacerlo, y eso pareció transportar a Jonathan al paraíso.


—¿Era tu silbido el que he oído hace un momento? —preguntó Pedro, con tono incrédulo pero cortés. Paula asintió.


—Sé que es un silbido atronador —lo cierto era que no sabía silbar de otra manera—. Pero estaba desesperada para que dejara de correr, aunque no estuviera dispuesto a volver a mi lado.


Pedro le pareció muy gracioso que alguien tan diminuto y grácil como Paula fuera capaz de silbar como un rudo marinero recién desembarcado tras pasar meses en altamar. 


Decidió no hacer comentarios al respecto, porque temía avergonzar a Paula y acrecentar su timidez. Eso era lo último que deseaba. Además, le impediría ayudarla a entrenar al perrito que el destino, sin duda, había decido poner en su camino.


Así que centró su atención y sus palabras en la peluda criatura que había apoyado la cabeza en su regazo, suplicando su atención y sus caricias.


Parecía ser uno de esos perros que se desvivían por recibir un refuerzo positivo. Eso, sin duda, facilitaría mucho las cosas a Paula.


—¿Has estado haciéndole la vida imposible a tu ama, amiguito? —rio Pedro, sin dejar de acariciar al cachorro—. Pues eso se va a acabar ahora mismo, ¿está claro? —añadió con voz teñida de severidad.


Jonathan lo miró con sus ojos marrones cargados de adoración y procedió a lamer la mano que acababa de acariciarlo.


Pedro la apartó con firmeza.


—Eso se acabó por ahora. No vas a engañarme. Estamos aquí para trabajar —dijo, poniéndose en pie. Con la correa en una mano, ofreció la otra a Paula—. Vamos, es hora de empezar vuestra sesión de adiestramiento.


Paula aceptó la mano. Durante un instante, tuvo la sensación de sentirse envuelta y protegida. Se levantó y notó que la fuerte mano de Pedro tardaba unos segundos más de lo necesario en soltar la suya. Un leve rubor tiñó sus mejillas.


—Lo has dicho como si también fueras a adiestrarme a mí —soltó una risita nerviosa, que se apagó en su garganta al ver la sonrisa de Pedro.


—Es precisamente lo que voy a hacer.


Paula, atónita por la respuesta, se quedó muda.


—Me alegra decirte que ya sé ir al baño sola —dijo, cuando su cerebro volvió a funcionar.


Contempló, hipnotizada, cómo los labios de él se curvaban lentamente. Se perdió en su sonrisa, aceptando la futilidad de intentar resistirse.


—Me alegra saberlo —dijo Pedro—, pero no era eso lo que tenía en mente para ti.


—¿No? —lo miró con inquietud, alegrándose de estar en un lugar público y lleno de gente.


Sin saber por qué, la idea de estar a solas con él hacía que sintiera un extraño cosquilleo en todo el cuerpo. Decidió que lo mejor sería ocultar el efecto que ejercía sobre ella.


—¿Y qué tenías en mente para mí? —se atrevió a preguntar.


Era una pregunta peligrosa, y si hubieran sido amigos un tiempo, o se conocieran mejor, la respuesta habría sido obvia.


—Pretendo enseñarte cómo enseñar a Jonny —dijo él—. Hay buenas y malas maneras de hacer casi cualquier cosa. Con un perro, si lo haces mal, no conseguirás el resultado que pretendes y podrías tener problemas. Recuerda, el refuerzo positivo es muy importante. Da igual que sea una golosina, pequeña —advirtió—, o acabarías teniendo un perro obeso, o un halago, siempre que sea positivo. Recuerda, el cariño da mejores resultados que el miedo —dijo, empezando a caminar.


—¿Miedo? —repitió ella. La palabra le hizo conjurar su propia reacción a Jonathan y sus afilados dientecillos.


—He visto a mucha gente gritar a su mascota y golpearla con un periódico enrollado o cualquier otra cosa que estuviera a mano. La mascota nunca mejoró su actitud. La obediencia no debe basarse en el miedo sino en el amor. Eso es fundamental —dijo—. Pero admito que no pareces una de esas personas capaz de dar una paliza a un perro.


Paula se estremeció al pensar que podía haber gente capaz de pegar a su mascota. No tenía sentido tener una si se carecía de paciencia para lidiar con ella. Cualquier relación, ya fuera con seres humanos o con animales, requería una gran dosis de paciencia, a no ser que se desarrollara en la gran pantalla, a guisa de telecomedia.


—Además —siguió él, mientras caminaban hacia el centro del parque—, en cuanto a las necesidades básicas, habrá accidentes ocasionales. No recomiendo que restriegues la nariz de Jonathan en esos accidentes a la vez que gritas: «¡No, no!» —explicó Pedro—. En el mejor de los casos, eso solo lo enseñará a hacerlo en un sitio menos obvio, para evitar la reprimenda.


—¿Y en el peor de los casos? —preguntó ella, intrigada. 


Desde su punto de vista, acababa de describir lo peor que podía imaginar.


—Puede que descubra que le gusta el sabor —Pedro soltó una risita—. Sé de más de un perro que aboga por el reciclaje de sus propios excrementos —dejó de andar y examinó el rostro de Paula—. Estás un poco pálida. ¿Te encuentras bien?


Ella se llevó la mano al estómago, revuelto por lo que acababa de oír. Dejar entrar al perrito en su vida la había abierto a muchas más cosas de las que había imaginado.


—Es que no sabía todo lo que podía implicar acoger temporalmente a un perro. Hasta ahora solo los había visto en el cine —confesó. Sin duda había sido una forma muy aséptica de obtener información—. No olían, no iban al cuarto de baño y su inteligencia era casi equiparable a la de Einstein —hizo una mueca, avergonzada de su ignorancia—. De esos que cuando su dueño decía «Necesito un destornillador» esperaban a que especificara si lo quería de punta plana o de estrella.


Pedro sonrió. Le gustaba que fuera capaz de reírse de sí misma. El que Paula tuviera sentido del humor le parecía muy buena señal.


—En el mundo real, los perros huelen si no los bañas, y no hacen divisiones de cabeza —a continuación, pasó a enumerar algunas de las razones positivas para tener un perro—. Pero sí responden al sonido de tu voz, son adiestrables y puede llegarse a un entendimiento con ellos, con tiempo, educación y mucha paciencia. No olvides nunca que, si algo merece la pena, merece la pena hacerlo bien. Si aceptas a un perro en tu vida y te acuerdas de demostrarle que, por mucho que lo quieras, eres tú quien está al mando, nunca te arrepentirás de tu decisión.


Pedro hizo una pausa. Se había descubierto mirando sus ojos y pensando que sería muy fácil perderse en ellos si no tenía cuidado.


Tomó aire y se dijo que tenía que poner manos a la obra antes de que ella empezara a hacerse una idea equivocada de él y de por qué estaba allí.


—Bueno, ¿estás lista?


—Sí —afirmó Paula, deseando empezar.


—De acuerdo —se agachó para quitarle al perro la correa y la sustituyó con un cordel al menos tres veces más largo. Volvió a ponerse en pie—. Lo primero que tenemos que enseñarle a Jonny es a venir cuando lo llames.


Ella observó cómo retrocedía paso a paso, alejándose de Jonathan.


—¿Y lo de ir al baño? —preguntó, titubeante.


Había pensado que eso era lo primero que había que enseñar a un perro. Ya había tenido que limpiar varios desastres y no se veía haciéndolo indefinidamente. Lo cierto era que había tenido la esperanza de que el veterinario tuviera alguna solución mágica que ofrecer a ese respecto.


La expresión compasiva del atractivo rostro le dejó claro que no era el caso.


—Me temo que tardará algo más en aprender eso. Puedo enseñarte las cosas básicas y qué decir, pero, sobre todo, requerirá dedicación y paciencia de tu parte. Mucha dedicación y paciencia —recalcó—. Porque tendrás que sacar a Jonny una vez por hora hasta que haga algo, y estar pendiente de cualquier señal de que está a punto de hacerlo.


—¿Y cómo sabré cuáles son esas señales? —se encontraba en territorio desconocido para ella.


—Muy buena pregunta —contestó él con una sonrisa que habría derretido a Paula si ella no hubiera estado en guardia. Se inclinó hacia ella como si fuera a confiarle un secreto—. Eso será parte de tu adiestramiento.


Echó la cabeza hacia atrás y le guiñó un ojo. Paula sintió un cosquilleo en el estómago.


—Bueno, volvamos al asunto de enseñarle a venir cuando lo llames —agarró con firmeza el largo cordel y le explicó los puntos básicos con lentitud y claridad. Después, procedió a demostrar lo que acababa de decir.






DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 7





En cuanto salió del trabajo, con Jonathan a su vera, Paula puso su plan en acción. Ya en el coche, bajó la ventanilla una rendija, suficiente para que entrara aire sin permitir a Jonathan escapar, y recorrió la urbanización de punta a punta. Bajaba del coche, dejando al perro en el asiento trasero, y pegaba los carteles en dos o tres árboles.


Tardó más de una hora en cubrir toda la zona. Jonathan ladraba más y más fuerte cada vez que bajaba del coche; Paula comprendió que no le gustaba nada ese juego que parecía excluirlo.


—Me lo agradecerás cuando aparezca tu dueño —le dijo al perro, sentándose al volante tras colgar el último cartel.


Cansada, aparcó ante la casa. Jonathan empezó a ladrar, como si anticipara que iba a abandonarlo en el coche una vez más.


—Ya voy —le aseguró Paula.


Fue a abrir la puerta trasera e hizo lo posible por agarrar la correa, pero Jonathan fue demasiado rápido para ella. 


Escabulléndose, saltó entre sus piernas y corrió en busca de la libertad.


Paula se rindió con un suspiro. No iba a perseguir al animal. 


Teniendo en cuenta su suerte, acabaría de bruces en el suelo. En vez de eso, abrió el maletero.


Teresa había insistido en que se llevara comida casera, si podía considerarse así la de una empresa de catering, para que cenara algo decente.


—Sé que te lías a hacer cosas y te olvidas de comer, sobre todo si tienes que preparar algo. Esta vez, no tendrás excusa —había dicho Teresa, dándole una gran bolsa de papel, caliente al tacto.


Paula sacó la bolsa del maletero y comprobó que seguía estando templada. Con la cena en la mano, fue hacia la puerta de entrada. Cuando llegó, estuvo a punto de dejar caer la cena al suelo.


Jonathan estaba sentado en el escalón delantero. El perrito daba toda la impresión de estar esperándola.


—¿Qué haces aquí? —preguntó, atónita—. Pensaba que ya estarías muy lejos.


Jonathan la miró con expresión desconsolada. Tenía la lengua afuera y babeaba sobre el peldaño. En cuento ella metió la llave en la cerradura, se levantó de un salto y empezó a golpear el suelo con el rabo.


—Supongo que vas a querer entrar —dijo ella.


Como si la entendiera, o tal vez para molestarla, Jonathan respondió ladrando con más fuerza que nunca. Ella se estremeció ante tal estruendo.


—Primera norma de la casa —dijo, empujando la puerta con el hombro. Jonathan entró como una exhalación y Paula estuvo a punto de tropezar con él más de una vez. El perrito parecía estar en todas partes al mismo tiempo—. Usa tu voz interior —ordenó con voz firme.


Él optó por ignorarla y ladró con tanta fuerza como antes. 


Paula suspiró, cerró la puerta y fue hacia la cocina.


—Puede que no tengas voz interior. Estoy empezando a pensar que no te escapaste, te echaron de casa. Alguien que no quería pasar el resto de su vida tomando analgésicos para el dolor de cabeza.


Jonathan corrió a su alrededor y, de repente, inexplicablemente, decidió convertirse en su sombra. 


Empezó a seguirla en todo momento, casi pisándole los talones.


—Supongo que solo es cuestión de tiempo, harás que me caiga antes o después, ¿verdad? —predijo, dejando sobre la encimera la bolsa que había preparado Teresa y otra que le había dado Alfredo. El chef había enviado a su ayudante a la pajarería a comprar latas de comida para Jonathan.


Aunque ella no hubiera adoptado al perro aún, parecía que todos los demás sí, pensó Paula mientras sacaba las latas. 


Había diez en total, todas distintas.


—Vaya, los perros comen mejor que la mayoría de la gente, ¿eh? —se asombró. Jonathan corría de un lado a otro, adivinando que iban a darle de comer—. ¿Hueles la comida a través de la lata? —preguntó ella, incrédula. Jonathan siguió corriendo, entusiasmado.


Ella dedicó un momento a elegir una lata para su huésped, pero como era incapaz de decidirse, cerró los ojos y agarró una al azar. Se dijo que lo mismo daba una que otra. Tenía la sensación de que, si le ofrecía una caja de cartón, el perrito la devoraría sin pensarlo.


Tiró de la anilla, agradeciendo no tener que buscar un abrelatas, y vació el contenido en un cuenco. Lo puso en el suelo y dio un par de pasos hacia atrás. Tardó unos tres segundos.


Jonathan terminó de comer en seis.


—¿Es que ni siquiera masticas? —inquirió Paula mirando el cuenco vacío. El perrito la siguió cuando recogió el cuenco para llevarlo al fregadero. Igual que antes, parecía observar atentamente cada uno de sus movimientos—. Si crees que voy a darte más comida, te equivocas, listillo. Hasta mañana por la mañana tendrás que conformarte con agua.


Fregó el cuenco, lo llenó de agua fría y volvió a ponerlo en el suelo, en el mismo sitio. Solucionado el tema del perro, decidió ocuparse de sí misma.


Abrió el envase que contenía su cena y comprobó que Teresa le había preparado su plato favorito: estofado de buey. El aroma le despertó el apetito, recordándole que apenas había comido en todo el día.


—Bendita seas, Teresa —murmuró.


Se sirvió un plato y se sentó a la mesa. Jonathan se colocó a sus pies y siguió con la mirada cada tenedor de comida que se llevaba a la boca, como si estuviera hipnotizado.


Paula hizo cuanto pudo para ignorar al animal y los cálidos ojos marrones que la observaban con tanta atención. Resistió cuanto pudo, casi siete minutos, antes de capitular con un suspiro.


—Toma, acábatelo —dijo, dejando el plato en el suelo.


Apenas tuvo tiempo de apartar la mano. De hecho, su pulgar corrió un grave riesgo. Los afilados dientecillos de Jonathan rasgaron su piel cuando se abalanzó sobre el resto del estofado.


—¿Sabes una cosa? Si queremos llevarnos bien mientras estés aquí, vamos a tener que establecer ciertos límites. Limites que tendrás que respetar si no quieres acabar en la calle, amigo. ¿Te ha quedado claro? —le preguntó al perrito.


Se levantó de la mesa, llevó el plato al fregadero y fue hacia la sala. Su sombra la siguió con la lengua afuera y babeando.


Paula se dio la vuelta y vio el rastro húmedo que había dejado en su camino de la cocina a la sala. Con un suspiro, sacó la fregona del escobero y limpió las manchas de babas. 


Cuando acabó, dejó la fregona apoyada contra la pared de la cocina, segura de que volvería a necesitarla muy pronto.


—Eh, Jonathan, ¿te apetece jugar a las cartas? —le preguntó, sin saber qué hacer con él.


El perrito alzó la cabeza y empezó a ladrar. El sonido resonó en la cabeza de Paula.


—Ya suponía que no. Tal vez te enseñe algún día —al darse cuenta de lo que había dicho, rectificó—: No sé ni lo que digo. No vas a estar aquí «algún día». Para cuando ese día llegue, mi peludo amigo, te habrás ido y estarás comiéndote la casa de otra persona. ¿Tengo o no tengo razón?


A modo de respuesta, Jonathan empezó a lamerle los dedos de los pies.


Ella se dejó caer en el sofá y le acarició la cabeza.


—No juegas limpio, Jonathan.


El perrito ladró, como si quisiera decirle que ya lo sabía.


Paula tuvo la sensación de que iba a ser una noche muy larga.








DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 6




A pesar de que estaba disfrutando viendo al veterinario consumir las pastas que había creado, Paula se sentía incómoda. Antes o después, llegaría alguien con una mascota que necesitaba atención, o aparecería uno de los ayudantes del doctor, y el momento llegaría a su fin.


Lo mejor sería irse cuanto antes.


—Bueno, solo había venido a traer eso —señaló la caja rosa. Después, empezó a salir de la clínica.


La boca de Pedro estaba ocupada, deleitándose con el último trocito de la segunda pasta que había elegido. No quería apresurar el proceso, pero tampoco quería que Paula se marchara aún. Alzó la mano para indicarle que esperase.


—Espera —consiguió decir, justo antes de tragar el último bocado.


Paula se detuvo a un paso de la puerta. Esperó a que el veterinario pudiera hablar, preguntándose por qué le había pedido que se quedara. Tal vez iba a decirle que había cambiado de opinión sobre la consulta gratuita. O había reconsiderado su oferta de verla en el parque canino el domingo.


Se preguntó por qué la desagradaba tanto la posibilidad de que fuera la última opción.


—¿De verdad las has hecho tú? —preguntó Pedro cuando recuperó el uso de la boca.


—Sí —respondió ella, mirándolo a los ojos. Intentó dilucidar por qué razón podía plantearse que hubiera mentido sobre algo así.


—Son fantásticas —afirmó él con entusiasmo. Haciendo gala de un control extraordinario, se obligó a cerrar la caja—. ¿Haces esto profesionalmente? ¿Como en un restaurante? ¿Trabajas para un restaurante? —corrigió, comprendiendo que su momento de éxtasis lo había despojado temporalmente de la capacidad de formular preguntas coherentes.


—Trabajo para una empresa de catering —dijo Paula—. Pero, en el futuro, me gustaría abrir mi propia pastelería —añadió. Se arrepintió de sus palabras de inmediato. El hombre solo pretendía darle conversación, no que iniciara un monólogo sobre sus planes de futuro.


Pedro asintió y sonrió con calidez mientras levantaba un poco la tapa de la caja. Había un poquito de crema en el borde. Lo recogió con la punta del dedo y se lo llevó a los labios


Paula no pudo evitar pensar que parecía un hombre que acabase de alcanzar el nirvana. Un cálido cosquilleo recorrió su cuerpo y olvidó sus nervios y su incomodidad.


—La gente haría cola en la puerta —le aseguró Pedro—. ¿Cómo se llaman estas? —preguntó, señalando las pastas que quedaban en la caja.


Ella no había pensado en nombres, pero recordó lo que había dicho Teresa cuando las probó por primera vez.


—Trocitos de Cielo.


Pedro asintió con aprobación.


—Buen nombre —dijo, mirándola de frente.


Entonces fue cuando ella vio la manchita de crema en la comisura de sus labios.


Se planteó ignorarla, segura de que, si él seguía hablando, la crema desaparecería de un modo u otro. Pero no quería que tuviera que avergonzarse en el caso de que fuera uno de sus clientes quien señalase esa mácula en su aspecto.


—Perdón, doctor Alfonso —empezó, sin saber cómo seguir.


 Siempre le costaba señalar los defectos o fallos en otra persona. Pero había sido ella quien había llevado las pastas: técnicamente, era la culpable de la manchita de crema.


—Tu repostería acaba de hacer el amor con mi boca, creo que puedes llamarme Pedro —dijo Pedro, con la esperanza de derrumbar alguna de las barreras que la mujer parecía haber erigido a su alrededor.


Pedro—repitió Paula, para empezar de nuevo.


—¿Sí? —le había gustado cómo sonaba su nombre en boca de Paula. Sonrió.


—Tienes un poco de crema en el labio. Bueno, justo debajo de la comisura —corrigió. En vez de señalar el lugar en el rostro de él, lo hizo en el suyo—. No, en el otro lado —le indicó. Pedro encontró el lugar al segundo intento y ella asintió con alivio—. Ya está.


Pedro, divertido, iba a decirle algo, pero el timbre de la puerta se lo impidió. Anunciaba la llegada de un nuevo paciente: un gato himalayo que no parecía nada contento de estar en un trasportín y menos aún de estar en la cínica.


La dueña del gato, una morena de sonrisa cálida y aspecto maternal, suspiró con alivio al dejar el trasportín en el suelo, junto al mostrador.


—Cedrick no está nada contento hoy —dijo, aunque eso era obvio—. Tengo cita para la vacunación anual —dijo, antes de que Pedro tuviera tiempo de consultar su expediente.


Paula pensó que tocaba retirada. Ya llevaba demasiado tiempo allí. Aunque sus colegas estuvieran vigilando a Jonathan, tenía la sensación de que podían cansarse de hacerlo.


—Bueno, adiós —le dijo a Pedro, abriendo la puerta para salir.


—No te olvides de lo del domingo —gritó él.


Las mariposas que Paula sentía en el estómago duplicaron su tamaño al oírlo. Fue hacia su coche a toda prisa.



*****


—Se diría que alguien te persigue —le dijo Teresa, cuando entró en la tienda de catering como una exhalación—. ¿Va todo bien?


—Bien. Todo va bien —contestó Paula rápidamente.



Teresa optó por no hacer ningún comentario al respecto.


—¿Qué le han parecido tus pastas? —al ver que Paula la miraba desconcertada, como un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche, Teresa le dio otra pista—. El veterinario, ¿le han gustado las pastas que hiciste para él?


—Ah, eso. Le gustaron —contestó Paula—. Perdona, estoy algo distraída —se disculpó—. Pensaba en los postres para el evento de mañana —explicó.


Quería que todo estuviera siempre perfecto, era su forma de agradecerle a Teresa el interés que se tomaba por ella; por eso revisaba una y otra vez lo que había planificado crear para cada encargo.


Teresa movió una mano, quitando importancia a la disculpa de Paula. La interesaba mucho más el otro tema.


—Bueno, ¿qué ha dicho? —inquirió—. Chica, la verdad, a veces sacarte información es tan difícil como sacar una muela —la llevó hacia un rincón—. Dime qué ha dicho.


Paula sonrió al recordar las palabras exactas.


—Que había pensado que había muerto y subido al cielo.


—Por lo menos tiene buen gusto —Teresa asintió con aprobación. Maria había encontrado un buen candidato, sin duda—. Es una profecía —dijo, apretando suavemente la mano de Paula—. Serviremos Trocitos de Cielo en la celebración de mañana —como Paula no parecía dispuesta a decir nada más sobre Pedro, cambió de tema—. Por cierto, si te estás preguntando dónde está Jonathan, Mariana lo ha llevado a dar un paseo. Hasta que aprenda a controlarse, uno de nosotros tendrá que sacarlo cada hora y animarlo a que haga algo —explicó Teresa.


Paula, que no sabía nada de animales, la miró con incertidumbre.


—¿A que haga algo? ¿El qué? ¿Te refieres a encontrar a su dueño?


—No —Teresa controló una carcajada—. Me refiero a que haga sus necesidades. Si no haces nada al respecto, ese perrito creerá que el mundo entero es su cuarto de baño.


—Oh, Dios —Paula la miró horrorizada—. No había pensado en eso.


—No te tortures, Paula. Nunca has tenido una mascota —Teresa puso un brazo sobre los hombros de su protegida—. Yo crecí rodeada de perros, así que tengo experiencia —añadió, para paliar la incomodidad de la joven.


Paula pensó que, si ese era el caso, cabía la posibilidad de convencer a su jefa para que se quedara con el perrito si nadie lo reclamaba. Decidió intentarlo de nuevo.


—¿Estás segura de que no quieres…?


Teresa, adivinando el rumbo que iba a tomar la conversación, la cortó de inmediato.


—De ninguna manera. Mi siamesa echaría un vistazo a Jonathan y le sacaría los ojos, después haría huelga de hambre durante una semana solo para hacerme sufrir. Mientras esa princesita viva conmigo, ninguna otra criatura de cuatro patas podrá cruzar la puerta de entrada —le ofreció una sonrisa compasiva—. Me temo que, hasta que encuentres a su dueño, Jonathan y tú tendréis que compartir casa.


Paula asintió, resignada por el momento.


—Entonces, será mejor que empiece a buscar a su dueño —le dijo a Teresa.


Paula entró al cubículo de paredes de cristal donde ideaba sus recetas. Era diminuto, con el sitio justo para un escritorio y una silla. No podía quejarse, contaba con un ordenador portátil y una impresora pequeña, no necesitaba más.


En cuanto se sentó, puso manos a la obra. Había decidido que una foto sería mejor que un dibujo, y le había sacado una a Jonathan con el móvil. Conectó el teléfono al ordenador y descargó la foto, adorable en su opinión.


—¿Cómo podría alguien no haberte echado de menos? —le murmuró a la foto—. Bueno, basta de eso, a trabajar —se ordenó.


Recortó la fotografía para centrar la imagen en la cabeza del perro, escribió un texto breve, indicando dónde y cuándo lo había encontrado, y añadió su número de teléfono.


Tras revisar el documento en pantalla, Paula imprimió una hoja de prueba. Aparte de necesitar un pequeño ajuste de color, el resultado le pareció bien. Hizo los cambios necesarios, guardó el documento e imprimió una prueba de esa segunda versión.


Satisfecha con el mensaje y con la foto de Jonathan, imprimió veinticinco copias. Pensaba pegar carteles en los árboles y postes de la zona residencial en la que vivía.


Con suerte, eso bastaría. Si no obtenía ninguna respuesta, tendría que ampliar el círculo a la urbanización contigua, pero tenía la esperanza de que no fuera necesario.


Si Jonathan hubiera sido su perrito, a esas alturas lo estaría buscando con frenesí. A su modo de ver, era lógico que su auténtico dueño sintiera lo mismo.