viernes, 20 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 6




Paula miraba por la ventana hacia donde Pedro estaba trabajando, poniendo alambre a la nueva caseta para las gallinas que había construido. Lo hizo en una mañana, pensó sorprendida, usando madera que parecía medio podrida. Por eso no le había pedido a Marcos que lo hiciera él. La última madera en buenas condiciones que tenían sirvió para reparar la valla que Cricket rompió.


—¿Qué pasa con ese chico, Paula? ¿Estás segura de que todo va bien? —le preguntó Aaron.


—Tan segura como lo estuve cuando tú apareciste —dijo, mirando al hombre moreno, que llevaba gruesas gafas.


—Ejem… —dijo poniéndose colorado.


—Habéis sido muy duros con él, Aaron. Y nunca se ha quejado, sólo lo acepta y sigue adelante. Y ha hecho más en una semana que nosotros en un mes.


—Me parece que nos hemos pasado un poco.


—¿Un poco?


—Bueno, mucho.


—¿Todavía crees que no es más que una cara bonita?


—¿Tanto se ha notado?


—No te lo digo para que te sientas mal. También fue mi primera reacción. Pero ahora me alegro de que esté aquí. Ha conseguido arreglar esa gotera con un trozo de tubería que encontró Dios sabe dónde. Encontró en el ático esos tablones y reparó el tejado, para no mencionar cómo se encargó de la vieja escalera. Ha hecho cien cosas pequeñas que ninguno de nosotros había tenido ni el tiempo ni la habilidad para hacer y ahora casi termina con el gallinero.


—¿Estás segura de que eso… es lo único de lo que te alegras?


—Aaron, no hables con rodeos. ¿A qué te refieres?


—Sólo que algunos de los chicos estaban diciendo… que es un tipo muy guapo y que tiene más o menos tu edad. Pensamos que a lo mejor…


—¿A lo mejor qué?


—Bueno ya sabes. Que puede que quisieras que se quedara por otras razones.


—¿Otras razones? ¿Adónde quieres ir a parar?


Aaron parecía terriblemente avergonzado, ruborizado. Se quitó las gafas y las limpió con el extremo de la camisa.


—Llevas mucho tiempo con nosotros, Paula, desde que eras una niña.


—Lo he hecho porque he querido.


Lo dijo con voz dulce. Aaron estaba allí desde el principio. Era el mejor amigo de Andres, apareció un día antes de su muerte y se quedó para siempre. Al principio para ayudar y luego admitió que para conseguir lo que él mismo necesitaba: paz y sentirse útil.


—Ya lo sabemos, pero te estás perdiendo tu propia vida, Paula, atrapada aquí con un puñado de hombres lo bastante mayores.


—Mateo es el más viejo y sólo tiene cuarenta y ocho —manifestó, riéndose.


—Pero necesitas gente de tu edad.


—Deja que sea yo la que se preocupe de eso, ¿de acuerdo?


—Sólo ten cuidado. No sabemos nada de él.


—Aaron, ¿qué te hace pensar que un hombre como él se iba a parar a mirar a alguien como yo?


—No te juzgues con tanta dureza. Si te tomaras el tiempo necesario para cuidarte a ti misma en lugar de darnos todo a nosotros…


—Tranquilo, Aaron. Estoy bastante resignada a ser una perpetua hermana pequeña. Ya no me molesta.


Suspiró, mirando por la ventana y sabía que no era cierto. Se ponía nerviosa cuando él le decía algún piropo, no por el piropo en sí, sino por él. 


Lo miró por la ventana. ¿Qué mujer podría conocer a un hombre como él y no reaccionar?


Aunque lo veía muy poco desde aquel primer día; se levantaba antes del amanecer y permanecía fuera todo el día, trabajando, hasta la hora de la cena.


Las comidas eran todavía incómodas. En lugar de la agradable charla de siempre, reinaba el silencio. Lo único que se oía era alguna burla hacia Pedro, precedida siempre por un “Eh, niño bonito…” Incluso les costaba cederle uno de los sitios en la mesa.


Él nunca reaccionaba, nunca mostraba el más mínimo signo de cansancio, mientras que Paula tenía que contenerse para no levantarse y darles un par de sopapos. Sólo Ricardo, como siempre, permanecía en silencio y sólo Marcos le mostraba algo de respeto, habiendo decidido que la aceptación de Paula era suficiente para él.


Miró por la ventana y lo vio usando el martillo para sujetar la malla con clavos. Se movía con suavidad, levantando el brazo en un arco perfecto una y otra vez. Observó cómo flexionaba el brazo bajo la camisa, cómo la tela se estiraba cuando sus músculos se tensaban.


Tenía el pelo sobre la frente y ella se preguntó cómo sería echárselo hacia atrás. Tendría el tacto de la seda, seda oscura. Se lo apartaría de la cara, él la miraría con aquellos increíbles ojos azules y…


Y ella se sentiría humillada. Se avergonzaría y desearía que se la tragara la tierra. Podía imaginarse lo que él pensaría: “Todo lo que hice fue portarme bien con ella. Debía estar ansiosa porque alguien le hiciera caso. "¿Cómo pudo pensar que estaba interesado de verdad en ella, si parece un niño de quince años?” De repente Pedro se detuvo, levantó la cabeza y miró hacia la casa por encima del hombro. Paula se ocultó por instinto, aunque sabía que era imposible que la viera desde allí.


Pensó que se lo merecería. ¿No se partiría de risa si se enteraba de que aquella pueblerina estaba soñando con él?


No, no se reiría, pensó con absoluta certeza. Le había dicho que nunca lo haría y ella le creía. 


Pero probablemente tendría lástima de ella y eso era todavía peor. Intentó dejar de pensar en aquello y tratarlo como a cualquiera de los otros. 


Era uno más.




UN ÁNGEL: CAPITULO 5




—Y este es Cricket. Es mi amigo más antiguo, ¿verdad, cariño?


Pedro miró al caballo blanco y negro, que llegó corriendo junto a la valla en cuanto ella silbó. 


Parecía un caballo blanco reluciente al que le hubieran echado por encima un bote de pintura negra.


—¿Tu amigo más antiguo? ¿Desde cuándo lo tienes?


—Desde que era un potrillo. Tiene casi once años.


Pedro extendió la mano y la negra nariz se inclinó para olerla. Entonces puso la mano en el cuello del animal. A través de aquel contacto, percibió imágenes vivas y nítidas. Paula, una chica de quince años con tirabuzones rojos, muy distintos del color cobrizo de su pelo ahora, abrazando al potrillo recién nacido. Y una Paula llorando desolada, acurrucada en el pajar. Y más tarde ya mayor, con ojeras, montando el caballo en largos paseos por las colinas boscosas.


Él sabía lo que significaba cada una de aquellas imágenes y le mandó al animal un rápido y tranquilizador mensaje: “He venido a ayudarla. Te lo prometo. Las cosas serán diferentes a partir de ahora”.


Paula miró asombrada al caballo, que relinchaba de alegría.


—Parece que tienes buena mano con los animales.


—Les doy confianza y ellos lo saben.


—Es una pena que no funcione con las personas.


Él se encogió de hombros. Funcionaría, si quisiera hacerlo, pero prefería no usarlo. Pero sabía a qué se refería ella. La comida resultó bastante desagradable, tensa. Él era el recién llegado, el intruso y sobre todo, no había compartido ninguno de los horrores que los llevaron a ese refugio que Paula dispuso para ellos.


—Parece que te lo tomas con calma —dijo ella.


—No esperaba una calurosa bienvenida, si eso es a lo que te refieres. Sé que tengo que ganarme un sitio entre ellos. Y contigo.


Ella levantó una ceja sin comprender. Él sintió que el corazón le daba un vuelco. Cualquier otra mujer hubiera entendido que se trataba de alguna clase de invitación personal, pero ella confiaba tan poco en su atractivo, que la posibilidad no se le ocurrió. Algo se tensaba dentro de él, una sensación que no podía recordar, que nunca percibió antes. Pensó que ella era muy hermosa y ni siquiera lo veía. 


Tendría que arreglarlo. Pero todavía no era el momento.


—Tú tampoco confías en mí del todo.


No parecía irritado por ello, así que Paula no se molestó en negarlo. Incluso admitió que parte de la desconfianza era causada por su increíble aspecto físico. No podía creer que un hombre así fuera tan sensible y tan abierto como parecía. Debería ser un pillo, arrogante y cerrado. Estaba segura de que tenía a las mujeres a sus pies y eso debía notarse de alguna manera. Sin embargo, no era así. 


Cuando la miraba con aquellos extraños ojos azules, sentía algo raro en su interior, como si hubiera penetrado hasta el fondo de su alma con la mirada. Pero al mismo tiempo se sentía confortada, como si por un momento pudiera dejar a un lado los problemas que la acechaban y descansar. Cómo le gustaría tomarse un descanso.


—Puedes confiar en mí, Paula. Sólo he venido a ayudar. Deja que sea yo el que lleve la carga durante un tiempo.


Ella lo miró sorprendida, con los ojos muy abiertos y se dio cuenta de que estuvo a punto de meter la pata, así que siguió hablando para disimular.


—Bueno, dime, ¿qué hace cada uno? No quiero tener problemas por entrometerme en el terreno de los demás.


—De acuerdo, Marcos es el carpintero. Le gusta y pone mucho entusiasmo, pero no tiene mucha experiencia. Acababa de empezar cuando lo llamaron a filas y nunca volvió a trabajar. Sebastian era enfermero, así que él se encarga de los primeros auxilios cuando se trata de arañazos y moretones. Willy trabaja con los animales… pero es alérgico a ellos y se pasa el día estornudando. El doctor Swan le dio una medicina que lo controla.


—¿El doctor Swan?


—Trabaja en la clínica del pueblo. Es uno de los pocos que no quieren que nos echen de aquí.


—¿Por qué?


—Perdió a su hijo en Irak. No pudo ayudarle, así que…


—Y tú, Paula… ¿Por qué lo haces?


—Alguien tiene que hacerlo —dijo ella encogiéndose de hombros—. Bueno, Kevin creció en una granja en Nebraska. Es un lugar diferente, pero más o menos es lo mismo. Así que él dirige la mayor parte del trabajo: siembras y todo eso. Sara es su mujer y sin ella estaría perdida. Como te habrás dado cuenta, es una gran cocinera.


—Sí —sonrió él.


—Aaron me ayuda con el papeleo y corta el pelo lo mejor que puede —dijo, quitándose el mechón rebelde de la cara.


—Lo único que necesitas es cortártelo un poco por delante —dijo acariciándoselo—. O quizá dejarte flequillo. Me gusta tu pelo. Me gusta cómo se ilumina con el sol, todo rojo y vivo.


—Me llaman cabeza de zanahoria —dijo, intentando ignorar el estremecimiento que le causó su caricia.


—Quizá cuando eras pequeña. Pero ya no, Paula. Tu pelo tiene todos los colores más cálidos. Color bronce, como una llamarada de fuego.


—Eso ha sido muy… poético —dijo, en lugar de protestar.


—Es difícil hablar de la belleza que hay en el mundo sin parecer poético. Bueno, no te enfades conmigo. Sólo me gusta el color de tu pelo, ¿entendido?


Él retiró la mano y Paula se volvió de cara a la valla y se sostuvo en ella buscando el apoyo que necesitaba.


—¿Y Ricardo? —preguntó él, como si no hubiera pasado nada.


—No sabemos mucho de él. Sólo lleva aquí tres semanas. La semana pasada se pasó a la barraca. No habla mucho y como puedes ver, no nos gusta preguntar. Uno de los chicos que estuvo aquí el año pasado, lo mandó desde Los Ángeles.


—¿Uno de tus éxitos?


—Me imagino. Ahora tiene un buen trabajo y está intentando volver a recuperar a su familia.


—Estás haciendo algo estupendo, Paula.


—No todos piensan lo mismo —dijo con amargura.


—¿De verdad te importa lo que piensen los demás?


—Sólo porque les afecta a los chicos. Saben lo que la gente piensa, creen que en cualquier momento van a hacer alguna barbaridad. Si fuera yo, estaría tentada a hacerlo sólo porque es lo que esperan de mí.


—Como si fuera una profecía.


—Algo así. Ven toda esa basura en la televisión y en el cine y creen que todo el mundo que estuvo en esa apestosa guerra ha vuelto como una amenaza para la sociedad. No puedo culpar a algunos chicos por haberse rendido y acabar siendo lo que todos pensaban que eran.


—Fue horrible. Todas las guerras lo son. Pero la que tuvieron que luchar cuando volvieron a casa, fue algo distinto. Y peor, de muchas formas. En Irak fueron sus cuerpos o sus fuerzas los que quedaron mermados. Aquí ha sido su alma, porque este era su hogar, era el lugar al que soñaban con regresar. Y se supone que era un sitio seguro.


—Y resultó ser sólo un tipo distinto de infierno.


—Excepto algunos milagros realizados por gente muy especial —dijo Pedro—, tú has construido esto para ellos, Paula. El santuario que debían haber tenido.


—No es bastante.


—Tú lo levantaste y lo has sacado adelante durante ocho años. Eso es demasiado para una chica de dieciocho años.


—¿Cómo… cómo sabes todo eso?


—Bueno, sólo recogí alguna información. ¿En dónde quieres que empiece?


—¿Eres buen fontanero? ¿Puedes hacer milagros?


—Ponme a prueba.


—Mira, estas cañerías son tan viejas como la casa y empiezan a fallar —dijo ella, en el camino de vuelta hacia el edificio—. No podemos comprar nuevas, costaría demasiado.


—Tal vez te lleves una sorpresa al ver que pueden resistir todavía bastante tiempo, con un poco de ayuda.


—No tengo tan buena suerte —dijo con tristeza.


—La suerte puede cambiar.




UN ÁNGEL: CAPITULO 4




Cuando ella se marchó, él se acercó a la puerta y escuchó, hasta que sus pasos ya no se oyeron. Sólo cuando la puerta principal se cerró, Pedro cerró su puerta y se sentó al borde de la cama. Se quitó la cazadora de cuero y la arrojó a un lado.


“Genial”, murmuró para sí. “Me han pillado del todo. Ha sido una emboscada. Me han puesto delante de una naricilla llena de pecas y un par de ojos verdes que podrían convencer a cualquiera de que el mundo es un lugar maravilloso si se mira bien”.


Se sacó la cadena de oro de la cabeza y se quedó mirando a las dos placas que colgaban de ella. Una llevaba sólo su nombre y una fecha. 


La otra la imagen estilizada de un dragón. 


Cuando la vio por vez primera, pensó que el jefe tenía un agudo sentido del humor. Al fin, cerró la mano sobre las dos placas y cerró los ojos.


—Sí, Pedro.


—Quiero hablar con el jefe.


Pedro


—Ya me has oído. Ya me han engañado bastantes veces. Quiero hablar con el jefe.


—Entendemos que estés enfadado. Pero seguro que te das cuenta de que no nos quedaba más remedio que hacerlo. Ya sabes cómo están las cosas, Pedro. ¿PedroPedro, sabemos que estás allí. ¡Por favor, Pedro! ¡Vaya genio! Está bien…


—Eso está mejor —dijo. Apretando las placas con la mano.


—¿Me llamabas?


—Me ha encantado el cebo que me has puesto.


—¿Yo?


—No te molestes en negarlo. Tenía tus huellas dactilares por todas partes.


—Nosotros no tenemos dedos. Está bien, Pedro. He sido poco considerado. Ha sido un golpe bajo con las manos.


—Creí que no tenías manos.


—Me alegro que hayas recuperado tu sentido del humor.


—No lo he hecho. Sólo estaba comprobando qué parte podía imaginar que iba a cortarte.


—¡Pedro!


—Me lo prometiste. Se supone que vosotros no rompéis vuestras promesas.


—Y no la hemos roto. Sólo ha sido… pospuesta.
Por un momento, Pedro dejó que el cansancio se apoderara de él.


—Lo siento, Pedro. De verdad. Sé que te hemos hecho trabajar demasiado. Pero si no fueras tan eficiente…


—Los cumplidos no son propios de ti.


—No, supongo que no. Sin embargo, es verdad. Pero sabemos que no andas sobrado de fuerzas, así que hemos decidido mandarte una pequeña ayuda. No necesitarás nada para lo básico, pero si necesitas algo extra, pídelo.


—¿Es esta tu forma de decirme que no tengo elección?


—¿Realmente quieres dejarlo, Pedro, ahora que la conoces?


—¡Eso es una mala jugada! Sabes que no puedo decir no a un inocente que lucha contra el mundo.


—Sí, por eso eres tan bueno en esto. Y eso no es un cumplido, Pedro.


—Está bien, pero esta es la última vez.


—Entendido.


—Estoy tan cansado, que he estado a punto de echarlo todo a perder. Nunca conocí a una mujer menos impresionada con su propia belleza. Y tú no me has ayudado mucho, dejándome aquí sin una pista.


—Lo sé.


—Está bien. ¿Tienes los detalles?


—Sí. Cuando estés listo.


—Una cosa más. ¿Es ella tan… especial como parece?


—Sí, lo es.


—Eso fue lo que me dijo Cougar. Ella estuvo a su lado cuatro noches seguidas, animándolo a vivir.


—Sí, lo hizo. Y ha hecho mucho más por la gente a la que ha ayudado.


—Lo sé, lo supe por Marcos. Era todo un poco confuso, porque estaba muy enfadado, pero dijo en serio que moriría o mataría por ella.


—Tenemos que evitar que alguna vez se encuentre en esa situación. Él ya ha sufrido demasiado. Él también será protegido.


—Muy bien. Estoy preparado.


—Dentro de treinta segundos. Te deseo buena suerte, Pedro.


—¿Me la deseas? Vosotros fabricais la suerte, ¿recuerdas? Será mejor que te asegures de que la tenga, maldita sea.


Pedro, esa lengua. Hace mucho que quería hablar contigo sobre eso.


—Pero has estado demasiado ocupado mandándome de un lado a otro, ¿no?


Hubiera jurado, mientras se acostaba en la cama, esperando la corriente de comunicación, que oyó una risita contenida.