jueves, 24 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 9





Pedro


PASÓ MÁS DE MEDIA HORA antes de que dejara el bosque. Todos deberían haber vuelto a trabajar, pero Oscar me estaba esperando, sentado sobre el heno, con la mirada hacia el suelo. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo.


–Hey. No pensé que aún estarías aquí.


Oscar pateó la tierra.


–Mientras almorzábamos, Paula me hizo una pregunta.


Me congelé. No, no podía ser. Paula no diría nada al respecto, ¿verdad? La mirada angustiada en su rostro ocupó mi mente. Esos grandes ojos azules. Ese labio tembloroso.


– ¿Quieres saber qué dijo?


No podía moverme. No podía responder.


–Me preguntó si Rosalinda era tu putita. Quería saber si habías tenido sexo con ella.


La sangre se escurrió de mi rostro.


–Luces un poco pálido, amigo– dijo Oscar, poniéndose de pie. Era casi una cabeza más alto que yo. Él era uno de los hombres más grandes del pueblo y amaba a Paula. Había tenido que escuchar su lujuria por ella durante los últimos cinco años. Él intentaba esconderlo; no era como si lo pudiese golpear por mirarla como podía hacer con los otros chicos. Además, no me hacía ninguna ilusión de que tuviera alguna posibilidad contra Oscar. No es que hubiese pensado en ello antes, porque nunca me había mirado de la manera en la que lo hacía ahora...sus ojos oscuros, estrechos y en busca de sangre. Mi sangre.


–Tampoco luces tan sorprendido, o enojado, como lo estarías si algún chico hubiera dicho esas cosas de tu pequeña y amada Paula.


Él lo sabía. No sé si Paula se lo había dicho, o si lo había supuesto, pero lo sabía. Creo que una parte de mí lo supo en el momento en que lo vi, sentado allí, sobre el heno. Y cada célula de mi cuerpo lo supo cuando sentí el escozor de su puño golpear un costado de mi rostro.


El sabor a hierro me inundó la boca cuando mis dientes cortaron mi mejilla como un serrucho. Tropecé, me incliné, escupí sangre y me volví a poner de pie.


Estar de pie no era el movimiento más inteligente, pero otra vez, quería ser castigado por lo que había hecho.


Deseaba morir por ello. Si estuviera muerto, no tendría que volver a enfrentarme a esa mirada en su rostro. No volvería a ensuciarla con esta endemoniada lujuria. No me acecharían esos sentimientos oscuros que ya no podía combatir. Mi deseo envenenaba el amor que sentía al mirarla, y lo convertía en algo obsesivo y destructivo.


Oscar volvió a golpearme en mi rostro del otro lado. Después me dio una patada en el estómago. Gemí al doblarme, cayendo de nuevo sobre el heno.


– ¿No vas a decir nada en tu defensa? – preguntó él, de pie por encima de mí.


Alcé la vista. Dolía abrir los ojos. Dolía moverme.


Oscar tomó mi camiseta y me levantó, para que estuviésemos cara a cara.


– ¡Responde a mi maldita pregunta!


–No–. Mi voz sonaba como la de un niño pequeño.


Algo pasó por los ojos de Oscar. Algo que no pude ver bien, porque mis ojos dolían demasiado como para mantenerlos abiertos. Incluso la luz del sol parecía estar golpeándome.


– ¿Cómo pudiste hacerle eso a ella? – susurró él. –Es tu gemela de espíritu.


¡Pero no estamos relacionados! Quería gritar, aunque no le importase a nadie en el pueblo. Probablemente hubiera sido más aceptable si estuviésemos relacionados.


– ¿Piensas que no lo sé? – grité. – ¿Piensas que no lo he sabido durante cada uno de los días de mi vida? ¿Crees que no me despierto sabiéndolo? ¿Que no paso cada momento a su lado con eso en mi cabeza? ¿Cada momento que deseo tocarla y que no puedo?


–Pero la tocaste–. Su voz sonaba un poco más suave que antes, aunque no menos enojada.


–Sí– susurré. –Lo hice. Tuve sexo con ella. La convertí en mi putita.


Oscar me lanzó al suelo y comenzó a patearme. Después de recibir un golpe en mi estómago, instintivamente me acurruqué en una bola, aunque no hice nada más para desviar sus golpes. El escozor se sentía casi sagrado; el dolor esparciéndose dentro de mí, el dolor que no podía infligirme a mí mismo, pero que sabía que merecía después de tocar algo tan bello y que nunca me pertenecería.


Oscar se detuvo.


–Voy a ir a la casa de Paula esta noche y pediré su mano en matrimonio.


Levanté la cabeza de golpe.


– ¿Qué?


–Obviamente no pueden seguir viviendo en la misma casa. La amo. Le daré...


No lo dejé terminar. No podía quedarme a escuchar lo que tenía para decir. Me lancé sobre él, golpeando y pateándolo con furia. Incluso acerté algunos golpes.


–No puedes– le dije, cuando estaba encima de él, mirándolo salvajemente. –No se te ocurra tocarla.


– ¿Por qué? ¿Porque te pertenece a ti? Deberías haber escuchado las cosas retorcidas que me dijo. Eres un monstruo.


Quizás lo era, pero no me importaba. No podía dejar que nadie la tocase. Nadie más la tendría.


–Aléjate de ella– resoplé.


Oscar me empujó.

–Es un poco tarde para jugar el papel del mejor amigo sobreprotector y angustiado.


– ¡No entiendes nada! – dije yo, volviéndome encima de él. –¿Piensas que entiendes el amor? No sabes nada acerca de él. Nada.


Oscar estudió mi rostro en silencio.


– No me gusta admitirlo– susurró él, –entiendo que la quieras de tu manera retorcida. Pero no puedes arrastrarla a un mundo así. Ella se merece algo mejor que eso.


Mi cabeza cayó sobre su camiseta. La sangre caía de mi mandíbula sobre su cuello, manchando su camiseta.


–No entiendes cuánto la...


–No puedes hacerte esto a ti mismo, ni a ella– dijo Oscar, empujándome hacia atrás. Él gruñó. –De alguna manera, saber lo que sientes lo hace peor.


–Lo sé– susurré.


–No puedes estar más cerca de ella– razonó él.


–No hagas esto. Por favor. Me mantendré alejado, no te la lleves. Aún no.


–Estás enfermo, Pedro, y la estás volviendo loca. Deberías haber visto la forma en la que se aferró a mí cuando pensaba en ti. Pensé que la habían atacado.


Temblé. Había sido atacada. Por mí.


–La volverás loca– repitió él. –Ella necesita irse, necesita tener una vida lejos de ti. Realmente no me importa lo que hagas, siempre y cuando te mantengas alejado de ella. No está bien.


No necesitaba que mi amigo me lo dijera. Lo sabía y, sin embargo...


–No sé lo que me pasa– dije, sosteniendo mi rostro maltratado con mis manos. La tierra seca estaba llena de
sangre. En todo el heno.


–Lávate. No pueden verte así– dijo Oscar. –Y si quieres vivir, mantente lejos de ella.


– ¿Cómo se supone que haga eso si vivimos en la misma casa?


–Ella no estará en tu casa por mucho tiempo más– prometió Oscar. –Hasta entonces, piensa en algo.







OBSESIÓN: CAPITULO 8




Pedro


ROSALINDA LLORABA. Debía haberlo esperado. Tendría que haber estado preparado para ello. Pero no podía soportar ver a una mujer llorar. Destrozaba cada célula en mi interior. No importaba cuánto me hubiera preparado.


Aún me sentía como un cretino y cada parte de mi quería correr hacia ella para hacerla sentirse mejor. Pero no podía hacerlo, porque eso le daría falsas esperanzas.


–No puedo estar más contigo. No puedo estar con nadie. No eres tú. Tú eres maravillosa y hermosa, Rosalinda.


– ¿Quién es, entonces? – lloriqueó ella. –Tienes otra chica, ¿no es así? ¿Quién es?


Bajé la vista. Eso era algo que nunca podría responderle. Y no tenía otra chica; no era algo que ella pudiese saber o entender. No importaba cuantas veces tomara a Paula. 


Cuantas veces la tocara; su cercanía. Nunca podría tenerla. No completamente. Ella estaba destinada a otra persona. Tenía que aceptarlo, y estar con otra mujer simplemente no era para mí. Nunca lo sería. Y, honestamente, después de haber estado con Paula, no tenía deseos de abaratar sus sentimientos o los míos; ni de traicionar lo que teníamos, al estar con otra persona. 


Especialmente con alguien que ella amaba y que le importaba, como su mejor amiga.


–Es otra chica– dijo suavemente Rosalinda. –Puedo verlo en tus ojos.


–No es lo que piensas– le dije lentamente.


– ¿Tienes sexo con ella? – El tono de su voz se elevaba. –¿Es por ello que no quieres tomar mi vagina? ¿Porque tienes otra?”


– Detente.


Sus manos volaron hacia su pecho. Hurgaban a tientas sus botones mientras ella comenzaba a desabrochar la parte delantera de su vestido, dejando expuesta la piel color crema de sus pechos y el blanco corsé que vestía.


Intenté llegar a ella, pero no pude hacerlo antes de que hubiese deslizado la parte superior por sus hombros. Sus pezones sobresalían de la parte superior del corsé y sus pechos suaves y redondos lucían regordetes y suaves...tan regordetes y suaves como sabía que eran.


Giré hacia el otro lado.


–Ponte la ropa–. Rosalinda no estaba escuchando.


– ¿Ella te hace cosas que yo no hago?


–Eso no tiene absolutamente nada que ver.


Ella se arrodilló delante de mí, al igual que lo había hecho la primera vez, y muchas veces desde entonces. Miré esa boca...esa hermosa boca que había chupado mi pene. 


Mi miembro recordaba la sensación de su lengua, lamiendo alrededor del borde. El fondo de su garganta al llevarlo hasta el fondo de la boca. Era buena chupando. Le gustaba. Ella quería que fuese el último, y lo hacía a menudo. Amaba el sabor de mi semen, decía, y yo le creía porque cada vez que lo tragaba, sonreía.


Sus manos alcanzaron mis pantalones. Retrocedí con disgusto, aunque esa sensación era por mí y no por ella.


Eso no la detuvo.


– ¿Recuerdas cuando cogiste mi trasero hace dos semanas?


Lo recordaba. No quería, pero lo recordaba. Estaba tan apretado. Habíamos estado en la parte posterior de la despensa de sus padres. La casa estaba vacía y ella se había inclinado sobre la mesa de trabajo de su padre, levantando su falda. Sin decir nada, había tomado mi miembro erecto a través de mis pantalones y lo había pasado por el costado de su trasero.


No podía coger su vagina. Lo sabía. Ella no quería tener ningún problema antes de casarse, lo cual era sabio, en mi opinión. Pero ella dijo que me dejaba tener su trasero.


Sabía que no era su primera vez. Tampoco era la mía. Pero ese momento se había sentido más íntimo que cualquier otra vez que había estado con una mujer. Quizás era porque se trataba de la mejor amiga de Paula, lo más cercano a ella que podría tener. Tal vez, porque su cabello olía a manzanas. Ella separó sus piernas. La tome por las caderas y la penetré por detrás. La mesa de trabajo crujía. El aire olía a polvo al inspirar, pero su hombro desnudo sabía a manzanas. A las manzanas de Paula.


Tuve que morderme el labio para evitar decir el nombre de Paula. Y luego, cuando sentí el sabor la sangre, besé la parte posterior del cuello de esta mujer mientras la penetraba suavemente, tan suavemente como podía. Así era como deseaba tener sexo con Paula. Muy suavemente. 


Para demostrarle cuánto la amaba, y la amaría más que
nadie.


Envolví mis brazos alrededor de su estómago y sostuve sus pechos. Creo que a Rosalinda le asombró mi gentileza. Mi cariño. Ella había ofrecido su trasero y, ahí estaba yo, haciéndole el amor. Y ella movía sus caderas hacia mí. 


Gimió y dijo mi nombre. Había dicho que estaba bien ir rápido. Que podía dejarme ir.


Quería dejarme ir. Mis embestidas iban más rápido y ella apretaba su trasero cada vez que yo salía, tirando de mi pene al empujarlo más profundo. Y luego, me había vaciado dentro de ella, mi sustituto. Dejé las manos sobre mis caderas y descansé mis labios en su nuca.


Te amo, pensé; sólo que no lo pensé. Lo dije.


Y entonces, después de algunos momentos de silencio, ella había dicho: yo también te amo.


Rosalinda se recostó sobre el suelo, abrió sus piernas y arqueó sus caderas en el aire. Miró por encima de su hombro; su cabello revuelto, sus ojos grandes, sus labios hinchados y las mejillas rojas de llorar. Sus senos estaban fuera del corsé, pero éste todavía los empujaba hacia arriba. 


Sus hombros desnudos se asomaban.


–Puedes tener sexo conmigo– susurró ella. –Puedes hacerme lo que quieras. Si quieres, puedes coger mi vagina. ¿Es por eso que la quieres a ella? ¿Porque ella te deja hacerle lo que quieras? Te dejaré hacerme lo que desees, también.


–No puedo– le dije. Y me sorprendió darme cuenta de que era cierto. Una parte de mí aún la deseaba. Deseaba tomar lo que ofrecía. Deseaba usarla. Y esa parte me desagradaba a tal punto que no podía tener una erección al mirarla. Era un impulso cruel y desagradable. No tenía derecho de lastimar a una chica honesta. Y, además, no podía disminuir lo que sentía por Paula.


Paula se casaría. Deseaba que lo hiciese. Pero no quería que sienta que la había usado. Por lo tanto, no estaría con nadie más. No por un largo tiempo y quizás nunca más. 


Probablemente sería más fácil de lo que pensaba, porque después de tenerla, incluso pensar en estar con otra mujer me hacía sentir enfermo.


Las manos de Rosalinda aferraron el polvo. Bajo su cabeza hacia el suelo. Sus lágrimas se mezclaban con la tierra, formando barro en sus mejillas.


– ¿Por qué dijiste que me amabas?


No tenía respuesta.


– ¿Por qué me lo dijiste, Pedro? ¿Tanto me odias, realmente?


–No– susurré. –Fue un error. No soy bueno para ti. En realidad, no soy bueno para nadie.


–No me importa si eres o no bueno. ¡Te quiero a ti! – Ella se estremeció y clavó los dedos en el suelo, raspando. –Por favor, no me dejes.


Me arrodillé a su lado, de espaldas a su cuerpo. La sombra de los árboles se veía como barras en su espalda.


–Eres hermosa Rosalinda. No conozco a un solo chico en este pueblo que no amaría estar contigo. Qué no te
adoraría.


–Pero no tú– susurró ella. – ¿No soy lo suficientemente bella?


–No tiene nada que ver con eso. No puedo estar con nadie más–. Eso era lo más cercano a la verdad que estaba dispuesto a ofrecer.


Ella se levantó y se limpió las manos sucias con su vestido, intentando alisarlo, pero lo único que logró fue esparcir la suciedad.


–Mírame ahora– dijo riendo. –Las personas pensarán que vine al bosque a tener sexo.


–Muchas chicas andan por ahí con la falda sucia.


Ella dio algunos pasos hacia adelante, dándome la espalda.


–Vine aquí a tener sexo. Excepto que no lo hicimos. Sólo que parece como si lo hubiésemos hecho. Es tan tonto–. Inspiró profundamente. –¿Quién es ella, Pedro?


La imagen del dolor en los ojos de Paula al mirarnos a Rosalinda y a mí pasó por mi mente. Paula lo sabía. En ese momento, ella reconoció lo que nunca había querido ver y se sintió mal consigo misma. Y yo no pude ir con ella para hacerla sentir mejor. No pude confortarla. Lo único que hice fue protegerla con mi silencio y mi negligencia.


–No hay otra para mí– dije yo. –Deberías volver primero. 
Esperaré un rato.


–Bien. Puedes comer el almuerzo que te preparé– dijo ella.


–No creo que pueda...


–No lo quiero de vuelta– espetó ella. Y luego se fue, tan rápido que casi se cae. Supongo que pensó que, aunque no pudiese ver su rostro, me daría cuenta de que estaba llorando, y no quería que la viese.


La observé irse. Luego, me senté y comí sus sándwiches, tratando de llenar el vacío en mi corazón con comida que no podía saborear.




OBSESIÓN: CAPITULO 7





Paula


ROSALINDA Y YO CAMINAMOS desde nuestro stand de manzanas en la villa hacia los campos. Vamos a mirar cómo trabajan los muchachos, dijo ella. Les íbamos a llevar el almuerzo. Ella había preparado dos porciones de sándwiches, frutas y vegetales. Uno era para que yo le diese a Oscar. El otro se lo quería dar a Pedro.


– No sabía que fueras tan cercana a Pedro– dije yo.


Ella se sonrojó.


– Bueno, tengo cierta debilidad por él, sabes. Pasamos algún tiempo juntos este verano.


Agarré con fuerzas la cesta para Oscar. ¿Qué estaba mal conmigo? ¿Por qué mi cuerpo reaccionaba de esta manera? Pero aunque no quería pensar acerca de ello, conocía la respuesta, de modo que aferré la canasta contra mi cuerpo, intentando desvanecer la pregunta. ¿Habría ella estado con Pedro? ¿Sería ella su pequeña puta? ¿La tocaría él como me tocaba a mí? ¿La poseería como me poseía a mí?


Caminamos en silencio durante algunos momentos. Noté su pequeña sonrisa, la forma en la cual no parecía darse cuenta del viento soplando el polvo sobre su rostro, la alegría en sus ojos. Por primera vez, odié la felicidad de mi amiga. No quería que ella lo tuviese...no si se trataba de Pedro.


– Casi llegamos–. Ella no podía contener la emoción. Asentí ausente, y miré hacia adelante.


Pedro y Oscar estaban recogiendo trigo juntos. Movían la hoz hacia un lado y el otro, sus músculos brillaban bajo el sol. Desde atrás, si ignorabas la diferencia de altura, casi parecían hermanos. Ambos tenían el mismo cabello oscuro. Me pregunté si Rosalinda reconocería a Pedro de espaldas, más allá de quién se encontrara a su alrededor.


Yo siempre podía. Mi cuerpo siempre lo reconocía; siempre se sentía atraído por él. Incluso antes de antes de los eventos del día anterior, yo siempre había estado cerca de él. Quizás, demasiado cerca.


Rosalinda se adelantó. Su sombrero cayó, dejando fluir su cabello rojo. Era de un color tan lindo...del color de las manzanas. Me pregunté si a Pedro le gustaba. Pensé si correría sus dedos a lo largo de él, si lo agarraría al coger su rostro.


No, no podía pensar así. Mi corazón latía con fuerza dentro de mi pecho. Me estaba volviendo loca. No tenía ninguna prueba de que hubiesen hecho esas cosas juntos. 


Solo se trataba de mi loca imaginación. Aún así, incluso
si no hubiesen hecho nada, no tenía importancia. Ella podía correr a él así. Ella podía caer en sus brazos, y nadie diría nada. Si yo hiciese esas cosas, hablarían acerca de que estaba demasiado cerca de mi gemelo de espíritu.


No era justo. Yo quería poder ser tan libre y abierta con mis sentimientos hacia él, como lo era ella.


– “¡Pedro! – gritó ella. Bajó su canasta y saltó sobre su espalda, envolviendo los brazos alrededor de su cuello.


Pedro tropezó unos pasos hacia adelante; luego se dio vuelta y la atrapó entre sus brazos. Él sonrió brevemente, dijo su nombre y, luego levantó la vista y me vio.


Su rostro se volvió frío de repente, pero Rosalinda no lo notó. Ella siguió hablando acerca de algo enérgicamente, mientras se volvía para recoger la canasta y entregársela a él.


Sus ojos estaban posados sobre los míos. Me congelé, y por un momento se sintió como si el tiempo se hubiese detenido para nosotros...que estábamos solos, juntos, pero separados. ¿Por qué era que su mirada me llenaba de
anhelo y de tristeza? ¿Por qué lucía tan triste?


– Paula– una voz suave y masculina sobre mi izquierda, me llamó.


Miré a Oscar. Él era atractivo, de una manera familiar, con mejillas fuertes y una boca amplia. Las chicas hablaban mucho acerca de esa boca y de las cosas que podía hacer, o que quizás pudiese hacer. Yo siempre había amado sus ojos, de un color marrón oscuro y gentiles, al igual que los de Pedro.


– Hola Oscar–. Miré a Pedro e inspiré profundamente. – Traje tu almuerzo.


Pedro agarró su cesta con tanta fuerza que parecía que iba a romperse.


– Gracias, Sarah– respondió Oscar suavemente, tomándola de mis manos. – Huele delicioso.


– En realidad, Rosalinda la hizo–. Miré hacia abajo a la tierra. Tanto Pedro y Oscar me estaban mirando, y mis mejillas se sentían tan acaloradas.


Oscar tocó mi brazo.


– Bueno, gracias por traérmela.


Escuché una conmoción proveniente de la dirección de Pedro.


– Vamos– gruñó, y Rosalinda chilló. Alcé la vista justo a tiempo para ver como la arrastraba cerca del bosque en el borde del campo. Ella miró hacia atrás y me dio un guiño antes de desaparecer con él.


Mis músculos se tensaron. Quería correr tras ellos, pero ¿qué resolvería eso? Si lo hiciera, habría habladurías.


No debería ser tan impulsiva. ¿Qué estaba mal conmigo?


Oscar se sentó a mi lado sobre un montículo de heno.


– ¿Trajiste algo para ti?


Chasqueé mi mandíbula y negué con la cabeza. No confiaba en mí misma para hablar.


– Puedes comer un poco de lo mío, si quieres–. Extendió la mano y tomó una bandeja con pan, queso y salame.


Me sentí tan mal al mirar el sándwich de jamón y mantequilla que le había hecho Rosalinda.


– Sabes, puedo comer ese y tú comes este, si quieres.


– No, este es perfecto– sonrió Oscar. – Muchas gracias por dármelo.


En realidad no era para tanto. Quería decírselo, pero sólo pensar en hacerlo me hacía sentir incómoda, porque sabía que él me diría que era justo lo que quería con esa pequeña sonrisa suya, y yo no sabía cómo responder a eso. Miré hacia la arboleda en donde habían desaparecido Pedro y Rosalinda. ¿Qué estarían haciendo allí?


Estarían...no, no podía pensar acerca de eso. Hice un puño con mi vestido.


– ¿Hay algo que te esté molestando, Paula?


Correcto. Estaba aquí con Oscar. Casi lo había olvidado.


Miré nuevamente hacia el bosque. Esto me estaba volviendo loca. Tenía que saber...no, no podía traerlo aquí, con él. ¿Pero cómo podía soportar no hacerlo? Pedro y Rosalinda, estaban ahí afuera, haciendo...


– Oscar, ¿puedo hacerte una pregunta? – comencé lentamente.


Él permaneció en silencio durante un momento, probablemente me estaría estudiando. Creo que lo estaba
asustando. Me estaba asustando a mí misma.


–Por supuesto, Paula. Puedes decirme cualquier cosa.


Pedro y Rosalinda. ¿Están...ella está...?– Mi pecho subía y bajaba. Mi visión estaba borrosa. El calor insoportable de repente se sintió en la parte posterior de mi cuello. Mi vestido se pegaba a mi piel húmeda, y debajo de ella, mi cuerpo me picaba y me ardía.


– Paula–. El frotó mi espalda. Debería ser un gesto tranquilizador. Pero me hacía sentir picazón y un ardor
terrible en la piel.


–Oscar– dije su nombre para darme confianza, creo. –¿Rosalinda es la putita de Pedro?


Su mano dejó de moverse.


–Es él...están ellos...es...quiero decir... ¿está cogiendo su rostro ahora? ¿Está metiendo su pene en su vagina?


Silencio.


Comencé a temblar. De repente, todo el calor que había estado inundando mi cuerpo se sintió frío, como el hielo.


Pareció una eternidad antes de que él comenzara a hablar.


–¿Qué dijiste?


–Me escuchaste– susurré yo. –Por favor, no me hagas repetirlo.


Más silencio.


– ¿En dónde escuchaste esas palabras, Paula?


Mis mejillas se sonrojaron. Sentí su mano formar un puño junto a mi piel. Algunas hebras de mi cabello quedaron atrapadas en su puño. No había sido a propósito, por supuesto. Estaban pegadas a mi espalda y probablemente habían quedado atrapadas en su mano al frotarla, pero ahí estaban, tirando de mí con su puño. El dolor me recordó a aquella vez en la iglesia, anoche, cuando Pedro había metido su pene en mi vagina. Cuando había susurrado esas palabras que sabía que no debía repetir.



Había tomado esas palabras como misteriosas y hermosas. Impactantes. En ese momento, me pregunté si eran palabras que sólo nosotros dos compartíamos, porque parecían explicar perfectamente esa cosa frágil, dolorosa y exquisita que existía entre ambos.


Pero él se había ido con otra mujer, y yo había dicho esas palabras en voz alta, a otro...otro que obviamente conocía su significado y que lo enojaba. De repente, la magia que había teñido a esas palabras se había perdido y parecían comunes...no, menos que comunes; como si algo hermoso había sido destrozado y arrojado a la basura a regañadientes.


–Paula, ¿en dónde escuchaste esas palabras? – repitió él.


Me puse de pie.


–No quiero hablar más acerca de esto.


Él me agarró por las muñecas.


–No, debes decirme exactamente en dónde las escuchaste.


–No quiero–. Bajé la vista. Mi garganta se sentía tensa y mis ojos excesivamente secos. Había demasiado polvo en el campo. Irritaba mis corneas, dificultándome la visión.


No traté de soltarme de su mano. No sé por qué. Odiaba su agarre y, sin embargo, no podía moverme. Una sensación perturbadora y caliente brotaba en mi estómago.


–Paula– el bajó la voz. – ¿Alguno de los chicos del pueblo te está molestando?


–No. No es nada de eso.


–Puedes decírmelo. Si quieres.


–No fue un chico del pueblo.


Él ahogó un suspiro. Su agarre se tensó sobre mí.


– ¿Fue una mujer?


– ¡No! Oscar, no es nada. Olvídate de ello.


El se puso de pie. Por un momento, dejó de agarrar mi muñeca. Tendría que haber corrido entonces, pero no lo hice. Por el contrario, me puse de pie, tan quieta como antes, mientras él puso sus manos sobre mi hombro y me giró para ponerme frente a él.


– ¿Cómo puedo olvidarme de algo como eso?


Mi labio inferior tembló. Él dio un paso hacia atrás; su agarre se aflojó y cayó sobre mis manos.


–Lo siento– dijo él. –No sé qué me pasó.


–Está bien. Debería irme.


Pero él no me soltó.


–No voy a dejarte ir hasta que me digas en dónde lo escuchaste.


–No quiero–. Ahora mi voz temblaba. Él se estremeció por un momento, pero me di cuenta por la mirada determinada en sus ojos, y el pesar en ellos, que no iba a dejar que me fuera hasta que lo hiciese.


–Sólo dímelo, Paula. Fue un chico, ¿no es así? ¿Te dice cosas que te hacen sentir incómoda?


–Basta– protesté.


Él tragó y su voz se endureció.


– ¿Alguna vez te hizo cosas que te hicieron sentir incómoda?


– ¡Dije basta!


–Paula, ¿quién es? ¿Es Jose?


– ¡No, no es Jose! – Si mis manos estuviesen libres, habría cubierto mi boca con ellas. Acababa de admitir que había escuchado a alguien decir esas palabras. No, no sólo a alguien, sino a un hombre.


Mi mente daba vueltas mientras los ojos de Oscar se estrechaban.


– ¿Quién es?


–No es alguien malo– dije rápidamente.


–Yo seré el juez de eso.


– ¡No te incumbe!


– ¡Maldición si no! – Alzó la vista en dirección a los árboles. 


–¿Sabes lo que haría Pedro si supiera que alguien te
está hablando de ese modo?


– ¡A él no le importa! – grité.


– ¡Un cuerno que no le importa! ¿Tienes alguna idea de lo que significa lo que acabas de decir? Ni siquiera quiero saber en dónde lo escuchaste.


–Entonces, déjame ir– le rogué.


Su nuez de Adán subía y bajaba.


–Paula, sólo dime.


Negué con mi cabeza y tropecé hacia adelante, cayendo en los brazos de Oscar.


–No, no importa. Sólo olvídate de lo que dije. Sólo sentía curiosidad por saber si él le hacía esas cosas a ella. Si él le decía esas cosas...


Ya no podía pensar. En mi cabeza, podía ver a Pedro y a Rosalinda moviéndose bajo la sombra de los grandes árboles. Sobre el suelo, con las rodillas sucias. Él, rompiendo su pollera y levantándola con urgencia por encima de sus caderas. El cuerpo de ella, aceptándolo mientras él la penetraba. 


¿Sus piernas se tensaban mientras lo hacían? ¿Su vagina le dolería? ¿Alimentaría él ese dolor con su pene hasta que le doliese? ¿Hasta que el dolor fuera tan fuerte que se sintiera bien y ella no quisiese que termine nunca?
¿La partiría en dos para luego volver a armarla? ¿Susurraría en sus oídos que ella le pertenecía, que siempre sería de él? ¿Marcaría a todas las chicas de ese modo? ¿Eso era lo que yo significaba para él?


Me aferré a la camisa de Oscar. Él me había soltado las muñecas cuando yo caí hacia adelante, y ahora sus manos estaban sobre mi espalda y él me estaba sosteniendo cerca de sí. Podía sentir el latido de su corazón. Me recordaba a Pedro, cuando había colapsado encima de mí en la iglesia.


En algún lugar de mi mente, vi su rostro cuando se estrelló contra mí, esa última vez en el altar. Vi la mirada reverente en sus ojos al observar mi cuerpo. Nunca había estado expuesta ante alguien de esa manera. No desde pequeña, y en ese entonces, también había sido con él. Y me sentía preciosa, sagrada, porque era delante de él que estaba desnuda; él que lo sabía todo acerca de mí, que siempre estaba ahí para mí.


–Pensé que esas cosas eran algo especial. Pensé que tenían otro significado. Nunca había sentido algo así antes. Él dijo que no debía contarle a nadie. Él dijo que todo quedaría arruinado si lo contaba.


Oscar me agarró con más fuerza.


–Puedes contarme, Paula. Puedes decirme cualquier cosa.


–No puedo. Le pertenezco ahora. Él tenía razón. Estoy arruinada.


Su corazón comenzó a latir con más velocidad.


– ¡No le perteneces a nadie salvo a ti misma! – Oscar dijo las palabras con firmeza. –Nadie puede arruinarte. Sin importar lo que te hagan, no pueden arruinarte.


– ¡No sabes lo que sucedió!


–Creo que tengo una buena idea– dijo con suavidad.


– ¡No, no la tienes! – Lo empujé para alejarlo y alcé la vista en dirección al bosque. –Sólo quería saber si él tendría otras putitas. Si él tenía sexo con el rostro de todas. Si él está en el bosque, cogiendo su rostro ahora. Si él...


–Espera, Paula. ¿Estás hablando de Pedro?


Me detuve. Mis ojos se abrieron y tropecé hacia atrás, con las manos sobre mi boca.


Oscar dio un paso hacia adelante.


–No– susurré.


Él elevó sus manos.


–No haré nada que no quieras–. Él tragó. –¿Fue Pedro quien te dijo esas cosas?


No pude mirarlo.


– ¿Él te hizo esas cosas, Paula? ¿Él te dijo que estabas arruinada?


No pude moverme. Tampoco mirarlo. Con suerte, no trataría de tocarme otra vez.


–No estás arruinada, Paula– dijo él con suavidad. –Pero quizás sea mejor que te vayas a casa ahora.


Alcé la vista para mirarlo.


– ¿Qué quieres decir?


–No estoy enojado contigo. Es sólo que creo que no deberías estar aquí cuando Pedro vuelva.


– ¿Por qué?


–Él y yo tenemos algunas cosas de que hablar–. Oscar me entregó el almuerzo desechado que yo no había terminado. Aquel que él me había dado cuando me senté. Su almuerzo. –Aquí, puedes llevarte esto contigo.


Lo tome, aunque probablemente no pudiera comerlo. No, tenía que hacerlo. Era un almuerzo hermoso. Costoso.


No debería desperdiciarse.


–Eres hermosa, Paula– dijo él, en el momento en el que di la vuelta para irme. –Y no importa lo que te dijo Pedro.


Nada en este mundo puede arruinarte. No le perteneces a él ni a nadie, sólo a ti misma.