miércoles, 27 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: EPILOGO




La enfermera siguió contemplando la cama deshecha.


—Debería estar aquí —dijo por cuarta vez.



—¿Quiere decir que ha perdido a mi hijo? —la idea de que hubieran extraviado a su hijo de metro noventa elevó las comisuras de los labios de Edgar. Tenía sus propias sospechas sobre dónde podía estar.


—Bueno, no es que lo hayamos perdido... es que no sabemos dónde está —reconoció la enfermera con desolación.


—Una clara diferencia, cuya relevancia no acierto a comprender en estos momentos.


—No puede haber ido muy lejos, no llevaba ropa. Los pacientes con contusiones pueden obrar de un modo impredecible algunas veces.


—Me siento mucho mejor sabiendo eso —su expresión severa se disipó—. No se preocupe, solíamos perderlo de vista todo el tiempo cuando era niño. ¿Le importaría decirme cuál es la habitación de la señorita Chaves?


—No sé si la señorita Chaves puede recibir visitas. Iré a mirar... —dos segundos de exposición a la mirada fulminante de los Alfonso y la vacilación de la enfermera desapareció—. Lo llevaré a su habitación, señor.



****

—¡Lo sabía! —exclamó Edgar, complacido porque su presentimiento se hubiese confirmado al abrir la puerta del cuarto de Paula.


—¡Dios mío! —exclamó la enfermera, escandalizada, mientras contemplaba con incredulidad a las dos figuras entrelazadas sobre la estrecha cama de hospital—. No pueden hacer eso aquí.


—Creo que es preciso ser flexibles en esta ocasión —anunció Edgar en tono autoritario—. No están teniendo una orgía. Compréndalo, el chico está sufriendo.


—No tanto —replicó Pedro, saliendo en defensa de su libido. 


Paula tosió y se cubrió con las sábanas.


—Además, sería inútil decirle que no puede compartir la cama de la señorita Chaves, lo ha estado haciendo desde que tenía catorce años.


—Trece —lo corrigió Pedro con un brillo de apreciación en la mirada.


—No creo que pueda quitarle esa costumbre. Ni yo querría que lo hiciera —añadió Edgar, mientras sostenía con gravedad la mirada de su hijo—. Dile que cuidaré de Benjamin esta noche —oyó Paula decir al anciano en voz alta, como si ella hubiera salido de la habitación—. No tiene que preocuparse por nada.


—Lo haré —prometió Pedro, conteniendo un quejido cuando Paula lo pellizcó en el vientre—. ¿Y te importaría dar de comer al perro?


—¿Se han ido ya? —preguntó Paula cuando la habitación se quedó en silencio. Pedro retiró las sábanas.


—Ya puedes salir. Me habría reunido contigo, pero pensé que no debía alentar rumores escabrosos.


Paula gimió horrorizada y emergió con las mejillas ardiendo y el pelo enmarañado.


—¿No creerían que...? —empezó a decir en un susurro, pero vio el destello pícaro en sus ojos oscuros. Le dio un manotazo juguetón en el pecho—. ¡Canalla! ¿Viste la cara que puso la enfermera?


—¿Por qué iba a mirar a otra mujer cuando te tengo a ti delante?


—Preferiría que restringieras tus miradas al mínimo también en mi ausencia. ¿Cómo pudo decir Edgar todo eso? —lo acusó con indignación.


—La verdad es que todo lo que decía me pareció muy sensato. Quizá lo invite a la boda, después de todo —añadió en tono pensativo.


—Si él no va, yo tampoco.


—En ese caso, encanto, será el primero de la lista —las sábanas amortiguaron las risitas y los grititos de protesta cuando Pedro los tapó a los dos—. Me pareció una idea interesante cuando te vi desaparecer bajo las sábanas y me estaba preguntando...


Pedro, ¡no puedes hacer eso!


Paula enseguida descubrió que podía hacerlo. Y, tratándose de Pedro, lo hizo muy bien.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 26






—¿Dónde estoy? —una parte de su cerebro accedió a proporcionarle la información necesaria mientras la otra se horrorizaba de su pregunta manida y predecible.


—En el hospital.


—¿Pedro? —con una exclamación se incorporó sobre la cama.


La figura de bata blanca la obligó a echarse otra vez.


—Sus acompañantes se encuentran bien. El anciano señor Alfonso se estaba dando de alta la última vez que lo vi, y el pequeño estaba con él. A su otro amigo hemos tenido que darle unos puntos en la herida de la cabeza.


—¿Cómo...?


—Chocó contra un fragmento sumergido del puente y se quedó aturdido. Pasará la noche aquí, por nuestra propia tranquilidad, pero se pondrá bien.


—¿Y a mí que me pasa?


—Se ha sentido un poco indispuesta últimamente, ¿verdad?


—No sé usted —replicó Paula con irritación—, pero yo sí. Lo siento —añadió, avergonzada de su impertinencia. El hombre solo intentaba ayudarla.


El médico dejó de mostrarse enigmático y le dijo lo que tenía. Paula no lo creía, se negaba en rotundo a creerlo. 


Pero cuando realizó las pruebas que confirmaban su diagnóstico, no tuvo más elección que aceptar lo que decía. 


No fue fácil... Siempre costaba creer en los milagros.


Estaba echada en la cama, en un estado de euforia y perplejidad, cuando la puerta se abrió. Paula suspiró... «Otra vez no». ¿Cómo podían ser tan eficientes en aquel hospital? 


Si le tomaban la presión arterial una vez más, gritaría... Paula no era la mejor paciente del mundo.


El ceño desapareció de su rostro cuando vio quién era. Sus ojos contemplaron con avidez los detalles de su rostro magullado, pero amado.


—Bueno, no te quedes ahí parada, hazme sitio —musitó su amante gruñón.


—No les hará gracia verte aquí —predijo Paula, refiriéndose a la plantilla del hospital. Pero la perspectiva de una regañina no impidió que retirara las sábanas y se apartara a un lado.


—No, si no me encuentran. Los innovadores nunca somos bien recibidos —se lamentó Pedro—. Y yo soy un temerario pionero del programa de camas compartidas.


—Pobrecito, mírate —se compadeció Paula con suavidad, y le tocó el lado magullado del rostro con ternura—. Hablando de temeridad, no vuelvas a hacerme esto jamás —su mirada se ensombreció al recordar los momentos angustiosos en los que había creído perderlo para siempre—. Creo que he acumulado suficiente material para mis pesadillas en lo que me queda de vida.


—Lo siento, cariño. Pero cuando te desmayaste, yo también me vine abajo. De no ser por Edgar, todavía estaría en el lago, contigo en brazos, como un pasmarote —dijo con voz cargada de amarga recriminación—. ¿Pero te encuentras bien? ¿Qué ha dicho el médico?


Paula podía percibir su alarma.


—Estoy bien...


—Pero hay algo más, ¿verdad? —Pedro le levantó la barbilla y Paula no tuvo más elección que mirarlo a los ojos—. Pensaba que habíamos dejado atrás los secretos, pero todavía veo uno en tus ojos —le reprochó.


—Tal vez sea un problema tener un marido que puede leerme tan bien el pensamiento.


Pedro no prestó atención a aquel leve intento de quitar hierro a la cuestión.


—Entonces, tengo razón. Te ocurre algo malo.


—No, no es que sea malo... Al menos, espero que a ti no te lo parezca... A mí no, pero supongo que depende... —Pedro le puso un dedo firme en los labios.


—Estás balbuciendo.


—¿Recuerdas que te dije que no podía tener hijos?


La compasión fue rápidamente sustituida por la resolución en la mirada de Pedro.



—No importa. Quiero tenerte a ti, no tener hijos.


—¿Y si ya hay uno incluido en el lote?


La mano que le estaba masajeando la cabeza a través de la gruesa mata de pelo brillante se quedó quieta de improviso.


—¿Intentas decirme...?


Paula asintió con energía.


—Estoy embarazada —se sentía extraña pensándolo, y decirlo demostró ser una experiencia aún más insólita y maravillosa.


—No puede ser.


—Eso mismo dije yo, pero me hicieron las pruebas, y hasta lo vi en la ecografía... —aquel recuerdo especial hizo aflorar las lágrimas a sus ojos grandes y maravillados—. Al parecer, hay una gran diferencia entre imposible e improbable. Me dieron todas las explicaciones científicas posibles, pero sigo pensando que es un milagro —anunció—. Tenía todos los síntomas, pero no se me ocurrió pensar...


La perplejidad desapareció del rostro de Pedro y sonrió de oreja a oreja. Quizá fuera la expresión menos inteligente que Paula había visto en su delgado rostro, pero la más gratificante. Creyó que se alegraría, pero era maravilloso ver la confirmación.


—Vamos a tener un hijo, Paula —parecía enormemente complacido por ello.


—Lo sé, cariño.


—Un hermano para Benjamin...


—O una hermana —se sintió obligada a añadir.


—Lo que sea —corroboró con vago buen humor. Profirió un aullido de gozo incontenible y se incorporó. Con los ojos llenos de entusiasmo y estupefacción, plantó las dos manos en la almohada y se cernió sobre ella con preocupación.


—¿Va todo bien? ¿Tienes que hacer algo? ¿Descansar?


—Estoy descansando, Pedro —señaló Paula—. Y el médico me ha dicho que gozo de muy buena salud. Así que tranquilízate.


—¿Crees que al bebé le importará que te bese?


—No tengo ni idea, pero a mí me importaría mucho si no lo hicieras —anunció con firmeza.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 25





CON BENJAMIN caminando entre los dos, avanzaban hacia la mansión. Paula, que veía el mundo con las lentes rosadas del amor, tenía la impresión de que la elegante fachada de piedra les sonreía con benignidad.


—Ahí está Edgar —dijo, al divisar la alta figura junto al lago bordeado de juncos, y lo saludó con la mano—. Ahora, sé amable —advirtió a Pedro con severidad.


—Me ofende que me creas capaz de no serlo.


Paula le dirigió una mirada amorosa, pero exasperada.


—Y no hagas muecas —le ordenó, y con la mano alisó sus labios fruncidos.


—Bla... bla... bla —Pedro besó el dedo tan oportunamente dispuesto sobre sus labios y lo introdujo en la boca. Su mirada se intensificó con masculina satisfacción cuando vio el rubor que se extendía por la piel de Paula.


—¡Hablo en serio, Pedro! —replicó ella con voz ronca, y retiró la mano.


—Cariño, por ti tomaría el té con el demonio en persona.


—A juzgar por tu comportamiento, yo diría que eso íbamos a hacer.


Solo estaban a unos cien metros del padre de Pedro, cuando se oyó un sonoro crujido y un gemido de angustia, y la baranda del otro extremo del viejo puente de madera cedió y aterrizó en el lago con estrépito. Contemplaron con horror cómo arrastraba a Edgar al agua.


—¡Maldita sea! —Pedro atravesó el puente en dos zancadas.


Paula, que llevaba a Benjamin de la mano, tardó mucho más.


Cuando alcanzó la orilla repleta de juncos del lago, Edgar estaba emergiendo del agua enfangada, pero poco profunda. 


Paula se agachó a su lado.


—¿Te encuentras bien?


Edgar se pasó una mano por el pelo empapado y plateado.


—Siempre quise aprender a nadar —miró a su alrededor—. ¿Dónde está el chico?


Al principio, Paula creyó que se refería a Benjamin, que parecía interesado más que asustado por aquel inesperado accidente. Entonces, comprendió a quién buscaba.


—¡Pedro! —chilló cuando empezó a ser presa del pánico—. Pedro, ¿dónde estás?


—Estaba a mi lado, en el agua, ayudándome a regresar a la orilla —Edgar se puso en pie con paso tambaleante, se protegió los ojos con la mano y contempló el agua quieta y silenciosa.


El frío se propagó por el cuerpo de Paula hasta reducirla a un bloque de hielo.


—No, no puede ser —balbució con labios lívidos, y siguió llamándolo con desesperación—. ¡Vigila a Benjamin! —dijo a la figura trémula y estupefacta que estaba a su lado—. No dejes que se acerque al agua.


Las lágrimas fluían libremente por sus mejillas mientras se adentraba en el lago y empezaba a vadearlo. Más tarde, sería incapaz de recordar la secuencia de acontecimientos que la indujeron a sumergirse hasta los muslos en aquellas aguas tan poco hospitalarias.


—Por favor, que esté bien. Por favor, que esté bien —repitió como si fuera un mantra—. ¡Pedro, si me haces esto, jamás te lo perdonaré! —gritó—. ¿Me oyes? ¡Jamás!


—Te oigo.


Con un grito, giró en redondo hacia la voz y vio que estaba en pie en el agua, con un aspecto desastroso y un tajo profundo desde el pómulo hasta la sien. Paula sintió que se mareaba de alivio. Su aspecto no importaba... estaba de una pieza. ¡Estaba vivo!


—¿Paula? ¿Paula? —oyó cómo Pedro repetía su nombre con angustia y, después, la envolvió la oscuridad. No oyó ni vio nada hasta varias horas más tarde.






AMIGO O MARIDO: CAPITULO 24





Paula presenció en directo la obstinación de Pedro horas después aquel mismo día, después de instalar a Benjamin en el asiento de atrás del Rolls de Edgar e inclinarse para sentarse junto a él.


—¿A dónde diablos crees que vas?


Dio a Pedro con la puerta en las narices.


—En marcha, por favor —suplicó Paula al chófer de rostro impávido.


—¡No se mueva! —ladró Pedro, que dio un manotazo al techo del Rolls y asomó la cabeza por la ventanilla abierta del asiento de atrás.


El chófer no sabía cómo interpretar aquellas órdenes contradictorias. Pedro aprovechó su indecisión.


—Sabes a quién pertenece este coche, ¿verdad?


—No subiría al coche de un desconocido, ¿no crees? —anunció Paula con despreocupación.


—Ni siquiera llevo cuarenta y ocho horas fuera. He de reconocer que el viejo no pierde el tiempo —el tono era de todo menos halagador—. ¿Cómo obró el milagro? ¿Una táctica hábil o te he juzgado mal? ¿Bastó con un jugoso talón? —la acusó con sarcasmo.


—Si no supiera que asustaría a Benjamin —le espetó Paula, y lanzó una mirada protectora al pequeño que estaba abrochado a su nueva cuna de viaje antes de lanzar a Pedro una mirada de desprecio—, borraría esa mueca prepotente de tu cara de una bofetada.


Fue comprender que Paula lo consideraba una amenaza para Benjamin más que la amenaza de violencia lo que lo puso furioso de verdad.


—¿Te importaría explicarme lo que está pasando?
Encontré tu bolso con tarjetas de crédito, monedero y talonario sobre mi cama. Sin embargo, no había ni rastro de ti. Ni siquiera has contestado a mis llamadas... ¡podrías haber estado en el depósito de cadáveres y yo ni siquiera lo sabría!


—No te pongas melodramático —le aconsejó Paula en tono burlón.


Pedro alzó la cabeza con brusquedad. Tenía fuego en la mirada.


—Me tenías muy preocupado.


Paula chasqueó la lengua con deliberado desdén, pero sus sentimientos la dominaron.


—¿Fue eso antes o después de que terminaras de dar un revolcón con Claudia?


¿Acaso la traición de Pedro no tenía fin?, se preguntó, pasando por alto el hecho de que nunca había negado estar enamorado de Claudia, mientras contemplaba con creciente desprecio cómo Pedro reflejaba absoluta perplejidad y confusión.


—¿Quiere hacer el favor de arrancar? —suplicó en tono apremiante.


Su desesperación debió de surtir efecto, porque el chófer logró superar su recelo a dejar al heredero de su patrón a un lado de la carretera y arrancó.


Paula avistó por última vez los rasgos furiosos de Pedro justo antes de que el coche se alejara. Su suspiro de alivio resultó ser prematuro, porque el coche estaba ganando velocidad cuando la puerta se abrió y Pedro, prácticamente, aterrizó sobre ella.


—¿Cómo te atreves? —exclamó, y se separó lo más que pudo de Pedro dadas las limitaciones de espacio del vehículo. Sus sentidos eran tan sensibles a su presencia que la fragancia apenas perceptible que Pedro emanaba bastó para que su estómago se contrajera. Una oleada de poderoso deseo sexual la dejó sin aliento durante varios momentos.


Pedro sonrió fríamente con los dientes apretados.


—Hay pocas cosas que no me atreva a hacer cuando se trata de conseguir lo que quiero.


« ¿Y debo creer que es a mí a quien quieres?»


—¿Qué debo hacer? ¿Aplaudir? —Paula le lanzó una mirada de gélida burla—. Ve a nutrir tu ego a otra parte —elevó la voz—. ¿Quiere hacer el favor de parar? El señor Alfonso ya se va.


—El señor Alfonso no se va a ninguna parte —la contradijo Pedro con rotundidad.


—Bien, entonces, nosotros sí —con manos trémulas desató a Benjamin—. Seguiremos a pie.


Pedro permaneció sentado durante unos instantes, contemplando la figura esbelta de espalda rígida que se alejaba caminando por la carretera. Suspiró.


—Gracias, seguiremos todos a pie —Pedro echó a correr para alcanzar a Paula—. Espera un momento, mujer. Deja que yo lleve a Benjamin.


—Podemos arreglárnoslas sin ti.


—Quizá tú sí, pero te aseguro que yo no puedo arreglármelas sin ti —masculló Pedro con rotundidad.


Paula intentó reprimir las lágrimas y a punto estuvo de tropezar. Viéndose obligada a parar, ya que no podría dejar a Pedro atrás, besó a Benjamin en la coronilla a modo de disculpa.


—¿Por qué me dices todo eso? —inquirió en un angustiado susurro—. ¿Por qué eres tan cruel? Ya no es necesario que finjas. Sé que has visto a Claudia y que le has dicho que todavía la amas.


—¿Que yo qué?


—¡No te molestes en negarlo! Te he oído, te...


La carcajada amarga de Pedro la interrumpió.


—Si esto no fuera tan trágico, resultaría divertido.


Perpleja por la mordacidad de aquella observación, Paula no se resistió mucho cuando Pedro le dio la mano y la alejó de la carretera hacia una pequeña pradera. El coche, que los había estado siguiendo a paso lento, se detuvo a pocos metros de distancia.


—Puedes jugar aquí, pequeño —Pedro tomó a Benjamin de los brazos de Paula y lo dejó en el suelo. Benja parecía más que dispuesto a cooperar con el hombre alto que le hacía reír—. Y ahora... —una lúgubre determinación se reflejaba en su delgado rostro.


—¡No emplees ese tono conmigo!


—No vas a irte de aquí sin que me expliques de qué diablos estás hablando.



—Estás enamorado de Claudia y no te importa si el bebé no es tuyo.


La comprensión iluminó la mirada de Pedro.


—Así que es eso lo que oíste.


Paula bajó la cabeza. Había albergado la minúscula esperanza de que se produjera un milagro de última hora. 


No era de extrañar que Pedro pareciera sentirse tan aliviado... seguramente, daba las gracias por no tener que afrontar la desagradable tarea de confesarle la verdad.


—¿Vas a darme la enhorabuena? —se había agachado para añadir una ramita a la creciente colección de Benjamin, pero su atenta mirada seguía fija en Paula.


Paula sabía que se mordería la lengua antes de articular frases hechas sin sentido... y si eso la convertía en una mala perdedora, ¿qué importaba?


—Solo espero que sepas lo que haces. Confío en que me perdones por ser sincera —dijo con ardor—, pero hace años que somos amigos y te... te he tomado cariño —balbució.


—Gracias —repuso Pedro en voz baja, tras ponerse en pie, y levantó la barbilla de Paula—. ¿Cuánto cariño me has tomado? —preguntó en un susurro. Deslizó los dedos por la mejilla de Paula mientras, con los ojos abiertos de indignación, Paula se apartaba de él.


—¿Qué quieres que diga? —le preguntó con enojo.


—Quiero que digas que has vivido una pesadilla desde que descubriste que estoy tan enamorado que incluso aceptaría al hijo de otro hombre... que no ha sido creado el obstáculo que me impediría amar a la mujer de mi vida. Quiero oírte decir que no soy el único que ha estado sufriendo, tontorrona —gimió con voz ronca al tiempo que la estrechaba sin ceremonias entre sus brazos y la besaba.


Fue un beso largo, muy largo, y apasionado. Cuando se separaron, Paula estaba jadeando, y se había llevado la mano a su agitado pecho.


—¿Fuiste a Londres para espiarme? —los ojos llameantes de Pedro indicaban que haría lo que fuera necesario para obtener una respuesta.


Paula todavía sentía los cálidos labios de Pedro sobre su boca, todavía podía saborearlos. Conservar el orgullo ya no le parecía tan importante. Alzó la cabeza con osadía y se retiró la melena hacia atrás con un ademán enérgico.


—Me sentía culpable porque me iba a casar contigo con un falso pretexto. No quería ser tu esposa para proteger a Benjamin, sino porque estoy enamorada de ti. Cuando oí lo que le decías a Claudia... —la voz le falló y se mordió los labios trémulos—. Comprendí que no tenía mucho sentido. ¿Por qué me has besado así, Pedro?


—¿Como si no pudiera saciarme de ti? —Inquirió Pedro en el mismo tono decidido y duro, mientras la taladraba sin piedad con la mirada—. ¿Como si fueras tan vital para mí como el oxígeno, tan embriagadora como una botella de vino añejo? ¿Como si quisiera tener resaca de Paula durante el resto de mi vida? ¿Como si fueras la mujer a la que amo por encima de todo? —bajaba la voz con cada pregunta, hasta que quedó reducida a un murmullo seductor que le aceleró el corazón.


¡Por fin lo entendía! Con un gran salto de fe, Paula se apartó del precipicio que se había abierto bajo sus pies con una sonrisa en los labios. La alegría estalló en su cabeza.


—¡Aunque yo tenga al hijo de otro hombre! —exclamó, y lo miró con ojos brillantes.


—Sabía que acabarías entendiéndolo —repuso Pedro en tono burlón—. Claudia lo comprendió enseguida.


—¡Ojalá pudiera, Pedro! —suspiró Paula.


La mirada de Pedro estaba cargada de ternura.


—¿Ojalá pudieras tener al hijo de otro hombre? —bromeó con suavidad.


Paula bajó la mirada.


—Ojalá pudiera tener un hijo tuyo —le explicó con voz ronca.


—¡Mírame! —jamás había oído a Pedro usar aquel tono tan contundente, y Paula obedeció sin pensar. Pedro la miró a los ojos con intensidad—. No quiero volver a oírte decir eso jamás. Te tengo a ti, y eso es lo único que necesito. Porque te tengo, ¿verdad?


Paula no podía creer que Pedro estuviera buscando una confirmación. La preocupación desapareció de su rostro al tiempo que asentía con energía. Con una amplia sonrisa, abrió los brazos.


—¡Soy toda tuya! —exclamó.


—Reserva ese pensamiento para cuando estemos solos —le suplicó Pedro con un gemido.


Paula movió la cabeza, todavía perpleja pero feliz.


—Has dicho que me querías a mí, no a... —se interrumpió con nerviosismo, incapaz de pronunciar el nombre de la otra mujer.


—No a Claudia—concluyó Pedro en su lugar, y tomó el rostro de Paula entre las manos con ternura—. Nunca la quise. Ella solo estaba interpretando un papel, la Claudia de la que creí enamorarme ni siquiera existía. Hoy se presentó en mi casa sin avisar y no sentí nada al verla. Después de conocer el amor de verdad, he perdido el gusto por las insípidas imitaciones —Pedro paseó la mirada por el rostro enamorado de Paula—. Eres realmente increíble —susurró con voz ronca.


—¿De verdad? —la sonrisa boba de Paula se negaba a abandonar su rostro, pero a Pedro no parecía importarle—. Debió de llevarse toda una sorpresa —comentó en tono piadoso, mientras se esforzaba por reprimir un hurra triunfante poco propio de una dama.


—Tuvo su oportunidad —murmuró Pedro, implacable—. Por suerte para mí, no la aprovechó. Habría sido un infierno enamorarme de ti y no poder hacer nada para remediarlo.


—Bueno, sí que puedes hacer algo —le prometió Paula, y sonrió de oreja a oreja—. Puedes hacer lo que quieras.


—Ya sabes lo que quiero —gruñó Pedro, mientras la estrechaba. Paula se estremeció al sentir los labios de él en el cuello. Después, le habló al oído—. Quiero encontrarte húmeda y cálida cada vez que te toco —explicó en un perverso susurro—. Cada vez que me rechazabas, me acordaba de eso.


A Paula le fallaron las piernas, y gimió al sucumbir a una oleada de anhelo. Se aferró a él.


—Yo nunca te he rechazado.


—Físicamente, no.


—Debo de estar soñando —Paula enterró el rostro en el hombro de Pedro, pero él le levantó la barbilla.


—No, cariño, esto es la vida real —la contradijo con firmeza.


—He estado tan insoportable...


—Ha sido la frustración, cariño. Cuanto antes nos casemos, mejor.


Una sonora risita infantil llegó a oídos de los dos. Paula y Pedro rieron y bajaron la vista.


—¡Está decidido! —anunció Pedro—. Benjamin tenía la última palabra.


—Digamos que ha sido una decisión unánime —sugirió Paula, rebosante de felicidad.