domingo, 9 de mayo de 2021

FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 31

 


Paula se desperezó en la enorme cama, envuelta en las frescas sábanas de algodón y el aroma de haber hecho el amor con Pedro. Sólo recordaba vagamente que Pedro la había llevado en volandas desde la playa hasta su cama. Por un instante había pensado en insistirle para que la llevase a su dormitorio y la dejase allí. Sin embargo, se había sentido tan deliciosamente saciada y tan bien en sus brazos que se había acurrucado contra su pecho y se había quedado dormida.


¡Y cómo había dormido! No recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido ocho horas seguidas. ¿Sería tal vez porque todos los músculos de su cuerpo se habían quedado maravillosamente relajados después de que hicieran el amor?


Oyó voces al otro lado de la puerta cerrada, la voz de Pedro y el balbuceo de los gemelos. Sonrió, deseando ir a verlos, sólo que su ropa estaba en el otro dormitorio y no quería salir de esa guisa, no se fuera a topar con alguien. Se bajó de la cama y se puso el vestido. Les daría los buenos días y entraría en su dormitorio para cambiarse.


Sin embargo, cuando fue a abrir la puerta oyó otra voz, una voz de mujer. Se quedó paralizada y acabó de abrir la puerta muy despacio. Pedro estaba sentado frente al escritorio, con un gemelo en cada rodilla. Delante tenía su ordenador portátil, y parecía que estaba en medio de una conversación con alguien a través de Skype.


El rostro de una mujer ocupaba casi la totalidad de la pantalla, y se la oía hablar.


–¿Cómo están mis niños? No sabéis cómo os echo de menos…


Oh, no… Por si Paula no se imaginaba ya de quién podía tratarse, los dos niños empezaron a decir: «Ma-má, ma-má, ma-má».


–Olivia, Baltazar, estoy aquí –respondió la mujer, con evidente afecto en su voz.


Pamela Alfonso no era en absoluto la clase de mujer que había imaginado que sería. Para empezar, no parecía una cabeza hueca. Era una pelirroja elegante pero sencilla a la vez. Llevaba un suéter de manga corta y unos pendientes y un collar de perlas. Daba la impresión, por el fondo que se veía detrás de ella, que estaba en una cabaña en las montañas, y no en crucero ni en un spa de lujo como había dado por hecho. Y no parecía que estuviese despreocupada y pasándolo bien. Más bien parecía… cansada y triste.


–Mamá sólo está descansando, como cuando vosotros os echáis la siesta, pero nos veremos muy pronto. Os mando muchos besos y abrazos –se llevó una mano a los labios y les lanzó un beso a cada uno para luego rodearse el cuerpo con los brazos–. Besos y abrazos.


Olivia y Baltazar, felices e ignorantes de lo que ocurría, le lanzaron besos también, y Paula sintió que le dolía el corazón al verlos. Los hombros de Pedro estaban tensos.


–Pamela, aunque comprendo que necesitaras tomarte un descanso, me gustaría que me prometieras que no vas a volver a desaparecer. Necesito poder ponerme en contacto contigo si hay una emergencia.


–Te lo prometo –dijo Pamela con voz ligeramente temblorosa–. A partir de ahora te llamaré a menudo. No me habría marchado de esta manera si no hubiera estado desesperada. Sé que debería habértelo dicho en persona, pero temía que me respondieras que no podías llevarte a los niños a Florida contigo, y necesitaba un respiro. Me quedé mirando por una ventana del hangar hasta que subiste al avión. Por favor, no te enfades conmigo.


–No estoy enfadado contigo –respondió él, aunque no logró disimular del todo la irritación en su voz–. Sólo quiero asegurarme de que estás bien, de que no vas a volver a dejar que la situación te supere por miedo a hablar las cosas conmigo.


–Estos días de descanso me están haciendo mucho bien; estoy segura de que estaré completamente repuesta para cuando vuelva a Charleston.


–Ya sabes que me gustaría poder tener a los niños más a menudo –le dijo Pedro–. Cuando vuelvas podemos ponernos de acuerdo para contratar a una persona que te ayude con ellos cuando los tengas tú, pero no podemos dejar que esto se repita.


–Tienes razón –murmuró Pamela jugueteando nerviosa con su collar. Tenía las uñas mordisqueadas–. Creo que no deberíamos hablar de esto delante de ellos.


–Cierto, pero tenemos que hablarlo, y cuanto antes mejor.


–Lo hablaremos; te lo prometo –asintió ella, casi frenética, antes de sonreír una última vez a sus pequeños–. Hasta luego, Oli, hasta luego, Balta. Sed buenos con papá; mamá os quiere mucho.


Su voz se desvaneció al tiempo que su imagen cuando la conexión terminó. Olivia dio un gritito de excitación y le dio palmadas a la pantalla mientras Baltazar le lanzaba más besos.


Paula se apoyó en el marco de la puerta. Hasta ese momento había detestado a Pamela, aun sin conocerla, por lo imprudente que había sido, pero la mujer a la que había visto en la pantalla era una mujer estresada y agotada, una madre que quería a sus hijos pero que había llegado al límite, y que había hecho bien en dejarlos con su padre antes de sufrir una crisis de ansiedad. Desde luego habría sido mejor si lo hubiese hablado con él, pero Paula sabía por propia experiencia que muchas veces las cosas no eran blancas o negras.


Había visto a Pedro enfadado, frustrado, decidido, cariñoso, excitado… Pero en ese momento, en el Pedro que se había quedado mirando la pantalla del ordenador, vio a un hombre bueno que estaba profundamente triste, un hombre que aún albergaba sentimientos encontrados hacia su ex esposa.



FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 30

 


¿Era su imaginación, o Paula pretendía de verdad hacerlo con él allí, a orillas del mar, bajo aquella carpa? Si era así, desde luego él no iba a quitarle la idea. Había pensado, después de que hubiese apagado la luz de la mesilla, que era tímida.


Claro que por el modo en que le tiró de la camisa para sacársela del pantalón, no había duda posible respecto a sus intenciones ni de la prisa que tenía.


En vez de desabrocharle la camisa, Paula tiró de los dos lados, arrancándole los botones, que salieron volando en todas direcciones, sorprendiéndolo aún más. Parecía que había subestimado su espíritu aventurero.


Paula se inclinó antes de que tuviera tiempo de reaccionar, y empezó a lamer y mordisquear uno de sus pezones, como él había hecho con ella la noche anterior.


–Umm… Paula… –murmuró asiéndola por las caderas.


–Eh, estate quieto –lo reprendió ella apartando sus manos–. He dicho que estoy yo al mando.


–A la orden, sargento –Pedro sonrió divertido y puso las manos en los brazos de la tumbona, ansioso por ver cuál sería su próximo movimiento.


Paula se inclinó hacia delante y lo besó suavemente antes de susurrarle al oído:

–No te arrepentirás.


Le desabrochó el cinturón, y sus dedos se introdujeron dentro del pantalón para descender por su miembro en erección, que palpitó con aquella caricia.


Pedro habría querido arrancarse el resto de la ropa, arrancarle a ella la suya, y hacer a Paula rodar sobre la arena para poseerla. Cuanto más lo acariciaba, más ansiaba poder tocarla él también, pero en cuanto se movía lo más mínimo ella se detenía.


Cuando se quedaba quieto de nuevo Paula le mordisqueaba el lóbulo de la oreja o el hombro, y sus dedos comenzaban a torturarlo de nuevo. Sus manos se aferraron a los brazos de la tumbona con tal fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. Paula le desabrochó los pantalones y él intentó incorporarse, pero ella le puso un dedo en los labios y le dijo:

–Shhh… quieto; déjame hacer.


Se bajó de su regazo, se arrodilló entre sus piernas y lo tomó en su boca despacio, hasta engullirlo por completo. La humedad y la calidez que lo envolvieron casi le hicieron perder el control. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, bloqueando todas las sensaciones excepto las caricias de la lengua y los labios de Paula.


Las manos de ella se aferraron a sus muslos para sujetarse, y Pedro ya no podía más. Si seguía haciéndole lo que estaba haciéndole iba a explotar, y no quería hacerlo si no era dentro de ella. Ya habían jugado bastante. La agarró por debajo de los brazos y la levantó, colocándola de nuevo sobre su regazo.


–Un preservativo –gruñó apretando los dientes–. En mi cartera. En el bolsillo de atrás de mi pantalón.


Con una risa suave y seductora, Paula metió la mano en su bolsillo, sacó la cartera… y la arrojó al suelo con un brillo travieso en los ojos. Luego se inclinó hacia la mesa y levantó una servilleta, dejando al descubierto al menos media docena de preservativos.


–He venido preparada –le dijo.


–Ya lo veo, ya. Muy preparada diría yo.


–¿Supone eso un problema para ti? –inquirió ella, pestañeando con picardía.


¿Un problema? A Pedro le encantaban los retos, y aquella mujer estaba resultando ser una caja de sorpresas.


–Ni hablar; procuraré estar a la altura de tus expectativas.


–Me alegra oír eso –Paula rasgó un envoltorio y le colocó lentamente el preservativo.


Con la luna a sus espaldas, se puso de pie y se levantó la falda del vestido para bajarse las braguitas, que arrojó a un lado. Luego se colocó de nuevo a horcajadas sobre él.


Tomó el rostro de Pedro entre ambas manos para besarlo, dejando caer la falda del vestido, que la cubrió mientras descendía sobre él. Pedro cubrió su cuello con un reguero de besos y lamió uno de sus hombros desnudos. La brisa había impregnado su piel con el sabor salado del mar. Le desanudó las tiras que sujetaban el vestido detrás del cuello, y la tela cayó, dejando al descubierto un sujetador de encaje sin tirantes. Los blancos senos de Paula sobresalían ligeramente por encima del borde de las copas. Abrió el enganche y los liberó antes de llenarse las manos con aquellos pechos blandos y exuberantes, cuya forma apenas se adivinaba con la pálida luz de la luna.


–Algún día haremos el amor en una playa como ésta con el sol brillando sobre nosotros –le susurró frotándole los pezones con las yemas de los pulgares–, o en una habitación con las luces encendidas para que pueda ver el placer en tu rostro.


–Algún día… –repitió ella suavemente.


¿Había cruzado una sombra por su mirada, o sólo se lo había parecido?, se preguntó Pedro. No pudo saberlo porque Paula se inclinó hacia él y desterró todo pensamiento de su mente cuando selló sus labios con un beso apasionado, un beso embriagador.


Pedro se hundió aún más en ella, deleitándose en el ronroneó de placer que vibró en la garganta de Paula. Sus manos descendieron por la espalda de ella hasta encontrar sus nalgas, que asió para apretarla más contra sí. Los suspiros y gemidos de Paula eran cada vez más intensos y más seguidos, y Pedro dio gracias por ello porque no sabía cuánto más podría resistir.


Enredó los dedos de una mano en el cabello de Paula y le tiró de la cabeza hacia atrás para exponer sus pechos a su boca. Tomó un pezón y lo mordisqueó, haciéndola suspirar de nuevo y arquearse, al tiempo que repetía: «¡Sí, sí, sí…!». Sus húmedos pliegues palpitaron en torno a su miembro con los espasmos del orgasmo, y el grito que anunció que lo había alcanzado se fundió con el ruido de las olas.


Esforzándose por mantener el control, Pedro siguió moviendo las caderas, y le provocó un nuevo orgasmo a Paula justo cuando él llegaba al suyo. Fue algo increíble que eclipsó cualquier otra sensación y lo hizo convulsionarse.


Jadeante, Paula se derrumbó sobre él, y sus senos quedaron aplastados contra el pecho de Pedro, que subía y bajaba con su agitada respiración.


Pedro no habría sabido decir cuánto le llevó recobrar el aliento, pero cuando lo hizo Paula aún descansaba entre sus brazos. Volvió a anudarle las tiras del vestido con las manos algo temblorosas, y ella frotó el rostro contra su cuello con un suspiro satisfecho.


Pedro se apartó de debajo de ella. Con suerte quizá tendría otras oportunidades de volver a desnudarla, pensó.


Pero tenían que volver dentro. Se abrochó los pantalones. Con la camisa, después de ponérsela, no pudo hacer demasiado ya que los botones estaban desperdigados por la arena. Tomó el busca de la niñera de la mesa y se lo colgó del cinturón antes de volverse hacia Paula.


La alzó en volandas y echó a andar hacia la mansión. Paula le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la cabeza en su hombro. Pedro había disfrutado inmensamente con aquel juego, con dejarle llevar las riendas, pero no estaba dispuesto a cederle por completo el control. Esa noche, Paula dormiría en su cama.



FANTASÍAS HECHAS REALIDAD: CAPITULO 29

 


El avión descendió hacia una isla más pequeña que tenía una pista de aterrizaje y un muelle con un ferri. ¿Un ferri sólo para pasar de allí a la isla principal? Era evidente que se tomaban en serio lo de la seguridad.


Paula pensó en la clase de vida que había dejado atrás al cortar lazos con sus padres. Era un sensación extraña volver a ese mundo. Pero ya no podía dar marcha atrás y regresar a Charleston. Ni tampoco quería hacerlo. Quería estar con Pedro.


La noche se presentaba llena de oportunidades para Pedro. Había cerrado el trato con Cortez y pasarían el día siguiente planificando y concretando, pero esa noche era una noche para celebrar aquel éxito, y esperaba poder celebrarlo con Paula.


Cerró la puerta del cuarto de los gemelos, que estaba justo al lado del de la niñera. Justo antes de acostarlos había llamado a Pamela, y esa vez, por fin, había contestado. La había oído muy animada, quizá en exceso, y había colgado cuando había intentado pasarla con los niños para que les diera las buenas noches. Había algo raro, pero no sabía qué, y en ese momento lo que ocupaba su mente era volver a hacer suya a Paula.


Entró en sus aposentos, que eran como un lujoso apartamento. A Paula y a él les habían dado habitaciones separadas, pero esa noche esperaba que se durmiera en sus brazos exhausta y satisfecha.


Sin embargo, cuando entró en el dormitorio de Paula sólo encontró su maleta abierta sobre la cama. Entonces se dio cuenta de que se oían las olas y de que las ventanas estaban abiertas de par en par y Paula estaba allí fuera, apoyada en la barandilla.


La brisa del océano hacía que se le pegase el vestido al cuerpo, resaltando sus femeninas curvas.


–Te doy un dólar si me cuentas qué estás pensando –le dijo saliendo a la terraza para apoyarse en la barandilla junto a ella.


Ella lo miró de reojo.


–No quiero que me pagues más dinero por no trabajar. De hecho, desde que hemos llegado aquí no he hecho nada. La niñera se está ocupando de Baltazar y de Olivia, y tengo que admitir que parece que los maneja muy bien.


–¿Habrías preferido que se pusieran a llorar para que fueras tú?


–¡Pues claro que no! Es sólo que… me gusta sentirme útil.


–La mayoría de las mujeres a las que conozco estarían encantadas de pasarse una tarde recibiendo un masaje y haciéndose la manicura –dijo Pedro. Era lo que habían estado haciendo Victoria y ella mientras ellos hablaban de negocios.


–No te confundas: me gusta tanto sentirme mimada como a cualquiera. De hecho, creo que tú también te mereces relajarte un poco –tomó un busca que había dejado sobre la mesa de la terraza y lo levantó–. La niñera puede llamarnos si nos necesita, así que… ¿qué te parece si bajamos a la playa? He pedido al servicio que nos preparen allí algo de comer y de beber.


Tomó su mano y la siguió por los escalones de la terraza que bajaban a la playa.


Paula se quitó las sandalias, esperó a que él se quitara también los zapatos y los calcetines, y caminaron sin prisa de la mano en dirección a la carpa, que se alzaba a unos metros de la orilla del mar.


–Esto es un auténtico paraíso –comentó Paula cuando llegaron–. A lo largo de mi vida he visto muchas mansiones, pero ninguna tan impresionante como ésta, y sobre todo en un entorno tan privilegiado. La realeza sí que sabe.


Entraron en la carpa, donde el servicio había colocado dos tumbonas, y una mesita baja con uvas, queso y vino. Paula se sentó en una de las tumbonas y Pedro siguió su ejemplo.


Paula sirvió el vino, y le tendió una copa antes de tomar un sorbo de la suya.


–Victoria me dijo en el avión que veía en ti a un solitario, como su marido –comentó.


–¿En serio?, ¿un solitario? –repitió él, sin comprender a qué venía eso.


–Tienes familia en Charleston, ¿no? El otro día llamaste a algún pariente para pedirle ayuda cuando te encontraste con los niños en el avión.


–Tengo dos primos, Victor y Carla. Me crié con ellos en Dakota del Norte cuando mis padres murieron en un accidente –le explicó Pedro–. Su coche se salió de la carretera en medio de una tormenta cuando yo tenía once años –añadió antes de apurar su copa de un trago, como si fuera un vaso de agua.


–Lo siento mucho.


–No tienes que sentir lástima de mí. Tuve suerte de tener parientes dispuestos a hacerse cargo de mí –le dijo Pedro–. Mis padres no me dejaron ningún dinero, y aunque mi tío y mi tía nunca se quejaron por tener otra boca que alimentar, me juré a mí mismo que algún día les devolvería con creces todo lo que me habían dado.


–Mírate ahora; es increíble lo que has conseguido.


Pedro se quedó mirando las oscuras aguas y el cielo plagado de estrellas.


–Sí, pero por desgracia ellos también murieron hace años, y ya es tarde. Me ha llevado demasiado tiempo encontrar mi camino.


–Por amor de Dios, Pedro. Pero si no debes tener más de…


–Treinta y ocho.


–¿Y te parece demasiado tiempo? ¡Millonario a los treinta y ocho! –exclamó ella riéndose–. Yo no llamaría a eso demasiado tiempo.


Tal vez, pero todavía le quedaban sueños por cumplir.


–No era lo que pretendía –añadió–. Al principio quería volar con las Fuerzas Aéreas, y llegué a alistarme en la ROTC en la Universidad de Miami, pero tenía un problema de salud que no es un inconveniente en el Ejército más que en las Fuerzas Armadas. Así que terminé mis estudios y volví a casa. Abrí una escuela de aviación y llevaba con mi avioneta a mi primo, que es veterinario, de una granja a otra hasta que nos mudamos a Carolina del Sur. Ahora mi lucha es darle a mis hijos todo lo que yo no pude tener, pero al mismo tiempo enseñarles los valores de la gente humilde.


–Bueno, yo diría que el hecho de que eso te preocupe ya dice mucho de ti como padre, lo consigas o no –dijo ella alargando la mano para apretar la de él.


Pedro se llevó la mano de Paula a los labios y la besó en la muñeca.


–Tú te criaste en un mundo de privilegios pero eres una mujer de principios. ¿Algún consejo que puedas darme?


Paula dejó escapar una risa amarga.


–Mis padres son gente superficial que se gastaron cada centavo que habían heredado en vivir bien. Mi padre llevó a la familia a la ruina y ahora tengo que trabajar como el resto de los mortales para ganarme el sustento, lo cual no es una tragedia ni nada de eso; tan sólo la realidad.


Se quedaron callados un largo rato, mirándose a los ojos mientras él le acariciaba la mano. El ruido de las olas parecía aislarlos del resto del mundo. Pedro se inclinó para besarla, pero de pronto ella lo detuvo, poniendo una mano en su pecho.


–Para.


–¿Qué?


La voz de Pedro sonó algo ronca, porque no se había esperado aquello, pero se quedó quieto. Si una mujer decía que no, era que no.


–Anoche, cuando lo hicimos, dejé que llevaras la voz cantante –murmuró ella levantándose para sentarse a horcajadas sobre él. El calor de la parte más íntima de su cuerpo lo quemaba a través incluso del vestido de algodón de ella y de sus pantalones–. Esta vez, Pedro, soy yo quien está al mando.