sábado, 11 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 8





Paula se encontraba tirada en su cama leyendo un libro, o mejor dicho pretendiendo que leía porque no había logrado concentrarse ni siquiera en una sola palabra debido a que no había podido sacarse de la cabeza a Pedro Alfonso ni un solo minuto. Había pasado un cuarto de las seis y la casa estaba en completo silencio.


Fue por eso que los bocinazos que provenían de la calle fueron muy bien escuchados desde el interior de la casa. 


Podía ser algún loco que pasaba por allí pero Paula sabía que no era así. Reconocería aquel particular sonido en cualquier parte y supo de inmediato que aquellos bocinazos estaban dirigidos a ella.


Arrojó el libro sobre la cama levantándose de un salto y luego corrió hasta la ventana.


Allí estaba; su adorado y viejo auto estacionado frente a la casa. De pie y ubicado a su lado, Pedro Alfonso miraba hacia la casa con insistencia. Cuando Paula vio que se agachaba y metía parte de su imponente anatomía dentro de su auto para sonar el claxon una vez más, supo que tenía que bajar antes de que alertara al barrio entero con aquel escándalo.


Corrió hacia el espejo y revisó su aspecto. Seguramente no estaba muy presentable con los jeans gastados y la camiseta blanca sin mangas que llevaba puestos pero
no le importó. Solo se preocupó por arreglarse el cabello, recogiéndoselo en una cola de caballo a la altura de la nuca.


Bajó las escaleras a toda prisa y se cruzó con su cuñado quien también estaba yendo a ver quien estaba provocando semejante escándalo fuera de la casa.


—¿Qué sucede? —le preguntó a Paula cuando la vio bajar corriendo las escaleras.


—Es para mi, Gabriel, no te preocupes.


Gabriel se quedó allí observando a Paula hasta que ella salió de la casa por la puerta principal.


Había demasiado entusiasmo en ella y eso no le gustaba para nada.


Paula cruzó el jardín que adornaba la parte delantera de la casa de su hermana Sara y se plantó delante de Pedro con ambos pulgares metidos en los enormes bolsillos de sus pantalones vaqueros.


—¿Qué significa esto? —le preguntó reprimiendo las ganas de correr hasta su auto y abrazarse a él como si no lo hubiera visto en años.


—Pasé por el taller mecánico de mi amigo y cuando me dijo que tu auto estaba listo decidí traértelo yo mismo —explicó mientras estudiaba el aspecto de Paula de aquella tarde. 


Estaba más sexy que nunca a pesar de aquellos pantalones holgadísimos que llevaba. Su mirada se posó en la curva de sus senos; la camiseta sin mangas que llevaba no era muy estrecha pero podía distinguir que ella no llevaba sujetador debajo.


—Gracias, no debiste molestarte —dijo ella caminando hacia aquella vieja chatarra que había heredado de su padre.


—No es molestia y lo sabes —respondió él sin moverse de su sitio.


—¡Tía, tía!


La pequeña Ana apareció corriendo de la nada y se colgó de los brazos de Paula.


—¡Hey, Ana! ¿De dónde has salido?


La pequeña no le respondió, en cambio se dedicó a observar detenidamente al extraño hombre que no dejaba de mirar a su tía.


—Hola, Ana —dijo Pedro acercándose a ambas.


Ana seguía muda.


—Saluda a Pedro, cariño.


—Hola —dijo por fin Ana escondiéndose detrás del rostro de su tía. Paula no pudo menos que sonreír, al parecer el encanto de Pedro Alfonso alcanzaba límites insospechados, hasta una niña de siete años se sentía cohibida ante su presencia.


—Eres preciosa, ¿lo sabías? —comentó Pedro notando de inmediato que la niña tenía el mismo color de ojos que su tía.


—No se lo digas dos veces, porque se lo va a creer —intervino Paula acariciando el cabello de Ana.


—Solo digo lo que veo, además es evidente de quien heredó parte de su belleza.


Paula miró a su sobrina para evitar que él notara la turbación en su rostro tras oír aquellas palabras.


La niña se separó y le pidió a su tía que la bajara. En ese momento, Sara y Gabriel aparecieron en escena. Sara con una sonrisa de oreja a oreja, Gabriel con una expresión algo sombría instalada en su rostro.


—Buenas tardes —saludó Sara—. ¿No vas a presentarnos a tu amigo, Pau?


—Por supuesto —Paula sonrió para ocultar su nerviosismo—. Sara, Gabriel, les presento a Pedro Alfonso, es el hermano de mi amiga Estefania y desde el lunes mi nuevo jefe.


Luego de estrechar sus manos y de los saludos cordiales se hizo un repentino silencio.


—Creo que deberías invitar a Pedro a cenar, Pau, después de todo tuvo la amabilidad de traerte esa chatarra que tanto adoras.


Paula hubiera querido matar a su hermana en ese preciso momento; ella rezaba para que Pedro se marchara de una vez y a ella no se le ocurría mejor idea que invitarlo a cenar.


—Sara, no creo que Pedro


Pero Pedro no la dejó continuar.


—Será un placer quedarme a cenar con ustedes —dijo lanzándole una fugaz mirada a Paula quien no parecía estar demasiado contenta con la invitación que su hermana acababa de hacerle.


A todo esto, Gabriel permanecía en silencio, observándolo todo. Los gestos del tal Pedro, la actitud de Paula y sobre todo notó la manera en que aquel hombre devoraba a su cuñada con la mirada.


—Gabriel, cariño ¿me ayudas a preparar la cena? —preguntó Sara a su marido sacándolo de sus cavilaciones.


—Yo voy contigo, Sara —dijo Paula ansiosa por alejarse de Pedro aunque sea unos minutos.


Sara le sonrió.


—Nada de eso, hermanita, tú preocúpate de atender a tu invitado, Gabriel y yo nos encargaremos de la cena, ¿cierto, cariño?


—Claro, amor —respondió Gabriel de muy mala gana.


Paula sabía que se quedaría a solas con Pedro por lo tanto se aferró a la mano de su sobrina antes de que se fuera detrás de sus padres.


—¿Te gustaría que laváramos el auto, Ana? —le preguntó peinando su flequillo hacia un costado.


—¿Ahora?


—Ahora.


—¡Si! —Ana comenzó a dar pequeños saltos de alegría. 


Lavar la vieja carcacha de su tía era una de las cosas que más le gustaba hacer y por ese motivo Paula sabía que cuando se lo propusiera, no se negaría. Cualquier cosa le venía bien con tal de no quedarse a solas con el hombre que ahora se cruzaba de brazos y le lanzaba una rotunda mirada asesina.


Pedro se quedó observando atentamente a Paula y a su sobrina, era más que evidente que la idea de ponerse a lavar su auto había sido solo una estrategia para evitarlo a él. Se rascó la barbilla y una sonrisa algo malévola se dibujó en su rostro; aún había algo que podía hacer, una carta que jugar para impedir que Paula lograra su objetivo de escabullirse de él.


No dijo nada al principio mientras Paula y Ana iban en busca de la manguera, un par de cubos, algo de jabón y unos lienzos viejos.


Cuando ambas regresaron cargando su arsenal, Pedro se acercó a la pequeña y se arrodilló a su lado.


Paula se quedó de piedra al ver que Pedro le estaba susurrando algo al oído de Ana.


Unos segundos después, tanto Pedro como su sobrina estaban con una sonrisa de oreja a oreja en sus rostros demasiado alegres para su gusto.


—¿Qué se traen ustedes dos? —quiso saber curiosa.


Ninguno de los dos le respondió, parecía que ambos se habían complotado en su contra.


Entonces cuando vio que Pedro cogía la manguera que ella había dejado sobre el césped, comprendió lo que habían estado tramando a sus espaldas.


—Tu sobrina me ha dicho que puedo ayudarlas —dijo muy campante Pedro mientras le hacía señas a Ana de que ya podía abrir el grifo del agua.


Paula abrió exageradamente la boca.


—¡Pero, eso no es necesario! —replicó observando como su sobrina abría el grifo del agua lentamente.


—No les vendrá mal un poco de ayuda extra —Pedro apuntó la manguera hacia la parte delantera del auto de Paula desoyendo su protesta—. La niña parece estar encantada conmigo, dulzura —alegó en tono socarrón.


Paula abrió la boca para decir algo pero se abstuvo de hacerlo; solo podía escupir alguna grosería y comprendió a tiempo que hubiera sido un error de su parte hacerlo. El hombre que se burlaba de ella en ese momento y que había usado a su sobrina para confabular contra ella era su jefe… y necesitaba el trabajo.


¡Maldición! Dijo para sus adentros.


¿Qué demonios podía hacer? Solo seguirle el jueguito absurdo que él se había empeñado en jugar.


Tomó uno de los cubos con agua del suelo y comenzó a enjabonar la parte lateral de su auto mientras Pedro con la manguera mojaba el parabrisas y la pequeña Ana lavaba los neumáticos con un paño mojado.


Un cuarto de hora más tarde, todo el auto estaba completamente enjabonado y Pedro más que dispuesto a darle un buen uso a su manguera.


Pero lo que Paula no se esperaba lo que sucedió a continuación.


Pedro la tomó desprevenida y le lanzó un chorro de agua fría. Paula saltó hacia atrás y observó como sus pantalones estaban completamente empapados.


—¡Qué demon…


No alcanzó a terminar su maldición cuando un segundo chorro le dio de lleno en la parte superior de su cuerpo.


Los gritos de Paula se mezclaban con la carcajada estridente de Pedro y la risa inocente de Ana quien, de pie, detrás de Pedro observaba toda la escena divertida.


—¡Detente, demonios! —gritó Paula dando saltos en el lugar intentando esquivar el chorro de agua fría pero la puntería de Pedro era implacable y terminó completamente empapada.


Pedro por fin se detuvo y se quedó observando el espectáculo tentador que suponía aquella diosa de cabellos dorados con la ropa mojada pegada a su cuerpo. Sus
ojos rápidamente se quedaron en la parte posterior del torso de Paula, allí en el preciso sitio en donde los pezones erguidos se dejaban ver a través de la tela de algodón de su camiseta. Estaba tan distraído observando esa deliciosa parte de la anatomía de Paula que apenas pudo reaccionar cuando ella le quitó la manguera de las manos y cobró su venganza.


—¡Ahora estamos a mano, señor Alfonso! —le gritó mientras apuntaba el chorro hacia la parte baja de su cuerpo.


—¡Ana, por favor, cierra el grifo! —pidió él mientras el agua se le metía por todos lados.


—¡No, cariño, no lo hagas! —Paula sonrió maliciosamente. 


Primero se encargaría de que él quedara más empapado que ella.


Pedro intentó acercarse a ella y quitarle la manguera pero Paula se movió hacia un lado cuando él se abalanzó encima. 


Su misión de escapar no duró demasiado; le bastó un segundo de distracción a Pedro para coger a Paula del brazo y quitarle la manguera.


—¿Te has divertido? —preguntó él atrayéndola hacia él y mirándola directamente a los ojos.


Paula quiso zafarse pero él la sostenía con fuerza. De repente la respiración de ambos se había acelerado y poco tenía que ver con el ajetreo por el que acababan de pasar lanzándose agua el uno al otro.


La manguera aún seguía en la mano de Paula y el agua seguía cayendo encima del césped pero parecía que no se daban cuenta.


Se formó un charco alrededor de ellos pero seguían mirándose ya sin pronunciar palabra alguna.


—¡Van a pescar una pulmonía! —la voz de Gabriel fue lo único que los devolvió a la realidad.


Paula se separó de Pedro y observó que su cuñado cortaba el agua. Echó un vistazo al suelo y descubrió el desastre que acababan de hacer.


—¡Mira como estás, Pau! —la reprendió Gabriel acercándose a ellos.


Paula intentó reír, después de todo había sido una travesura, pero cuando se dio cuenta que la camiseta que llevaba se había hecho prácticamente transparente todos los colores morados habidos y por haber se le subieron a la cara. Se cruzó inmediatamente de brazos para cubrirse y se alejó hacia la casa.


—Iré a cambiarme de ropa y ayudar a Sara con la cena.


Ambos hombres se quedaron observándola hasta que ella desapareció del alcance de su vista. Luego, Gabriela se dio media vuelta y miró al inoportuno invitado


—Deberías cambiarte de ropa tú también —sugirió con la esperanza de que se marchara a su casa y olvidara la cena.


—Ven, Pedro, le diré a mamá que te preste algo de ropa de papá —Ana se prendió a la mano de Pedro y lo llevó a la casa.


Gabriel metió ambas manos en los bolsillos de sus pantalones y apretó los dientes.


No le gustaba para nada ese sujeto y encima tenía que soportar que se sentara a su mesa y que usara su ropa.




SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 7




A la mañana siguiente, Paula se levantó de buen humor y todos en la casa se preguntaron a que se debía aquel estado de ánimo por demás alegre. Sara la ametralló con preguntas durante todo el desayuno mientras que la pequeña Ana tironeaba de su brazo para que la llevara a jugar al patio.


Pero el que parecía estar más interesado en lo que estaba sucediendo con Paula era Gabriel.


—¿A qué se debe esa expresión en tu cara, cuñada? —preguntó sirviéndose una taza de café y sentándose a su lado.


—¡Dinos, Pau, no nos tengas en ascuas! —pidió Sara devorando un pedazo enorme de croissant.


Paula sonrió, era imposible mantener un secreto cuando su familia estaba de por medio.


—He conseguido el empleo de secretaria —soltó por fin—. Empiezo el lunes por la mañana.


—¿Con el hermano de tu amiga? —quiso saber Gabriel.


—Si, su nombre es Pedro Alfonso y a partir de la semana que viene será mi jefe —contestó experimentando una extraña mezcla de entusiasmo y ansiedad. Su jefe sería
nada más y nada menos el mismo hombre que hacía que toda su sangre hirviera con solo un leve contacto.


—¿Trabajarás de lunes a viernes? —esta vez fue Sara quien preguntó.


—No, él atiende de lunes a jueves, dos horas por la mañana y cuatro horas por la tarde —informó alzando a su sobrina en brazos—. ¡Ana, no crezcas tan rápido, cariño, de lo contrario pronto no podré sentarte en mi regazo!


La pequeña le sonrió, le rodeó el cuello con sus brazos y le dio un beso en la mejilla. Paula entonces supo que cuando dejara la casa de su hermana extrañaría a Ana muchísimo. 


La vería seguido, pero ya no sería lo mismo.


—Voy a extrañarte cuando te vayas, tía Pau —dijo Ana apoyando su cabeza llena de rizos negros en el pecho de Paula.


Paula miró a su hermana y a su cuñado buscando una explicación. Ella les había pedido que no le mencionaran nada a la niña de su partida porque quería decírselo
ella en persona.


—¿Quién te dijo que me voy a marchar, Ana?


—Ana, será mejor que dejes de molestar a tu tía —dijo Gabriel de repente, y mirando su reloj: —Termina de arreglarte si no quieres llegar tarde a la escuela.


—Ve cariño, no quiero que llegues tarde por mi culpa, hazle caso a tu papá. Paula ayudó a bajar a su sobrina y notó entonces que Gabriel se había puesto nervioso luego de que ella le preguntara a Ana quien le había contado que ella se iría de la casa.


Paula se quedó meditabunda unos instantes mientras observaba a su sobrina que terminaba de preparar su bolso para irse a la escuela.


Gabriel recogió su maletín de encima de una mesita y de la mano de su hija salió de la casa.


—¿En qué piensas? —preguntó Sara masajeándose la barriga.


—En nada, Sara, en nada —se puso de pie—. ¿Necesitas algo?


Sara le sonrió.


—No, no necesito nada —se recostó en la silla—. Creo que iré a recostarme un rato.


—Ve, yo ordeno aquí.


Sara avanzó lentamente hacia la sala y antes de salir de la cocina se dio media vuelta y miró a su hermana menor.


—Pau… te vamos a extrañar cuando te vayas —le dijo con un mohín de tristeza en su cara algo hinchada.


Paula no dijo nada, el nudo en su garganta no se lo permitió, por lo que simplemente le dedicó una sonrisa a su hermana para hacerle saber que ella también la extrañaría.







SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 6



Lo primero que vio Paula al entrar al consultorio pediátrico del doctor Pedro Alfonso fue el enorme panel de corcho colgado en la pared junto a la puerta y que contenía las fotos de docenas de niños y niñas sonrientes. Eso le hizo recordar al consultorio del doctor O’Hara, que siempre la recibía con una paleta de fresa y un beso en la mejilla cada vez que lo visitaba por alguna dolencia en compañía de su madre. Ella misma había colgado su foto en el cartel del doctor O’Hara luego de haberse recuperado de una fuerte bronquitis cuando tenía ocho años. Había sido una niña bastante debilucha y siempre estaba enfermándose hasta que el doctor O’Hara le recetó un complejo vitamínico que le ayudó a crecer y a fortalecer sus defensas. Poco quedaba de aquel patito feo que se escondía en casa para no soportar las bromas crueles de los demás niños; los años habían sido bastante benévolos con ella y se había convertido en una mujer completamente diferente a esa niña esmirriada y tímida que había tenido una infancia algo sombría.


—Enseguida estoy con usted —dijo la misma voz masculina que la había invitado a pasar.


Paula no alcanzó a ver al dueño de aquella voz que de repente le sonó incluso hasta familiar; solo pudo ver a un hombre de espaldas que estaba guardando unos papeles en un viejo fichero a unos pocos metros de donde estaba ella.


Paula entonces se dedicó a observar las fotos de los niños que le sonreían desde el panel de corcho que ya no tenía espacio casi para una fotografía más.


Cuando Pedro terminó de ordenar los expedientes de los pacientes que había atendido esa tarde se dio media vuelta y dirigió toda su atención a la mujer que contemplaba con atención las fotos de sus niños, como les gustaba llamarlos.


De inmediato descubrió que había algo en aquella mujer que ahora le daba la espalda que le resultó conocido. Las curvas de su cuerpo y el color dorado de su pelo, que llevaba suelto y que le llegaba casi hasta la cintura, le trajeron reminiscencias de otro cuerpo sinuoso y de otro cabello tan dorado como aquel, que había visto tan solo unas pocas horas antes.


No podía ser y sin embargo allí estaba. Su damisela en apuros había venido hasta él y ya no habría necesidad de inventar una excusa para un segundo encuentro.


—Soy Pedro Alfonso—dijo él por fin.


Paula se dio vuelta y contuvo el aliento por un instante.


¡Era él! Su Ángel Salvador, el hombre que la había sacado de un apuro esa misma tarde.


—¿Tú? —los ojos grises de Paula se abrieron desmesuradamente—. ¿Tú eres el hermano de Estefania?


Pedro extendió su brazo.


—Así es, soy Pedro, el hermano mayor de Estefania.


Paula se quedó mirando su brazo extendido, dudando en estrechar su mano o no.


—Soy…soy Paula Chaves—respondió por fin dejando que él estrechara su mano entre la suya.


Ninguno de los dos estuvo preparado para la corriente repentina que los golpeó cuando sus manos entraron en contacto. Paula se sintió atontada y cuando lo miró a los ojos se quedó muda.


Pedro todavía no había logrado reponerse del latigazo que sacudió su cuerpo cuando tocó su mano pero eso no le impidió que recorriera aquel cuerpo de infarto de arriba abajo. Ella llevaba un vestido que se le adhería como si fuera un guante, resaltando su cintura estrecha y la voluptuosidad de sus senos.


¿Cómo podía ser posible que esa mujer que tenía enfrente fuera la misma niña que aparecía en la foto de su hermana?


Sin dudas el patito feo se había convertido en el más bello de los cisnes.


—Lo sé, te estaba esperando —dijo él sin soltar su mano—, no creí que nos volveríamos a ver tan pronto.


Y yo no creo que esto me esté sucediendo a mí pensó Paula tratando de sonreír y disimular su nerviosismo.


Era demasiada casualidad que el hermano de Estefania, el hombre que quizá le diera empleo fuese el mismo con él que se había topado esa tarde.


El mismo hombre que había despertado sensaciones que creía, estaban dormidas desde que había roto con Mateo cuatro meses atrás.


—Yo tampoco —contestó por fin.


—Siéntate, Paula —le hizo señas de que ocupara la silla que estaba junto a él y ella lo hizo.


Pero él no se sentó en su sitio, en el lado opuesto del escritorio sino que se ubicó cómodamente en un extremo del mismo, a tan solo unos cuantos centímetros de
ella.


—Me dijo Estefy que regresaste a la ciudad hace dos semanas y que necesitas el trabajo.


Paula asintió con un leve movimiento de cabeza fijando su atención en cualquier cosa menos en el verde profundo de sus ojos.


—Estefy te ha dicho la verdad; necesito un empleo porque estoy viviendo en casa de mi hermana y mi cuñado. Ellos me han dicho que puedo quedarme el tiempo que sea necesario pero yo no quiero molestar —explicó. La verdad era que quería mudarse de la casa de Sara porque había notado que últimamente Gabriel se comportaba de manera extraña con ella.


—¿Tienes experiencia como secretaria? —preguntó él sonriéndole.


Paula dirigió su mirada hacia él y volvió a caer víctima del hechizo de su sonrisa.


—Como secretaria no, pero he trabajado como recepcionista en el Saint Francis Memorial —explicó esperando que sus referencias previas fueran de ayuda.


—Muy bien, en realidad el trabajo es sencillo. Tienes que atender el teléfono, organizar las citas de los pacientes, ordenar sus fichas y esas cosas… nada de otro mundo.


Era demasiado sencillo o al menos eso le pareció a Paula, aunque estaba segura que no sería nada sencillo lidiar con la atracción que sentía por aquel hombre que conocía desde hacía tan solo unas cuantas horas.


—¿Cuál sería el horario de trabajo?


—Atiendo de lunes a jueves; dos horas por la mañana y cuatro horas por la tarde —indicó clavándole la mirada.


Paula se movió inquieta en su silla, de pronto estaba sintiendo mucho calor. Se pasó la mano por el cuello y descubrió que estaba sudando. La primavera estaba
acabando ya pero aquel cambio de temperatura se debía a otra cosa.


—Si quieres puedes comenzar el próximo lunes —dijo él viendo que ella se había quedado muda de repente.


Paula sacó unos papeles de su bolso y lo hizo torpemente.


—Aquí están mis referencias —se los entregó en mano y la punta de sus dedos se tocaron.


Ambos se miraron a los ojos, plenamente conscientes de la fuerte sensación que aquel vago contacto provocó en los dos.


—No hace falta que las vea —respondió él sin siquiera echarle un vistazo a sus referencias laborales—, confío en el criterio de mi hermana y ella me ha hablado maravillas de ti.


Él continuaba mirándola y Paula tuvo que apartar la vista de aquellos ojos intensamente verdes que parecían desnudarla sin ningún escrúpulo. Sintió de inmediato como los colores se le subían a la cara y se preguntó que cosas le habría dicho Estefania para convencerlo de que la contratara principalmente a ella.


—Bien, entonces nos vemos el lunes —dijo Paula poniéndose de pie; necesitaba salir de allí antes de ponerse en evidencia con quien sería a partir de unos pocos días su nuevo jefe.


Pedro se levantó del escritorio y la acompañó hasta la puerta; la seguía de atrás, a unos pocos centímetros, los suficientes como para disfrutar de la maravillosa vista que le ofrecía su increíble trasero. Aún debajo del vestido que llevaba, Pedro se lo imaginó completamente desnudo, erguido y rozagante; inevitablemente aquel pensamiento hizo que su polla se moviera inquieta dentro de sus pantalones.


Él se adelantó para abrirle la puerta y entonces ella le clavó la mirada.


¡Cielos! ¡El gris de sus ojos era algo que nunca antes había visto! Pensó Pedro.


—Adiós y muchas gracias otra vez por el aventón de hoy.


—De nada.


Su voz sonaba más profunda y Paula lo notó de inmediato.


—Hablaré con mi amigo, el del taller —se apresuró a decir Pedro antes de que ella pusiera un pie fuera de su consultorio—. Seguramente tendrá tu auto listo para
mañana.


—No te molestes, si me das su número yo me encargo…


—De ninguna manera; deja que yo lo arregle con él.


Paula no tuvo argumento alguno para negarse, después de todo no tenía nada de malo lo que él le estaba ofreciendo. 


Aceptó y se despidió de él con una sonrisa.


Pedro corrió hasta la ventana solo para contemplar como ella atravesaba la acera y se subía a un taxi. Se pegó al cristal y llevó una mano hasta el bulto en sus pantalones que había comenzado a crecer en el preciso momento en que Paula se había marchado.


Necesito una mujer y la necesito con urgencia pensó riéndose de su actitud.


Me corrijo: no necesito a una mujer, la necesito a ella... reconoció mientras observaba al taxi marcharse.







SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 5




—¿Qué tanto miras por la ventana?


Gabriel hizo caso omiso a la pregunta de su esposa y siguió con su vigilia. No hacía ni media hora que Paula se había marchado luego de dejar a su hija para asistir a la famosa entrevista de trabajo que la tenía tan ansiosa y nerviosa. Ni siquiera media hora y ya estaba deseando verla.


Aquello le ocurría desde el día en que la hermana menor de su esposa se había mudado con ellos; desde ese día no hallaba un momento de tranquilidad, vivía espiando sus llegadas y sus salidas, incluso estaba pendiente de sus llamadas telefónicas, cerciorándose de que no estuviera hablando con algún potencial pretendiente que hubiera dejado atrás en San Francisco.


Su relación con Sara había empeorado cuando ella había cumplido cinco meses de embarazo. Ella ya no quería que él la tocara por las noches, siempre ponía por excusa que le dolía la cabeza o que tenía unas terribles nauseas y la última que había inventado era que tenía miedo de hacerle daño al bebé si tenían sexo. Por todas esas razones, llevaba más de dos meses de abstinencia.


Hubiera podido hacer lo que hacían otros y buscarse un pequeño desahogo aunque sea una vez a la semana, pero no tenía ni las ganas ni el tiempo de hacerlo, su trabajo en un importante buffet de abogados consumía mucho de su tiempo y de sus energías. Por eso se había conformado, diciéndose a sí mismo que las cosas cambiarían después del nacimiento de su hijo.


Pero sus convicciones se vinieron abajo cuando Paula se vino a vivir con ellos. La hermana menor de su esposa era una tentación difícil de ignorar. Todo en la menor de las hermanas Chaves le atraía. Desde su cabello dorado hasta las curvas sinuosas de su cuerpo. Desde que convivían; no había un día en que no se tocase pensando en ella, en lo que sería acariciar aquel cuerpo y besar aquella boca de labios carnosos y apetecibles.


Tuvo que hacer un esfuerzo enorme por controlar las pulsiones de su polla al imaginarse a su cuñada, después de todo, su esposa estaba a solo un par de metros de él.


—¿Crees que Pau haya conseguido el empleo? —preguntó 
Sara quien estaba recostada en su cama con la inmensa barriga al aire.


Gabriel se dio vuelta y observó a su esposa. Era bonita, no había dudas de eso, pero con este último embarazo había engordado más de la cuenta y eso se notaba en su
rostro, en sus piernas hinchadas y en la prominente barriga que cargaba a su segundo hijo. Además se había dejado estar, ya ni siquiera se preocupaba por arreglarse o
maquillarse y eso solo ayudaba a desmejorar su aspecto.


—No lo sabremos hasta que regrese —le dijo él sentándose en la cama y dándole la espalda.


—¿Te sucede algo, cariño?


—No, Sara, no me sucede nada, solo estoy cansado —dejó escapar un suspiro y cerró los ojos solo para recordar el momento en que había sorprendido a Paula en ropa interior esa misma tarde—. Voy a darme un baño antes de la cena.


—Muy bien, cariño —Sara tomó el abanico y comenzó a echarse viento mientras observaba a su marido entrar al cuarto de baño.


Gabriel cerró la puerta y en la soledad de aquellas cuatro paredes y como venía sucediendo desde hacía dos semanas, se masturbó pensando en Paula.