jueves, 20 de febrero de 2020

LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 9





Paula hizo un gran esfuerzo para despertarse con un grito de indignación. Sentía el pulso desbocado bajo la piel empapada de sudor. Se tambaleó al apoyarse sobre los codos en un intento desesperado de llevar un poco de aire fresco a sus maltrechos pulmones.


Al menos se había despertado antes de que llegara la peor parte. Antes de que aquellas imágenes congeladas en su mente desde hacía nueve años resucitaran, el brillo de las bronceadas piernas de Pedro, las largas piernas en posición vertical de una mujer, el pecho sudoroso de un hombre adulto dirigiéndose hacia donde estaba ella, Paula, temblando horrorizada, junto a la puerta, su atormentada y angustiosa huida a la playa con el airado juramento de Pedro resonando en sus oídos.


El cuerpo de Paula se estremeció con pequeñas convulsiones. ¿Por qué? No había tenido ningún sueño desde hacía un año. Había pensado que aquellas noches de zozobra y temblores habían quedado atrás. Ya había sido suficientemente doloroso vivirlas la primera vez.


Se incorporó y se dirigió a la pequeña cocina de la parte de la casa reservada a ella. Eran las dos de la madrugada. El primer sorbo de café la ayudó a templar un poco su estómago revuelto. 


El segundo contribuyó a calmarle un poco los nervios. Estaba caliente y fuerte y ahuyentó algunos de sus demonios.


Salió al jardín. Con todo a oscuras, no parecía muy diferente de Flynn's Beach.


Dieciséis años. ¡Qué edad tan confusa! Y tan terriblemente frágil. Había tratado de ser amable con ella, pero ella le había rechazado violentamente con el dolor de la humillación mortificándole.


—Tengo veinte años, Paula —le había dicho él—. Puedo acostarme con quien quiera.


«Menos conmigo», pensaba ella ahora, y no por primera vez.


—Somos amigos, Paula, eso es todo —había añadido.


Aquello había sido lo peor.


Al entrar en la casa, observó una luz encendida en la parte trasera del lado de Pedro. ¿Qué hacía levantado a las tres de la mañana? ¿Estaría sacando a pasear también a sus perturbadores sueños? La parte de sensatez que aún quedaba en ella echó por tierra aquellos pensamientos.


—Nunca estaré contigo, Paula —había sentenciado.


No había podido disimular su estremecimiento ante aquella crueldad. Se había sentido como si la hubiera derribado el tremendo golpe de una ola gigante. Había sido arrastrada al fondo del océano.


—Tú eres una cría, y yo soy un hombre adulto…


Paula cerró los ojos. Había buscado venganza atacando su inteligencia, su integridad, y… su surf. Su único amor en el mundo. Nada más terminar, las manos de él habían comenzado a temblar.


—Me equivoqué al pensar que podríamos superar esto —había dicho puesto en pie—. Me voy mañana.


Y justo cuando ella había creído que su corazón ya no podría romperse más, había sentido cómo se desgarraba materialmente en su pecho. Él se marchaba. En el día de su cumpleaños.


Nunca había vuelto a hablar a un ser humano de la forma en que le había hablado a él en aquella ocasión. Gritando, llorando. Muriendo.


—Haces bien —había respondido ella—. Siempre has sido como un moscón rondando por aquí. ¡Vete! De tal madre, tal hijo. Echando a correr cuando las cosas se ponen mal.


Recordaba, como si lo estuviera viendo, la ira de sus ojos cuando se había dado la vuelta y la había vuelto a mirar a la cara. Nunca en su vida le había visto tan… sombrío.


—Nunca estaré contigo, Paula. No sé cómo decírtelo más claro. Lo siento si te hieren mis palabras.


A la mañana siguiente se había despertado con la amable caricia de su padre y de su sombra, sabiendo que él ya se había ido.


—Feliz cumpleaños, princesa, ya tienes dieciséis.


Después de la humillación y la agonía de esa noche nunca volvería a dejar que nadie se acercase a ella. Había perdido la confianza en sí misma. Había perdido su dignidad. Había amarrado su corazón a una caja de plomo y lo había enterrado en el abismo más profundo de su consciencia. Había canalizado sus emociones y anhelos en su trabajo escolar, luego en sus estudios, después en su empleo, y finalmente en su negocio.


Paula cerró las manos en torno a la taza de café, contempló las brillantes nubes del amanecer, y dejó que una década de dolor corriese por su rostro.






LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 8





Las voces volvían. Susurrantes. Apremiantes.



Nadie había susurrado nunca en la familia Chaves. Ellos lo resolvían todo a gritos. Pero ¿qué otra cosa podían significar aquellos susurros y aquellas voces misteriosas, en la víspera de su decimosexto cumpleaños, sino que alguna sorpresa se estaba fraguando? Se sacudió la arena de la playa que tenía en el pelo y se dirigió de puntillas, sonriente, hacia la cocina. 


Una vez allí, se puso en cuclillas y se quedó inmóvil y en silencio junto a la puerta.


Era Pedro. Después de tres años conviviendo estrechamente con una persona se le queda a uno en el cerebro una marca identificativa de su voz. Eso debía de ser lo que le pasaba a ella con su hermano, aunque realmente, ¿a quién le importaba? Apuesto, inteligente, con talento, Pedro estaba preparándole sin duda su sorpresa de cumpleaños.


Para ella.


¿A quién más podía importarle? Sentía el corazón latiéndole al doble de su ritmo.


—Paula ya no tiene doce años —susurraba la voz de Sebastian, más grave que de costumbre.


Pedro suspiraba antes de responder.


—Créeme, lo sé.


Paula frunció el ceño. Aquella triste voz no daba a entender que se estuviera preparando nada divertido. Se le puso la piel de gallina.


—Deberías decirle algo…


—No puedo —decía Pedro—. Cuando ella me mira con esos ojos tan bellos… ¿Cómo podría…?


El corazón de Paula latía como las alas de un colibrí. ¡Pedro estaba hablando de ella! Pedro pensaba que tenía unos ojos muy bellos. Después de tantos años viéndola como una niña, finalmente se daba cuenta de que era una mujer.


Las piernas de Paula se enredaban entre las sábanas de la cama conforme las imágenes del sueño se transformaban en el patio trasero de Flynn's Beach minutos después de la medianoche.


Las luces de la habitación de Pedro convertida en sala de juegos estaban apagadas, pero no se desanimó. Eligió su mejor falda y su blusa preferida, dejando algunos botones estratégicamente desabrochados, y se puso a practicar su discurso frente al espejo unas cincuenta veces, de forma que supiera exactamente la postura que tenía que poner y el aspecto que ofrecería cuando lo dijese.


Sentía un vacío en el estómago. Temblaba. Pedro no prestaría atención a nada de todo ello, simplemente la tomaría en sus brazos y la besaría hasta que ambos se quedaran sin respiración.


Ella también había practicado eso. Una y mil veces, mientras había permanecido secuestrada allí durante aquellos tres años.


¡Dios mío! ¡Pero si ni siquiera sabía lo que tenía que hacer él! Se sentía presa de una tensión desconocida y una excitación insoportable.


Era prácticamente una pieza más del mobiliario del refugio de Pedro, así que girar el pomo de la puerta sin llamar parecería la cosa más razonable que se podía hacer a aquellas horas… a medianoche… en la oscuridad…


La puerta se abrió hacia dentro y ella susurró su nombre en la oscuridad…






LUZ, CAMARA Y... BESO: CAPITULO 7





Resultaba desalentador ser el centro de atención de aquel equipo, recibiendo órdenes de todo el mundo, y al mismo tiempo no olvidar por qué estaba allí.


Estaba a punto de perder la paciencia cuando reapareció Pedro en el set, con la camiseta azul debajo de la chaqueta del traje. Se movía con tanta facilidad entre la multitud que no resultaba difícil adivinar por qué tenía tanto éxito. 


Mostraba tanta seguridad en sí mismo que conseguía que aquel singular emparejamiento entre la camiseta de un trabajador y los pantalones de un ejecutivo pareciese algo natural.


Unos pasos detrás de él, vio una sonrisa brillante que iba directa hacia ella.


Brian Maddox. El presentador del programa y uno de los guapos oficiales de la televisión.


—Paula, es un placer conocerte —le saludó Brian estrechándole la mano.


Una mano cálida, suave… pero vacía. En nada parecida a la del hombre que tenía a su lado.


Antes de que pudiera devolverle el saludo, Brian tiró de ella hacia sí y la besó en la mejilla. Una extraña expresión cruzó por sus ojos azules. «Mi trabajo aquí ya está hecho», parecían querer decir. ¿Había sido todo ese encuentro preparado de antemano para buscar aquel efecto?


—Paula Chaves… Brian Maddox.


Las presentaciones tardías de Pedro estaban ya fuera de lugar, pero Paula, pese a todo, apreció el tono de seriedad profesional que había utilizado.


—Paula, ¿puedo decirte un par de cosas?


Le siguió a un rincón.


—Estás estupenda —dijo él examinándola desapasionadamente—. Mucho mejor.


Paula recibió esas palabras como un mazazo en el estómago.


—Por algo nos llaman artistas —dijo ella arqueando las cejas.


—Estaba hablando de la ropa. Pero ahora que lo dices, sí, Carla ha hecho un gran trabajo con tu maquillaje. Muy natural —dijo él examinando de nuevo con detalle el cuadro completo—. Dos cosas. Tu último diseño es realmente brillante, probablemente tu mejor trabajo hasta ahora.


El ardor que sentía por dentro la irritaba. No necesitaba su apoyo para sentirse orgullosa de su diseño. Tras haber sido coaccionada por la cadena, había canalizado toda su frustración en crear el jardín más hermoso que pudiera imaginarse. Había resultado ciertamente uno de sus mejores trabajos.


—Gracias.


—Lo has conseguido —dijo él—. Aunque he tenido que negociar duro con nuestros proveedores para conseguir mejores precios a fin de poder permitirnos algunos de esos centros de mesa.


Ella sonrió satisfecha.


—Quisiera saber si piensas mantener ese nivel de agresividad en todos tus diseños —dijo él.


Ella se rió abiertamente.


—No te puedo prometer nada.


—Sólo quiero recordarte que ya no estás en aquella cadena a la que ponías a diario en aprietos con tus pequeñas rebeldías.


—¿No? —sonrió ella haciéndose la inocente.


—No —sonrió él también—. Ni yo tampoco, aunque estoy seguro de que ésa era tu intención. Tania, del Departamento de Compras, se pasó el día entero tratando de conseguir lo que querías sin salirse del presupuesto establecido. Le resultó muy embarazoso tener que decirme que no podía hacerlo.


—Oh, no era mi intención.


—Lo sé. Sólo quería que lo supieses.


—Muy bien, mensaje recibido —dijo ella—. ¿Cuál es la segunda cosa?


—Brian Maddox.


—¿Y tú me hablas de ornamentos caros?


Pedro sonrió para sí clavando en ella su mirada.


—Muy bien, quizá no tenga necesidad de preocuparme por el punto número dos.


—Oh, ¿no estarías…? —dijo ella imaginándose que él iba a prevenirla contra Maddox—. ¡Tú, de entre todas las personas! ¡Tú precisamente!


—Estoy pensando en el programa, Paula. No podemos permitir que nuestros problemas personales lo echen todo a perder. Hay demasiadas cosas en juego.


Paula se puso rígida, en guardia y con aire amenazante.


—Y por supuesto, presupones ya de antemano que yo sería la causante de todos los males, por no saber apreciar como tú la importancia del proyecto.


—Tú misma lo dijiste, Paula. No tiene ningún valor para ti.


—No, pero sí para ti —replicó ella—. Yo nunca te haría una cosa así, Pedro.


—Es muy generoso de tu parte, teniendo en cuenta las circunstancias…


Era la primera vez que ella le había visto incómodo. Precisamente cuando había llegado a pensar que no había nada que pudiera incomodarle.


—Soy una mujer generosa, Pedro.


Su frívola respuesta cobró un nuevo significado cuando Pedro se fijó de pasada en su camisa. Fue un instante tan breve que ella pensó que había ocurrido sólo en su imaginación, pero sintió un inquietante cosquilleo por toda la piel con sólo sospechar que no hubiera sido así.


—Gracias, Paula. Es más de lo que me merezco —dijo él muy sereno.


Aquel hombre sabía cómo descentrarla, cómo desequilibrarla.


—¿Vamos a trabajar? —preguntó aclarándose la voz.


Pedro se alejó para que pudiera volver a aquel horrible cobertizo de hormigón que tenían que transformar en tres días en una elegante terraza ajardinada. Se la veía completamente en su elemento, y sorprendentemente a gusto con la atención centrada en ella, una atención que siempre había sido reacia a aceptar.


La Paula que él recordaba de la infancia había sido una chica muy masculina hasta que, un buen día, poco antes de su decimotercer cumpleaños, se había activado un conmutador en algún sitio dentro de ella y había descubierto de repente que era una mujer. Se había mostrado terriblemente tímida a partir de entonces, era la única mujer que quedaba en su familia después de que su madre muriera cuando ella tenía apenas ocho años.


Ella era sólo la pequeña Paula. Había crecido, sí. Tenía talento. Era atractiva. Y se la veía radiante de belleza en aquel instante, con las luces de las cámaras de televisión iluminándola. 


Pero seguía siendo aún la hermana pequeña de Sebastian. Y, en cierto modo, también la suya.