miércoles, 9 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 23






Pedro no tenía ni idea de por qué lo hacía, pero no podía parar. En todos los lugares a los que fueron, fue incapaz de controlar sus manos. En el zoo se vio agarrando el brazo de Paula con cierta posesividad masculina y en el restaurante, sin darse cuenta, le había puesto una mano en el muslo bajo la mesa. También había visto un par de miradas encubiertas de la madre, quien le había caído bien; le había parecido divertida, amable y preocupada por su hija sin resultar dominante. Respecto al niño, le había parecido un crío genial; veía en él la fuerza de Paula, aunque era bastante más extrovertido.


A pesar de lo cansado que estaba, tanto por falta de sueño como por haber peleado varias veces a lo largo del día contra un niño de seis años, estuvo de acuerdo en jugar a los videojuegos con Jose y después ver una película de acción. Ahora estaban los dos tumbados frente al televisor. 


En algún momento de la película, el niño se había quedado dormido con un brazo alrededor de Gaby.


–Parece que ha quedado fuera de combate –dijo Paula desde arriba.


Pedro se sentó para mirarla; le dolía todo el cuerpo por la postura que había guardado durante dos horas. Pero una parte de él se despertó al ver el pelo mojado por la ducha y el albornoz que llevaba, el mismo que había llevado en la mañana anterior.


Paula se había mostrado esquiva casi toda la tarde, que había aprovechado para charlar con su madre en la cocina. 


Y ahora la veía más feliz de lo que la hubiera visto desde que la conocía, y le gustaba verla así, tanto como hacerla feliz.


–No se ha movido desde que los malos han secuestrado al bueno.


–Voy a despertarlo para meterlo en la cama.


–Ya lo llevo yo.


Pedro tomó al niño en brazos y lo subió a la habitación, sorprendido por los extraños sentimientos que lo recorrieron cuando el pequeño lo abrazó con sus diminutos brazos. 


Cuando llegó al dormitorio, Margarita estaba en la puerta.


–Yo dormiré con él esta noche, en tu habitación, Paula. Si a Pedro no le importa subir un poco más.


–En absoluto.


–No importa, mamá –contestó la hija, cuya expresión seria indicaba que a ella sí le importaba–. Es vuestra última noche aquí y me gusta tenerlo cerca.


–Sé cómo duerme, como un mono intentando salir de la jaula. Te he oído regañarlo esta noche por patearte la cara. Además, está tan hecho polvo que no sabrá con quién duerme.


–De verdad, mamá, no me importa.


Pedro entró en su habitación con el pequeño aún en brazos hasta que Margarita lo detuvo.


–Espera un momento.


El doctor se volvió a ella deseando que se decidieran. Él personalmente habría apoyado que Paula durmiera con él si necesitaba compañía, pero no creía que aquello fuera a suceder. Margarita le quitó el pelo de la cara a su hija en un gesto muy maternal.


–Estás cansada; ya tendrás tiempo de estar con él mañana, no nos vamos hasta la tarde.


–Pero…


–No hay peros. Necesitas dormir bien o mañana no estarás para nadie.


–Está bien, si insistes –aceptó Paula–. Pero te lo advierto: te llevarás un par de patadas.


Antes de que volvieran a cambiar de opinión, Pedro subió por la escalera empinada hasta el ático. Una vez allí, dejó al niño tumbado en la cama y lo cubrió con la sábana. Los tres se quedaron observando al pequeño como si esperaran algo.


–Buenas noches a los dos –susurró Margarita, y bostezó–. Que disfrutéis del resto de la noche juntos.


Mientras Paula pareció atónita, Pedro aceptó el comentario y salió. Paula mantuvo cierta distancia mientras bajaban las escaleras, invadidos por el silencio hasta llegar al segundo piso. En lugar de despedirse en el rellano, Pedro la siguió a la habitación, una habitación con una cama doble con suficiente espacio para dos. Quería estar en ella con Paula, llevarla a un viaje a la inconsciencia que durara toda la noche. Después de todo, Margarita prácticamente les había dado su permiso.


Era obvio que Paula no lo veía igual, por la mirada fulminante que le lanzó desde la puerta abierta. A pesar del ceño fruncido y del horrible albornoz, Pedro se sintió con una energía sorprendente, sobre todo al imaginarse desatando el nudo con los dientes.


–¿Lo has pasado bien hoy? –le preguntó ella.


–Me lo he pasado muy bien. Y tienes un niño fantástico.


–En eso tengo que estar de acuerdo contigo. Espero que no te haya vuelto demasiado loco.


–En absoluto, no recuerdo habérmelo pasado tan bien –contestó él, y tras mirar el baño, rectificó–. Bueno, la verdad es que sí lo recuerdo, ayer por la mañana…


–No creo que sea buena idea hablar de eso ahora –lo interrumpió ella, poniéndole una mano en la boca–. Las paredes oyen y no quiero que mi madre escuche por accidente… ya sabes.


–A lo mejor deberíamos llevar esta conversación a la cama y discutir… ya sabes.


A Paula le brillaban los ojos con el mismo deseo que él había visto la noche anterior en el garaje, la mañana en el baño, hacía unos días en el jacuzzi. Estaba duro como una piedra y quería hacer algo para remediarlo, pero no sin que ella lo sugiriera.


–Por si no lo recuerdas te dije que teníamos que evitar ese contacto. Lo cual me recuerda, ¿a qué ha venido todo ese tocamiento hoy?


–¿Te refieres a que te agarrara de la mano? –preguntó él haciéndose el inocente.


–Me refiero a meter la mano bajo la mesa.


–Tenía la mano en tu pierna. Si hubiera querido algo más, querida, puedo asegurarte que te habrías dado cuenta.


–Vale, a lo mejor solo me pusiste la mano en la pierna –admitió ella, con cierto temblor–, pero tendrás que reconocer que ha sido un poco provocativo.


–¿Qué crees tú que estaba provocando? –le preguntó él tras acorralarla en la puerta.


–No sé, bueno, ya sabes.


Pedro decidió que le resultaría muy fácil besarla y meterla en la habitación y en su cama, quitarle otra vez el albornoz, quitarse los pantalones y hacerle el amor. Justo cuando estaba pensando en besarla, Paula se metió en la habitación y señaló el extremo opuesto del pasillo.


–Vete a la cama, Pedro.


–Es lo que intento hacer.


–Dijiste que esperarías a que yo diera el siguiente paso, ¿no?


–Sí.


–Entonces vete a la cama antes de…


–¿Antes de qué?


–Antes de que cambie de opinión y te tumbe en el suelo para tenerte dentro de mí –contestó ella, y le cerró la puerta en las narices.


CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 22





Una hora más tarde, Paula se preparó para meterse en la cama de Pedro con su hijo. Al salir del baño vio al pequeño observando las figuras que adornaban la mesita frente al sofá. En concreto una figura de cristal con la forma de una pantera.


–Ten cuidado, Jose, no queremos romper nada –le dijo su madre, y este dejó la figura en su sitio y se lanzó sobre la cama.


–¿Cómo es que a Pedro le gustan los gatos?


–Es parte de su cultura –contestó Paula, tumbándose a su lado–. Su madre descendía de los mayas de México y ellos creen que los animales son especiales.


–Yo también creo que los animales son especiales. ¿Podemos ir mañana al zoo?


–Suena bien.


–Me cae bien Pedro, ¿a ti te gusta?


–Sí –contestó ella, acariciándole el cabello negro.


–¿Por eso lo estabas besando?


–Sí. ¿Te molesta, cariño? –preguntó ella, asustada.


–Da un poco de asco.


–Seguro que no piensas eso cuando seas mayor –aseguró ella, riéndose.


–Pues yo creo que sí –replicó el niño, arrugando la nariz.


–Bueno, aún te queda mucho tiempo para decidirlo. Ahora tienes que dormir –dijo ella, apagó la lamparita de la mesilla y apoyó la cabeza en la almohada.


Enseguida percibió el olor característico de Pedro y se sintió extrañamente bien. De repente la recorrió una sensación de ansia, que tenía más que ver con su parte emocional que con la meramente física. No podía permitirse desear tanto de él.


–¿Mamá?


–¿Qué?


–Me gusta Pedro.


–Bien –contestó ella, pensando que a ella también, y demasiado–. Duerme bien.


–Mamá, una cosa más, ¿alguna vez tendré un padre de verdad?


–Si encuentro a alguien que creo que sería un buen padre, serás el primero en saberlo.


–Vale, pero creo que Pedro sería un padre chachi




CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 21






Paula llegó a casa poco después de las ocho de la tarde y aparcó detrás de la camioneta de Pedro. En cierto modo había esperado que no hubiera estado, pero por otra parte se alegró de saber que estaba en casa. Se dirigió hacia esta.


–¡Mamá!


Paula se quedó boquiabierta. Antes de poder ver a su hijo corriendo hacia ella desde la casa, este ya se había aferrado a su cintura. Se agachó para abrazarlo con lágrimas de alegría y un nudo en la garganta.


–Te he echado tanto de menos, cariño –dijo, y se secó la cara con un brazo–. ¿Qué haces aquí?


–El señor Pedro nos metió en un avión a la abuela y a mí para que pudiéramos verte este fin de semana.


–¿En serio? –preguntó Paula, tan sorprendida como agradecida–. Eso ha sido muy amable por su parte. ¿Dónde está la abuela?


–En la casa con el señor Pedro.


–Es doctor, cariño, no señor –lo corrigió ella, mientras se dirigían a la casa, sintiendo los deditos de su hijo en las manos–. Es el doctor Alfonso.


–Él dice que puedo llamarlo Pedro, pero la abuela dice que siempre hay que llamar señor a la gente que no conoces.


–Si te ha dicho que lo llames Pedro, entonces llámalo así.


Un minuto antes, Paula quería llamarle otras cosas, pero ahora solo quería darle las gracias y abrazarlo. Al llegar al vestíbulo vio a su madre esperándola, con sus ojos azules aún brillantes y llenos de picardía a pesar de su edad, y su cabello plateado con el mismo corte informal que llevaba desde que ella recordara.


–Hola, querida hija.


–Lo has hecho muy bien esta vez, Margarita  –la saludó, abrazándola y derramando más lágrimas–. No recuerdo haber tenido una sorpresa como esta.


–Tendrás que agradecérselo al doctor Madrid; me persuadió para que montara en avión, ¿puedes creerlo?


–¿Dónde está el doctor? –preguntó Paula, que no se sorprendió, pues sabía que Pedro podía ser muy persuasivo.


–En el garaje. Ha dicho que no quería estar en medio cuando nos saludáramos. Le he dicho que no hacía falta que se fuera pero ha insistido. También ha insistido en que pidiéramos algo para cenar. Espero que no te importe, pero nosotros ya hemos comido; el niño se moría de hambre y Pedro dijo que no sabía cuándo llegarías. Te hemos guardado un poco.


–No importa, no tengo mucha hambre –la disculpó ella, que solo quería encontrar a Pedro para darle las gracias–. ¿Por qué no voy a ver si viene con nosotros? Podemos hacer una visita antes de acostar a Jose.


–No tengo sueño –dijo categóricamente el niño, que se agachó para abrazar a Gaby. La perra agitó el rabo con fuerza y le lamió la cara hasta hacerlo reír a carcajadas.


–Mientras vas a buscar el doctor, yo bañaré al niño –dijo Margarita.


–Hay una preciosa bañera antigua en mi habitación; a Jose le encantará. Está arriba.


–Ya lo sé –la cortó la madre–. Pedro nos ha enseñado la casa. Ha dicho que Jose y yo podemos dormir en su habitación y él en la de invitados.


–Yo quiero dormir con mamá –dijo el crío–, en la habitación de Pedro.


–Está bien –contestó Paula acariciándole el pelo–, siempre que no me quites las sábanas ni me des patadas.


–Entonces yo dormiré en tu habitación. Ahora vete a buscar a tu hombrecito.


–No es mi hombrecito, mamá; es mi casero.


–Lo que tú digas, cariño –dijo, con una sonrisa que indicaba que ella creía otra cosa, y le dio la mano al niño–. Vamos, tipo duro; es hora de lavarse.


Jose corrió donde su madre y la rodeó por la cintura y entonces subió las escaleras con su abuela. Paula se quedó mirándolos hasta que llegaron al segundo piso, donde el niño se detuvo a mirar la vidriera.


–Cómo mola.


Sin poder terminar de creer que estaban allí, Paula cruzó la cocina y salió hacia el garaje. Vio luz debajo de la puerta cerrada y oyó una música estridente. Llamó dos veces y, al no obtener respuesta, entró y encontró a Pedro sentado junto a una moto negra y brillante, vestido con vaqueros gastados y una camiseta con la inscripción Deja que la potencia te consuma. Y ciertamente ella se sintió consumida por su potencia al observarlo apretando un tornillo cerca de la rueda trasera. Tenía los tendones del brazo tensos y a Paula le empezaron a llegar a la mente imágenes de aquella mañana, imágenes de besos y caricias, de cuerpos entrelazados…


Intentó apagar las imágenes al tiempo que apagó la radio sobre una mesa de trabajo. La música paró de golpe, pero para su desazón los recuerdos persistieron. Pedro levantó la vista, confuso, hasta que la vio.


–Lo siento, no sabía que estabas ahí –dijo, mientras se ponía de pie y se limpiaba las manos con un trapo.


–¿Qué haces? –preguntó Paula, observando el trabajo.


–Unos pequeños ajustes. Me he comido un bordillo hoy cuando iba a trabajar; supongo que no estaba demasiado atento, pero ya casi lo he arreglado.


Paula lo comprendió, pues había estado a punto de llevarse por delante tres árboles. Entonces percibió una mezcla del olor inconfundible de Pedro mezclado con grasa y tuvo que repeler la necesidad de lanzarse a sus brazos como había hecho su hijo con ella.


–Solo quería hacerte saber que nuestros invitados de honor requieren tu presencia.


–Espero que no te haya molestado que los invitara sin preguntarte.


–¿Molestarme? Estoy extasiada. ¿Cómo has dado con ellos?


–No ha sido muy difícil, teniendo en cuenta que tienes su teléfono y su dirección colgados en la nevera. Ha sido un impulso; pensé que te vendría bien tener compañía.


Aunque sintió deseos de agradecérselo de forma perversa, optó por abrazarlo de forma inocente. Así que se acercó a él, lo abrazó, se puso de puntillas y le susurró al oído.


–Gracias, Pedro.


–Te voy a manchar, Paula –solo pudo contestar él.


–No me importa –respondió ella–. Estoy muy feliz y contenta por lo que has hecho.


–Un placer –aseguró él, que por fin respondió al abrazo.


La palabra «placer» pareció tomar vida en el garaje vacío, y Paula, olvidando todo razonamiento, apretó sus labios contra los de él. No estaba muy segura de lo que podía esperar de Pedro, y lo que se llevó fue un beso que podía fundir la motocicleta que la hizo olvidar a qué había ido, a darle las gracias de forma verbal. Se olvidó de sí misma.


Le acarició la espalda, deleitándose en el tacto de los músculos bajo la camiseta empapada. Él le puso las manos en las caderas y la apretó contra sí. Sin deshacer el beso, la arrinconó contra una estantería, tirando varios objetos que cayeron estruendosamente al suelo, pero ni siquiera aquello los detuvo, ni detuvo a Pedro de meterle las manos bajo la camisa y acariciarle con fuerza los senos. Paula sabía que debía parar, pero no podía.


–¿Mamá?


Tras un momento de shock, Paula pasó por debajo del brazo de Pedro y encontró a su hijo en la puerta, mirando con curiosidad. Se retiró el pelo del rostro y trató de fingir que nada ocurría.


–Hola, cariño, creía que te estabas bañando.


–La abuela quiere saber dónde podemos encontrar toallas –dijo el niño, mirando a Pedro.


Paula también lo miró, como si no supiera lo que era una toalla y mucho menos dónde su hijo podía encontrar una.


–Hay en mi habitación –contestó el dueño de la casa tras aclararse la garganta–. Y también en la cesta de la ropa limpia.


–Sí, en la cesta –asintió Paula–. Lavé algunas pero no he tenido tiempo de guardarlas.


Jose regresó a la puerta, los miró con una sonrisa enorme y salió corriendo a la casa. Paula se agarró la nuca y cerró los ojos.


–Dios, no puedo creer que haya pasado esto.


–¿Que nos hayamos besado o que tu hijo nos haya pillado?


–Las dos cosas.


Pedro le puso las manos en los hombros y ella abrió los ojos mirando a la puerta como si esperara ver a su madre que se hubiera acercado a ver qué ocurría.


–Siento que nos haya visto –dijo él en voz baja–. Pero no siento que me hayas besado.


–No tienes nada que sentir –dijo ella, quitándose las manos y volviéndose hacia él, enfadada una vez más–. He sido yo quien ha empezado.


–No me has oído protestar, ¿verdad?


–¿Qué me está pasando? –dijo ella, llevándose las manos a la cabeza–. ¿Qué nos pasa?


–Cuando dos personas se atraen, estas cosas tienen que pasar.


–No es normal –replicó ella, mirándolo de nuevo a la cara–. Al menos no para mí.


–Oh, claro que es normal. Es solo que hasta ahora no has querido reconocerlo.


–Si tú lo dices –chistó ella, que no iba a reconocerlo delante de él.


–¿Crees que Jose tendrá algún problema con esto?


–No lo sé; nunca me ha visto con un hombre, y menos besándolo.


–A lo mejor es hora de que comprenda que su madre podría necesitar algo de compañía aparte de la suya.


–No quiero que ni él ni mi madre piensen…


–¿Que tienes algo con alguien como yo? –dijo, con un tono de dolor que la hizo echarse atrás.


–No quiero que piensen que tengo nada con nadie. Podrían imaginar más de lo que es.


–A lo mejor estás postulando para la santidad.


–No estoy haciendo eso.


–¿Seguro?


–No puedo creer que me preguntes eso después de lo de esta mañana. No creo que fuera muy santo.


–No puedo discutírtelo. Pero entonces yo tampoco podría ganar muchas medallas como santo. La verdad es que sabías muy bien.


–Tú también –susurró Paula.


–Vuelve dentro –la advirtió él mientras volvía a la moto–, antes de que…


–¿Antes de qué?


–Antes de que te tumbe en este suelo de cemento y entre en tu cuerpo.


Paula sintió un escalofrío; se sentía en la cuerda floja. Era obvio que se deseaban con una pasión más allá de todo sentido común. Pero debía recordar que un sexo genial era todo cuanto podía esperar de él. También debía recordar que Jose estaba presente y no debía creer que Pedro estaría en sus vidas. Al llegar el verano debería tener dinero suficiente para tener su propia casa y no quería que su hijo se encariñara con el doctor.


–Creo que será mejor que intentemos mantenernos alejados mientras ellos estén aquí.


–¿Y después?


–No lo sé.


–Como ya te he dicho antes, tendrás que venir tú.


–Interesante; no recuerdo que haya ocurrido así esta mañana.


–Lo de esta mañana fue una excepción. Desde ahora depende totalmente de ti.