viernes, 17 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 6




–Hola


Paula miró a Paula a los ojos, como retándolo a decir que la conocía. Y él le devolvió una mirada glacial de sus ojos grises.


–Paula, te presento a Pedro Alfonso –dijo Gabriel–. Le hemos contado todo sobre ti.


Genial, pensó ella. De modo que Pedro sabía lo triste que era su vida.


–Paula Chaves –se presentó, sin mirarlo a los ojos. A pesar de su evidente desgana, Pedro apretó su mano con fuerza, mucha más de la que ella había esperado.


–Estás siendo muy formal, Paula. Al menos no tengo que presentarte a Jonathan –sonrió Gabriel–. Jonathan prácticamente vive con ella –le explicó a Pedro.


–¿Ah, sí?


–Paula comparte casa con una amiga mía –explicó Jonathan. Evidentemente, Paola le había dicho que su presencia allí era necesaria para que no fuese obvio que aquello era una cita a ciegas, aunque su presencia no podía engañar a Pedro Alfonso–. ¿Cómo estás, Paula? Hace tiempo que no te veía.


–Estoy bien.


Además de querer morirse, claro. Paola le dio una copa de vino.


Pedro estaba contándonos sus desgraciadas experiencias con las secretarias temporales. Y hemos pensado que tú podrías darle un par de consejos.


Ah, claro, Gabriel y Paola la habían convertido en una secretaria ejecutiva. Genial.


Como si no se sintiera suficientemente humillada.


–No creo que sea tan difícil encontrar una buena secretaria. ¿Qué pasa con la que tienes?


–Que nunca llega a su hora –dijo Pedro, mirando el reloj de la chimenea con expresión irónica. Sin duda, él habría llegado a las nueve en punto, antes de que sus anfitriones lo tuvieran todo listo.–No se puede contar con ella para nada.


No se podía contar con ella, ¿eh?


Paula tomó un sorbo de vino, con expresión desafiante.


–A lo mejor trabajar contigo no la motiva lo suficiente. ¿Por qué será?


Pedro se encogió de hombros.


–¿Por pereza? Además, parece que es un poco mentirosilla.


Paula se puso como un tomate. Supuestamente, debía de estar cenando con un tal Guillermo, que era analista financiero y estaba a punto de pedir su mano.


Sin duda, Gabriel y Paola le habrían hablado de su desastrosa relación con Sebastian y, aunque no fuera así, había quedado como una idiota. Si hubiera un analista financiero esperándola en casa, sus amigos no tendrían que prepararle citas a ciegas.


Paula dejó escapar un suspiro. Vaya desastre.


–Háblale de tu jefe –intervino Paola–. Por lo visto, es un ogro.


Genial. Aquello iba de mal en peor.


–¿Ah, sí? ¿Por qué? –preguntó Pedro.


«Bueno, de perdidos al río». Podría aprovechar la oportunidad para decirle un par de cosas.


–Es antipático y desagradable. No da los buenos días y en cuanto a «por favor» y «gracias»... jamás. –Él apretó los dientes.


–A lo mejor tiene mucho que hacer.


–Tener cosas que hacer no es excusa para ser desagradable –dijo Paula, mirándolo a los ojos.


–Y no le deja hacer llamadas personales –intervino Paola, siempre al rescate–. Paula tiene que colgar cuando él aparece. Cuando estamos en medio de una conversación, de repente suelta: « Ló llamaremos más tarde» o «le diré que ha llamado». Eso significa que hablaremos después. Es un asco. Tú dejas que tu secretaria use el teléfono para hacer llamadas personales, ¿verdad?


–Pues no, la verdad es que no –contestó Pedro.


Paula se encogió de hombros.


Evidentemente, jamás podría volver a hacer una llamada... aunque seguramente tampoco podría volver a la oficina. En el mundo de las humillaciones, que le preparasen a alguien una cita a ciegas con su jefe debía de andar por los números superiores. Desde luego, era la situación más incómoda en la que se había encontrado nunca y tenía mucho con qué comparar. A veces le parecía que se pasaba la vida yendo de un episodio mortificante a otro.


–Que los empleados puedan usar el teléfono e Internet para asuntos personales sube la moral –dijo entonces, decidida a cantarle las cuarenta–. Si trataras a tus empleados como si fueran seres humanos, seguramente aumentaría la productividad.


–En mi empresa no hay un problema de productividad –replicó Pedro. Y aquella vez su enfado no pasó desapercibido para los demás–. Existe una diferencia entre usar el teléfono para algo importante o tirarse dos horas hablando con una amiga.


–¿Tu secretaria no hace bien su trabajo?


–Hace más bien lo que quiere.


–Quizá deberías trabajar para Pedro –sugirió Gabriel; en un intento tan descarado de
acercarlos que prácticamente era como si los hubiera metido en la cama–. A lo mejor te llevas mejor con él que con tu jefe.


–¡Qué buena idea! –sonrió Paula–. ¿Tienes algún puesto libre en este momento?


–Es muy posible que el puesto de secretaria quede libre de inmediato –contestó él–. Pero supongo que no te interesará... ya que tú eres una secretaria ejecutiva. Gabriel y Paola estaban diciéndome que prácticamente diriges la empresa en la que trabajas.No creo que yo pudiera ofrecerte algo tan interesante.


Paula se puso colorada.


–No, bueno... la verdad es que ahora mismo estoy pensando dedicarme a otra cosa.


–¿Ah, sí? –preguntaron Gabriel, Paola y Jonathan a la vez.


–Pues sí –contestó ella. Seguramente no sería mala idea. Tenía la ligera impresión de que no iba durar mucho en el mundo secretarial–. Estoy harta de que me traten como si fuera un gusano, así que he pensado hacer algo diferente.


–¿Por ejemplo? –preguntó Pedro, con una ceja levantada.


La normalmente fértil imaginación de Paula se quedó en blanco justo cuando más la necesitaba.


–Es una gran cocinera –dijo Paola que, evidentemente, seguía creyendo que había
dado en la diana al presentarle a Pedro Alfonso.


Sólo entonces recordó que Pedro era viudo. 


Paola le había dicho que la cita era con
un hombre viudo, de modo que... Entonces se dio cuenta de que aquella chica tan guapa
de la fotografía estaba muerta. Qué horror. Era lógico que Pedro fuese un hombre tan sombrío.





CITA SORPRESA: CAPITULO 5




Iba a llegar tardísimo. Para variar. La puntualidad era otra de las resoluciones de
fin de año que no parecían ir como esperaba.


–Perdón, perdón, perdón –se disculpó Paula cuando por fin llegó a casa de Paola a las diez–. Sé que llego tarde, pero por favor no te enfades conmigo. Es que ha sido uno de esos días...


–Siempre es uno de esos días para ti, Paula –suspiró su amiga, intentando ponerse seria.


–Lo sé, lo sé, pero estoy intentando mejorar –le aseguró Paula con su mejor sonrisa. Entonces bajó la voz–. ¿Ha llegado ya? ¿Cómo es?


–Un poco estirado... no, reservado sería la palabra. Pero es muy agradable y tiene una sonrisa preciosa. Además, a mí me parece muy atractivo.


–¿De verdad?


–De verdad.


Un viudo atractivo. A lo mejor su suerte estaba cambiando.


–¿Tiene bigote?


–No.


–¿Tiene barriga?


–¡No! Entra de una vez.


Respirando profundamente, Paula se alisó la falda del vestido y siguió a su amiga hasta el salón.


–Aquí está Paula–anunció Paola.


Pero Paula se había quedado paralizada al ver al hombre que estaba de pie frente a la chimenea, charlando con Gabriel y Jonathan. Se había vuelto y estaba segura de que su expresión de horror era un reflejo de la suya.


Pedro Alfonso.


–¡Paula! –exclamó Gabriel, abrazándola–. ¡Tarde como siempre!


–Ya me ha regañado Paola –murmuró ella, rezando para haber visto mal, para que
cuando levantase la mirada el hombre que estaba a su lado fuese un extraño que se
parecía a Pedro; un hombre a quien le gustaba el aspecto agitanado y desaprobaba
seriamente la puntualidad. O las dos cosas.


Pero no. Paula descubrió que no había duda. 


Allí estaba Pedro Alfonso, como si se hubiera convertido en piedra.


Claramente aturdido por tener una cita a ciegas con su secretaria.


Mortificada, Paula consideró sus opciones: no haber nacido nunca era la primera; que se la tragase la tierra, la segunda.


¿Podría hacer como que se desmayaba? 


Probablemente no, pensó. Ella no era de las
que se desmayaban.


De modo que no le quedaba más remedio que enfrentarse con él.




CITA SORPRESA: CAPITULO 4




Una pena que la vida real no se le diera tan bien como las historias inventadas, pensaba Paula mientras iba en el autobús. Sería estupendo llegar a casa y que hubiese un hombre esperándola, un hombre forrado de dinero que estuviera loco por ella y que le dijese: «No tienes por qué soportar a tipos como Pedro Alfonso».


Paula dejó escapar un suspiro mientras limpiaba el cristal con la manga. Había mucha gente corriendo por Piccadilly para resguardarse de la lluvia y todos parecían saber a dónde iban. ¿Por qué ella era la única que parecía ir saltando de un charco a otro?


Treinta y dos años... ¿y qué tenía? Ni trabajo fijo, ni casa propia, ni novio. Lo único que había conseguido en los últimos años era engordar cinco kilos. Ni siquiera las dietas le funcionaban. Para ella comer era lo único que aliviaba el dolor de haber perdido a Sebastian y su trabajo antes de Navidad. Un golpe terrible.


Fortificada por Isabel y Paola... y cuatro copas de champán, Paula había decidido que todo cambiaría antes de Año Nuevo. Iba a poner su vida en orden. Conseguiría un trabajo mejor y un novio mejor, se juró a sí misma. Perdería los cinco kilos y empezaría a ir al gimnasio.


Pero todas esas cosas parecían más fáciles con una copa de champán en la mano.


Había llegado febrero y sus resoluciones para el nuevo año seguían sin cumplirse ni remotamente.


Al menos debería haber encontrado un buen trabajo, pero el mercado no parecía estar para muchos trotes. Y los trabajos temporales no pagaban lo suficiente como para que una pusiera su vida en orden. Paula estaba a punto de aceptar un trabajo de camarera cuando Alicia se rompió una pierna.


Al día siguiente, se prometió a sí misma, compraría el periódico para buscar un buen trabajo, iría al gimnasio y se haría una ensalada con cero calorías.


El día siguiente sería el primero de su nueva vida.


Cuando llegó a su apartamento, Isabel estaba comiendo tostadas en la cocina, con el pelo lleno de rulos. Desde que Paola se casó, Isabel, Paula y su antipático gato compartían casa.


Gato, ése era su nombre, estaba esperando al lado de la nevera y Paula sabía que no podría sentarse antes de darle la comida porque era más que capaz de destrozarle los tobillos a arañazos. De modo que sacó una latita de la carísima comida para felinos y llenó su plato antes de quitarse el abrigo.


–Pensé que ibas a salir –le dijo a Isabel, mirando las tostadas con envidia.


Su amiga podía comer todo lo que le diese la gana sin engordar un solo kilo.


«Metabolismo», solía decir cada vez que otras chicas, menos afortunadas, se quejaban. 


Además, era muy guapa; una rubia de ojos azules con piernas kilométricas que siempre estaba alegre. Lo peor de Isabel, y Paula y Paola estaban de acuerdo, era que no se la podía odiar.


–Sí, voy a salir, pero Guillermo piensa llevarme a un restaurante carísimo de esos modernos donde seguro que las porciones son minúsculas, así que he pensado tomar algo antes. Además, tengo hambre.


Afortunada Isabel, que iba a salir con el guapísimo Guillermo, mientras ella tenía que
conocer a un pobre viudo. Paula dejó escapar un suspiro. Qué típico. Sin pensar, puso
un trozo de pan en el tostador.


–Lo lamentarás –le advirtió su amiga, con la boca llena–. Gabriel suele cocinar para un
regimiento. Además, ¿no estabas a régimen?


–No tiene sentido estar a régimen cuando tienes que ir a cenar –replicó Paula, quitándose el abrigo–. Además, tenemos que comernos todo lo que hay en la nevera antes de volver a llenarla con cosas sanas.


Contarle que había tomado prestado a Guillermo fue una buena excusa para tomar una tostada con mantequilla sin que su amiga se metiera con ella.


–No iba a decirle a Pedro Alfonso que tengo una cita a ciegas con un viudo.


–¿Un viudo?


–Pues sí, un viudo con una niña pequeña. No creo que vaya a ser una cena precisamente divertida –lijo Paula, suspirando.


–A lo mejor es muy guapo –sonrió Isabel.