lunes, 7 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 14





Paula estaba sentada a la sombra en la tumbona, escuchando el chapoteo rítmico de la piscina. Pedro llevaba nadando la última media hora, haciendo largos sin parar.


¿Qué se le había pasado por la cabeza para acceder a acompañarlo a aquella boda?


Había sido como aparecer en mitad de una mala telenovela. 


Daniela se había sentido tan intimidada por Pedro que apenas había abierto la boca y él se lo había tomado como que no tenía nada interesante que contar. La comida había sido tensa y, en el momento en que su padre había aparecido con la pequeña medio hermana de Pedro, la situación había pasado de civilizada a fría e intimidatoria. Se había esforzado tanto por llenar su gélido silencio, que solo le había faltado ponerse a hacer piruetas en mitad de la terraza.


Era demasiado mayor como para que le afectara compartir el cariño de su padre y demasiado rico como para que le preocupara el impacto en su herencia. La pequeña era adorable y Daniela y su padre estaban encantados con el nuevo miembro de la familia, por lo que Paula no entendía cuál era el problema. Durante el paseo de regreso de la comida, había intentado sacar el tema, pero Pedro la había cortado y se había marchado directamente a su despacho en donde se había puesto a trabajar sin interrupción.


Para aliviar su dolor de cabeza, Paula había bebido mucha agua y luego se había puesto a leer un libro, pero no había podido concentrarse en las palabras. Sabía que no era asunto suyo, pero no podía quedarse callada, y cuando vio que Pedro salía de la piscina, se levantó de la tumbona y le bloqueó el paso.


–Has sido muy descortés con Daniela durante la comida y, si quieres acortar el distanciamiento con tu padre, esa no es la manera. No es una cazafortunas.


–¿Y conociéndola de un rato ya lo sabes? –preguntó con rostro impasible.


–Tengo buen ojo.


–Lo dice una mujer que no sabía que su anterior novio estaba casado.


–Me equivoqué con él –replicó sonrojándose–, pero no me equivoco con Daniela y tienes que dejar de mirarla con tanto odio.


–No es cierto, theé mou. Es ella la que se ha comportado como una mujer que tuviera conciencia de culpabilidad.


–¡Se ha comportado como una mujer aterrorizada por ti! ¿Cómo puedes estar tan ciego?


De repente se dio cuenta de que la ciega era ella. No estaba siendo intolerante ni se estaba comportando así por perjuicios; estaba preocupado por su padre. Su único deseo era protegerlo. A su manera, estaba demostrando la lealtad que ella valoraba tanto.


–Creo que tu perspectiva está algo afectada por lo que le ha pasado a tu padre en relaciones anteriores. ¿Quieres que hablemos de ello?


–A diferencia de ti, no necesito decir en voz alta todo pensamiento que pasa por mi cabeza.


–Eso es muy cruel teniendo en cuenta que estoy intentando ayudar, pero voy a perdonarte porque me doy cuenta de que estás molesto. Creo que sé por qué.


–No me perdones. Si estás enfadada, dilo.


–Me has dicho que no diga en voz alta todos los pensamientos que se me pasan por la cabeza.


Pedro se secó la cara con la toalla y le dirigió una mirada gélida.


–No necesito ayuda.


–La situación resulta complicada por muchos aspectos, empezando porque Daniela acaba de enterarse a pocos días de su boda de que va a tener que encargarse de criar a la hija de otra mujer. Pero se la ve encantada y a tu padre también. Son felices, Pedro.


–Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que vuelvan a romperle el corazón? ¿Y si esta vez no se recupera?


Las palabras de Pedro confirmaron sus sospechas y Paula sintió lástima.


–Esto no tiene que ver con Daniela, sino contigo. Quieres mucho a tu padre y estás intentando protegerlo.


Paula pensó que resultaba irónico que Pedro Alfonso, supuestamente frío y distante, tuviera unos valores familiares más fuertes que David Ashurst, que desde fuera parecía la pareja perfecta.


–Me gusta que te preocupes tanto por él, pero ¿se te ha ocurrido que quizá estés impidiendo que disfrute de lo mejor que le ha pasado en la vida?


–¿Por qué esta vez iba a ser diferente de las anteriores?


–Porque se quieren. Desde luego que incluir a una niña desde el principio de la relación será un reto, pero… –dijo y frunció el ceño, pensativa–. ¿Por qué Carla decidió
hacerlo ahora? Un niño es una persona, no un regalo de boda. ¿Crees que pretende estropear la relación de tu padre con Daniela?


–Esa idea se me ha pasado por la cabeza, pero no, esa no es su intención. Carla va a casarse de nuevo y no quiere a la niña.


Paula se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. De repente, no podía respirar.


–¿Así que la deja como si fuera un vestido pasado de moda? No me sorprende que no te cayera bien. Parece una persona despreciable. Si estás seguro de que no quieres hablar, voy a descansar antes de la cena –dijo pasando a su lado–. Este calor me da sueño.


–Paula…


–¿La cena es a las ocho, verdad? Estaré lista para entonces.


Se fue a su habitación y cerró la puerta. ¿Qué le pasaba? 


Aquella no era su familia ni su vida. ¿Por qué tenía que tomárselo tan a pecho? ¿Por qué le preocupaba tanto la pequeña Chloe cuando ese no era asunto suyo?


La puerta se abrió tras ella y se sobresaltó, pero se mantuvo de espaldas.


–Estoy a punto de echarme a dormir.


–Te he molestado y no era mi intención. Has sido muy generosa al venir aquí conmigo y lo menos que puedo hacer es contestar tus preguntas en un tono civilizado. Lo siento.


–No estoy molesta por que no quieras hablar.


–Entonces, ¿qué te pasa? –preguntó él y, al ver que no respondía, maldijo entre dientes–. Cuéntamelo, Paula.


–No. No acabo de entender lo que siento y odias hablar de sentimientos. Además, seguro que interpretas mis emociones de manera equivocada, algo para lo que pareces tener un don especial. Todo lo tergiversas hasta convertirlo en algo feo y oscuro. Deberías irte ahora mismo. Necesito tranquilizarme.


Esperaba oír sus pasos y la puerta cerrarse, pero en vez de eso sintió sus manos tomándola de los hombros.


–No tergiverso las cosas.


–Sí, lo haces. Pero eso es problema tuyo.


–No quiero que te tranquilices, quiero que me cuentes lo que te pasa. Durante la comida, mi padre te ha hecho un montón de preguntas personales.


–Eso no me importa.


–Entonces, ¿qué? ¿Todo esto es por Chloe?


–Es triste cuando los adultos no tienen en cuenta lo que siente un niño. Es maravilloso que tenga un padre cariñoso, pero algún día esa niña querrá saber por qué su madre la dejó, si fue porque lloraba mucho o porque hizo algo malo. No sé si lo entiendes.


Se hizo un largo silencio y la fuerza de las manos de Pedro aumentó.


–Lo entiendo –dijo él en voz baja–. Tenía nueve años cuando mi madre se fue y me hice esas preguntas y muchas más.


Paula se quedó inmóvil, asimilando aquella revelación.


–No lo sabía.


–No es algo de lo que suela hablar.


–¿Acaso conocer a Chloe te ha hecho remover el pasado?


–Todo este sitio hace que se remueva el pasado –comentó él–. Esperemos que Chloe no se haga las mismas preguntas cuando crezca.


–Yo era un bebé y todavía me las hago. Te agradezco que me escuches –continuó ella–, pero sé que no quieres hablar de esto, así que preferiría que te marcharas.


–Teniendo en cuenta que es culpa mía que estés tan triste por haberte traído aquí, no tengo intención de marcharme.


–Deberías hacerlo –afirmó ella con voz ronca–. Es por la situación, no por ti. Tu padre está muy contento, pero está a punto de casarse y una niña da mucho trabajo. ¿Qué pasa si decide que tampoco quiere a Chloe?


–No lo hará –dijo, obligándola a girarse para que lo mirara–. La ha querido desde el primer día, pero Carla ha hecho todo lo posible por alejar a la niña de él. No tengo ni idea de lo que dirá mi padre cuando Chloe sea mayor y pregunte, pero es un hombre sensato y estoy seguro de que dirá lo correcto.


Pedro acarició sus brazos desnudos, provocándole un escalofrío.


Paula reparó en las gotas de agua que le caían del pelo al pecho. Alzó la mano para acariciarlo, pero se contuvo.


–Lo siento… –dijo ella y se apartó.


Él murmuró algo en griego y tiró de ella para atraerla a su lado. Paula sintió que la mente se le nublaba junto al calor y la fuerza de su cuerpo, mientras la rodeaba con su brazo. 


Con su otra mano, Pedro la hizo ladear la cabeza y la besó. 


Luego, solo sintió la desesperación de su boca y los eróticos movimientos de su lengua. Le gustó tanto como la primera vez y se olvidó de todo menos de sus latidos desbocados y del calor que se extendía desde su pelvis. Se sentía tan bien, que dejó de lado todas las razones por las que aquello no era una buena idea.


–Sí, sí –musitó Paula rodeándolo por el cuello.


La estrechó contra él aún más y, al tomarla por las nalgas, sintió la fuerza de su erección.


–Me había prometido no volver a hacerlo, pero te deseo –dijo él con voz ronca.


–Yo también te deseo y no sabes cuánto. Me he pasado la comida deseando arrancarte la ropa y quitarte esa expresión seria de la cara.


Pedro separó las labios de los suyos. Su respiración era entrecortada y, por el brillo de sus ojos, Paula adivinó todo lo que necesitaba saber de sus sentimientos.


–¿Estoy serio ahora?


–No, estás increíble. Esta ha sido la semana más larga de mi vida –dijo tirando de él hacia la cama–. No te lo pienses. Esto es solo sexo y nada más. No te quiero, pero me encantaron todas esas cosas que me hiciste la otra noche.


–¿Todas? –preguntó quitándole el vestido.


–Sí –respondió y jadeó al sentir sus labios en el cuello–. Por favor, quiero todo el repertorio, no te dejes nada.


–Eres tímida y todavía es de día. Además, no tengo vendas.


–No soy tímida.


Paula recorrió con las manos su pecho hasta llegar al borde de su bañador mojado. Le costó quitárselo por la imponente erección y, cuando lo consiguió, tomó su miembro en la mano.


Pedro jadeó y la hizo tumbarse sobre la cama, cubriéndola con su cuerpo. Ella le arrancó la camisa con desesperación.


–Despacio, no hay ninguna prisa, theé mou.


–Sí, sí la hay. Vas a matarme –dijo deslizando las manos por los músculos de su espalda.


Era difícil determinar cuál de los dos estaba más excitado. Pedro le desabrochó el sujetador con dedos temblorosos y se tomó su tiempo para dejar al descubierto sus pechos desnudos. Todo lo hacía lentamente, como para torturarla, y Paula se preguntó cómo podía mantener el control con tanta disciplina ya que, si por ella hubiera sido, ya habría acabado todo.


Sintió el aire fresco del ventilador sobre su piel caliente y dejó escapar un gemido cuando la atrajo hacia su boca. La sensación era dulce a la vez que salvaje, y se arqueó. Pedro continuó bajando por su cuerpo, haciéndola estremecerse con el roce de sus labios y los movimientos de su lengua. Su boca se detuvo entre los pliegues de su entrepierna, saboreándola hasta llevarla al límite.


Pedro… Necesito… –balbuceó desesperada.


–Sé lo que necesitas.


Tras una breve pausa, se colocó sobre ella y la penetró. Con cada embestida, se fue hundiendo más hasta que Paula no supo dónde acababa ella y dónde empezaba él. De repente se detuvo, con los labios junto a los suyos y, con los ojos medio cerrados, se quedó mirándola. Sintió su peso sobre ella, la invasión masculina, la fuerza de sus músculos y la incipiente barba de su mentón al besarla y murmurar lo que iba a hacerle. Tenía el control sobre ella, pero no le importaba porque sabía cosas que ni ella conocía de sí misma. Lo único que quería era disfrutar de aquel placer. Pedro empezó a moverse lentamente y poco a poco fue aumentando el ritmo de sus embestidas hasta que Paula solo fue consciente de él y explotó. Su cuerpo se aferró al de Pedro y sus músculos se contrajeron alrededor de su miembro, provocándole un orgasmo.


Lo oyó jadear su nombre y sintió que le acariciaba el pelo y volvía a tomar su boca, besándose mientras compartían cada sacudida de la manera más íntima posible.


Permanecieron tumbados unos minutos y luego él la tomó en brazos y la llevó a la ducha. Bajo el chorro de agua caliente, Pedro continuó transmitiéndole su infinita sabiduría sexual hasta que dejó de sentir el cuerpo.


–¿Pedro? –preguntó Paula, tumbada de nuevo entre las sábanas, incapaz de mantener los ojos abiertos–. ¿Por eso no te gusta venir aquí, porque te recuerda a tu infancia?


Pedro se quedó mirándola con sus ojos negros. Su expresión era inescrutable.


–Duérmete. Te despertaré a tiempo para la cena.


–¿Adónde vamos?


–Tengo trabajo que hacer.


En otras palabras, se había metido en territorio prohibido. En alguna parte de su cabeza había otra pregunta que quería hacerle, pero su mente estaba cayendo en una dulce inconsciencia y se hundió en un sueño reparador.






SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 13





No había estado allí desde aquel verano de cinco años atrás. 


Había intentado olvidar el pasado, pero el recuerdo de su última visita aún estaba fresco.


Pedro salió a la terraza, confiando en que el paisaje le ayudara a rebajar su tensión, pero estar allí le devolvía a su niñez, algo que quería evitar.


Maldijo entre dientes y se fue al despacho y encendió el ordenador. Durante la siguiente hora, hizo un sinnúmero de llamadas y, cuando no pudo posponer el momento por más tiempo, se dio una rápida ducha y se cambió para comer.


Se guardó el teléfono en el bolsillo y se fue a buscar a Paula. 


La encontró sentada en la terraza, a la sombra, con una limonada en la mano y un libro en el regazo, contemplando la bahía.


No se había dado cuenta de su llegada, y se quedó allí un momento, observándola. La noche que había pasado con ella no había sido suficiente. Deseaba despojarla de aquel bonito vestido azul que llevaba y llevársela directamente a la cama. Pero sabía que, a pesar de lo que dijera, no era una mujer capaz de dejar sus sentimientos fuera del dormitorio, así que sonrió y salió a la terraza.


–¿Estás lista?


–Sí.


Se puso unas bailarinas plateadas y dejó el libro en la mesa.


–¿Hay algo que deba saber? ¿Quiénes estarán?


–Mi padre y Daniela. Querían que fuera una comida familiar.


–En otras palabras, tu padre no quiere que vuestro primer reencuentro en mucho tiempo sea en público –dijo y apuró la bebida–. No te preocupes por mí mientras estemos aquí. Seguro que encontraré una cara amable con la que charlar.


Pedro se quedó contemplando la curva de sus mejillas y el hoyuelo en la comisura de sus labios, y decidió que era ella la que tenía una cara amable. Si tuviera que elegir una sola palabra para describirla, sería extrovertida. Era cálida, simpática y estaba seguro de que más de un invitado querría charlar con ella.


Se ofreció a llevarla en coche para evitar el calor, pero prefirió caminar y, de camino a la casa principal, lo frió a preguntas. Que si su padre seguía trabajando, que a qué se dedicaba, que si tenía más familia aparte de él…


La sospecha de que se sentía más cómoda que él en aquella situación, la confirmó nada más llegar a casa de su padre. Al ver la mesa junto a la piscina dispuesta para cuatro, sintió que Paula lo tomaba de la mano.


–Recuerda que quiere que conozcas a Daniela. Sé amable –le dijo suavemente, entrelazando los dedos con los suyos.
Antes de que pudiera contestar, su padre apareció en la terraza.


Pedro


Su voz se quebró y Pedro vio unas lágrimas asomar en los ojos de su padre.


–Dale un abrazo –susurró Paula apartando la mano.


Lo hacía parecer sencillo y Pedro se preguntó si haber llevado a alguien tan idealista como Paula a una reunión tan complicada había sido buena idea, pero era evidente que ella y su padre pensaban igual porque se acercó a ellos con los brazos abiertos.


–Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que viniste a casa. Demasiado, pero olvidemos el pasado. Todo está perdonado. Tengo noticias que darte, Pedro.


Los secretos del pasado que su padre desconocía impidieron a Pedro moverse del sitio. Entonces, sintió la mano de Paula en la espalda, empujándolo, y dio un paso al frente. Su padre lo estrechó con tanta fuerza que sintió que se quedaba sin aire en los pulmones.


Sintió una presión en el pecho que no tenía nada que ver con el abrazo de su padre. Empezaba a sentir que las emociones lo superaban, cuando Paula dio un paso al frente rompiendo la tensión del momento con su cálida sonrisa.


–Soy Paula Chaves –dijo tendiendo la mano–. Hablamos por teléfono. Tiene una casa muy bonita, señor Alfonso. Es muy amable por su parte invitarme en un día tan especial.


A continuación, intentó pronunciar unas palabras en griego, un gesto que agradaría a su padre y que le garantizaría su eterna admiración.


Pedro vio cómo su padre se derretía y le besaba la mano.


–Eres bienvenida en mi casa, Paula. Me alegro de que hayas podido acompañarnos en la que será la semana más especial de mi vida. Esta es Diandra.


Por primera vez, Pedro reparó en la mujer que lo acompañaba. 


Había asumido que era miembro del personal de su padre, pero dio un paso al frente y se presentó.


Pedro reparó en que Daniela fijaba su atención en Paula. Era evidente que tenía un radar para detectar simpatía y Pedro se preguntó qué noticias tendría su padre que darle.


–Le he traído un pequeño regalo. Lo he hecho yo.


Paula revolvió en su bolso y sacó un paquete.


Era un plato de cerámica, similar al que había visto en su apartamento, decorado con los mismos detalles azules y verdes.


Pedro reconoció que tenía talento y, al parecer, su padre también.


–¿Has hecho esto? ¿Te dedicas a ello?


–No, soy arqueóloga. Pero hice mi tesis sobre la cerámica minoica y es algo que me gusta mucho.


–Háblame de ti. Paula Chaves es un nombre muy bonito. Tu madre lo eligio para ti?


–No lo sé. No conocí a mi madre –contestó Paula mirando a Pedro–. Es demasiado largo para contarlo nada más conocernos. Hablemos de otra cosa.


Pero Carlos Alfonso no se daba por vencido fácilmente.


–¿No conociste a tu madre? ¿Murió cuando eras pequeña?


Movido por aquella demostración de insensibilidad, Pedro miró furioso a su padre y estaba a punto de intervenir cuando Paula contestó:
–No sé qué le pasó. Me dejó en una cesta en Kew Gardens en Londres a las pocas horas de nacer.


Pedro no esperaba oír eso y, a pesar de que nunca preguntaba por su pasado a una mujer, deseó saber más.


–¿En una cesta?


–Sí. Alguien me encontró y me llevó al hospital. Me pusieron de nombre Paula Chaves. Nunca dieron con mi madre. Pensaron que sería una adolescente asustada.


Ahora entendía por qué le había preguntado tanto por su familia. Soñaba con finales felices tanto para ella como para los demás. Sintió que algo se contraía en su interior, una emoción completamente nueva para él. Creía que era inmune a las historias tristes, pero aquella historia lo había conmovido.


Incómodo, apartó los ojos de sus labios y se dijo que, por mucho que la deseara, no volvería a tocarla. No sería justo, cuando sus expectativas en la vida eran tan diferentes. Él prefería las relaciones sin ataduras. Tenía serias dudas de que ella pudiera hacer lo mismo y no quería hacerle daño.


Su padre, como era previsible, se quedó conmovido por aquella revelación.


–¿Quién te crio, koukla mou?


–Crecí en hogares de acogida –dijo y miró la comida–. Creo que deberíamos hablar de otra cosa, sobre todo teniendo en cuenta que estamos aquí para celebrar una boda.


Pedro estaba a punto de cambiar de tema, cuando su padre alargó la mano para tomar la de Paula.


–Algún día tendrás tu propia familia.


–No creo que Paula quiera hablar de eso –intervino Pedro, consciente de que se había puesto triste.


–No importa –dijo Paula y miró a Carlos–. Eso espero. Creo que la familia te hace echar el ancla y es una sensación que no he tenido nunca.


–Las anclas sujetan los barcos –intervino Pedro–, lo cual puede ser un impedimento.


Sus miradas se encontraron y supo que Paula se estaba preguntando si había hecho aquel comentario de manera casual o como advertencia.


Él mismo no estaba seguro. Quería recordarle que aquello era algo temporal. Se daba cuenta de que su vida había sido dura y no quería ser el que acabara con su optimismo y le borrara la sonrisa de la cara.


–Ignóralo –dijo su padre–. En lo que a relaciones se refiere, mi hijo se comporta como un niño en una tienda de caramelos. Se atiborra sin seleccionar. Disfruta del éxito en todo, excepto en su vida privada.


–Soy muy selectivo –afirmó Pedro tomando su copa de vino–. Teniendo en cuenta que mi vida privada es tal y como quiero que sea, considero que es un éxito.


–El dinero no proporciona tanta felicidad a un hombre como una esposa y unos hijos, ¿no te parece, Paula?


–Para alguien que tiene que devolver un préstamo estudiantil, no le restaría importancia al dinero –contestó Paula–, pero estoy de acuerdo en que la familia es lo más importante.


Pedro se contuvo para no preguntarle a su padre cuál de sus esposas le había aportado algo que no hubiera sido una úlcera en el estómago y unas facturas astronómicas. Su pasado amoroso podía considerarse un desastre.


–Algún día tendrás una familia, Paula.


Carlos Alfonso la miró emocionado y aquel cruce de miradas provocó en Pedro una mezcla de incredulidad y desesperación. Hacía menos de cinco minutos que su padre conocía a Paula y ya parecía a punto de incluirla en su testamento. Con razón era el blanco de toda mujer que tuviera una historia triste. Carla se había dado cuenta de su vulnerabilidad y había clavado sus garras en él. Sin duda, Daniela se estaba aprovechando también de aquel punto débil de su padre.


De repente, un recuerdo saltó a la mente de Pedro. Su padre, sentado a solas en el dormitorio entre la ropa revuelta y esparcida de su madre, la viva imagen de la desesperación, mientras ella se marchaba sin mirar atrás.


Nunca se había sentido tan impotente como aquel día. A pesar de que era un niño, sabía que estaba presenciando un gran dolor.


La segunda vez que había pasado, siendo ya un adolescente, recordó haberse preguntado por qué su padre se había arriesgado a pasar por aquella agonía de nuevo.


Y luego había llegado Carla… Desde el primer momento se había dado cuenta de que aquella relación estaba condenada y más tarde se había sentido culpable por no haber intentado evitar que su padre cometiera aquella terrible equivocación.


Paula tenía razón en que su padre era una persona adulta, capaz de tomar sus propias decisiones. Así que, ¿por qué seguía teniendo aquella necesidad de protegerlo?


Con las emociones a flor de piel, levantó la mirada hacia su futura madrastra, preguntándose si era una simple coincidencia que se hubiera sentado lo más apartada posible de él. O bien era tímida o tenía conciencia de culpabilidad. 


Se había prometido que no interferiría, pero estaba reconsiderando esa decisión.


Pedro permaneció en silencio, observando más que participando, mientras el servicio les servía la comida y les llenaban las copas. Su padre mantenía una agradable conversación con Paula, animándola a que hablara de su vida y de su pasión por la arqueología y por Grecia.


Obligado a escuchar la vida de Paula, Pedro se enteró de que había tenido tres novios, que había aceptado trabajos mal remunerados para pagarse la universidad, que era alérgica a los gatos y que no había vivido más de doce meses en el mismo sitio. Cuanto más sabía de su vida, más descubría lo dura que había sido. Se estaba enterando de más cosas de las que quería saber, así que, cansado, se giró hacia su padre.


–¿Qué noticias tienes que darme?


–Pronto lo sabrás. Antes, déjame que te diga que estoy disfrutando de la compañía de mi hijo. Ha pasado mucho tiempo. Incluso he tenido que recurrir a Internet para saber de ti.


Feliz por haber conseguido interrumpir la atención en Paula, Pedro se relajó y comentó los desarrollos tecnológicos que estaba haciendo su compañía y mencionó el acuerdo que estaba a punto de cerrar, pero su intervención resultó breve.


Carlos sirvió unas aceitunas en el plato de Paula.


–Tienes que convencer a Pedro para que te lleve al otro extremo de la isla a ver las ruinas minoicas. Tendréis que ir a primera hora antes de que haga mucho calor. En esta época del año, todo está muy seco. Si te gustan las flores, te encantará Creta en primavera. Tienes que volver a visitarnos.


–Me encantaría –dijo Paula–. Estas aceitunas están deliciosas.


–Son de nuestra cosecha y la limonada que encontrasteis en la nevera es de nuestros limoneros. La preparó Daniela. Se le da muy bien la cocina. Esperad a aprobar su cordero –comentó Carlos y se inclinó hacia delante para tomar la mano de Daniela–. Cuando lo probé, me enamoré de ella.


Sin apetito, Pedro se quedó mirándola fijamente.


–Háblanos de ti, Daniela. ¿De dónde eres?


Sus ojos se cruzaron con los ojos de Paula y la ignoró, mientras escuchaba la respuesta de Daniela. Al parecer, tenía seis hermanos y nunca había estado casada.


–Por suerte para mí, nunca conoció al hombre adecuado –intervino su padre.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero Paula se le adelantó.


–Tiene mucha suerte de haber nacido en Grecia –dijo rápidamente–. He viajado bastante por las islas y vivir aquí me parece maravilloso. He pasado tres veranos en Creta y uno en Corfu. ¿Qué más me recomienda que visite?


Daniela la miró agradecida y le hizo unas cuantas sugerencias, pero Pedro seguía en sus trece.


–¿Para quién trabajaste antes que para mi padre?


–Ignórale. Todas sus conversaciones parecen entrevistas de trabajo. La primera vez que lo conocí, quise entregarle mi currículum. Por cierto, este cordero está delicioso. Es mejor incluso que el que Pedro y yo tomamos la semana pasada en uno de los mejores restaurantes.


Paula continuó describiendo lo que habían comido y Daniela hizo algunos comentarios sobre la mejor manera de preparar el cordero. Privado de la oportunidad de seguir haciéndole preguntas a su futura madrastra, Pedro volvió a preguntarse una vez más cuáles serían las noticias que su padre tenía pensado anunciar. De repente, se oyó el llanto de un bebé.


Daniela se puso de pie y miró a Carlos antes de abandonar la mesa.


–¿Quién es? –preguntó Pedro entrecerrando los ojos.


–De eso era de lo que te quería hablar.


Su padre giró la cabeza y vio cómo Daniela volvía a la mesa con una niña rubia, de expresión somnolienta, recién despierta de la siesta.


–Carla me ha dado la custodia de Chloe como regalo de boda. Pedro, te presentó a tu medio hermana.