domingo, 28 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 23





La lectura de lo que Paula había escrito sobre aquel fin de semana en su blog no le había ayudado a tranquilizar su conciencia. Por no hablar de lo que había leído sobre los otros tipos con los que se había relacionado. Era absurdo: él conocía su vida sexual y estaba al tanto de sus pensamientos más íntimos… mientras que ella ni siquiera conocía su verdadero nombre.


De repente sonó el teléfono, sobresaltándolo. 


Cuando reconoció el número de Paula, su pésimo humor se evaporó de inmediato.


—Hola.


—Necesito que me ayudes. ¿Puedes venir?


—¿Qué pasa?


Escuchó con atención mientras ella le describía lo que había sucedido hacía apenas unos minutos. El estómago se le encogió de miedo.


No podía soportar imaginarse la situación: alguien había encañonado a Paula con una pistola mientras él estaba sentado allí, sin hacer nada… El simple pensamiento lo llenaba de ira y de terror.


El mismo fue el primer sorprendido de su reacción. Estaba reaccionando como si hubiera visto a su mejor amigo o a su hermano en peligro. De alguna manera, Paula se las había arreglado para infiltrarse en el reducido círculo de sus seres más queridos. Y ese pensamiento también lo asustó.


—¿Pedro? ¿Sigues ahí?


—Perdona. ¿Puedes quedarte con alguna vecina hasta que llegue yo?


—Creo que aquí estoy bien.


—¿Tienes algún tipo de información sobre ese tipo que yo no conozca? ¿Alguna razón por la que querría atacarte?


—No, nada. Quiero decir, supongo que él cree que sí… Yo me quedé aterrada cuando descubrí con quién se relacionaba y salí corriendo.


—Estaré allí en quince minutos, ¿de acuerdo? Mantén la puerta y las ventanas cerradas.


—Te esperaré. Mientras tanto, me pondré hacer las maletas. Pienso dejar el país



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 22





Pedro sabía que debería dejar de leer el blog de Paula. Pero no podía. Se había convertido en una especie de compulsión. Una compulsión que le estaba acarreando complicaciones, al confundir su trabajo de investigación con su vida personal.


Para cuando terminó de leer el último comentario de Paula sobre su miembro, estaba insoportablemente excitado. Seguía allí, clavado ante el ordenador. ¿Y si colgaba él también un comentario? Sólo uno muy breve. Nada serio que pudiera revelar su identidad.


Sólo algo ligero, intrascendente.


Muy pocas veces se había atrevido a colgar algo en internet. Era algo que contradecía su natural tendencia a la discreción, a vigilar pasando al mismo tiempo desapercibido. Además, él era el tipo del que Paula estaba escribiendo…


Y sin embargo, detestaba quedarse al margen de la fiesta.


Pedro marcó la casilla de «añadir comentario» y se registró con el nombre de «Peter». 


Luego lo borró… y volvió a teclearlo. Le gustaba la idea de que Paula concibiera la sospecha de que estaba leyendo su blog.


¿Pero por qué dejar que sospechara nada? 


Arriesgarse voluntariamente a revelar su identidad era algo que se contradecía absolutamente con su carácter, ya que, en su profesión, podía acarrearle la muerte. Que además quisiera que Paula lo descubriera resultaba aún más desconcertante. Nunca había sentido eso con nadie. Significaba ponerse a sí mismo en peligro, pero… ¿para qué?


Cada vez era más consciente del peligro que suponía mezclar su trabajo con su vida personal. 


¿Dónde acababa Pedro el espía y dónde empezaba Pedro la persona? ¿O acaso eran uno y el mismo? Y si lo eran… ¿por qué Paula le hacía sentirse como si se estuviera dividido en dos?


Por un lado sabía que rompería pronto con ella.


Y por otro se sentía perversamente tentado de revelarle, cuando llegara el momento, que conocía su identidad bloguera… y utilizarlo como arma con la que acabar con la relación.


Pensó en su última amante, en sus furiosos mensajes de texto y en la escena que había montado en la embajada. Se había merecido absolutamente toda su ira, así como la de otras tantas mujeres. Era un miserable. Empezó a escribir su comentario:
X es un tipo afortunado. Increíblemente afortunado.


Y pulsó la tecla de «envío». Segundos después, su comentario apareció al final de la lista.


Luego se giró en su sillón y contempló su apartamento frío, sin vida, presa de una extraña inquietud. Ni siquiera tenía una mísera planta que le alegrara la vida. Había elegido aquel lugar por las vistas que tenía de la ciudad y su proximidad a la embajada. Lo triste era que se sentía tan poco cómodo allí… como en cualquier otro lugar en el que hubiera vivido antes.


Un lugar que no tardaría en abandonar, como todos los anteriores. Ante la falta de pistas sobre la supuesta amenaza terrorista sobre la embajada, su misión muy pronto terminaría. Y le asignarían una nueva en cualquier otro lugar.


Por primera vez en muchos años, sintió la necesidad de vivir en un lugar permanente, de tener un «hogar». Y una persona con la que pudiera compartir sus días. Si moría en aquel instante, a nadie le importaría lo más mínimo.


Estaba empezando a sonar tan patético como el protagonista de un telefilme de serie B: el típico agente de la CÍA que, enfrentado a su propia mortalidad, sufría ataques de nostalgia y suspiraba por cambiar de vida.


El reloj de pared le confirmó que faltaban todavía cinco horas para que pudiera verse con Paula. Se sentía solo. Quería hablar con alguien. 


Necesitaba dejar de pensar.


Pensó en su antiguo mentor Nicholas Kozowski, que había sido como un padre para él desde sus primeros años en la CÍA. En un mundo donde nadie podía confiar en nadie, Nicholas había sido su tabla de salvación. El viejo había estado a su lado desde que empezó como agente. Pedro confiaba en él mucho más que en su propio padre, siempre tan distante y obsesionado con el dinero.


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hablado con Nicholas. Antes de que pudiera cambiar de idea, descolgó el teléfono y marcó su número. Se lo sabía de memoria.


La voz del contestador lo invitó a localizarlo en su móvil. Pedro lo apuntó y volvió a llamarlo. Al cabo de unos segundos, Nicholas contestó con un gruñón: «¿diga?»


—Creía que ya te habías jubilado y te habías marchado a Tahití.


—¿Pedro? ¿Cómo estás, amigo?


—Muy bien —mintió—. Simplemente tenía ganas de preguntarte lo mismo.


—¿Y me llamas después de tres años solamente para preguntarme cómo estoy?


—Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo?


—Desde que estuvimos en Nápoles para aquella misión relámpago.


—Er… aparte de saber cómo estabas… quería saber si pensabas pasarte por Italia en algún momento.


—Qué casualidad. Pensaba viajar a Roma la semana que viene.


—Entonces podríamos quedar para tomar unas copas.


—Claro, Pedro. Te avisaré cuando llegue.


Se despidieron. Pedro colgó y volvió a encontrarse a solas con sus reflexiones, con la mirada en el ordenador… y sintiéndose un completo imbécil.


El buen sexo con una bella mujer alérgica a los compromisos no era algo tan malo. Debería sentirse entusiasmado, ¿no?


Pero lo cierto era que se sentía terriblemente culpable. Algo impropio de él.


Le gustaba Paula. Mucho. Y estaba disfrutando con ella más de lo que había disfrutado con mujer alguna en toda su vida. Entonces, ¿cuál era el problema?


Que le estaba mintiendo. Y ya no por una buena razón. El fin de semana que había pasado con ella había ahuyentado sus dudas: ahora estaba convencido de que sólo era una buena chica, que había tenido una aventura con un terrorista griego sin ser consciente de ello. Y una vez que ya no tenía ninguna necesidad de seguir investigándola, ¿cómo podía continuar con una relación que había empezado bajo falsas pretensiones?




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 21





Cómo decir «sexo» en italiano


Nunca me he considerado una racista. Quiero decir que, como amante, nunca he discriminado a nadie. He estado con hombres de todas las razas, nacionalidades, culturas… Mi dormitorio ha venido a ser como las Naciones Unidas del sexo.

Pero los italianos tienen algo especial. Me atrevo a afirmar que siento un particular favoritismo hacia ellos, frente a todos los demás hombres de la tierra.
Para ser justa precisamente con todos restos hombres, empezaré por algunos de los defectos que suelen tener los italianos. Quiero decir que tienen la tendencia a ser los niños de mamá en el peor sentido de la expresión. ¿Hasta los cuarenta años viviendo en casa de sus padres? ¡Huy!
Y, desde luego, pueden llegar a ser tremendamente sexistas e insoportablemente rijosos. Pero cuando encuentras a uno bueno… la cosa cambia.
Tomemos como ejemplo a mi último amante, aquél al que doy en llamar X para proteger su identidad. X sabe tocar todas las teclas adecuadas. Sabe hacer que una chica se sienta como una reina y conoce afondo el significado de la palabra «romanticismo». Estoy segura de que no tengo que recordaros lo muy raras que son esas cualidades. Para no mencionar que es terriblemente atractivo y que tiene un acento que sólo de escucharlo se me mojan las bragas.
Pero lo más importante es ese increíble golpe de suerte genético que le ha favorecido con el falo más exquisito que he visto en mi vida. Tendréis que disculparme si, llegada a este punto, me pongo un poco barroca con los adjetivos.
De forma perfecta, con un tallo firme y una cabeza suave y hermosa, podría pasarme un día entero conociéndolo íntimamente. Creedme, lo he probado. ¡Durantes tres horas seguidas! Pero todo placer que pueda experimentar mi boca con ese falo no es nada con lo que puede llegar a hacerme dentro. Os confieso que hasta he llorado de gozo.


Comentarios:
1. Skywalker dice: ojalá alguien pudiera decir algo tan poético del mío.


2. TiaMaria dice: la mayor parte de los tíos ya se lo elogian bastante: no necesitan que nadie les haga poemas.


3. Hummer dice: las mujeres que hacen/elaciones de tres horas deberían ser nombradas presidentas del universo.


4. Eurogirl: no creo que pudiera soportar semejante responsabilidad.


5. CKCKCK dice: especialmente si estás ocupada con unas /elaciones tan largas.


6. Nuguy dice: si tu vida sexual sigue siendo tan impresionante, todas nosotras vamos a acabar con complejo.


7. B cool dice: cierto. A nadie le gustan las engreídas.


8. Dharmachick dice: yo me quedaría dormida si pasara tanto tiempo haciéndolo.