jueves, 20 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 9




¿Habían llamado a la puerta? Era posible que con el viento y la música no hubiese oído. Fuera, todo parecía oscuro y solitario. Sí, alguien llamaba a la puerta de manera insistente. Abrió la puerta sin quitar la cadena de seguridad.


–Buenas noches.


Durante un segundo no pudo moverse. Desesperada, buscó una explicación razonable que no incluyese a Pedro como el invitado anónimo, pero cuando él se sacó del bolsillo una tarjeta con el número veintisiete tuvo que tragar saliva.


–Parece que he ganado la estancia aquí esta noche.


–¿Cómo has llegado hasta aquí? No veo la limusina.


Él señaló el camino.


–Le dije al chófer que se fuera. Llegué temprano, lo siento.


Eso significaba… Paula tragó saliva.


En los ojos de Pedro había un brillo ardiente… La había pillado.


–Tienes que quitarte la ropa, estás empapado. Imagino que habrás traído una muda.


–Me temo que no –Pedro se pasó una mano por el pelo.


–Hay una secadora. Puedes meter tu ropa allí…


Cuando levantó la mirada Pedro estaba quitándose el jersey azul y la camisa, revelando un torso que brillaba a la luz de la chimenea.


Paula tuvo que apartar la mirada.


–Hay una toalla por aquí –en el suelo, detrás del sofá, donde ella la había dejado. Y, por supuesto, Pedro lo sabía. Paula sintió que le ardía la cara–. Hay un albornoz en el baño. Quítate esa ropa mojada y tráela para que se seque frente a la chimenea.


La tormenta acababa de estallar y un relámpago iluminó el salón.


–Genial –murmuró. Tenía que terminar su trabajo allí antes de poder escapar.


No puso el cd de música romántica ni encendió las velas como había pensado pero sirvió una copa de vino recordando cuando, desesperada, llamó a casa de los padres de Pedro en Coffs Harbour.


–¿Paula? –había repetido el señor Alfonso–. Ah, la camarera.


El tono desdeñoso había sido como un puñal en su corazón.


–Por favor, tengo que ponerme en contacto con Pedro, es muy importante.


–Con chicas como tú siempre lo es –replicó él, escéptico.


–Necesito hablar con Pedro –repitió.


–Mi hijo no está interesado en volver a ponerse en contacto contigo. ¿Por qué no le ahorras problemas y te olvidas de él?


De modo que, sin otra alternativa, eso había hecho. Unos meses más tarde se había resignado a no volver a ver a Pedro, un año después su solicitud para el curso de enfermería fue aceptada y desde entonces tenía un nuevo propósito en la vida.


Pero, como la tormenta, los oscuros recuerdos estaban en la habitación, robándole el calor al fuego de la chimenea. Un relámpago iluminó la escena cuando Pedro entró en el salón envuelto en un albornoz.


Sus ojos se encontraron mientras el corazón le latía como la lluvia en el tejado. La había mirado así tantas veces en el pasado…


Pero recordó las palabras de su padre, tan claras como el día que las había pronunciado: «La camarera». Ya no lo era, pero siempre sería la hija de una empleada de su padre.


–La cena estará lista cuando quieras. Solo tienes que sacarla del horno…


–No pensarás conducir con esta lluvia, ¿verdad?


Un relámpago iluminó el salón, seguido inmediatamente por un trueno que sacudió la casa hasta los cimientos.


–No puedo quedarme aquí –dijo Pau. «Contigo desnudo bajo el albornoz, con cinco años de soledad y frustración destrozando mi fuerza de voluntad»–. Tengo que volver a casa.


–He visto el estado de la carretera cuando veníamos hacia aquí. No hay farolas, no hay luces. Nadie podría echarte una mano si te quedases tirada.


–Llevo el móvil.


–No digas tonterías,Pau. Podemos compartir una cena y una chimenea sin…


¿Sin arrancarnos la ropa? Eso era exactamente lo que había estado a punto de decir, pensó Pau, viendo el rubor en sus mejillas.


–Muy bien –dijo por fin.


En realidad, conducir bajo aquella tormenta sería un suicidio. 


Además, Pedro y ella eran dos adultos inteligentes y civilizados que podían compartir una cena sin que pasara nada. Si no lo miraba a los ojos no pasaría nada.







SEDUCIDA: CAPITULO 8




Se iba a congelar en aquel sitio y, considerando que la mujer desnuda al otro lado de la ventana era Paula, probablemente sería lo mejor. Por suerte, una parte de su cuerpo había entrado en calor cuando la vio en el salón, envuelta en una toalla.


Apretando los puños en los bolsillos del pantalón hecho a medida, Pedro miró el cielo, dejando que la lluvia le empapase la cara. Cualquier cosa para enfriar su sangre y bloquear la imagen que bailaba ante sus ojos.


No podía llamar a la puerta y hacerle entender que la había visto desnuda… Pedro miró de reojo. Sí, seguía estándolo.


Daba igual que llevase allí cinco minutos o que hubiese llamado inútilmente a la puerta antes de verla aparecer en el salón. Con la música a todo volumen, Paula no lo había oído y seguramente acabaría con neumonía.


Sus esperanzas de una cena casera y una noche agradable estudiando las cuentas de su padre… en fin, no iba a ser posible.


Pedro respiró un poco mejor al ver que Paula se había puesto la ropa interior, un conjunto diminuto de color morado. Pero esas braguitas lo inflamaban aún más…


Cuando volvió a mirar estaba totalmente vestida, el pelo de color ébano brillando a la luz de la chimenea. Suspirando, se sacudió el agua del pelo y tomó su maletín. Era hora de dar la sorpresa.








SEDUCIDA: CAPITULO 7




La cabaña de Benjamin y Mariza solo estaba a dos horas de Sídney, pero la carretera no era una autopista. Pau frunció el ceño mientras atravesaba un denso bosque de eucaliptos, esperando que el motor recién arreglado de su coche no la dejase tirada en el camino de vuelta.


Con un poco de suerte, el camino de cabras que Benja había llamado generosamente «carretera» seguiría allí en tres horas, cuando el invitado y su pareja llegasen para pasar la noche.


Su rico y benéfico invitado. ¿Quién sería? Lo saludaría, comprobaría que todo estaba en orden para una velada íntima y se despediría.


Por fin, al final del camino apareció la casa, recientemente construida sobre una colina. Con las bolsas de comida en la mano llegó a la puerta cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. Entró en la casa y miró las alfombras de color vino que cubrían el suelo de madera, los grandes cuadros que adornaban las paredes, la chimenea de piedra, el precioso piano frente a una de las ventanas para que Benja compusiera tranquilamente.


Inspeccionó el dormitorio principal, que tenía un suntuoso cuarto de baño con sauna y después de eso encendió la chimenea. Echó un par de troncos y esperó un momento mirando las llamas mientras la habitación se llenaba de aroma a eucalipto.


Después, sacó de la bolsa la cena que había preparado en su casa: cóctel de gambas, una ensalada, un asado con verduritas, pan casero y dos pasteles de fresa con nata.


Metió el asado en el horno para mantenerlo caliente, sacó una botella de vino, colocó unas velas en la mesa y miró su reloj por enésima vez. Tenía un par de horas sin nada que hacer hasta que llegasen los invitados.


Allí no había televisión, de modo que se dedicó a ver las ramas de los árboles sacudidas por el viento. Pero, ¿y si se daba un baño de espuma? Podía hacerlo, tendría tiempo.


Cinco minutos después, con un cd de rock de la colección de Benja a todo volumen, se sumergió hasta el cuello en un fragante baño de espuma.


Fuera, la lluvia golpeaba el tejado y el viento ululaba moviendo la ramas de los árboles. Cuando el agua empezó a enfriarse se envolvió en una toalla y llevó la ropa al salón para vestirse allí porque en el baño hacía frío.


Estaba oscureciendo, pero la luz de la chimenea era suficiente. Paula abrió la toalla y suspiró cuando la chimenea empezó a calentar su piel mojada. Pura delicia.


Dejó caer la toalla al suelo y cerró los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro al ritmo de la música.


Sin darse cuenta, empezó a mover las manos sobre sus clavículas, sus caderas, su cintura, su firme abdomen. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre tocó su piel desnuda.


Paula se deslizó las manos por los pechos, sintiendo que se hinchaban.


¿Por qué no aceptaba su propio consejo y tenía una aventura, como le había dicho a Mariza? Tenía un cajón lleno de lencería sexy en casa, algo bonito para ponerse bajo el aburrido uniforme que llevaba cada día. El único hombre que lo veía era German cuando hacía la colada.


De repente, sintió un escalofrío, como si alguien le hubiera pasado un dedo desde el cuello hasta el ombligo. Levantó las manos automáticamente para protegerse, mirando hacia fuera. No había nadie, solo la lluvia. Intentando calmarse, buscó el sujetador y las braguitas. Tenía que mirar el horno, abrir la botella de vino y esbozar una sonrisa para su invitado.