jueves, 29 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 32




Un par de horas después, Pedro se despertó con una sensación de felicidad que no recordaba haber experimentado jamás. Con una sonrisa en los labios, alargó la mano tanteando el otro lado del colchón y le decepcionó encontrarlo vacío y helado. Sin preocuparse, abrió los ojos pensando que Paula estaría en el baño.


«Lástima», se dijo, «me muero de ganas de tenerla de nuevo entre mis brazos».


Sin perder la sonrisa, Pedro empezó a repasar en su mente los acontecimientos de la noche anterior. Nunca le había hecho a nadie el amor con semejante intensidad, y lo más sorprendente era que todavía no se había saciado. Desde luego, su perversa vecinita había hecho un buen trabajo; las defensas que tanto le había costado erigir a lo largo de su vida yacían hechas pedazos a sus pies. Jamás se había sentido tan vivo, hasta tenía ganas de cantar en voz alta. De repente, sus ojos tropezaron con una hoja de papel doblada sobre la mesilla de noche y su sonrisa se borró en el acto. 


Inquieto, como si tuviera un mal presentimiento, arrojó las sábanas a un lado y se levantó para cogerla. La abrió despacio, con dedos nerviosos. Tuvo que leerla varias veces hasta que consiguió entender su significado y, cuando por fin lo consiguió, se derrumbó sobre el colchón como si alguien le hubiera golpeado con una barra de hierro y permaneció sentado en el borde de la cama mirando al vacío.


Paula se había marchado.


La única mujer a la que había amado en su vida —por primera vez era capaz de reconocer sin ambages que amaba a Paula con una pasión que iba mucho más allá de un mero apetito sexual— había desaparecido dejándole tan solo una nota garabateada a toda prisa a modo de despedida. Furioso, Pedro hizo una bola con el papel y la arrojó airado al otro extremo de la habitación.


Maldita fuera, ¿cómo podía haberlo dejado así después de los momentos que acababan de compartir? ¿Acaso la noche anterior no había significado nada para ella? Lleno de rabia, Pedro se dirigió a su habitación y se vistió a toda velocidad; esto no quedaría así, se prometió vengativo. Bajó corriendo la escalera y se encontró con el mayordomo que en ese momento se dirigía al comedor con una enorme cafetera de plata. Pedro inspiró con fuerza, tratando de serenarse, y preguntó:
—Bates, ¿ha visto a la señorita Chaves esta mañana?


—Sí, señorito Pedro. La señorita Chaves se marchó hace un par de horas conduciendo su Range Rover. Me pidió que le dijera que la habían llamado de su casa y que era necesario que regresara enseguida. Espero que no sean malas noticias...


—Eso espero yo también —respondió Pedro sin saber muy bien lo que decía—. En cuanto recoja mis cosas me voy a Londres; por favor, Bates, dígale a James que me traiga a Milo lo antes posible y que lo meta en uno de los coches.


—Muy bien, señorito Pedro.


—¿Ha bajado ya mi madre?


—Sí, señorito, en este momento está desayunando en el comedor.


—Gracias, Bates.


Pedro abrió la pesada puerta de madera y se encontró a su madre impecable, como de costumbre, sentada en un extremo de la mesa examinando con el ceño ligeramente fruncido una bandeja llena brioches y croissants.


—Buenos días, hijo —saludó la mujer con frialdad, mientras Bates, de pie a su lado, llenaba su taza de café—. ¿Puedo saber por qué no me esperaste ayer para volvernos todos juntos?


—Tenía que discutir unas cosas con Paula —contestó Pedro, impaciente.


—Me ha dicho Bates que Pau ha tenido que marcharse de repente. —Su mirada parecía decir: «Ya me parecía a mí que esa muchacha era algo extraña».


—Sí, ha surgido un asunto familiar importante, pero no te preocupes, no es nada grave. Yo también me vuelvo hoy mismo a Londres.


Su madre detuvo en el aire la mano con la que se llevaba un croissant a la boca y lo miró con estupor.


—Pero, querido, mañana nos han invitado los Cameron a cenar.


—Lo siento, madre, discúlpate de mi parte. Debo regresar a Londres sin falta.


—Pero...


Su hijo la interrumpió sin contemplaciones.


—Adiós, madre —Se inclinó y posó levemente sus labios en la mejilla materna y, sin darle tiempo de protestar, desapareció por la puerta a toda prisa.


Diez minutos después, Pedro regresaba a la ciudad a toda velocidad, sin que le preocupara lo más mínimo que pudieran ponerle una multa.



****


En cuanto llegó, se fue derecho al piso de Pau y apretó el timbre con furia. Durante unos segundos pensó que no había nadie dentro pero, por fin, la puerta se abrió y Pedro se quedó paralizado.


—Buenos días, Alfonso —Alberto Winston lo saludó con una sonrisa—. ¡Hola, Milo, hola muchacho!


El hombre se inclinó y acarició con afecto al enorme dogo que ladraba, frenético, al ver de nuevo a su amo.


—No sabía que habías regresado de Italia —comentó Pedro en cuanto se recuperó de la sorpresa de encontrarlo allí.


—Regresé ayer por la noche y no he podido ser más oportuno, la verdad. Mi sobrina llegó como un torbellino esta mañana temprano y me dijo que le había surgido un asunto urgente y que se veía obligada a abandonar el piso en ese mismo instante. Los jóvenes de hoy en día son muy poco responsables. —Winston movió la cabeza con desaprobación.


—¿No te comentó nada más? —preguntó Pedro, sintiendo cómo se apoderaba de él una rabia salvaje.


—Solo me dijo que era un tema de trabajo y que no iba a estar localizable durante un par de meses.


—¡Un par de meses!


Winston le dirigió una mirada indulgente, como si adivinara a qué podía deberse el extraño comportamiento de su vecino.


—Una chica encantadora mi sobrina ¿eh? —Alberto le guiñó un ojo con complicidad, pero Pedro se limitó a encogerse de hombros, lo que al grueso hombrecillo pareció divertirle aún más—. Aunque debo confesar que siempre ha sido un poco alocada. A veces no logro entender qué es lo que pasa por su cabeza en un momento dado...


—Bueno, si vuelve por aquí, dile que me gustaría hablar con ella, por favor —le interrumpió Pedro tratando de parecer lo más calmado posible.


—No te preocupes, lo haré.


—Hasta la vista, Alberto.


—Hasta la vista, Pedro.


Pedro entró en su casa y marcó de nuevo el número de Paula. Por enésima vez, escuchó una voz femenina avisando de que ese teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Pedro maldijo entre dientes y se sentó en el sofá tratando de pensar a quién más podía llamar. Un segundo después, telefoneó a su secretaria para que le consiguiera el número de los padres de Paula y el de la tienda de su amiga Fiona. Cuando los tuvo en su poder, telefoneó a la madre de su vecina. Marisa, muy amable, le dijo que Pau la había llamado para anunciarle que se iría unos meses fuera de Londres a ver si así conseguía avanzar con sus cuadros, pero no le había dicho a dónde, lo cual no la sorprendía en absoluto porque cuando su hija decidía marcharse a pintar no le gustaba que la molestaran. Pedro se despidió agradeciéndole la información y, en cuanto colgó, llamó a la tienda de Fiona, pero un contestador automático le hizo saber que la tienda continuaba cerrada por vacaciones.


Desesperado, hundió la cabeza entre sus manos sin saber qué hacer. Unos minutos después, decidió darse una ducha a ver si el agua le aclaraba las ideas. Bajo el chorro caliente, ardientes imágenes de ellos dos juntos en la cama se proyectaban en su mente, incontrolables, haciéndole jadear de deseo y provocando que la sensación de vacío que le atenazaba desde que Paula había desaparecido alcanzara unos niveles insoportables.


Quedaban un par de días para el fin de las vacaciones, así que no tendría más remedio que esperar, se dijo. 


Desesperado, se puso a trabajar intentando engañar a su cerebro para que dejara de volver, una y otra vez, a lo ocurrido entre ellos. Durante esos dos días, aunque ella tenía su número de móvil, Pedro no salió de su piso por si Paula decidía llamarlo a su casa o regresar, pero no recibió ninguna noticia de su paradero. La mañana del tercero, se dirigió a la tienda de Fiona antes incluso de que empezara el horario comercial y la sorprendió alzando el cierre metálico.


—Hola, Pedro ¿eres tú? —La pequeña pelirroja tomó nota de las ojeras oscuras bajo los ojos del atractivo vecino de su amiga y de sus mejillas sin afeitar.


—Hola, Fiona, quería preguntarte si sabes algo de Paula.


—¿Pau? Me llamó para decirme que se iba a pintar unos meses y que estaría ilocalizable.


—¿No sabes a dónde puede haber ido? —preguntó Pedro pasándose una mano de dedos ligeramente temblorosos por el corto cabello gris.


Fiona lo miró con lástima.


—Lo siento, Pedro, no tengo ni idea. Cuando Pau decide irse a pintar a algún sitio no le gusta que nada la distraiga, así que no suele llevarse el teléfono.


—Entiendo —comentó Pedro frotándose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar en un gesto de agotamiento.


—¿Puedo hacer algo más por ti? —preguntó la joven, deseosa de ayudar en algo al vecino de su amiga; la verdad era que no le gustaba ver sufrir a un hombre tan atractivo.


—Nada, muchas gracias, Fiona.


Abatido, Pedro se despidió de ella y volvió a su casa; pero, en cuanto llegó, salió otra vez y se dirigió a la escuela donde Paula daba clases. Allí le dijeron lo mismo que ya sabía: que Pau había decidido marcharse unos meses a pintar y que les había enviado una sustituta para lo que quedaba de curso. 


Pedro regresó a su casa una vez más, se echó sobre la cama y se quedó allí tirado el resto del día. El profundo malestar que sentía era casi físico; se sentía mareado y le dolía mucho la cabeza. De pronto, recordó como apenas unas semanas antes estaba convencido de que solo tenía que acostarse con Paula Chaves para olvidarla.


¡Menudo estúpido!


Una mueca de desprecio por sí mismo se dibujó en sus labios. Haber hecho el amor con Paula era el peor error que había cometido en su vida. La joven se le había metido tan dentro de la piel que ahora no había forma de saber qué parte de él era suya y cuál le pertenecía a ella.


Con rabia impotente Pedro golpeó la almohada varias veces con el puño. Después la agarró con desesperación, como si fuera el cuerpo de Pau a lo que se aferraba, y hundió su cara en ella sintiéndose el hombre más digno de lástima del universo.







MAS QUE VECINOS: CAPITULO 31




Debía ser bastante tarde cuando un rayo de luz que se filtraba con timidez por un resquicio entre las cortinas despertó a Paula. La joven se desperezó con lentitud y notó su cuerpo agradablemente dolorido en ciertos puntos estratégicos; pero, casi al instante, lo ocurrido la noche anterior regresó a su memoria y abrió los ojos de golpe. 


Contempló el rostro lleno de paz del hombre que descansaba a su lado y, por un instante, deseó alargar la mano y acariciarle la mejilla donde ya apuntaba una ligera barba, sin embargo, echó mano a toda su fuerza de voluntad y resistió el impulso. Como si la luz del día le hubiera hecho recobrar la cordura de golpe, se preguntó qué demonios había hecho.


Su vecino seguía durmiendo ajeno por completo a su tumulto interior. Pau aprovechó para deslizar la mirada por su rostro recreándose en las atractivas facciones masculinas; la barbilla cuadrada, ligeramente hendida en el centro, que denotaba determinación; la nariz grande y recta, con un toque aristocrático; los labios, firmes y sensuales, que la habían enloquecido pocas horas antes... y, de pronto, fue consciente de que sus sentimientos por Pedro eran muy diferentes de lo había sentido jamás por ningún otro hombre y supo, sin lugar a dudas, que iban mucho más allá de un mero deseo pasajero. De alguna manera, sin que ella hubiera sido consciente de ello, Pedro se había hecho imprescindible para su felicidad y Paula aún no podía entenderlo; ¿por qué él?, ¿por qué alguien con quien, en principio, tenía tan pocas cosas en común? Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar la respuesta a sus preguntas. 


Lo único que sabía era que, después de tantos años de relaciones superficiales, se había enamorado de su vecino como una idiota y, en cambio, no tenía nada claro que Pedro sintiera por ella algo más que una simple atracción física.


Asustada por primera vez en su vida, Pau se bajó del colchón con cuidado de no despertarlo. Durante unos segundos, permaneció en pie junto a la cama y lo contempló en silencio, luchando contra el deseo punzante de tenderse de nuevo junto a él y besarlo una vez más.


«¿Cómo ha podido ocurrir algo así?» se preguntó mordiéndose el labio inferior con nerviosismo. «Soy una estúpida. Tengo que alejarme de aquí, necesito pensar...».


Incapaz de afrontar la conmoción que le había provocado el reconocimiento de su amor, Paula hizo lo que solía cuando sentía que las cosas se complicaban demasiado: decidió huir. Sin hacer ningún ruido, recogió sus cosas lo mejor que pudo; por fortuna, sus útiles de pintura estaban en el maletero del coche. A toda velocidad, escribió una nota para Pedro con mano no muy firme.



Ha surgido algo urgente, debo irme. Perdona que me lleve tu coche.
Por favor, cuando vuelvas a Londres tráete a Milo.
Gracias por todo, despídeme de tu madre.
Pau


Con la maleta en la mano, Paula miró al hombre dormido una vez más y salió de la habitación cerrando la puerta a su espalda con suavidad.





MAS QUE VECINOS: CAPITULO 30




Cuando Pamela le rodeó el cuello con sus brazos y lo atrajo hacia ella para besarlo, Pedro se quedó demasiado sorprendido para resistirse; pero al cabo de unos pocos segundos se apartó de ella con firmeza y, visiblemente incómodo por la situación, declaró:
—Lo siento, Pamela, pero estoy prometido.


—No seas anticuado, querido, hay muchos hombres prometidos, incluso casados, que no dan la menor importancia a mantener un pequeño coqueteo al mismo tiempo...


—Pero yo no soy uno de esos hombres —la interrumpió Pedro con firmeza, desasiéndose de esas manos que trataban de atraerlo de nuevo—. Será mejor que volvamos con el resto de la gente.


—Está bien, Pedro, no te enfades conmigo—suplicó la mujer—. Lo siento, de verdad.


Comenzaron a andar en medio de un embarazoso silencio. 


Pedro estaba deseando perderla de vista, así que caminó a toda la velocidad que le permitían sus largas piernas y, pocos minutos después, llegaban al belvedere de mármol.


Al ver a Paula en brazos de Roberto Atkinson, Pedro de repente lo vio todo rojo y una furia homicida le invadió. Con rapidez, avanzó hacia el hombre que abrazaba a su vecina y, sin mediar una sola palabra, le soltó un directo a la mandíbula que le hizo caer al suelo, despatarrado. A continuación, agarró con fuerza el brazo de Paula arrastrándola tras de sí y, sin detenerse, le ordenó por encima del hombro a la pelirroja que lo miraba con la boca abierta:
—Pamela, encárgate de que los Wilson acerquen a mi madre a casa. Nosotros nos vamos ya. Muchas gracias por todo.


Paula tuvo que apretar el paso para seguirlo.


—Me estás haciendo daño —protestó tratando de librarse de la dolorosa presión de su mano.


—¡Estate quieta! No pretendo armar una escena en este lugar. Ya hablaremos en casa.


Enseguida llegaron al coche. Pedro la obligó a sentarse en el asiento del copiloto y cerró la puerta de golpe. Arrancó en silencio y condujo a toda velocidad hasta la gran mansión de piedra. Bates les abrió la puerta sin manifestar ninguna sorpresa ante el hecho de que la madre de él no regresara con ellos y les condujo hasta uno de los salones de la casa.


—¿Desean tomar algo los señores?


—No, gracias, Bates, no necesitamos nada, puedes retirarte —contestó Pedro haciendo gala de una gran calma, a pesar de que Paula notó que estaba a punto de estallar.


Cuando el mayordomo se fue, cerrando la puerta discretamente tras él, Pedro le preguntó con una voz distorsionada por la rabia:
—¿Qué hacías besando a Atkinson?


La joven alzó el rostro desafiante hacia él y respondió con otra pregunta:
—¿Qué ocurre, acaso tú puedes besar a Pamela y yo no puedo divertirme?


—Yo no he besado a Pamela.


—¡Claro, ahora lo entiendo! De repente, te diste cuenta de que no respiraba y decidiste practicarle un RCP de urgencia. —Después de lo ocurrido con su alumna, Paula se había apuntado a un cursillo de primeros auxilios y ahora la reanimación cardiopulmonar no tenía secretos para ella.


—Quiero decir que fue ella la que me besó a mí.


—¿Ah, sí? Pues daba la sensación de que disfrutabas bastante —declaró Pau, sarcástica.


—¡No disfrutaba y no cambies de tema! Has venido aquí como mi prometida y no permitiré que me pongas en ridículo delante de todo el mundo. —Paula nunca había visto a su vecino tan enfadado, pero no solo no se arredró, sino que se enfrentó a él, retadora.


—Por supuesto, lo único que te importa es tu orgullo herido. ¿Y qué me dices del mío? ¿Acaso debo permitir que me dejes como a una tonta? De todas formas, para tu información, Roberto y yo no nos besábamos... bueno, quiero decir... En fin, el pobre hombre debió pensar que, después de la escenita que acabábamos de presenciar, me sentiría herida y solo quiso consolarme.


—Pero claro, tú no necesitabas consuelo, porque no te importó lo más mínimo que yo besara a Pamela. Lo que pasa es que siempre tienes que andar besando a todo el mundo. Disfrutas provocando a los hombres —afirmó Pedro, rabioso.


Ahora fue Paula la que se puso furiosa y pasó a la ofensiva soltando lo más hiriente que se le ocurrió.


—En realidad no estamos prometidos, así que ambos somos libres de besar a quien nos dé la gana. No sé a cuento de qué viene este paripé de novio celoso, Pedro; los melodramas siempre me han aburrido, la verdad —respondió con desdén.


Al escuchar sus palabras, la cólera de Pedro se desbordó como la espuma de una botella de champán que alguien hubiera agitado con fuerza y, por primera vez desde que lo conocía, Paula fue testigo de aquello que siempre había deseado presenciar: ver a su vecino, siempre tan dueño de sí, perder el control.


El espectáculo resultaba aterrador.


Pedro se acercó a ella con expresión asesina y, al verlo, la joven, atemorizada, se volvió y salió corriendo del salón. 


Paula subió los escalones de dos en dos, mientras escuchaba los pasos de su vecino a su espalda, cada vez más cerca. Jadeante, se metió en su habitación y le cerró la puerta en las narices dando la vuelta a la llave. Pau apoyó la espalda sobre la madera tratando de recuperar el aliento y cerró los ojos, pero, de repente, una voz amenazadora sonó muy cerca de su oído y le hizo abrirlos de nuevo, sobresaltada:
—Me parece que olvidaste un pequeño detalle...


Pedro había entrado por la puerta del cuarto de baño y estaba de pie junto a ella. Asustada, Paula forcejeó con la cerradura para escapar del cuarto, pero el hombre apoyó la mano en la puerta y le impidió abrirla.


—¿Y ahora qué? —la desafió con voz suave. Las aletas de la nariz masculina se abrían y se cerraban como las de un caballo purasangre y, sin saber por qué, ese movimiento casi imperceptible le puso a Pau la piel de gallina.


—Mira, Pedro, no es lo que tú piensas. Tranquilízate, es mejor que hablemos como personas civilizadas. —A pesar de que su voz temblaba ligeramente, Pau trató de parecer calmada.


—Yo estoy muy tranquilo, querida Paula —contestó él acercándose a ella con lentitud, al tiempo que Pau reculaba hacia el centro de la habitación hasta que, en un momento dado, sus piernas chocaron contra la cama y no pudo seguir retrocediendo.


—Esto no tiene sentido, Pedro. Recuerda que nuestro compromiso no es real; yo no te he engañado. —Los iris de Pedro ardían despidiendo llamaradas plateadas y Paula apenas reconocía en ese extraño de ojos abrasadores a su amistoso vecino, que siempre había hecho alarde de un autocontrol ejemplar.


—Tú aceptaste convertirte en mi prometida durante un tiempo, así que lo mínimo que puedes hacer es comportarte con un poco de dignidad y no ir por ahí provocando. Creo que no es mucho pedir que, durante unos pocos días, dejes de abrazar y besar al resto de los hombres que pueblan este universo.


—¡Basta, eres injusto! —respondió Paula muy enfadada y empujó ese pecho imponente que se encontraba tan cerca del suyo, aunque no consiguió que se desplazara ni un milímetro.


Las pupilas de Pedro resbalaron con lentitud por el cabello revuelto y el rostro sonrojado de la chica y se detuvieron en sus ojos castaños, que parecían más grandes que nunca, cuyas chispas doradas amenazaban con calcinarlo.


—Querida Paula, llevo siglos conteniéndome; sabes muy bien que te deseo desde hace tiempo. Si son besos lo que quieres yo te los puedo dar, recuerda que me dijiste que no besaba del todo mal. —Su tono, frío y calmado, en profundo contraste con la pasión que asomaba en su mirada, hizo que Pau se estremeciera, pero la joven no estaba dispuesta a dejarse apabullar por nadie, así que contestó, desafiante:
—Yo no quiero besos y menos los de un hombre como tú. Pensaba que éramos amigos, pero me doy cuenta que no tienes ni idea de lo que es la amistad. No solo llegas con facilidad a conclusiones equivocadas, sino que además eres un ser frío y egoísta.


—¿Frío? —Las incandescentes pupilas masculinas parecían desmentir el adjetivo.


Con deliberación, Pedro se acercó aún más a ella y Paula se vio obligada a retroceder un poco para evitar que la tocara, pero la cama estaba más cerca de lo que pensaba y perdió el equilibrio y cayó hacia atrás sobre el colchón.


En el acto, Pedro se tendió sobre ella y con rapidez inmovilizó sus piernas con las suyas. Pau se revolvió bajo el peso de su cuerpo, pero fue como intentar mover una roca de dos toneladas. El hombre rodeó las muñecas de la chica con una de sus grandes manos, y le sujetó los brazos por encima de su cabeza. Incapaz de liberarse, Paula se quedó muy quieta. Pedro bajó la mirada para contemplarla y sus ojos se detuvieron codiciosos sobre los firmes pechos femeninos que subían y bajaban, agitados, bajo la fina tela del vestido. Después de un tiempo que a Pau se le antojó infinito, sus pupilas se posaron de nuevo sobre los grandes ojos castaños en los que, a pesar del esfuerzo de la joven por parecer tranquila, asomaba un ligero temor.


—No te asustes, mi querida Paula, no pretendo hacerte daño —susurró tan cerca de sus labios que Pau no pudo evitar un escalofrío.


—¡No te tengo miedo! ¡Y no me llames querida! —exclamó, rabiosa.


Él la observó burlón.


—¿No tienes miedo, querida? —Pedro inclinó aún más su cabeza, hasta que su boca casi rozó la suya. Los trémulos labios de la joven la traicionaban, aunque Paula era incapaz de decidir si era temor lo que sentía u otra cosa completamente distinta—. ¿Seguro? —El tono grave de su voz, ronco y seductor, se deslizó en sus oídos y erizó todos los poros de su piel. Pau se quedó mirando con fijeza esos ardientes iris de color plata que la mantenían inmóvil, como los de una serpiente que tratara de hipnotizarla.


—No... —Su respuesta fue un leve suspiro que acarició los labios masculinos y un deseo incontenible brilló en la mirada de Pedro. Paula adivinó sus intenciones y rogó de nuevo—: No, Pedro, por favor...


—Sí, Paula, sí. Te demostraré que no soy frío ni egoísta. —murmuró Pedro e, incapaz contenerse ni un segundo más, su boca se abatió sobre la de ella.


Al principio, Paula trató de resistirse y mantuvo los labios cerrados, pero el beso de su vecino, al contrario de lo que había esperado, no fue violento, sino todo lo contrario. Con lentitud, Pedro contorneó la boca femenina con la punta de su lengua y luego empezó a mordisquear su labio inferior con una habilidad que hizo que Pau cerrara los párpados, perdiéndose en la voluptuosidad de esa caricia.


—Abre la boca, Paula —ordenó él sin apenas despegar sus labios de los suyos.


La joven suspiró y, sin poder evitarlo, le obedeció, y permitió que el beso se hiciera más íntimo, borrando de su mente todo lo que no fueran esos labios enloquecedores. La boca de Pedro la mantenía en un trance del que no quería despertar. Pau esperó que, de algún lugar de su cabeza, surgiera una voz que la instara a negarse a continuar con esa locura, pero fue en vano; el ansia que la invadía era superior a sus fuerzas y al fin se rindió y empezó a responder a sus caricias con una vehemencia largo tiempo reprimida.


Al notar la apasionada respuesta de Paula, la excitación de Pedro creció de forma casi insoportable; su mano de largos dedos apartó el fino tirante del vestido y deslizó los labios sobre la aterciopelada piel de su hombro, trazando un sendero de fuego que la abrasaba a su paso. Con mucho cuidado, retiró el otro tirante y los senos de Pau quedaron al descubierto. Pedro se separó un momento para poder contemplar sus pechos, cubiertos tan solo por la exigua ropa interior.


—Eres tan hermosa —suspiró Pedro inclinándose sobre ellos, dispuesto a devorarlos.


Al sentir el roce húmedo y cálido de esa boca sobre sus pezones, Pau se arqueó acercándose aún más a él. Ciega de deseo, desabrochó uno a uno los botones de la camisa masculina, para acariciar sin impedimentos ese pecho firme y bronceado en el que no había dejado de pensar desde el día en que se bañaron en la pequeña cala.


Como si las vidas de ambos les hubieran conducido de forma irremediable hasta ese preciso instante, se vieron envueltos en un desvarío frenético; manos y labios buscando con avidez rincones escondidos; piernas entrelazadas enredadas entre sábanas revueltas; ropa arrugada y arrojada a un lado con descuido. Y, por fin, los cuerpos de ambos se fundieron con abandono, arrastrados por un torrente de pasión incontrolable que los elevó a alturas desconocidas. Cuando, mucho más tarde, regresó la calma, permanecieron mirándose sin decir palabra durante varios minutos, como si ambos fueran víctimas de un deslumbramiento.


—Paula... —logró decir por fin Pedro.


Pedro...


Después de eso continuaron en silencio, estrechamente abrazados, hasta que Pedro sintió unas ganas imperiosas de hacerle de nuevo el amor. A su lado, Pau yacía medio dormida cuando sintió una mano cálida deslizarse entre sus muslos.


Pedro —trató de protestar.


—No me detengas Paula, por favor, te necesito de nuevo, me muero por ti. —La voz ronca en su oído y sus caricias hipnóticas prendieron de nuevo una hoguera que se extendió por el cuerpo femenino, hasta convertirse en un incendio incontrolable.


La joven hundió ansiosa los dedos en los músculos de su espalda y Pedro se introdujo en su interior con un fuerte impulso, provocando que Pau lanzara un profundo gemido.


Siguió deslizándose hacia adelante y hacia atrás con profundos embates, y cuando la marea de excitación que los envolvía alcanzó cotas casi insoportables, Paula gritó su nombre y ambos se derramaron como una cascada el uno en el otro. Más tarde, quedaron tendidos sobre las sábanas desordenadas, con la respiración agitada y completamente agotados. Sin soltarla ni por un instante, Pedro la apretó contra su costado y, segundos después, los dos se quedaron profundamente dormidos pegados el uno al otro.


Antes del amanecer, Pedro la despertó de nuevo con una lluvia de besos sobre su rostro y, por tercera vez aquella noche, se sumergieron en una vorágine de emociones que nadie más que el otro era capaz de desatar y de saciar.