domingo, 10 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 17




Pero mientras paseaba por la alfombra color vino del despacho de Andres Wasburn, casi le parecía que la idea tenía sentido. Con el ego de Simon, no sería raro que se hubiera empeñado en procurar por algún medio que fuera él el que la dejara embarazada. Sería como la prueba suprema de su virilidad. Dar a todas las mujeres, incluida su ex, lo que creía que más deseaban: a sí mismo.


Paula se detuvo delante de la ventana y miró el jardín de la Clínica Washburn cubierto de nieve. Con todos los árboles, blancos, casi parecía un lugar de cuento de hadas, un sitio donde podían ocurrir milagros. Abrazó su milagro.


Para Simon los niños eran imposiciones, no regalos. ¿Por qué iba a amenazarla con llevarse a la suya? A menos que no lo hiciera por la niña.


¿Hasta qué punto deseaba su empleo y cuánto tiempo quería quedarse en la universidad? Si él era el autor de la nota y la llamada de teléfono, debía necesitar dinero más desesperadamente de lo que decía Horacio. Tal vez quería asustarla tanto como para hacer que se fuera de Kansas City. El decano Jeffers quería contratarlo y, si ella desaparecía, la sustitución temporal podía convertirse en un empleo permanente.


Pero Simon siempre defendía que la había amado en otro tiempo. Y ella lo tenía por infiel y desconsiderado, pero nunca por cruel.


Se llevó una mano a los labios. ¿Cómo iba a poder aclarar todo aquello?


—¡Maldita sea!


—Trabajo tan deprisa como puedo. Estos condenados ordenadores nunca colaboran —los ojos grises de Andres Washburn la miraron por encima de las gafas. Y se suavizaron al darse cuenta de que la maldición no iba dirigida a él—. Perdone. ¿Hay algo más que quiera preguntar?


Como sabía que no le daría la respuesta que ella más quería, la de la identidad del número 93579, negó con la cabeza y lo dejó seguir con su búsqueda. Se conformaría con cualquier información que pudiera obtener sobre el padre, aunque no fuera su nombre.


—Parece que estuvo un tiempo breve con nosotros —dijo el hombre—. Hizo donaciones regulares durante dos meses y luego se marchó.


—¿Eso es extraño? —preguntó ella, que se sentó en el sillón delante del escritorio para descansar los pies.


Washburn se tocó el bigote con el pulgar y el índice en un gesto habitual que mostraba frustración nerviosa.


—No necesariamente. Cada caso es distinto. Aunque la mayoría de nuestros donantes están con nosotros de uno a cuatro años.


—¿Cuatro años?


—Algunos lo consideran un modo de preservar su lugar en el futuro. Para otros es una fuente de ingresos.


Cuatro años. Paula se echó hacia delante en la silla.


—¿Los estudiantes universitarios donan esperma?


—Por supuesto. Vienen muchos. Necesitan dinero extra y a nosotros nos gustan porque suelen ser más sanos que otros jóvenes —frunció el ceño—. ¿Cree usted que ha podido contactarla uno de sus alumnos?


Aquella idea resultaba perturbadora. Aunque conocía a un estudiante rubio que podía ser un buen padre.


Andres Washburn estaba claramente preocupado por la noticia de que el donante de su esperma pudiera haberse puesto en contacto con ella, y en un esfuerzo por ayudarla, y proteger la respetabilidad de la clínica, se había ofrecido a responder todas las preguntas que pudiera legalmente.


Había prometido llamar personalmente al número 93579 y recordarle la cláusula de confidencialidad de su contrato.


Había revisado sus archivos, tanto informáticos como en papel y, básicamente, le había dicho lo mismo que ella ya sabía. El padre era de pelo castaño, vivía en el Medio Oeste y tenía un coeficiente intelectual alto.


—¿Y enfermedades mentales? —preguntó ella—. ¿Puede tener algún desorden mental que le haga olvidar las reglas y reclamar a mi hija?


El doctor Washburn se quitó las gafas y movió la cabeza.


—El padre no tiene historial de problemas mentales. Ni él ni su familia directa.


Se levantó, dio la vuelta a la mesa y se apoyó en el borde, delante de ella. Se inclinó y le tomó una mano entre las suyas.


—Siento que haya ocurrido esto. Y puede creer que la Clínica Washburn hará todo lo que esté en su mano por arreglar el problema.


La mujer sonrió secamente.


—Excepto darme su nombre.


El hombre respiró profundamente antes de contestar.


—Excepto darle el nombre.


Se incorporó y la ayudó a hacer lo mismo.



—Es tarde, querida. ¿Puedo invitarla a cenar como una pequeña recompensa por la angustia que le hemos causado?


—No, gracias, doctor. En este momento sólo quiero irme a casa y dormir.


—Comprendo —le soltó la mano y se dirigió a una sala pequeña detrás de su despacho—. Espere que busque mi abrigo y compruebe que está todo cerrado y la acompañaré fuera.


Entró en la sala pequeña y Paula aprovechó para ponerse el abrigo. Mientras se lo abrochaba, se acercó más al escritorio y miró las carpetas abiertas que había encima.


Se saltó casi toda la información, una sucesión de datos físicos, perfiles de personas e historial de donaciones. Pero algo le llamó la atención: una fotografía pequeña, no mayor que una caja de cerillas. Apretó los labios para reprimir un grito.


Daniel Brown.


Ojeó rápidamente la ficha. El número que aparecía en ella era el 90422. No era el mismo. A menos que a ella la hubieran engañado con el número.


Levantó la vista para comprobar que el doctor Washburn seguía ausente y leyó rápidamente el resto de la ficha de Daniel.


Llevaba ya casi dos años donando esperma, desde la mitad de su primer semestre en la universidad hasta el momento. 


Según los pagos que aparecían, había ganado lo suficiente para comprar libros y quizá solucionarse algún mes el alquiler. Había pocos detalles aparte del informe de su salud y su dirección actual. No había antecedentes familiares. 


Ningún tipo de información sobre su vida anterior a la universidad.


Paula no sabía si aquel hueco informativo significaba algo, pero lo archivó en su memoria para descifrarlo más tarde.


Primero Simon y ahora Daniel. ¿Había otros hombres en su vida relacionados también con la Clínica Washburn? 


¿Hombres que tuvieran motivos para hacerle daño?


¿O se trataba simplemente de un donante anónimo que no creía que estuviera capacitada para ser la madre de su hijo?




PRINCIPIANTE: CAPITULO 16





La vida de Paula iba de mal en peor.


—Simon.


Su ex marido era una de las últimas personas a las que esperaba encontrar delante de su puerta. Parecía tan atractivo e impecablemente vestido como siempre, a pesar de que tiritaba dentro de su traje cruzado y hecho a mano.


—Paula—la tomó por los codos y la besó en la mejilla con labios fríos. Se apartó para mirarla—. Estás guapísima. El embarazo te sienta bien.


Paula, demasiado atónita aún para responder al cumplido, se soltó y preguntó:
—¿No tienes un abrigo? Aquí estamos en invierno. Seguro que Armani hace abrigos de tu talla.


—Tan ingeniosa como siempre. Mi abrigo está en el hotel. Mañana tengo que ver a tu decano Jeffers, pero quería darte una sorpresa e invitarte a cenar esta noche.


Paula miró el sol, alto todavía en el cielo, y se apartó el guante para ver la hora.


—Son las tres de la tarde.


Simon sonrió con aire de disculpa.


—Quería que habláramos antes.


La mujer seguía sin encontrarle sentido a la visita.


—Podías haber muerto de frío aquí. ¿Cuánto tiempo pensabas esperarme?—. Oh, sólo llevo unos minutos. He llamado a tu despacho y tu secretaria me ha dicho que habías salido. Me hospedo en el Crown Center, no lejos de aquí, pero he venido en taxi.


El Crown Center era uno de los hoteles más caros de la ciudad. Simon siempre lo hacía todo a lo grande y ella no entendía que pensara que podía ser feliz con un sueldo de profesor.


—Yo venía a casa a echarme una siesta. Anoche dormí muy poco.


—¿El niño no te deja dormir?


—Eso lo hacen después de nacer, Simon.


Él asintió y estornudó.


—¿Puedo pasar?


Volvió a estornudar, sacó un pañuelo y se limpió la nariz. 


Paula abrió la puerta.


—Entra antes de que te pilles algo.


Diez minutos más tarde había preparado ya té para ella y café para él. Decidió ir al grano.


—¿Por qué has venido, Simon?


Él esperó a que se reuniera con él en la mesa para contestar.


—Quiero saber cuánto dinero ganas, cuáles son tus horas de trabajo y si tendré tiempo para continuar con mis actividades privadas.


—Lo que yo gano es confidencial. El decano Jeffers te hará una oferta con un sueldo y una bonificación —tomó un sorbo de té—. Y en cuanto a las horas, son muchas.


Simon frunció el ceño.


—¿Y tu vida social?


¿Vida social? Su vida era la niña.


—Saco tiempo siempre que puedo, pero yo salgo poco.


Tomó otro sorbo de té.


—Creo que pediré una cantidad mínima —dijo él—. Y también horas libres para mí. ¿Crees que el decano aceptará?


Paula tenía en esos momentos preocupaciones más importantes que el futuro económico de Simon. Tenía que proteger a su hija.


Señaló el reloj y se levantó para llevar la taza de él al fregadero


—Tengo una cita con el médico en media hora. ¿Querías algo más?


—¿El médico? ¿Estás bien? —él se levantó de la silla y se acercó como si su interés fuera auténtico. Le puso una mano en el codo—. Yo te veo bien. Excepto por lo del embarazo —claro.


—¿Lo del embarazo? —ella se apartó de su mano.


—Ya sabes a lo que me refiero —la siguió de vuelta a la mesa—. No somos dos desconocidos, Paula. Si te ocurre algo, quiero…


—Es sólo una reunión de rutina en la Clínica Washburn —lo único que quería de su ex era que se fuera rápidamente—. Estoy bien. Y creo que yo siempre he sido la responsable de los dos, así que, si me ocurriera algo, lo resolvería sin tu ayuda.


En lugar de marcharse, Simon la miró sorprendido.


—¿Vas a ver a Andres Washburn? ¿Cómo está?


—¿De qué conoces tú al doctor Washburn?


—Porque doné esperma para su clínica, por supuesto.


Simon no podía ser el número 93579. Sería demasiada ironía que el hombre que afirmaba que los hijos frenarían su carrera y ensuciarían su casa, acabara siendo el padre de su niña. Paula se abrazó el estómago. Aquella posibilidad le daba tantas náuseas como las que había sentido en las primeras semanas del embarazo.




PRINCIPIANTE: CAPITULO 15





Pedro se sentó en el banco que había en la puerta del laboratorio de Biología a esperar que terminaran los estudiantes de la tarde.


Tenía que hacer una compra.


Conectar con Kevin Washburn le había resultado más fácil de lo que esperaba, porque el pobre chico necesitaba desesperadamente un amigo esa mañana. Tenía mono de algo, Pedro le había hablado con la misma voz que habría usado para tranquilizar a un animal asustado y Kevin se había abierto poco a poco. Conocía algunos nombres de los que había dejado caer Pedro y aparentemente le había bastado con eso para confiar en él.


Lo había observado cuando hablaba con Paula y con el doctor Norwood, había visto su expresión cuando Norwood le había reñido, la misma que pondría un niño que buscara la aprobación de una figura paterna, la de un niño al que ese padre rechazara.


Y cuando un chico buscaba algo que diera significado a su vida, lo mejor era que lo encontrara, porque, en caso contrario, lo esperaban las drogas para ofrecerle un significado ilusorio, cuando en realidad lo único que hacían era ahogar la necesidad de cualquier otra cosa que no fueran ellas.


Pedro tamborileó en su rodilla con los dedos. Lo único que necesitaba Kevin Washburn esa mañana era una palabra de aliento de Horacio Norwood; ese refuerzo positivo quizá le hubiera dado fuerzas para permanecer limpio el resto del día. Pero esa decepción, combinada con el mono, lo habían desesperado tanto como para hacer un trato con él, que era prácticamente un desconocido.


«Yo te digo dónde comprarla si me invitas a una poca».
Pedro sintió una punzada de culpabilidad.


Era un policía que compraba droga a un yonqui. Ese día no sentía, precisamente, que estuviera salvando el mundo.


Y luego estaba Paula Chaves.


Que debería estar haciendo planes para la llegada de su hijita en vez de lidiar con escoria como Daniel Brown y Horacio Norwood. Decidió que no le gustaba nada ese hombre. ¿Y la nota que se había caído de su bolso? Pedro apretó los labios con frustración. Tampoco podía hacer nada respecto a eso.


¿Quién narices querría asustarla de ese modo? ¿Daniel Brown? Después de la pelea de la noche anterior, dudaba que Daniel fuera tan sutil en las amenazas.


Pero ¿quién más podía tener algo contra la sensual y orgullosa doctora Paula?


Al principio le había sorprendido saber que no se había quedado embarazada de un novio o amante, pero también le había complacido en secreto. Porque eso implicaba que no había ningún hombre con el que tuviera el grado de intimidad suficiente para crear una vida.


Y porque a él le gustaría ser el hombre con el que ella alcanzara ese grado de intimidad.


Pero no había nada que pudiera hacer por el momento.
Ir de la mano con ella en público sería escandaloso.


Besarla sería claramente ilegal.


Y por muchas veces que acudiera en su ayuda y por muchas veces que ella buscara consuelo en él, estaba claro que no iba a permitir que se diera ninguna magia entre ellos.


El sonido del móvil lo sacó de sus pensamientos. Sacó el teléfono del bolsillo de la cazadora y miró la pantallita.


—¿Qué hay de nuevo, A.J.?


—Hola —contestó el inspector Rodríguez—. Llevo buscando información desde antes del amanecer. El teniente Cutler no deja de pasar por aquí. Creo que la próxima vez traerá una cuchilla y me ordenará que me afeite si me voy a quedar pegado a un escritorio.


—Lo siento. Sé que preferirías estar aquí.


—¿Y perderme todos estos momentos con el teniente?


Pedro soltó una carcajada.


—Dime lo que has descubierto. Dentro de unos minutos voy a ver a un chico que dice que puede conectarme.


—Vale. Ahí va la versión corta. Daniel Brown tiene antecedentes juveniles y, por lo tanto, secretos, por vandalismo, posesión de narcóticos, asalto y asalto con agravantes. He conseguido que Merle Banning entrara en el ordenador y me lo dijera.


—Fantástico. Es una verdadera joya.


—Desde que cumplió los dieciocho ha sido detenido dos veces. Por posesión. Las dos veces retiraron los cargos.


Se abrió la puerta del laboratorio y empezaron a salir estudiantes.


—Date prisa, A.J. la cita se acerca.


—Sergio y Lucio están limpios. Seguramente reclutas recientes —Pedro se levantó—. Y tu doctora Chaves tiene treinta y siete años, está divorciada, tenía una clínica con su antiguo esposo, el doctor Simon Chaves, donde trabajaban con adolescentes y jóvenes. No he leído sus artículos, pero se han publicado en revistas de todo el país. Es una mujer importante.


—¿Algún enemigo?


—¿Un paciente descontento, tal vez? No he tenido tiempo de escarbar todavía. Pero puedo decirte una cosa…



Kevin Washburn salió del laboratorio.


Pedro lo saludó con la mano y el chico avanzó hacia él.


—¿Qué?


—Su ex, Simon Chaves, tiene problemas económicos. Parece ser que lo demandó uno de sus pacientes por acoso sexual. Llegaron a un acuerdo fuera de los tribunales; él pudo conservar su licencia, pero tuvo que declararse en bancarrota. El abogado de la demandante amenazó con utilizar en su contra parte de la declaración de divorcio de tu doctora. Chaves.


—Interesante —¿otro sospechoso con un motivo para asustar a Paula?—. Avísame si encuentras algo más. Y gracias.


—Sólo hago mi trabajo. Haz tú el tuyo. Y ten cuidado.


—Siempre.


Pedro apagó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo.


—Hola, Kevin.


Pedro —el chico se pasó los dedos por el pelo graso y jugueteó con el asa de su mochila. Indicó el teléfono con la cabeza—. ¿Un amigo?


Pedro sonrió y le dio una palmada en el hombro.


—Mi amigo ahora eres tú —avanzó con él hacia la puerta—. Vamos a conocer a ese amigo especial tuyo.