domingo, 8 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 12





Fue a la cocina y desahogó su frustración exprimiendo limones. Preparó una limonada, que sirvió en tres vasos con hielo, y salió al porche.


Al parecer Kiara se había cansado de clavar clavos y había vuelto al dibujo que había estado coloreando antes.


—Me gustan esos colores —le comentó Paula, dejándole un vaso al lado.


—Es nuestra cabaña. El amarillo es el sol y el marrón nuestro columpio. Ahora voy a pintar al señor Pedro con su barba. Es más larga que la de Santa Claus, pero no es blanca.


Paula se acercó con los otros dos vasos a la pasarela. Pedro alzó la mirada al verla acercarse, pero continuó con su tarea.


—Le he traído un poco de limonada.


—Gracias.


Terminó de clavar una tabla y se reunió con ella en la ribera del arroyo.


Paula le tendió el vaso, pero en lugar de aceptarlo enseguida, se desabrochó la camisa, se enjugó con ella el sudor de la cara y la arrojó sobre una roca, a sus pies. Tenía un torso musculoso y atezado, con un fino vello oscuro que se espesaba en torno a sus tetillas para descender, en forma de uve, por su vientre. De repente tomó conciencia de que lo estaba mirando fijamente y se apresuró a desviar la mirada.


Cuando sus ojos se encontraron, experimentó la misma sensación de inquietud que la noche anterior, una intensidad que le traspasaba el alma. Sólo que esa vez también sintió algo más. 


Una atracción irresistible.


—Puede que no quiera acercarse demasiado a mí —pronunció, retrocediendo un paso—. Me temo que apesto a sudor.


—El olor de un hombre que trabaja duro. Eso no puede ser tan malo.


Se llevó el vaso a los labios y bebió, con su prominente nuez de Adán subiendo y bajando a cada trago. Una vez apurada la mitad de la limonada, se tumbó en la ribera y estiró las piernas, apoyándose sobre los codos.


—Debe de estar cansado —le comentó ella.


—No más de lo normal.


—Ha hecho un gran trabajo con la pasarela. Parece que tiene usted maña para estas cosas.


—Sólo he clavado una cuantas tablas. No se necesita mucha maña para eso.


—Quizá no, pero yo no podría haberlo hecho, al menos no tan bien ni tan rápido como usted —se sentó a su lado, medio esperando que se apartara. Como no lo hizo, decidió seguir hablando. Tal vez, si llegaba a conocerlo mejor, desapareciera la inquietud que le provocaba. Y hablar con alguien de cualquier cosa que no fuera Meyers Bickham quizá la ayudara a ahuyentar los recuerdos que le había evocado la llamada de Ana—. Por su acento, no parece usted de Georgia.


—No.


—¿Qué le ha traído hasta aquí?


—Estaba de paso por la zona y vi que el manzanar estaba en venta.


—Así que lo compró y se dedicó al cultivo de frutales.


—Sí.


—Realmente no le gusta hablar mucho de usted, ¿verdad?


—No especialmente.


—Mattie dice que vive como un ermitaño.


—No deja de tener razón.


—Aun así, anoche no sólo me ayudó a encontrar la cabaña y a establecerme en ella, sino que hoy ha vuelto para reforzar el puente. ¿Por qué?


—Me pareció que necesitaba un poco de ayuda. Yo diría que la sigue necesitando. Aunque dudo que sea el tipo de ayuda que yo le pueda ofrecer.


—Para ser un ermitaño, es usted muy perspicaz.


—No se crea. Está haciendo pedazos esa servilleta que tiene en las manos.


Así era. Reunió los minúsculos pedazos y se los guardó en un bolsillo de sus vaqueros.


—Si se ha traído los problemas con usted… No creo que disfrute mucho de las vacaciones —añadió él.


—No hace falta que me los traiga. Es mi propio pasado, que no me suelta —le confesó, en un impulso.


Por alguna razón, sentía la necesidad de explicarle su respuesta.


—El pasado suele hacer esas cosas con la gente —terminó su limonada y se levantó, aparentemente deseoso de volver a su trabajo y nada dispuesto a escuchar sus problemas.


No se molestó en recoger su camisa. 


Simplemente agarró el martillo y escogió una tabla del montón que había serrado.


—Relájese y olvídelo —le aconsejó, para su sorpresa—. Si no puede hacerlo por su propio bien, hágalo por el de su hija.


Paula tuvo la sensación de que aquel consejo estaba realmente dirigido a sí mismo, como si se estuviera refiriendo a aquello que lo había empujado a esconderse del mundo, refugiándose en aquellas montañas.


Estaba pensando en invitarlo a comer en la cabaña cuando oyeron acercarse un coche.


—Parece que tiene compañía —comentó Pedro.


—No consigo imaginar quién puede ser.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 11




Paula observó a Pedro mientras se inclinaba sobre Kiara para ayudarla a manejar el martillo, cuidando de que no se hiciera daño. Se suponía que los perros y los niños eran los mejores jueces de las personas, pero ella todavía no se sentía dispuesta a confiar en aquel viejo refrán. 


Por eso seguía siendo tan consciente de su presencia.


Acababa de quitar la última telaraña cuando sonó su teléfono móvil. Entró corriendo en la casa para contestar.


—¿Diga?


—¿Qué tal va la vida en la pequeña cabaña de las montañas? —le preguntó Ana, con su característico acento de Georgia.


—Llena de telarañas y de polvo —respondió, volviendo al porche.


—No digas que no te lo advertí. Las arañas adoran ese lugar, entre otros muchos insectos. ¿Has conocido a alguno de tus vecinos?


—De hecho, sólo tengo uno —Paula le explicó lo de la destrucción del puente. Al parecer, según Mattie, no lo habían reconstruido porque un tornado se había llevado las cabañas de la parte alta—. Y sí, ya lo conozco. Una especie de ermitaño barbado que cultiva manzanas ecológicas. Debe de haber comprado el viejo manzanar de los Delringer.


—Sí, hace tres años. Y también he conocido a Mattie y a Henry. Y a su hija Dolores.


—Dolores ya debe de estar en la universidad.


—La de Georgia. Está estudiando para profesora.


—Me alegro por ella. Entonces… ¿La cabaña sigue habitable?


—En eso estamos. Ahora mismo tengo todas las puertas y ventanas abiertas, para airearla. Y estaba en pleno proceso de retirada de telarañas.


—Bien. Porque no te llamaba precisamente para charlar.


—No me digas que el decano quiere que vuelva a para atender a otro estudiante descontento con sus notas.


—No, es sobre aquel antiguo orfanato donde estuviste. Meyers Bickham.


—¿Qué pasa con Meyers Bickham? —inquirió, súbitamente alerta.


—Lo están demoliendo.


—Se estaría cayendo de viejo. Ya sucedía cuando yo estuve allí, y desde entonces llevaba años cerrado.


—Un equipo de demolición se estaba ocupando del sótano cuando encontraron restos de niños enterrados en las paredes. Es la página de portada de los informativos de hoy. La policía ha abierto una investigación.


Niños enterrados en las paredes del sótano. Era una noticia verdaderamente espeluznante. 


Como una pesadilla hecha realidad.


—¿Estás bien? —le preguntó Ana, al ver que no contestaba—. No he querido alterarte… Sólo pensé que podrías encontrarlo interesante. Además, estaba segura de que la noticia no habría llegado hasta allí…


—No te preocupes. Estoy bien. Lo que pasa es que es tan… Truculento. Y tienes razón. No me había enterado.


—¡Ah! Y otra cosa. La secretaria del departamento me dijo que alguien de la asociación de historiadores de Savannah llamó ayer para hablar contigo. Ella les dijo que estabas pasando el verano en mi cabaña y les dio tu número de móvil. Probablemente esperarán a que regreses al campus, pero yo quería decírtelo por si acaso estabas interesada en contactar con ellos antes.


—Gracias, pero lo dejaré para la vuelta. Ahora mismo estoy en vaqueros cortos y camiseta, y el pensamiento de vestirme de punta en blanco me aterra… Oye, ¿por qué no vienes a vernos en algún momento?


—Me encantaría si no tuviera tanta necesidad de quedarme aquí para supervisar la decoración de mi casa. Mañana me trasladaré a tu apartamento, si te parece bien. Van a empezar a levantar el suelo de la cocina y soy alérgica al polvo.


—Trasládate cuando quieras.


Charlaron durante unos minutos más. No volvieron a hablar de Meyers Bickham, pero Paula ya no pudo quitarse aquella noticia de la cabeza. Siempre había estado convencida de que aquel sótano estaba hechizado. Y así había sido. Almas en pena encerradas en sus muros de ladrillo…


De repente maldijo para sus adentros. Claro. Por eso había recibido aquella nota tan extraña el día anterior. Quienquiera que la hubiera escrito, creía que ella estaba dispuesta a hablar. Cerró los ojos. Y volvió a abrirlos al escuchar el grito alborozado de Kiara:
—¡Estoy ayudando a hacer el puente, mami!


—Qué bien, corazón.


—¿Quieres venir a verme?


—Ahora mismo voy para allá.


Iría cuando se recuperara lo suficiente. Aún estaba estremecida. Niños enterrados en los muros de un orfanato. Era algo absolutamente horripilante.




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 10





Pedro trabajaba a buen ritmo clavando las tablas que reforzaban la pasarela. Era un trabajo tan fácil como satisfactorio. Lo que lo molestaba era otra cosa: La necesidad que había sentido de ir allí.


Durante los tres últimos años, se las había arreglado para evitar casi todo contacto con la gente de la zona y con los turistas. A excepción de Henry y de Mattie, apenas abría la boca más que para saludar a la gente con la que se encontraba, algo de rigor en Georgia. Bueno, también hablaba con Bruno, por supuesto, pero fundamentalmente para indicarle lo que tenía que hacer en el manzanar.


En cambio, allí estaba ahora, trabajando para una pelirroja gruñona que iba a pasar todo aquel verano prácticamente a su lado. Claro que no había tenido otra elección. Aquel viejo puente corría el riesgo de derrumbarse el día menos pensado. Y si madre e hija se caían, o incluso si se ahogaban en época de crecida, sabía que jamás se lo perdonaría a sí mismo… Porque no sería la primera vez.


Musitó una retahíla de maldiciones cuando los recuerdos volvieron a asaltar su mente. Se suponía que el tiempo lo curaba todo, pero ya habían pasado tres años y medio y seguía siendo incapaz de evocar todo lo que había sucedido aquella noche sin que se le encogiera el corazón.


Se sentó en el puente, con las piernas colgando y la mirada fija en la cabaña. Kiara estaba tumbada en el porche, dibujando. Era una de las pocas veces que la había visto tan tranquila. 


Paula estaba quitando las telarañas del tejado del mismo porche, estirándose todo lo que podía. Le gustaba la manera que tenía de moverse, tan fácil, tan natural, con sus firmes senos balanceándose levemente bajo su camiseta blanca. Si llevaba algún tipo de maquillaje, no se había dado cuenta. Un apagado rubor teñía de rosa sus mejillas, como el de las manzanas cuando empezaban a madurar. Tenía el pelo rebelde, con indómitos rizos que escapaban de su cola de caballo…


Kiara se levantó de pronto y se le acercó corriendo.


—Me gusta el nuevo puente, señor Pedro.


—Gracias.


—Yo puedo ayudarle a terminarlo.


—¿Quieres clavar los clavos en las tablas?


—Claro. Se me da muy bien.


—¿Lo has hecho alguna vez antes?


—No, pero sé que se me da bien.


—Toma —le tendió el martillo—. Pero ten cuidado.


—¡Cómo pesa! —exclamó, sujetándolo con las dos manos.


Pedro se dijo que debería levantarse y marcharse. Y volver cuando ni Paula ni Kiara estuvieran presentes. Pero no lo hizo. Quizá los años lo hubieran ablandado, después de todo. O quizá fuera simplemente un masoquista.