domingo, 25 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 11




Aquella mujer tenía que funcionar, se dijo Pedro. Era la última a la que entrevistaba, prácticamente su última oportunidad. Al principio, por teléfono, ella se había mostrado dubitativa, pero después, al conocerla, había resultado perfecta, de modo que Pedro la había invitado a cenar.


El restaurante de Bedley Hills que había elegido no estaba demasiado lleno. Había reservado una mesa separada por una celosía cubierta de plantas. Tisha, una rubia con bastante estilo, era la encargada de una empresa de trabajo a domicilio, pero también hacía trabajillos extra para ganarse un pellizco. Hablaba bien, y su edad era aceptable. Pedro la miró largamente, en silencio, depositando en ella todas sus esperanzas.


—Supongo que estarás preguntándote por qué necesito una esposa.


En la mesa contigua, escondida tras la celosía, Paula estuvo a punto de atragantarse. Estaba espiando a Pedro cuando Tisha apareció por su casa. Era una rubia tan escuálida que enseguida la había apodado «doña Palo». Ella y Pedro estuvieron hablando en el jardín, y después se subieron cada uno a su coche. Paula los había seguido. Le había pedido al camarero que la sentara en la mesa de al lado para que Pedro, que estaba de espaldas, no pudiera verla. Así, además, podría escuchar, se dijo.


De modo que Pedro necesitaba una esposa, repitió para sus adentros. Bueno, entonces no podía estar tramando nada malo. ¿Pero era ésa la razón por la que la había besado?, se preguntó. ¿Acaso había estado probándola a ella en secreto? ¿Habría fallado? Pero Pedro había entrevistado a otras mujeres y, no obstante, no las había besado. Aquello no tenía sentido, pensó.


Pedro seguía hablando, de modo que Paula se concentró en escucharlo.


—Mi padre nos abandonó a mi madre, a mi hermano y a mí, cuando yo tenía diez años. No supimos nada de él hasta el año pasado, cuando escribió a mi madre. Yo entonces estaba en Alemania, destinado por las fuerzas aéreas, pero acabo de volver y de ponerme en contacto con él.


Paula se derritió al oír aquella historia, pero sólo en parte. 


También se enfadó. De modo que estaba en las fuerzas aéreas, repitió en silencio. Y le había dejado creer que era un preso fugado. Seguro que lo había hecho para que lo dejara en paz, se dijo. Dio un sorbo de soda y trató de calmarse, pero cuanto más escuchaba más se enfurecía. 


Doña Palo había conseguido sacarle más información en cinco minutos que ella en semana y media, pensó. Pedro se había mostrado firme y decido ante sus encantos mientras que ella, por el contrario, había sucumbido a sus besos.


Entonces apareció el camarero con el pastel de chocolate que Paula había pedido. Con dieta o sin ella tenía que comérselo, pensó. En la mesa de al lado se hizo el silencio.


—Bueno, ¿por dónde iba? —Preguntó Pedro en cuanto el camarero desapareció—. ¡Ah, sí! Quería demostrarle a mi padre que su abandono no tuvo efecto alguno sobre mí, pero se me fue la mano un poco y le dije que estaba casado. Pretendía hacerle creer que mi vida era maravillosa, pero lo cierto es que no tengo esposa. Y ahora resulta que tengo que presentarle a mi mujer. He conseguido darle largas durante una semana, pero el tiempo corre.


Pedro miró a Tisha y pensó que su semblante reflejaba confusión, como si tratara de recordar algo.


—¿Sois de Kentucky? ¿Y dices que tu hermano y tú acabasteis en un centro de acogida para menores?


Pedro sabía que no le había contado a Tisha aquellos detalles. Ni siquiera Tuttle, el casero, los conocía. Nadie lo sabía excepto... ¿Acaso conocía Tisha a su hermano?, se preguntó. Su corazón se paró. Alargó una mano y tomó la de ella.


—¿Cómo sabes eso?


Tisha trató de explicarse y de disculparse al mismo tiempo.


—Si tu padre asiste a las sesiones de Alcohólicos Anónimos de Bedley Hills, entonces es posible que lo conozca.


Pedro le soltó la mano. Era cierto que su padre afirmaba ser un ex-alcohólico, y que decía que se estaba recuperando, recordó.


—Puede ser.


—¿Se llama Lucas? —Preguntó Tisha esperando confirmación—. Sí, ahora estoy segura. Lucas nos contó su historia en la reunión de Alcohólicos Anónimos hace algunas semanas. Dijo exactamente lo mismo que tú, que abandonó a su familia, que perdió a sus dos hijos y que hacía muy poco tiempo que acababa de descubrir que os habíais criado en un orfanato en lugar de con tu madre. Pedro, lo sentía tanto... estaba tan arrepentido... —de pronto Tisha dejó de hablar al ver el rostro de Pedro—. Pero me imagino que eso no quieres oírlo.


Pedro sacudió la cabeza. No confiaba en sí mismo cuando se trataba de hablar de su padre, prefería guardar silencio. Al menos Lucas no había mentido, recapacitó. Era cierto que estaba tratando de enderezar su vida.


—¿Y es cierto que va a esas reuniones con regularidad?


—Sí, vino por primera vez en octubre. Está allí cada jueves, siempre me lo encuentro. Al final acabas conociendo a los de siempre.


Pedro asintió. De modo que Tisha también era alcohólica, pensó. Él nunca había tenido problemas con la bebida, nunca le había seducido la idea de perder el sentido. Había escapado de su pasado sin ella, reflexionó.


—Tengo muchos clientes en mi ciudad, de modo que prefiero venir a las reuniones de Bedley —explicó Tisha—. Así mantengo el anonimato. Tu padre me reconocería, Pedro.


—Tú eras mi mejor opción —suspiró Pedro lleno de frustración.


—Lo siento —contestó Tisha poniéndose en pie—. Escucha, haz lo que quieras, te prometo que no le diré nada a tu padre, pero tienes aspecto de ser buena persona, y Lucas también. Quizá haya alguna otra forma de que los dos volváis a estar juntos... —se interrumpió y sacudió la cabeza al ver la expresión de Pedro—. No, supongo que no.


—Muchas gracias por haber venido —se despidió Pedro.


—De nada.


Tisha pareció querer decir algo más, pero en lugar de ello se encogió de hombros y se marchó. ¿Cómo era posible que tuviera tan mala suerte?, se preguntó Pedro.


—Con esa mujer no podría irte bien.


Aquella voz tenía que ser la de Paula, pensó Pedro atónito. No era posible que lo hubiera seguido hasta allí. Se dio la vuelta sin levantarse del asiento y vio el rostro de su vecina por entre las plantas y la celosía.


—Se ve que te gustan las plantas —comentó sin sonreír—, deberías dedicarte a ellas.


—No, me gusta mucho más la gente —sonrió Paula alegre—. Aunque debo admitir que soy buena en el jardín...


—Está visto que hoy no es mi día —comentó Pedro sacudiendo la cabeza—. No puedo creerlo.


—Pues te lo digo en serio, ella no te iba nada...


—Me refiero a que no puedo creer que me hayas seguido hasta aquí —contestó Pedro con un gesto de enfado—. Debiste de ser un infierno para tus hermanos.


—Soy hija única.


—Claro, por eso siempre quieres salirte con la tuya. Puedes sentarte aquí —añadió con un gesto de la mano.

POR UNA SEMANA: CAPITULO 10





Marcia le echó una extraña mirada y se apresuró a subir al coche. Cerró la puerta echando el seguro y puso la radio. 


Mientras arrancaba, Pedro dio un paso atrás y se apartó del camino. Luego se quedó mirando el agujero de los arbustos que lo separaban de la casa de Paula y atisbo por fin su rostro. Se estaba riendo. Un segundo más tarde, ella había desaparecido.


Irritado, Pedro caminó a grandes pasos hasta el final de su propiedad para entrar en la de ella. Seguro que estaba sentada en el patio leyendo el periódico, se dijo. Y en efecto así era. Llevaba pantalones cortos y camiseta sin mangas. 


Pedro no pudo pensar en otra cosa más que en la suavidad de la piel de sus hombros. Eran los hombros más bonitos que jamás hubiera visto, y sobre uno de ellos había una hoja de un árbol.


Alargó la mano para retirar la hoja y trató de ignorar la electricidad que lo invadió con aquel contacto. Debía de tratarse de electricidad estática, se dijo. Nada más.


—¿Es que no tienes nada mejor que hacer? —preguntó enseñándole la hoja.


Paula dejó el periódico y se quedó mirándolo por encima de las gafas de sol. Su boca de rosa se curvó en una sonrisa que excitó a Pedro.


—Habría ido a tu casa a preguntarte qué tal la visita —contestó ella amable—, pero tú has dejado bien claro que no quieres que nadie te moleste. ¿O es que lo habías olvidado?


—¿Y no se te ha ocurrido pensar que mis visitas no son asunto tuyo? —volvió a preguntar Pedro sin pensar en otra cosa más que en besarla.


—Tus visitas sí son asunto mío cuando ponen la música a todo volumen —contestó Paula desafiante levantando el mentón—. Iba a pedirte que la bajaras, pero como vi que tu amiguita se iba decidí que no — añadió quitándose las gafas y dejándolas sobre la mesa—. En serio, Pedro, esa chica no es tu tipo.


—Gracias.


—Entonces, ¿es tu hermana? —preguntó Paula con el ceño fruncido.


—No.


Una expresión de dolor, rápida como un rayo, recorrió el semblante de Pedro. Paula se puso en pie sobresaltada, incapaz de comprender cómo una pregunta tan sencilla podía herirlo.


—No te sientas tan violento, Pedro, no era tan horrorosa.


—Sólo tengo un hermano —contestó Pedro pensativo—. Y deja de meterte en mis asuntos, Paula, ¿quieres?


—Estás enfadado porque ahora resulta que no sólo eres raro, sino que encima eres mayor —sonrió Paula burlona.


—Te equivocas.


De pronto, con una celeridad que les extrañó a ambos, Pedro la tomó en sus brazos y la besó. Pretendía besarla sólo brevemente, hacerla comprender que no era cierto que fuese tan mayor, pero aquel beso se convirtió en algo más, en algo cálido y poderoso que él hubiera deseado que durase para siempre. Besar a Paula le hacía sentirse como si estuviera en la cima del mundo, como si pudiera enfrentarse a cualquier cosa, incluso a su vida vacía y a su dolor, reflexionó.


La apretó contra sí y continuó besándola. Ella se estrechó contra él, y Pedro sintió que se excitaba instantáneamente mientras sus dedos vagabundeaban por la camiseta de Paula. La intimidad que suponía tocar aquella carne desnuda, aquella piel, hizo renacer en él un anhelo desesperado. Necesitaba saciarlo, comprendió. O parar de inmediato. Él estaba vacío, era un hombre frío y duro, no era lo que Paula necesitaba, recapacitó.


Pedro dio un paso atrás y se quedó mirándola. Trataba de recuperar el control, pero era difícil viendo su pecho subir y bajar al ritmo de la respiración.


—Entonces, ¿sigues creyendo que soy demasiado mayor?


—Bueno... —Paula hizo una pausa—, creo que tu amiga era demasiado joven como para opinar. Tengo que admitir que quizá no estuviera del todo desarrollada.


—No me había dado cuenta.


—Te estás haciendo mayor —rió Paula.


—No lo creo. Pero en cambio sí que me di cuenta de que tú estabas muy desarrollada cuando te conocí.


Paula se sintió perdida ante la mirada de Pedro. Fuera un preso fugado o no, era endiabladamente seductor, pensó. No sólo era moreno y atractivo, sino que además sabía besar. Y sabía cómo abrazar a una mujer, excitándola y haciéndola desear más. Se sentía halagada, pero tenía que reconsiderar si deseaba o no mantener relaciones con un hombre tan... lejano, tan remoto, recapacitó.


—Si te digo que estoy entrevistando a mujeres para que hagan un trabajo para mí, ¿dejarás de espiarme? —preguntó Pedro.


—¿Qué clase de trabajo?


—Nada ilegal.


—Bueno, tú debes de conocer la diferencia —musitó Paula ruborizándose ligeramente.


—¿Qué?


—Vamos, Pedro, esa chica no podía ser ni jardinera ni doncella.


—No quiero discutir sobre ese tema.


—Lo siento, pero sigues comportándote de un modo muy extraño. Eres un misterio, y éste sigue siendo mi vecindario. Tengo que mantenerlo a salvo. Hasta que no sepa quién eres y a qué te dedicas voy a seguir vigilándote. Por el bien de mis vecinos y de mis amigos.


Pedro se enojó. Se sentía tan atraído físicamente por Paula que era incapaz de pensar con claridad en su presencia. Y necesitaba pensar, se dijo. Si Paula se empeñaba en espiarlo iba a complicarle la vida, pero no estaba dispuesto a ceder.


—No te debo ninguna explicación —dijo Pedro serio.


—Entonces yo no te haré ninguna concesión — contestó ella escueta—. Y no vuelvas a besarme.


—No lo haría ni aunque me lo rogaras —añadió Pedro volviéndose y caminando a grandes pasos hacia su casa.


Paula volvió a sentarse tratando de ignorar el ardor de su deseo. Cada vez era peor, se dijo. Pedro había derribado todas sus defensas, era un anzuelo que no podía dejar de picar. Necesitaba que él la tomara, que la abrazara y se la llevara. Si la estrechara entre sus brazos y se la llevara a la cama, fantaseó, se sentiría como puro fuego, como puro sexo a punto de estallar.


Nunca, nunca en la vida se había excitado así. Ni siquiera con Ramiro. Y eso la asustaba, se confesó. No quería sentir ese tipo de atracción por un hombre que, en el peor de los casos, era un criminal, y en el mejor era sólo un extraño incapaz de comunicarse. Era el tipo de hombre al que jamás podría amar, recapacitó.


Dejó caer los brazos y se puso en pie. Pedro había llevado sus asuntos demasiado en secreto, se dijo. Tenía que averiguar qué ocultaba, y cuando dejara de ser un misterio, su poder sexual sobre ella desaparecería, pensó. Al menos eso esperaba, porque con un hombre como Pedro no había futuro.


POR UNA SEMANA: CAPITULO 9




Mientras conducía se le ocurrió pedirle ayuda a Paula, pero enseguida rechazó la idea. Eso no le causaría más que problemas, no merecía la pena. Bastante tenía ya con haberla besado, recapacitó. Si le pedía un favor, ella pensaría que le interesaba. Además no necesitaba su ayuda, no sería tan difícil encontrar a una buena actriz. ¿O sí?, se preguntó.


Sin embargo, las cosas resultaron más complicadas de lo que Pedro había supuesto en un principio. Aquel día, mientras escribía el anuncio, Pedro estuvo pensando en que debía de publicarlo lejos de Bedley Hills. Por si acaso su padre conocía a la candidata a esposa, se dijo. Y luego quedaba aún pendiente el tema de cuánto pagar y de por cuánto tiempo contratarla. Por fin decidió el texto del anuncio, que fue bastante sencillo:
Se necesita a una mujer de unos veinte años o más para hacerse pasar por esposa durante una semana. Se trata de un trabajo legal. Pagaré quince mil pesetas al día. Mínimo un día.


Lo firmó con su nombre de pila y anotó el teléfono. 


Necesitaba un día entero, había pensado, para ponerse de acuerdo en la historia a contar y convencer a su padre de que era feliz. Sin embargo, si lo planteaba por un tiempo indefinido, dejaba abiertas otras posibilidades, se dijo. No esperaba tardar más de una semana, pero todo podía ocurrir.


El anuncio salió en el periódico a la mañana siguiente. 


Durante esos dos días recibió cinco llamadas telefónicas. 


Una de las mujeres rechazó el trabajo al saber que se trataba de un contrato privado en el que no mediaba ninguna compañía de teatro. 


Después de aquello, Pedro omitió esa información en las siguientes conversaciones con las otras candidatas. Otras dos de las mujeres eran mayores de cuarenta y cinco años, y Pedro tuvo que rechazarlas. Una diferencia de edad tan grande no hubiera servido sino para levantar sospechas en su padre, se dijo.


Quedaban, por tanto, dos candidatas. La primera entrevista debía celebrarse en cuestión de minutos. Marcia Peterman tenía que estar al llegar. Si todo iba bien, Pedro cancelaría la otra cita y pasaría la tarde repasando la historia con su supuesta mujer. Luego, al día siguiente, iría con ella a visitar a su padre.


Y después de eso estaría libre y podría volar a cualquier parte, a cualquier lugar exótico para relajarse, pensó.


Pronto abandonaría Bedley Hills, y sin embargo no estaba contento. No podía dejar de pensar en Paula, se confesó. 


Desde su último encuentro, ella no había dado señales de vida, y no dejaba de preguntarse por qué. Cada vez que salía al jardín esperaba verla, pero Paula no aparecía. Y a pesar de todo, Pedro tuvo la sensación aquella tarde de que alguien lo observaba.


Por fin un coche entró en su propiedad con la música a todo volumen. Pedro hizo una mueca de disgusto. Si había algo que valorara tanto como la intimidad, era el silencio. La música cesó de repente. Pedro dio un paso adelante y una chica salió del coche con zapatos de tacón. Casi sin pensarlo, se acercó a ayudarla.


—Hola, soy Marcia.


Marcia, pelirroja, era quizá excesivamente joven. Llevaba una minifalda de piel negra y el pelo abultado y peinado con laca. Pedro pensó que nunca se atrevería a tocar ese pelo, y menos aún un hombro o un brazo.


Y si no tocaba a su mujer, se dijo, no engañaría a su padre.


—¿Eres tú quien ha puesto el anuncio? ¿Eres Pedro?


—¿Cuántos años tienes?


—Ayer cumplí veinte.


Pedro frunció el ceño y miró a la joven. Era demasiado poco, se dijo. Demasiado joven. No quería que ella, ni nadie que pudiera verlos, llegasen a una conclusión equivocada. 


Pedro lo miraba, pero de pronto frunció el ceño suspicaz:
—¿Por qué no dices nada? ¿No serás un prevertido, verdad?


—Se dice pervertido, y por supuesto que no lo soy.


—¿Entonces dónde está el teatro?


—No hay teatro, simplemente necesito a alguien que se haga pasar por mi mujer una tarde —explicó sin dar más detalles.


Había decidido que Marcia no le servía, de modo que era inútil explicarle nada. Marcia le echó una mirada asesina e hizo un gesto con la cabeza para echarse el pelo hacia atrás.


—¿Y por qué has puesto un anuncio? Un tío como tú seguro que tiene una cola de mujeres dispuestas y aguardando.


—Es que soy nuevo en el vecindario —contestó Pedro. Marcia soltó una estruendosa carcajada y Pedro sacudió la cabeza—. No quisiera ofenderte, pero me temo que no voy a contratarte.


—¡Hombres! —musitó Marcia entre dientes volviendo al coche. Pedro se apresuró a ayudarla—. Gracias, normalmente llevo zapatillas de deportes, esto lo llevo para darme glamour —añadió tirando de la minifalda.


—Siento mucho que no haya funcionado.


—Está bien —sonrió—, de todos modos eres muy mayor para mí.


«¿Mayor?», se preguntó Pedro. Sólo tenía treinta años. Antes de que pudiera decir nada escuchó un ruido de ramas procedente de los arbustos. Miró en esa dirección, pero no vio nada. Sin embargo, eso no significaba que los árboles no tuvieran oídos, se dijo.


—Bueno, al menos no ha pasado nada —continuó Marcia—, mi madre estaba preocupada.


Paula iba a tener motivos para reírse, pensó Pedro.


Sin embargo, no podía hacer nada.


—Dile a tu madre que no tiene nada que temer de este vecindario —añadió en voz alta—. Créeme, yo no salgo sin que mis vecinos lo sepan.