jueves, 9 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 26




Estaba sentada en la mesa de la cocina tomando un café, absorta en sus pensamientos, cuando entró Simon hecho una furia. La miró unos instantes y respiró profundamente para intentar tranquilizarse antes de comenzar a hablar con ella.


La noche había sido eterna en la comisaría y necesitaba echarse un rato para olvidar toda la información que tenía en su cabeza y que no era capaz de entender en absoluto.


Se sirvió un café en una taza de loza y se sentó frente a Pau. No tardó en darse cuenta de que ella tampoco había dormido mucho. Tenía los ojos hinchados, la cara cetrina, estaba ojerosa y la piel de las mejillas se le pegaba a los huesos.


Paula observó un instante a su hermano y entendió que estaba enfadado, pero desconocía el motivo. Levantó una ceja de forma interrogante y la expresión de suficiencia que le ofreció hizo que Simon explotara.


—¿Te has vuelto loca?


—No te entiendo.


—Sí, ya lo creo que me entiendes. No eres tan tonta, hermanita. Dime ¿te ha poseído algún espíritu demoníaco que te anula la voluntad y te empuja a hacer estas tonterías que haces últimamente? —preguntó Simon cabreado.


—Yo no hago tonterías. Solo hice lo que debía. Era él y ya está detenido, ¿no? —contestó ofendida.


—¡Paula, estás loca! ¿De veras crees que era él? No entiendo cómo es posible que hayas llegado a ser ayudante del Fiscal siendo tan tonta.


—¡Deja de decir eso! —le espetó nerviosa.


—¡No me da la gana! Tú eres una obstinada idiota y él es inocente, Paula, inocente ¿sabes qué es eso? Cuando alguien no tiene culpa. ¡Inocente!


Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco. Su hermano confiaba en Pedro y eso la sorprendía sobremanera. Intentó controlar el torbellino de emociones que tenía en el estómago. No había dormido barajando las posibilidades de que se hubiera equivocado con Pedro. Había algo que no le encajaba en toda esta historia y que él estuviera en medio del pastel desentonaba. Pero por muchas vueltas que le diera, no conseguía ver cuál era la clave de todo y estaba segura de que la tenía delante de sus narices. Aun así, su naturaleza previsora le hacía sospechar, a esas alturas, de cualquiera a su alrededor.


—¿Cómo lo sabes? —preguntó sin mirarlo a la cara.


—Además de porque confío en él y me ha estado ayudando, porque tiene coartadas tan creíbles como las de un inocente. Todas confirmadas.


—¿Está libre?


—Sí, pero se ha quedado en comisaría a rellenar unos papeles. A sus jefes no les ha gustado nada que los llamásemos para confirmar lo que nos contaba. Sospecho que tendrá problemas cuando se marche.


—¿Se marcha? —preguntó alterada.


—Sí. Lo mandan a otra misión.



* * * * *


—Hola, Largo. Tengo lo que me pediste —dijo Mateo al teléfono.


—Bien, dispara.


—No ha sido tan fácil como me esperaba, no creas. Esa tía es difícil de rastrear hasta para un hacker como yo, pero no hay nada que se me resista, amigo.


—No te enrolles.


—Uf, estamos de pésimo humor hoy, ¿no? ¿Tiene algo que ver con cierta morenaza de ojos verdes? —preguntó guasón Mateo al que le gustaba meter el dedo en la llaga.


—Maty…


—Está bien. ¿Estás sentado? Si no lo estás hazlo porque esto te tirará de culo. Linda Trent no es Linda Trent, sino Lindsay Schencil. Y si ese nombre no te dice nada, quizás a tu amiga morenaza de ojos verdes sí le diga algo. El hermano de Lindsay fue juzgado por chantaje y asesinato en primer grado hará ya unos tres o cuatro años. ¿Adivina quién llevó el caso de la acusación? El tío se colgó en su celda unos meses después de entrar en prisión o algo así. De la hermana no he encontrado mucho, solo alguna foto de los Servicios Sociales de cuando eran pequeños. Ahora es Linda Trent, administrativa en la Oficina del Fiscal de Nueva York. ¿A que te he dejado pasmado?


—¡Mierda!

LO QUE SOY: CAPITULO 25



Esa misma tarde, Linda llegó pronto a casa. Había pasado por su restaurante de cocina italiana favorito y había pedido que le prepararan varios platos para llevar. Pensaba sorprender a Federico con una cena romántica y una sesión de sexo del bueno.


Se había comprado un camisón de seda negra casi transparente que se le ajustaba al cuerpo como una segunda piel. Se lo pondría para él. Tenía intención de decirle esa noche que lo amaba y quería que el momento fuera perfecto para que durara en sus recuerdos para toda la vida.


A las nueve de la noche comenzó a preparar la mesa y a calentar los platos en su horno microondas. Encendió algunas velas por el salón y perfumó el ambiente con un vaporizador de esencias nuevo que le había recomendado una de las chicas de la oficina.


Oyó las llaves en la puerta cuando Federico entró en el apartamento. Llevaban poco tiempo juntos, pero Linda le había dado una llave de su casa en señal de confianza y, aunque Federico se había quedado pocas veces a dormir, siempre se marchaba antes, ella insistió en que tuviera la llave por si acaso.


—Estoy en la cocina.


Federico se acercó por detrás y le mordió el cuello sensualmente. Ella gimió mientras removía la salsa para la pasta en un cazo sobre la vitrocerámica.


—Quieto, fiera. Primero cenaremos y luego…


—Mmm..., huele bien —dijo oliendo el pelo de ella—. Tengo hambre. —Le acarició los pechos por encima de la camiseta que llevaba puesta para cocinar. Ella rio y se apartó seductoramente de él para sacar la bandeja de pasta fría que había en la nevera y dejarla encima de la mesa.


Federico gruñó con pesar. Estaba excitado pero también cansado. Le vendría bien comer algo.


Recordó que debía encender el fax para recibir la información que esperaba si llegaba durante la noche. Le iban a mandar a la comisaría la foto de la voluntaria sospechosa de los chantajes pero también había dado el número del fax de casa de Linda para que le enviasen copia allí.


Linda pasó por su lado y le guiñó el ojo mientras le pasaba la mano suavemente por su duro trasero. Su miembro saltó dentro de los pantalones y Federico sonrió agradecido porque pronto satisfaría su necesidad con ella.


—No sé si durarás mucho con eso puesto —le dijo desde el vano de la puerta de la habitación cuando vio la prenda que ella dejaba caer por su cuerpo. Tenía la mirada velada por la pasión que lo envolvía. La habitación ya olía a sexo.


—Al menos la cena, ¿no? —preguntó acercándose sensualmente. Se acariciaba el vientre y las caderas para sentir el suave tacto de aquel maravilloso tejido en la piel.


Cuando llegó delante de él, le besó el cuello sutilmente, aspiró su olor a colonia de hombre y sudor y se excitó tanto que jadeó en su oído para que supiera lo que estaba sintiendo.


Federico reaccionó a su gemido con un hambre voraz. Deslizó las manos por sus caderas subiéndole el camisón hasta la cintura. No llevaba bragas, cosa que descubrió cuando su mano se abrió camino entre sus rizos cobrizos e introdujo un dedo entre sus pliegues ya húmedos y palpitantes.


Ella le desabrochó el cinturón y el pantalón con manos trémulas y deseosas de sentir su carne caliente en los dedos, y cuando encontró su miembro, lo frotó vigorosamente al mismo ritmo que marcaba él entre sus piernas con sus expertos dedos.


Pronto estaban en la cama, enredados en un lío de sábanas, piernas y brazos.


Federico la penetró con urgencia. No podría resistir mucho más sin estar dentro de ella. Lo había excitado desde el mismo momento en que entró a la casa y no tenía intención de muchos preámbulos. Necesitaba su liberación urgentemente.


Linda levantaba las caderas para introducirlo más y más adentro. Lo quería todo para ella, necesitaba sentir a ese hombre como algo propio, solo suyo, y esa era la mejor forma de retenerlo.


Le pellizcaba los pezones con tal fuerza que llegó a sentir un placentero dolor, le mordía los labios hasta sentir el sabor metálico de la sangre en su boca, la embestía con una violencia impensable, y cuando llegó al orgasmo, las olas de placer la arrollaron dejándola sin respiración durante lo que ella pensó que habían sido horas. Él se derramó con una última embestida desesperada que le produjo otro orgasmo cuando aún no había dejado de sentir el anterior.


Después de un rato de caricias y susurros en la oscuridad del cuarto, Linda se acordó de la cena.


—¿Tienes hambre? —le preguntó apoyando su cuerpo desnudo en un codo para poder mirarlo.


—De ti —contestó él rozándole el pezón con un dedo juguetón.


—No —le dio un manotazo—. ¿Quieres que te traiga algo de comer o no? Yo tengo hambre.


—Está bien —dijo con pesar—. Comeré alguna cosa antes de que me desmaye.


Linda dio un salto antes de que él la atrapara por los brazos para ponerla de espaldas en la cama. Con una sonrisa de triunfo por haber escapado, se movió sensualmente por la habitación, desnuda, insinuándose a Federico que ya volvía a tener la verga tiesa.


Fue hasta la cocina pero cuando pasaba por el salón vio que había algo colgando del fax. Un papel. Se acercó y las manos le temblaron cuando lo cogió y vio qué era. Cerró los ojos y una lágrima se le escapó y rodó por su mejilla.


Se la limpió con decisión y arrugó su foto hasta hacerla una bola que enterró en el fondo de la basura de la cocina.


Puso en una bandeja la ensalada de pollo, los canapés de gulas y la pasta fría con salsa y regresó a la habitación donde Federico se había quedado dormido.



LO QUE SOY: CAPITULO 24




El ambiente en la oficina era algo raro desde que habían encontrado al pobre Kalvin Merrywether muerto en el pasillo. 


La gente se miraba con desconfianza, susurraba sobre cualquier cosa y se había evaporado el alegre murmullo de oficina que había caracterizado su lugar de trabajo.


Paula pasó por la mesa de Linda y vio que no estaba. 


Preguntó a su compañera y le dijo que había salido a hacer un recado pero no le supieron explicar dónde. Quería saber si tenía la noche libre para que salieran a cenar, aunque fueran acompañadas de Ángelo y Martínez, que eran ya como de la familia. La esperaría en su despacho.


La recepcionista, a través del interfono, le comunicó que tenía una visita. «Es el señor Alfonso»


—Que espere, por favor —dijo sintiendo que algo le oprimía el pecho en ese momento. ¿Por qué se sentía tan acalorada cuando oía su nombre? Solo era un hombre con el que se había acostado, del que se había enamorado y que le había dejado claro que no podrían tener nada en el futuro. Solo eso.


Oyó voces en el pasillo y de repente la puerta se abrió. Pedro entró hecho una furia y cerró de inmediato, dejando a la recepcionista y a los dos policías que guardaban la puerta, de pie, dando voces.


Paula fue hasta la puerta y apartó a Pedro de un empujón nada cordial.


—No pasa nada, recibiré al señor Alfonso —dijo y cerró suavemente la puerta.


Volvió a su posición de seguridad detrás de la amplia mesa de caoba y se sentó dignamente sin mirar ni una sola vez al hombre que la esperaba de pie en medio de la habitación. Continuó haciendo su trabajo sabiendo que no avanzaría nada mientras él estuviera allí.


—Cuando creas conveniente decir lo que has venido a decir, hazlo, no te cortes. Y luego, márchate, tengo trabajo. —Sonaba decidida y serena pero el temblor de su mano al escribir la delataba. La tempestad estaba dentro y una rabia contenida empujaba en su garganta por salir.


—Mírame —dijo él enfadado—. ¡Maldita sea, Pau, mírame! —gritó.


Ella levantó la cabeza sorprendida y asustada ante aquel arranque de furia masculina, pero no se acobardó mucho más.


—No vuelvas a gritar en mi despacho, ¿me oyes? Ni se te pase por la cabeza volver a darme órdenes como si estuviera a tu merced. Di lo que hayas venido a decir y lárgate.


Pedro barajó diferentes opciones antes de contestar. Respiró hondo y soltó el aire lentamente con la mirada fija en ella. No quería alarmarla con sus sospechas hacia Linda, pero tampoco quería que se confiara pues, si su corazonada se cumplía, Linda estaría detrás de todo el lío. Su otra opción era llegar hasta donde estaba, quitarle la coleta que llevaba para que el pelo le cayera por la espalda y hacerle el amor hasta que todo el rencor y el enfado que le quedaba a ella dentro desapareciese.


Debía reconocer que la segunda opción le gustaba más que la primera, pero ninguna de las dos era la adecuada en ese momento. Tendría que recurrir a su lado más humano para ablandarla y sabía que no iba a ser una tarea fácil.


—Me preguntaba si te gustaría cenar conmigo esta noche en mi casa.


—No —dijo cortante.


—¿Por qué?


—Porque no.


—Eso no es una respuesta.


—Tengo planes —mintió.


—¿Con el tipo de las escaleras del juzgado? —preguntó celoso.


Paula abrió los ojos asustada y lo miró con una mirada tan aterradora que Pedro pensó que había visto un fantasma.


—¿Qué sucede?


—Tú… estabas allí, esta mañana. Tú…


Pedro se dio cuenta tarde de cuáles eran los pensamientos de ella en ese momento. Al reconocer que la había visto esa mañana, pensó que era él quien la estaba amenazando.


Todo encajaba, pensó Pau. Las llamadas empezaron cuando lo encontró en el bar aquella noche. Él sabía los detalles de sus encuentros, sabía dónde se encontraba y con quién. 


Había estado ausente en una supuesta misión y el número de la llamada cuando practicaron sexo telefónico estaba oculto como cuando la llamaba el que la amenazaba. Ese día, en la bañera, cuando sonó el teléfono, ella pensó que era otra llamada de amenaza. Y, de hecho, al principio lo parecía porque no se escuchaba su voz, solo ruidos lejanos como con las otras llamadas.


—¡Oh, Dios mío!


—No, Pau, no pienses eso ni por un minuto. —Pero ya era demasiado tarde.


Por la mente de Paula pasaron miles de imágenes de él acariciándola, consolándola, amándola, dándole un placer que no había sentido nunca, y esas imágenes se mezclaron con la mirada furiosa que él le dirigía en esos momentos. Sin pensar más, apretó el botón del pánico que tenía en el llavero de las llaves y, al instante, Ángelo y Martínez entraron en tropel.


Pedro se quedó sorprendido por la eficiencia y reconoció que el factor sorpresa lo había dejado sin defensa delante de aquellos dos amenazantes hombres.


—Es él —dijo Pau a punto de echarse a llorar.


Los dos policías cogieron a Pedro cada uno de un brazo, se los llevaron a la espalda y le colocaron las esposas. Pedro no opuso resistencia, era absurdo, y movía la cabeza en un gesto de resignación.


—Te estás equivocando, Paula.


Cuando el ascensor llegó a la planta de la oficina y las puertas se abrieron, Pedro solo pudo fijarse en el rostro que apareció dentro dispuesto a salir. Linda levantó la cabeza y se encontró con una mirada aterradora que la estremeció por dentro. Se llevaban a Pedro esposado y eso le hizo gracia aunque no rio. Levantó una ceja de modo interrogante y se apartó para dejar pasar a los tres hombres mientras el resto de la oficina murmuraba y especulaba sobre lo sucedido.


«Un obstáculo menos», pensó Linda cuando se dirigía al despacho de Pau.


La puerta estaba abierta y ella estaba sentada con la cabeza hundida en las manos. Pensó que lloraba pero al oír sus pasos entrar en la habitación, alzó la mirada y Linda comprobó que tenía los ojos secos.


—¿Qué ha sucedido? —preguntó fingiendo un interés que no sentía.


—Creo que es él. El tipo que me ha estado amenazando —dijo compungida.


—¡No puede ser! ¿Él? Pero si estabais juntos, ¿no? —Paula negó brevemente—. ¡Qué cabrón! —exclamó Linda acercándose a Pau y poniéndole una mano en el hombro para consolarla. —Sé que duele, cariño, pero estarás mejor sin él.


—Lo sé, pero no sé por qué tengo la sensación de que me equivoco aunque todo apunta a que es él. Esta mañana me estaba viendo en la puerta de los tribunales cuando he recibido otra llamada de esas.


—¿Qué dices? —preguntó con excesiva sorpresa—. Hay que ver cómo engañan las apariencias, cielo.


Pau se echó a llorar hundiendo de nuevo la cabeza en las manos y Linda sonrió satisfecha por su interpretación.