sábado, 21 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 19





Pedro había sabido que notaría la diferencia, pero hasta que el trabajo no estuvo casi acabado, no se dio cuenta de la enormidad de esa diferencia.


Cada vez que miraba a su alrededor, el espacio volvía a sorprenderlo. Sin ser plenamente consciente de ello, se había acostumbrado a sortear las torres de cajas, aceptando el desorden como algo dado. La insistencia de Paula en ayudarlo a vaciar las innumerables cajas, grandes y pequeñas, que llevaban meses allí, había conseguido que la casa recuperara gradualmente el aspecto que había tenido durante su infancia. Paula no solo lo había ayudado a organizar y recoger el desorden físico, sino que al hacerlo, también había conseguido que limpiara parte de su desorden emocional.


Sin cajas que esquivar a todas horas, Pedro parecía haber recuperado la capacidad de pensar con claridad, y eso por fin le permitía avanzar en su vida privada.


Era casi como si su cerebro hubiera sido un disco duro desfragmentado. Era Paula quien había aportado esa analogía cuando le comentó que se sentía menos oprimido y le costaba menos pensar. Sin duda, Paula había dado en el clavo.


Mientras trabajaban juntos, había descubierto que Paula tenía una asombrosa habilidad para simplificar las cosas. 


Parecía ser capaz de leer hasta en lo más profundo de su alma.


Sin comentarlo ni ser plenamente conscientes de ello, Paula y él se habían asentado en una rutina beneficiosa para ambos. 


Entre semana, Paula dejaba a Jonathan en la clínica, por la tarde iba a recogerlo y seguía a Pedro a su casa. Una vez allí, vaciaban y desmontaban al menos una caja, si no más.


También cenaban juntos, normalmente lo que ella preparaba allí mismo, en su cocina. Parecía haberlo convertido en un hábito y, aunque Pedro seguía insistiendo en que no tenía por qué hacerlo, no ocultaba cuánto disfrutaba con cada comida que ella preparaba.


A pesar de cuánto apreciaba su ayuda con la organización de la casa y de cuánto lo deleitaban las muestras de su destreza culinaria, lo que más le gustaba de todo eran las conversaciones que mantenían. Cada tarde, mientras trabajaban y comían, hablaban e iban conociéndose cada vez mejor.


Todo ello hacía que Pedro esperara con anhelo que llegara la tarde.


Desde luego, le encantaba ser veterinario y poder mejorar la vida de casi todos los animales que llevaban a su clínica.


Tenía la suerte de tratar a una gran variedad de mascotas: ratones, hámsteres, conejos, perros, gatos y pájaros, así como otra variedad mucho menos habituales. Siempre había querido ser veterinario, y no sabía qué habría hecho con su vida si no hubiera conseguido su objetivo.


Pero Paula representaba otro camino en su vida, un camino que en cierto modo le resultaba familiar, pero era lo bastante distinto para parecerle completamente nuevo.


Rápidamente, se había convertido en parte integral de su vida. Estar con ella hacía que se sintiera vivo, con un sinfín de posibilidades abiertas ante sí. Era como volver a la vida después de haber asistido a su propio funeral. Nunca había pensado que podría volver a sentirse así, Paula era la única responsable.



*****


—Casi hemos acabado, ¿sabes? —dijo Paula una tarde, diciendo lo obvio. Aun así, le gustaba decirlo—. Solo quedan unas pocas cajas. Cuando desaparezcan, ya no tendré por qué venir cada noche, después del trabajo —contuvo el aliento, esperando a ver si Pedro expresaba tristeza o alivio tras oír sus palabras.


Su respuesta la complació, además de tranquilizarla.


—Podría buscar algunas cajas más, robarlas del supermercado o de la mensajería, o de la oficina de correos de Murphy, si todo lo demás falla.


Ella se rio al imaginárselo robando cajas por la ciudad. No cuadraba nada con su personalidad, era honesto de pies a cabeza.


—No sería lo mismo —dijo.


Él dejó de trabajar y miró a Paula con seriedad. Se había convertido en parte de su vida tan rápidamente, que solo pensarlo lo dejaba sin aire.


Igual que hacía ella.


—Lo haría si con eso pudiera conseguir que siguieras viniendo cada tarde. Además, aunque pueda parecer egoísta, me he hecho adicto a tu comida. Me descubro pensando en ella cuando se acerca el final de la jornada —admitió él—. No querrás privarme de eso, ¿verdad?


Paula abandonó la caja que estaba a punto de terminar de vaciar y lo miró con un atisbo de sonrisa complacida jugueteando en sus labios.


—A ver si te he entendido bien. Quieres que siga viniendo para que continúe vaciando tus cajas y cocinándote la cena, ¿es eso?


—Lo que quiero —se acercó a ella y le quitó el libro que acababa de sacar de la caja— es seguir teniéndote a ti cada tarde.


Mirándola a los ojos, Pedro dejó caer el libro al suelo.


Era consciente de que arriesgaba mucho, se estaba lanzando al vacío sin red de seguridad. Pero si no decía algo correría el riesgo de perderla, de ver cómo se alejaba de su vida.


Sabía que se encontraban ante una encrucijada. Aunque habían compartido momentos intensos y algún que otro beso, cada uno de ellos había vuelto siempre a su rincón, respetando las barreras y límites del otro. No habían cruzado ninguna línea, dejando que las cosas siguieran como estaban.


No arriesgarse, suponía no ganar.


O, en ese caso en concreto, no arriesgarse podía implicar perderlo todo.


Pedro no quería perderlo todo.


—Seguiría pasando por la clínica para recoger a Jonathan —le recordó Paula—. Eso si, una vez que acabemos con esto, sigues dispuesto a que lo deje allí por la mañana.


—Claro, eso no hace falta ni decirlo —aseguró él—. Jonathan ladró, como si supiera que hablaban de él, pero Pedro siguió centrado en ella—. A todo el mundo le gusta tener a Jonny por allí. Pero sigue dejando gran parte de mi tarde vacía. No estoy seguro de saber cómo manejar eso —su voz se había convertido casi en un susurro.


Mientras lo escuchaba, prestándole toda su atención, ese susurro pareció cosquillear sus labios, seduciéndola, excitando cada terminación nerviosa de su cuerpo.


—¿Por qué no hablamos de eso después? —sugirió Pedro, muy cerca de sus labios.


—Sé lo que estás haciendo —a Paula le costaba pensar a derechas—. Intentas impedir que vacíe las últimas cajas.


Vio cómo la boca de él se curvaba y sintió su sonrisa acariciarle el alma.


—Siempre he dicho que eras una dama muy lista —contestó Pedro.


—Y tú eres muy tramposo. Por suerte, hace mucho que sé distinguir una trampa —bromeó ella.


—Suerte para ti, no tanto para mí —replicó él con voz grave.


Paula pensó que seguía jugando con el as de la baraja. 


Seguía pudiendo convertirla en un charquito caliente y manejable. Además acababa de descubrir otra cosa. No solo era difícil resistirse a Pedro. Cuando el hombre se ponía en marcha, la resistencia era poco menos que imposible.


Aun así, hizo cuanto pudo por intentarlo.


No fue suficiente.


Aceptando la excusa que Pedro le había brindado, olvidó por completo la caja que estaba vaciando, dejándola para otro día. No estaba en condiciones de seguir con eso.


Esa noche, de repente, había adquirido un nuevo significado. 


Por fin iba a rendirse a las exigencias que habían ido creciendo en su interior, las cuales vibraban como cuerdas de violín.


Se había dado interminables charlas en contra de dar el paso que estaba contemplando. Listaba mentalmente las razones por las que se arrepentiría de cruzar esa última línea en la arena. La línea que separaba el flirteo de algo mucho más serio.


Y posiblemente mucho más satisfactorio.


Compromiso, sí, y tal vez incluso amor, esperaban al otro lado de esa línea.


Paula se recordó que el que ella estuviera dispuesta a cruzarla no implicaba necesariamente que él también quisiera hacerlo.


Incluso si Pedro decía que quería cruzarla y se mostraba dispuesto a asumir ambas cosas, compromiso y amor, eso no lo convertiría en realidad. No era tan ingenua como para creer que el que alguien dijera algo implicase que pudiera ser verdad.


Ahí era donde se haría necesario tener fe.


Eso lo sabía. Era pura lógica. Pero en ese momento la lógica había quedado abandonada en un lugar muy lejano. Tendría que lidiar con ese tema después, de una forma u otra.


En ese instante, lo que Paula deseaba, lo que necesitaba, era que él hiciese que se sintiera querida, que sintiera que era especial para él.


Daba igual que fuera o no verdad. Simularía que lo era.


Y quizás, solo quizás, si lo deseaba con la suficiente fuerza, sería verdad. Pero de nuevo, esa era una batalla que tendría que lidiar después.


En ese momento, cada fibra de su cuerpo deseaba hacer el amor con Pedro.


Así que, en vez de resistirse, o apartarse un poco, buscando otra excusa que impidiera lo que ambos deseaban, Paula siguió en sus brazos, besándolo y dejándose besar. Eso derrumbó cada una de las barreras, corazas y paredes que cada uno de ellos había erigido para proteger la más frágil de sus posesiones: su corazón.


Pedro se dio cuenta de que algo había cambiado. Ella no lo besaba con sentimiento, lo besaba con pasión. Sentía un fuego prendiendo entre ellos, creciendo en intensidad cada segundo.


La besó una y otra vez, y eso solo consiguió hacerle desear más. Le hizo el amor con la boca, primero a sus labios, luego a su cuello y después al tierno canal que habitaba entre sus senos.


Su gemido solo sirvió para encenderlo más. Hizo que incrementara el ritmo, provocando un auténtico motín en sus venas.


Pedro tenía miedo de dejarse llevar, y también de no hacerlo. Contener tanta pasión haría que se autodestruyera antes de que acabara la velada.


Ella pasó las manos por su pecho, poseyéndolo incluso antes de introducir los dedos bajo su camisa y trazar las curvas de sus pectorales, tensándolo al tiempo que lo convertía en un amasijo de llamas y deseos.


Tuvo que contenerse para no quitarle la ropa. Pero sintió las manos rápidas y urgentes de Paula prácticamente arrancándole la camisa y los pantalones.


Fue la proverbial última gota que desató a la criatura pasional que encerraba en su interior.


Sus manos, fuertes y capaces, a la par que suaves, empezaron a tocar, acariciar, poseer.


A adorarla.


No parecía posible cansarse de ella. Tenía la sensación de estar alimentándose de su suavidad; alimentándose de su súbito frenesí, como si fuera la razón de su existencia.


Como si Paula, y solo Paula, pudiera sustentar su fuerza vital.


Pedro la estaba volviendo loca, tocando su cuerpo como si fuera un instrumento musical que solo pudiera sonar para él, porque solo él sabía cómo desbloquear la melodía que existía bajo su piel.


Paula anhelaba sentir su contacto, sentirlo junto a su cuerpo. 


Arqueó la espalda, apretándose contra él mientras el fuego en su interior alcanzaba cimas cada vez más altas.


Había tenido pocos amantes y sabía que no andaba sobrada de experiencia, pero había creído sinceramente que le había ido bien. Solo en ese momento empezaba a comprender que no había hecho más que mirar por el cristal, consciente de la existencia de ciertas sensaciones, pero sin llegar a sentirlas de verdad.


Desde luego, no como las estaba sintiendo.


Sentía y respondía. Hacía cosas que nunca se había planteado hacer antes de esa noche.


De repente, quería dar placer a ese hombre que había llevado la luz a su mundo. Quería devolverle parte de lo que él le había dado tan generosamente.


Sintiendo la caricia de su aliento en las zonas más sensibles de la piel, Paula se arqueó y rodeó su torso con las piernas, tentándolo, urgiéndolo a cruzar la línea final.


A unirse a ella.


Pedro, sintiendo su cuerpo moverse bajo él, descubrió que no podía contenerse más. Su objetivo había sido llevarla al clímax varias veces antes de reclamar lo irresistible, pero su fuerza tenía un límite. Podía aguantar un tiempo y no más.


Había llegado el momento.


Con un gemido que sonó a rendición, Pedro procedió a tomar lo que ella le ofrecía. Con un movimiento seductor, Paula se abrió a él.


Sin dejar de besar su boca, la penetró.


Su delicioso gemido casi lo llevó al límite. En el último momento, hizo lo posible por ser gentil, por contenerse antes de que, a pesar de sus buenas intenciones, el control le fuera arrebatado.


Cuanto más se movía ella, más la deseaba.


Ese deseo se convirtió en la única realidad.


Con el corazón latiendo a marchas forzadas, Pedro incrementó el ritmo hasta que ambos estuvieron a punto de volverse locos.


Al final, justo antes de la explosión que los envolvería con una llamarada antes de iniciar el inevitable descenso, supo con certeza que le había sido concedido todo aquello que había deseado a lo largo de su vida.


El sentimiento era tan intenso, que la apretó entre sus brazos hasta que le pareció que se fundía con ella.


Sin embargo, por algún milagro, siguieron siendo dos seres distintos, si bien agotados. Dos personas que se aferraban la una a la otra, creando su propia balsa humana en el mar revuelto de la realidad que, gradualmente, reclamaba su atención.


—Tengo muy claro que voy a secuestrar un camión de la mudanza y hacer que descargue sus cajas aquí —susurró Pedro cuando fue capaz de retener el suficiente aire como para formular una frase. Después la besó en la frente.


Ella ser rio, y el cosquilleo de su aliento consiguió que Pedro se excitara de nuevo. No entendía cómo podía ser posible, pero la magia de esa mujer parecía capaz de conseguirlo todo.


Después de lo que le había hecho Irene, había estado seguro de que nunca volvería a sentir, que nunca querría volver a sentir. Sin embargo, allí estaba, sintiendo y dando gracias por ello.


—Creo —dijo ella, apoyando la cabeza en su pecho— que hemos superado esa fase, la de necesitar cajas como excusa.


Pedro consiguió besarle la parte superior de la cabeza antes de derrumbarse sobre la cama, casi exhausto por el esfuerzo, pero increíblemente feliz.


—No puedo discutir eso —dijo con voz ronca—. Incluso aunque quisiera —añadió—, no puedo discutir. No tengo suficiente aire en los pulmones para discutir y ganar.


—Entonces, gano yo por abandono —Paula sonrió contra su pecho.


Ambos se echaron a reír por lo absurdo que había sonado el comentario. Y reían sobre todo porque oír sus propias risas era agradable y satisfactorio, además de relajante.


Pedro la apretó entre sus brazos.


Sentir el corazón de Paula latiendo junto al suyo le parecía la respuesta a todo lo que era importante en su vida.


Sabía que nunca había sido más feliz que en ese momento.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 18





Al final de la velada, habían conseguido vaciar cinco cajas y guardado el contenido de tres, además de comerse casi toda la pizza. Solo quedaban dos porciones, que Pedro guardó para el desayuno del día siguiente


Cansada, Paula rotó los hombros para soltarlos un poco.


—Bueno, mañana madrugo —le dijo a Pedro—, así que será mejor que me vaya.


Él quería pedirle que se quedara un rato más. No para desempaquetar, sino para hablar, para estar juntos.


Le gustaba la compañía de Paula, le gustaba su sentido del humor y también su determinación. Le gustaba el modo en que su presencia parecía llenar la casa más que las torres de cajas que se había empeñado en ayudarlo a vaciar.


Pero pedirle que se quedara cuando tenía que madrugar habría sido egoísta por su parte. Así que se limitó a darle las gracias por su ayuda mientras la acompañaba, con Jonathan, hasta la puerta.


—La verdad, esta ha sido una de las tardes más especiales de mi vida —confesó—. He disfrutado.


—Yo también —contestó Paula, que se había perdido en esa sonrisa con hoyuelos, que parecía invadir cada rincón de su ser.


Él necesitaba asegurarse de que, a pesar de lo que había dicho, el trabajo de ayudarlo con sus cosas no iba a terminar asustándola hasta el punto de alejarla de él.


—¿Llevarás a Jonny a la clínica mañana? —preguntó.


—Me gustaría, pero tengo que estar en el trabajo a las siete —respondió ella, que sabía que la clínica no abría hasta las ocho.


—Es curioso, yo también —dijo él. Si Paula necesitaba dejar el perro a las siete, la estaría esperando. De hecho, deseaba hacerlo por ella.


—No es cierto —refutó ella, notando que mentía. No quería que se sintiera obligado a ayudarla aún más. Ya había hecho bastante.


—No está nada bien llamar mentiroso al veterinario de tu mascota —estrechó los ojos y simuló mirarla con reprobación.


Ella tuvo la sensación de que su corazón estaba sufriendo un asedio. Sonrió y movió la cabeza.


—No te estoy llamando mentiroso… —hizo una mueca traviesa—. ¿Te parecería más apropiado si dijera que estiras la verdad?


—Me lo pensaré —dijo él—. Ahora, vete a casa a dormir —añadió con voz cariñosa.


Ese era el plan de Paula. Que funcionara o no estaba por ver.


—Gracias por la pizza —le dijo.


—Gracias por la ayuda —le devolvió él—. Y por esa patada en el trasero.


—No ha sido una patada, solo un empujoncito — corrigió ella con cortesía.


Riendo, él inclinó la cabeza, como si se diera por vencido. 


Ya en la puerta, se detuvo, perdido en un debate mental. 


Decidió dejar la decisión en manos de Paula, en cierto modo.


—Paula…


—¿Sí? —algo en la forma de decir su nombre había puesto a Paula en estado de alerta.


—¿Te molestaría que te besara? —preguntó él, mirándola a los ojos.


—De hecho —admitió ella—, creo que me molestaría que no lo hicieras.


—No querría hacer eso por nada del mundo —confesó Pedro, tomando su rostro entre las manos. Un momento después, la besó.


El beso empezó siendo suave, cortés, pero de inmediato adquirió vida propia, escalando a alturas impensables. Con la intensidad, llegaron multitud de emociones.


Ella no recordaba haber rodeado el cuello de Pedro con los brazos, ni tampoco, haber inclinado su cuerpo hacia el de él.


Lo que sí recordaba era el salvaje estallido de energía que pareció surgir de la nada y envolverla mientras duró el apasionado be-so.


La boca de Paula sabía a todas las frutas prohibidas con las que Pedro había fantaseado en su vida. Le hacía desear más.


Le hacía desearla a ella.


Se esforzó por controlarse, por llegar a un límite y no ir más allá. No fue fácil, pero Paula lo había ayudado, le había proporcionado la primera velada agradable desde su ruptura con Irene y había conseguido que volviera a sentirse humano tras el varapalo que esa ruptura había supuesto para su vida y su orgullo; no podía recompensarla por todo eso imponiéndose a ella y seduciéndola.


Así que, haciendo gala de un control digno de un superhombre, Pedro se obligó a apartarse de lo que podría haber sido suyo con un par de movimientos bien hechos.


Se recordó que lo importante era la honestidad, independientemente de lo que su cuerpo intentara dictarle a su mente. Inspiró profundamente un par de veces antes de hablar.


—Gracias otra vez —murmuró.


Ella sabía que no le estaba dando las gracias por ayudarlo a vaciar unas cuantas cajas. Intentó controlar el rubor que empezaba a teñir sus mejillas. Pero en ese tipo de cuestiones, su cuerpo era quien dominaba la situación.


Dejó pasar un segundo y se aclaró la garganta.


—De nada —murmuró. Después, se fue rápidamente con el perrito.



*****


Paula no habría sabido decir cuánto había tardado su corazón en recuperar un ritmo normal. Solo sabía que había latido sin control todo el camino de vuelta a casa, e incluso unos minutos después de entrar.


También era consciente del resplandor, cálido y alegre que se había apoderado de ella.


Paula estaba segura de haber iniciado el primer tramo del viaje que llevaría a un afecto genuino. Pero se negaba rotundamente a utilizar esa palabra que empezaba con «a», para definir lo que podía llegar a conseguir; tenía la sensación que eso podría gafar lo que estaba ocurriendo.


En el fondo, aun que no era de naturaleza supersticiosa, temía que pensar en enamorarse de ese hombre diera al traste con la posibilidad de un «felices para siempre» al final del camino.


Además, apenas sabía nada de él, excepto que odiaba desempaquetar y que tenía una sonrisa devastadora. Paula se dijo que lo más inteligente y seguro sería buscarle a Jonathan otro veterinario.


Si optaba por eso, evitaría involucrarse con el hombre cuya casa acababa de dejar, se libraría de tentaciones que la llevaran a seguir el camino equivocado.


«¿A quién intentas engañar?», se recriminó.


Nunca había sido una persona que optara automáticamente por hacer «lo más inteligente». Sobre todo si ese más inteligente llevaba a más de lo mismo: más aburrimiento, más seguridad.


Esa opción implicaba que no habría nada que diera luz a su vida. Nada que le hiciera sentir un cosquilleo en la punta de los dedos o diera alas a su imaginación, llevándola a lugares que nunca habría admitido anhelar en su interior.


—Si sigues torturándote así, no pegarás ojo, por más que lo intentes. Apaga el cerebro, ponte el pijama y duerme. O acabarás cayéndote de puro agotamiento.


Pero era más fácil decirlo que hacerlo.


Sin duda, podía ponerse el pijama y meterse en la cama. Lo que rayaba en lo imposible era la parte relativa a apagar su cerebro.


Su cerebro, por lo visto, estaba empeñado revivir una y otra vez ese último beso, repasando cada detalle y llevándolo al límite.


Estaba condenada y lo sabía.


Resignada, Paula subió la escalera que llevaba al dormitorio, seguida por su sombra negra de cuatro patas, que ladraba alegremente.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 17





Observo a los gran daneses unos segundos. Su respiración sonaba rítmica y pausada. La maravilló comprobar que estaban dormidos de verdad.


—Buen truco —le dijo a Pedro, impresionada por la respuesta de sus mascotas. No cabía duda: ese hombre tenía un don.


—Adiestramiento —corrigió él.


Paula supuso que podía interpretarse así. Pero tenía sentido. Habría sido muy difícil convivir con dos animales tan grandes si no estuvieran adiestrados para cumplir sus órdenes a rajatabla.


—Eso también —concedió.


—¿Quieres otro? —preguntó él.


Paula se volvió para mirarlo. No estaba segura de a qué se refería el veterinario.


—¿Otro truco de adiestramiento? —aventuró.


—No —Pedro se rio—. Otro trozo de pizza —empujó la caja hacia ella—. Has terminado el trozo que te di, pero quedan tres cuartos de pizza en la caja.


—No, gracias, ahora mismo no —tenía sitio de sobra para otra porción, pero quería empezar con la montaña de cajas que invadía la casa. El aroma de la pizza cosquilleó sus sentidos. Si no fuera tan disciplinada, se habría rendido—. Aunque me siento tentada —admitió.


—Sí, yo también —dijo Pedro recorriéndola con la mirada, más despacio de lo que podría considerarse correcto.


—Hablaba de la pizza —puntualizó ella, aceptando en silencio el halago que acababan de hacerle sus ojos.


—Lo sé. Yo también —dijo él, sin mirar ni un momento la caja de pizza.


Paula sintió una oleada de calor. Su mente fue invadida por pensamientos que no tenían nada que ver con vaciar cajas, comer pizza o adiestrar a perritos rebeldes. La forma en que la miraba hacía que se sintiera deseable; además de dar alas a la su imaginación.


«Seguro, eres tan irresistible para este hombre como la hierba gatera para un minino», se burló la vocecita que residía en su cabeza. «Enderézate y pórtate bien», ordenó la voz. Paula decidió sentar las bases que podían satisfacerlos a ambos.


—Podremos comer otro trozo de pizza después de vaciar dos cajas cada uno —dijo. Al ver la mirada irónica y dubitativa de Pedro, enmendó los términos—. Vale, una
caja tú, dos yo —por si eso lo llevaba a pensar que se creía más rápida que él, se explicó—: Tengo mucha práctica en embalar y desembalar.


—¿Te has mudado muchas veces? —preguntó él, abriendo una caja grande que había junto al sofá.


Ella rio suavemente y negó con la cabeza. Seguía viviendo en la casa en la que había nacido.


—Ni siquiera una.


—Entonces, ¿por qué…?


—¿Por qué he dicho que tengo práctica? —interrumpió ella—. Porque la tengo. Empaqueto los postres antes de que los transporten a su destino, y cuando llegan allí tengo que desempaquetarlos y asegurarme de que llegan a la mesa en perfecto estado, tal y como espera el cliente que ha pagado la factura del catering. Exponer los postres para sacar el mejor partido posible a su aspecto requiere cierta delicadeza —explicó ella—. En una fiesta, nada da peor impresión que un pastel aplastado o una tarta torcida.


—Si saben tan bien como lo que he probado de tu horno, estaría dispuesto a rebañar el interior de una caja de cartón.


—Muy amable por tu parte —se rio ella—. Pero eso no cambia lo que he dicho, que puedo desempaquetar cosas con rapidez, mientras que tú pareces dispuesto a aferrarte a cualquier excusa, por vana que sea, para no tener que enfrentarte al interior de esas cajas.


—Cierto —reconoció Pedro—. Soy igual con la cesta de la compra, por eso no tengo nada en casa y me llaman por mi nombre en la mayoría de los sitios de comida para llevar de la zona.


—Nunca habría pensado que eras de esos que lo dejan todo para mañana —Paula se remangó y se concentró en la caja que tenía más cerca.


Muy al contrario, habría dicho que Pedro era de los que se enfrentaban a cualquier asunto sin la menor dilación. A veces las apariencias engañaban, era innegable.


—Supongo que eso me convierte en un hombre misterioso, alguien que es imposible leer como un libro abierto —dijo él, con expresión gozosa.


—En mi opinión, te convierte en un hombre que necesita que le den un empujón —lo corrigió ella—. Necesito una navaja o, si no tienes, un cuchillo —dijo. Había intentado abrir la caja a tirones, sin éxito. Si sigo haciéndolo con las manos, acabaré rompiéndome todas las uñas.


—No querría que pasaras por eso —dijo él, ya de camino a la cocina. Sacó un cuchillo de uno de los cajones y fue a dárselo.


—Veo que sí has guardado algunas cosas —dijo ella, señalando los utensilios que había en el cajón.


Él miró por encima del hombro y, al ver que no lo había cerrado bien, fue a hacerlo.


—Aunque me gustaría quedar bien, lo cierto es que no —rezongó él.


—El cajón está lleno de utensilios útiles. No es un cajón en el que hayas echado cualquier cosa que te encontrabas por ahí. Eso se llama organización.


—No, eso se llama madre. Eran sus cosas. Tras su muerte, fue incapaz de tirarlas.


Además, aunque no lo dijo, las de ella eran de mejor calidad que las que él había comprado mientras estaba en la universidad. Cuando su relación con Irene había acabado de repente, había pedido a los del camión de la mudanza que metieran todo en cajas y lo llevaran a la casa de su madre, en California.


Ella empezó a entender lo que le ocurría. Pero, a esas alturas, se trataba de un asunto práctico; no podía tener todo duplicado.


—Siempre hay asociaciones benéficas a las que donar ciertas cosas —dijo con gentileza.


—Pronto…, pero aún no —Pedro sabía que tenía razón.


—La verdad, es que entiendo cómo te sientes —Paula no quería que pensara que intentaba presionarlo—. Cuando mi madre murió, tampoco me deshice de nada suyo. Pero con el paso del tiempo decidí que estaba siendo egoísta. Mi madre tenía muchas cosas bonitas en buen estado. Había, y sigue habiendo, muchas mujeres necesitadas que apreciarían un par de zapatos, o un vestido, que les levantará el ánimo. A veces, algo tan simple ayuda a ver la vida de forma más positiva.


Paula siguió hablando mientras vaciaba metódicamente la primera caja y organizaba su contenido en la mesita de café y en el suelo.


—A mi madre le gustaba ayudar a la gente, incluso cuando ella apenas tenía nada. Sé que habría querido que regalara sus cosas, así que elegí algunas especiales, cosas que me la recordaban de verdad, y distribuí el resto entre distintas asociaciones benéficas. Pero tardé mucho tiempo en poder hacerlo —recalcó—. Así que entiendo exactamente lo que sientes.


Paula estaba llegando al final de la caja y se sintió obligada a comentar lo que había descubierto en el proceso de vaciarla.


—Para ser un hombre al que no le gusta desempaquetar, la verdad es que empaquetas de maravilla.


Pedro se planteó dejar pasar el comentario, aceptándolo como un cumplido. Pero eso habría equivalido a mentir; como poco, daría pie a que ella se hiciera una idea equivocada. No podía permitirlo, sobre todo dado el esfuerzo que estaba haciendo por ayudarlo, pero también porque empezaba a plantearse la posibilidad de iniciar una relación con esa mujer tan especial.


—Yo no —dijo. Ella lo miró con sorpresa—. Contraté a una empresa de mudanzas que se ocupó de todo. Por desgracia, aunque fueron muy eficaces llenando cajas, no conseguí sobornarlos para que las vaciaran una vez en su destino.


—¿De verdad intentaste sobornarlos? —inquirió ella, intentando no reírse de él.


—No, pero tendría que haberlo hecho. La verdad es que no creí que lo retrasaría tanto tiempo. Pero cada día encuentro una razón para no empezar, y a Leopold y Max no parece molestarlos —añadió, para repartir un poco la culpa—. De hecho, creo que les gusta tener cajas por toda la casa. Para ellos, es como un laberíntico gimnasio privado.


Esa vez, Paula no pudo controlar la risa.


—Sin ánimo de ofender, no creo que a los perros le importe un pimiento este gimnasio laberíntico. En cualquier caso, aunque les guste, tendrán que adaptarse —dijo, sin dar lugar a discusión.


Dejó la caja ya vacía a un lado. Pensaba llevarla al contenedor de reciclaje más tarde.


—¿Me estás diciendo que pretendes quedarte aquí hasta que todas estas cajas estén vacías, dobladas y listas para reciclar? —Pedro la miró con incertidumbre.


Paula no habría sabido decir si estaba sorprendido o si le desagradaba la idea de que pasara tanto tiempo allí.


—No. Pero pienso seguir viniendo hasta que lo estén.


—¿Por qué ibas a hacer eso? —Pedro se dejó llevar por la curiosidad. Ninguno de sus viejos amigos del instituto se había ofrecido a ayudarle a conquistar ese reino de cartón.


—Considéralo pagar un favor con otro —repuso ella sin el menor titubeo—. Además, mi madre me enseñó a no dejar nunca algo a medias. El trabajo acaba cuando queda acabado —recitó, como si fuera un mantra.


—Eso parece salido del manual de Yogi Berra —dijo él, divertido, refiriéndose a un famoso jugador de los Yankees.


La sonrisa de Paula le confirmó que estaba familiarizada con la historia del béisbol. Una cosa más que tenían en común.


—Un hombre sabio, Yogi Berra —comentó Paula sonriente, volviendo al trabajo.