lunes, 21 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 3





—Paula no puedes imaginarte...


— Brigette, estoy en medio de una clase. ¿Qué ocurre?


La maestra que había irrumpido en el aula de Paula para alumnos de siete años parecía muy acalorada y tartamudeó al decir:
—Nunca imaginarías quién está afuera pregun­tando por ti. Quiero decir, lo he visto como un mi­llón de veces. Lo conocería en cualquier parte. Pero allí estaba, de pie en el vestíbulo, preguntando por ti...


—Tranquilízate, Brigette, estás perturbando a los chicos, que creen que sucede algo.


Paula sabía a quién se debía de estar refiriendo su amiga, pero no quería que nadie supiera que su corazón había pegado un salto ante la sola idea de ver de nuevo a Pedro Alfonso . A los ojos más atentos, ella parecía fría e indiferente.


Había transcurrido más de una semana desde el encuentro de ambos en el estudio de televisión. Cuando ella volvió de esa entrevista tan poco auspiciosa, la doctora Norwood le hizo preguntas al respecto.


—Creo que yo no era lo que el señor Alfonso tenía en mente, pero me parece que coincidimos en que Juana necesita un cuidado especial y ser edu­cada en un nivel más personal.


—Caramba, Paula, qué decepcionada estoy —dijo la administradora—. Estaba convencida de que uste­des dos llegarían a un acuerdo y de que te llevarías a Juana a Nuevo México. Desde luego, al mismo tiempo temía perderte.


Paula sonrió.


—Bueno, no me perderá por un tiempo. Creo que será mejor que piense en alguien más para reco­mendar. Sin duda el señor Alfonso la llamará muy pronto.


Paula no le dio más información, y la doctora Nor­wood tampoco se la exigió. Era una mujer asom­brosamente perceptiva. ¿Habría adivinado que la entrevista no había salido bien?


Durante toda esa semana, Paula trato de no pensar en Pedro Alfonso. En los últimos tiempos había pasado tanto tiempo con Juana que le resultaba difícil interrumpir esas visitas diarias a la pequeña. Juana estaba en un grupo de alumnas más jóvenes que las de Paula, y había estado viendo a la hija de Pedro después de las horas de clase.



Juana era una chica hermosa que se portaba muy bien; casi demasiado bien, en opinión de Paula. Tenía el pelo rubio, y una serie de rizos le enmar­caban su pequeña cabeza. Sus ojos —exactamente como los de su padre— eran de un verde profundo, rodeados de pestañas oscuras. Era una chiquilla delicada y prolija, que jamás se ensuciaba ni hacía nada para provocar el enojo de nadie.


Paula siempre se había jactado de su objetividad, pero la chiquilla de los ojos grandes y tristes comen­zaba a romper esa barrera. A Paula sólo le llevó unos días saber que quería convertirse en la maestra particular de Juana; deseaba sacar a esa criatura del dormitorio general ordenado y bien amueblado y colocarla en un cuarto alegre y repleto de cosas.


Pero cada vez que pensaba en ese tema, inevita­blemente aparecía en escena el padre de Juana, y la pompa de jabón estallaba. Ella nunca podría trabajar para un hombre así y vivir en su casa, aunque él viviera a tres mil kilómetros de distancia. La había insultado como mujer y como profesional. 


Además; no la quería a ella como maestra de su hija.


Paula estaba dispuesta a negarle a todo el mundo que había estado viendo el teleteatro La respuesta del corazón. 


Durante los últimos días, cuando llegaba la hora de ese tonto programa, ella se instalaba en la sala de maestras, frente al televisor. Cada vez que veía a Pedro en la pantalla de doce pulgadas, le ocurrían cosas muy inquietantes: se le aceleraba el pulso y se le humedecían las manos, y una cálida pesadez se apoderaba de la parte media de su cuerpo y se extendía a sus piernas, volviéndolas inútiles. Recordaba vividamente el momento en que él se había inclinado sobre ella y apoyado la cara en su pelo. Pequeños detalles suyos que ella jamás habría notado en otra persona lo caracterizaban de una manera tremendamente familiar. ¡Qué locura! Sólo había pasado quince minutos con él. Y, sin embargo conocía íntimamente cada rasgo de su personalidad.


Y ahora Brigette irrumpía en su aula, delirando acerca de lo apuesto y encantador que era el actor. Lo que Brigette no sabía era que, además, ese hombre era imperdonablemente presumido, grosero e impertinente.


—¿Puedes creer que Pedro Sloan es el padre de Juana Alfonso? Siempre me pregunté por qué nunca veíamos a sus padres. Él suele venir aquí por las noches, pasando por el departamento de la doctora Norwood, para visitar a Juana. Supongo que tiene miedo de verse acosado por admiradoras como yo. —Brigette rió entre dientes. —¡Y pregunta por ti como si te conociera!


—Me conoce.


Brigette quedó muda frente a esa información y miró a Paula como si de pronto le hubieran crecido alas. —Tú lo conoces y nunca dijiste...


—Brigette, ¿qué es lo que quieres?


—¿Que qué quiero? —repitió, como un loro—. Acabo de decírtelo. El doctor Glen Hambrick o el señor Alfonso o como quiera que prefieras llamarlo está esperándote.


—Dile que estoy ocupada.


—¡Qué! —gritó Brigette, y por un instante Paula deseó compartir el problema de sus alumnos. A ve­ces, la sordera puede ser una bendición. —No lo dices en serio, Paula. ¿Te has vuelto loca? El hombre más sexy del mundo está...


—Me parece una exageración, Brigette —dijo seca­mente Paula—. Estoy ocupada. Si el señor Alfonso quiere verme, tendrá que esperar hasta que termine la clase.


—Lo haré con todo gusto.


La voz grave y profunda resonó en el aula con los tonos modulados de un actor profesional. Estaba parado junto al marco de la puerta y miraba a Paula. El corazón de ella se salteó un latido antes de volver a su ritmo parejo, aunque un poco acelerado.


Brigette había perdido su labia habitual y perma­necía allí, boquiabierta, mirando fijo a Pedro. Como Paula no quería hacer una escena, que estaba segura Brigette transmitiría a toda la institución, dijo en voz baja:
—¿Nos excusas un momento, Brigette? Como el señor Alfonso ya ha interrumpido mi clase, supon­go que será mejor que lo atienda. —Él se limitó a sonreír frente a ese sarcasmo.


Brigette caminó como en trance hacia la puerta y se detuvo frente a Pedro como un maniquí, hasta que él se hizo a un lado y le permitió pasar al vestíbulo. La sonrisa de Pedro era devastadora, y su bigote se movió como divertido por el estado hipnótico de Brigette.


Qué desagradable, pensó Paula. ¿Qué tenía ese hombre, que convertía a las mujeres inteligentes en taradas sonámbulas? Era un hombre común y corriente. Bueno, su aspecto tal vez no fuera tan común, reconoció Paula cuando él giró y la miró.


—Hola, señora Chaves. Espero no estar interrumpiéndola.


—Lo está, y no lo lamenta nada. 


La sonrisa de él se acentuó, lo mismo que el hoyuelo de su mejilla.


—Tiene razón, no lo lamento. Pero tengo permiso de la doctora Norwood para estar aquí. A ella le pareció que yo debía observar sus técnicas de enseñanza.


En la boca de Paula se dibujó una mueca de desaprobación. 


Después, suspiró. Esta vez había cedido, pero no tenía por qué hacerlo de buena gana.


—Chicos —dijo, haciendo al mismo tiempo el lenguaje de señas—, éste es el señor Alfonso. ¿Conocen todos a Juana Alfonso? Pues éste es su padre.


Los chicos reconocieron su presencia con sonrisas y algunos con un hola marcado con señas. Algunos de los que oían un poco hasta pronunciaron la palabra.


—Tome asiento, señor Alfonso—dijo Paula y le indicó una silla baja. 


Él frunció el entrecejo al ubicar su corpachón en esa silla ridículamente pequeña. Algunos de los chicos rieron, y a Paula le costó no imitarlos. Cuando finalmente estuvo sentado del todo, las rodillas casi le tocaban el mentón.


Estaba impecablemente vestido con pantalones marrones, blazer pelo de camello y corbata color marrón oscuro.


—Estamos trabajando con las preposiciones, señor Alfonso. Ven aquí, Javier, y muéstrale al padre de Juana lo que has aprendido.


En el tablero ubicado contra la pared Paula había sujetado con chinches varias grandes fotografías de manzanas. Una serie de gusanos amarillos con sonrisas felices estaban ubicados sobre, debajo, detrás o delante de las manzanas. 


Los chicos aprendían el concepto, la palabra impresa y el signo, al posicionar los gusanos en las manzanas. 


—Ahora hágalo usted —dijo Paula dirigiéndose a Pedro, cuando todos los alumnos terminaron de hacer el ejercicio.


—¿Qué? —exclamó él.


Los chicos rompieron a reír cuando Paula puso la mano debajo del codo de Pedro y lo obligó a ponerse de pie y a pararse frente al tablero. Con el puntero indicó una manzana en particular y le preguntó, con el lenguaje de señas:
—¿Dónde está el gusano?


La mirada de esos ojos verdes se clavó en Paula como si quisiera estrangularla, pero ella le sonrió con dulzura.


—Seguro que esto no es demasiado difícil para usted —dijo.


Él hizo la señal que correspondía a la preposición correcta.


—En una frase completa, por favor.


Sus dedos largos y bronceados marcaron la frase completa justo en el momento en que sonaba la campana que anunciaba el fin de la clase. Un puñado de los chicos alcanzó a oír el sonido, y comenzaron a moverse con impaciencia en sus sillas.


—Muy bien, ¡la clase ha terminado! —dijo Paula mientras lo componía con señas. Los chicos no necesitaron que se los alentara para salir corriendo hacia la puerta, y ella quedó a solas con Pedro.


—Fue un truco muy astuto. ¿Les brinda la misma atención personal a todos los padres o madres que vienen de visita? —se burló él.


—La mayor parte de los padres que vienen de visita son lo suficientemente educados como para no irrumpir en medio de una clase y exigir una atención personal.


—Touché —dijo él sin demasiada culpa—. Puesto que estoy en su libreta negra, aseguraré el lugar que ocupo en ella diciéndole que usted cenará conmigo


Ella lo miró con incredulidad.


—Usted no es sólo grosero, señor Alfonso, sino que está loco. No pienso ir a ninguna parte con usted.


—Sí que vendrá. La doctora Norwood me dijo que lo haría.


—Ignoraba que la doctora Norwood dirigía una agencia de citas.


—Le dije que quería hablar con usted durante la cena. Y ella comentó que le parecía muy buena idea.


—No es exactamente una directiva. Es mi emplea­dora, no mi madre.


—¿Lo hará usted?


—¿Qué cosa?


—Cenar conmigo.


Durante ese intercambio de palabras, Paula se había ocupado de ordenar el aula. Él la siguió. Cada vez que ella giraba, allí estaba él. Paula abrió el cajón inferior de su escritorio en busca de su cartera y lo cerró de un golpe al ponerse de pie.


Él se le acercó más, y ella retrocedió medio paso para aumentar el espacio entre ambos.


—Creo que usted tiene problemas de audición. Le dije que no pensaba cenar con usted y no lo haré. En lo que a mí concierne, no tenemos nada de qué hablar. Usted dijo todo lo que tenía que decir en nuestro último encuentro, y también lo hice yo.


Pedro la tomó de la muñeca cuando Paula trató de pasar junto a él. Sus dedos la aferraron con una calidez y firmeza que aceleraron las pulsaciones que latían debajo de ellos.


—Lamento haberle dicho cosas tan poco halagadoras.


Es un actor, se dijo Paula, capaz de fingir a voluntad cualquier actitud o emoción. Ella dudaba de su sinceridad, y su expresión escéptica se lo indicó a Pedro.


—Lo digo en serio —aseguró él y cerró los dedos con más fuerza alrededor de su muñeca—. En aquel momento, yo ignoraba sus excelentes anteceden­tes. No sabía lo experimentada que era en el trabajo con los sordos. 
Tampoco sabía que su hermana era sorda.


Ella apartó el brazo con un sacudón.


—No se le ocurra sentir lástima por mí, mi familia ni mi hermana, señor Alfonso.


—Yo...


—Mi hermana es una mujer hermosa. Es contadora.


—Yo...


—Está casada y vive con sus dos preciosos hijos y su exitoso marido en Lincoln, Nebraska. Créame, ella sabe más sobre los valores reales de la vida de lo que usted sabrá jamás.


Tenía la cara arrebatada por la furia, y su pecho subía y bajaba por lo agitada que estaba. Los ojos marrones con reflejos cobrizos fulminaban de tal manera con la mirada a ese hombre parado muy cerca, que él alcanzó a sentir la ira que emanaba de su persona.


—¿Terminó? —preguntó él secamente.


Ella respiró hondo varias veces y bajó la vista. La mirada de él se suavizó y resultaba más amenazadora así que cuando brillaba con ferocidad.


—Yo no me refería a lástima —dijo él—, sino, más bien, a admiración y respeto. ¿Está bien? —A Paula se le cortó la respiración cuando Pedro le puso un dedo debajo del mentón y le inclinó la cabeza hacia atrás. —He modificado mi opinión previa y creo que usted es exactamente lo que Juana necesita. Lo que yo necesito.


Pronunció esas palabras en un susurro casi inau­dible. Los vestíbulos se encontraban ya vacíos de los alumnos y un aura de intimidad los rodeaba. Las palabras lo que yo necesito podrían tener un significado totalmente diferente en otro contexto. El corazón de Paula había respondido a esa elección accidental de palabras y latía tan fuerte como si quisiera escapársele del pecho.


Él estaba demasiado cerca; la habitación se estaba poniendo demasiado oscura; el silencio era excesivo en el edificio; el aliento de Pedro era demasiado fragante; y los dedos que le sostenían el mentón eran demasiado firmes y confiados. Paula se ahogaba en sus propias emociones. 


Respirar se convirtió en una tarea abrumadora. Trató de apartar el mentón, pero él se lo impidió. Pedro la obligó a levantar la vista y a mirarlo, antes de decir:
—Usted desea tomar ese trabajo.


No era una pregunta. Él sabía que Paula estaba deseando enfrentar los desafíos y recompensas inhe­rentes a sacar a Juana de ese mundo de silencio e introducirla en uno nuevo.


—¿No es así? —insistió él.


—Sí. —¿Qué estaba admitiendo? ¿Se inclinaba él hacia ella, o era sólo su imaginación? Debió de haber sido así, porque él la soltó un momento después, buscó el blazer de ella que estaba en el respaldo de la silla y le dijo:
—Vayamos a comer algo.


Mientras Paula se enfundaba en el saco que él le sostenía, Pedro preguntó:
—¿Se ha encogido? El otro día me pareció más alta.


Ella se ruborizó apenas al pensar que él había notado y recordado su estatura. Le sonrió.


—He empezado a usar calzado más sensato.


Él bajó la vista desde el vestido de hilo blanco, ahora cubierto por el blazer azul marino, hasta las sandalias navales que tenían tacos mucho más bajos que los zapatos que ella había usado en el estudio de televisión.


—Caramba, ya lo veo. —Con aire arrepentido, se pasó la mano por su pelo marrón entrecano y después se echó a reír mientras avanzaban por el vestíbulo.








SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 2




A Paula le habría gustado detenerse y mirar el panel de control: una computadora complicada e intimi­dante, por cierto. Los diversos monitores suspendidos sobre el panel permitían al director ver las tomas de las distintas cámaras, y en ellos Paula vio el rostro de Pedro Sloan entrando y saliendo de foco. Estuvo tentada de sacarle la lengua.


Se dejó caer en la única silla disponible de la oficina, además de la de vinilo rajado que había detrás del escritorio cubierto con cosas. Observó con aten­ción los polvorientos retratos colgados de la pared que mostraban a ese tal Murray no-sé-cuánto junto a actrices, directores y VIPs.


¿Quién era, después de todo, el señor Alfonso? ¿Un ejecutivo del canal? ¿Un técnico? No. Seguro que era alguien con mucho dinero, porque el Instituto Norwood era bien caro. Y como el señor Alfonso tenía allí internada a Juana, eso triplicaba el costo. Los minutos parecieron estirarse y Paula comenzaba a impacientarse cuando oyó que la puerta se abría detrás de ella.


Pedro Sloan entró y cerró despacio la puerta.


Paula se puso de pie con un movimiento defensivo.


—Se supone que debo reunirme con...


—Yo soy P. L. Alfonso, el padre de Juana.


Paula tuvo la sensación de que su boca abierta formaba una O bien redonda. Se quedó mirándolo mientras él se recostaba contra la puerta. Se había cambiado de ropa. 


Ahora usaba jeans y pulóver, con las mangas arremangadas hasta los codos.


—Parece sorprendida.


Ella asintió.


—La doctora Norwood no le dijo cuál era mi nom­bre profesional. —No era una pregunta. Él se rascó una oreja con aire ausente. —No, supongo que no lo hizo. Sin duda tenía miedo de predisponerla contra mí. Sabrá que los actores tienen una reputación abominable. —Los bordes de su boca se elevaron con una suerte de sonrisa que desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. —Sobre todo si fuera cierto todo lo que se lee en las revistas. ¿Sabía usted que la semana pasaba obligué a mi novia de turno a practicarse un aborto? Al menos eso fue lo que leí —dijo con tono cáustico.


Paula estaba demasiado trastornada para hablar, Pensó con ironía en las otras maestras del instituto y en lo que dirían si supieran que ella estaba en una habitación con el doctor Glen Hambrick/Pedro Sloan.



Paula siempre se mostraba serena y competente, salvo cuando su temperamento fuerte le ganaba la partida. ¿Por qué, entonces, estaba allí de pie, con las manos traspiradas y entrelazadas? No se había movido desde que él le había anunciado su identi­dad. Sentía la lengua pegada al paladar.


—Si eso la tranquiliza, señorita Chaves, debo decirle que tampoco usted es como yo esperaba. —Se alejó de la puerta y Paula, instintivamente, dio un paso atrás.


En el rostro de él apareció la sonrisa que desta­caba todavía más el famoso hoyuelo que tenía en la mejilla derecha. 


Alfonso sabía que a ella le intranqui­lizaba estar a solas con él en esa pequeña oficina.


Eso enfureció a Paula. ¿Quién era él, después de todo? No pensaba quedarse allí parada como una admiradora en presencia de algún astro del rock y ponerse a tartamudear como una idiota. Pedro Alfonso era un hombre como cualquier otro.


—Es señora Chaves.


Él levantó una ceja, divertido, y murmuró:
—Debería haberlo sabido. 


Esa actitud de supe­rioridad la irritó.


Paula dijo, con su tono más profesional:
—La doctora Norwood me envió aquí a hablar de Juana, señor Alfonso.


Pedro. ¿Quiere un café? —preguntó e indicó una cafetera eléctrica donde se calentaba un brebaje color negro retinto. 


Paula no quería tomar café, pero comprendió que eso le daría algo para tener en la mano que no fuera su otra mano.


—Sí, gracias.


Él se acercó a la pequeña mesa y miró con recelo una taza dudosamente limpia. Vertió el café y levan­tó una ceja.


—¿Crema? ¿Azúcar?


—Crema.


Él agregó un polvo blanco al café y lo revolvió con una cuchara plástica manchada que obviamente ya había sido usada con ese fin. Le entregó la taza. Paula cerró la mano alrededor. Al principio, él no la soltó sino que siguió sosteniendo la taza hasta que ella levantó la vista y lo miró. 


Paula tragó fuerte al ver esos ojos color esmeralda que ahora reflejaban su imagen.


—Nunca he visto a alguien con ojos del mismo color del pelo —dijo él.


Paula sabía que su pelo cobrizo era hermoso. Era de un tono bermejo profundo que se aclaraba a la luz del sol. Lo que la convertía en una pelirroja excep­cional era el color de sus ojos, de una tonalidad ma­rrón tan clara que casi parecían color topacio hasta que se los comparaba con su pelo, cuando tomaba ese tono cobrizo tan poco común. El traje de hilo ama­rillo acentuaba su pelo y sus ojos y le agregaba brillo a su tez color miel-durazno.


"Gracias" no sería, en realidad, una respuesta apropiada a sus palabras, porque no había sido un auténtico cumplido. 


Paula se limitó a sonreír trému­lamente mientras intentaba arrancarle la taza de la mano. Al fin él cedió y giró para servirse una.


—Hábleme de mi hija, señora Chaves —dijo él, acentuando el "señora" con gran sarcasmo. 


Rodeó el escritorio, se instaló en la silla desvencijada y apoyó los pies sobre aquél.


Paula se sentó muy derecha en la silla frente a él. Bebió un sorbo del café. Estaba tan horrible como había supuesto. Él sonrió al ver la mueca que hizo.


—Me disculpo por la mala calidad.


—Está muy bien, señor Sl... Alfonso.


Ella tenía la vista fija en la taza de café y, cuando él no dijo nada, lo miró. Para su gran sorpresa, él formó su nombre con el lenguaje de señas para sordos. P-E-D-R-O. Luego bajó las cejas, como para insistir en que ella lo llamara por el nombre.


Ella se lamió los labios nerviosamente, sonrió apenas y luego formó el nombre Paula. Él bajó los pies, se inclinó hacia adelante, puso los codos en el escritorio y apoyó el mentón en los puños.


Paula decidió que era el momento adecuado para poner a prueba la habilidad de él en el lenguaje de señas. La doctora Norwood se había mostrado tan reticente con respecto a Pedro Alfonso, y ahora Paula comprendía que su supervisora quería que ella tuviera oportunidad de formarse su propia opinión sobre él. Empleando gestos lentos y precisos, Paula le preguntó, siempre con el lenguaje de señas: ¿Utiliza usted el lenguaje de señas con Juana?


—Sólo llegué a entender Juana, nada más —dijo él cuando ella se detuvo.


Paula lo intentó de nuevo y le preguntó, con las manos: ¿Qué edad tiene su hija? El no reaccionó; se limitó a mirarla fijo con sus ojos verdes que de pronto carecían de expresión. Paula siguió hablándole con las manos. ¿De qué color es su pelo? Nada. ¿Ama a Juana?


—De nuevo, sólo entendí Juana. Lo siento. Creo que esto significa amor —dijo y cruzó las manos sobre el pecho, como ella había hecho.


—Sí, así es, Pedro. De ahora en adelante, éste será su nombre para que usted no tenga que deletrearlo cada vez.
Hizo el signo de la P y se lo llevó al medio de la frente.


—Esto significa padre —dijo y se tocó la frente con el pulgar mientras extendía los demás dedos. Combinaremos los dos. ¿Lo ve?


Él asintió.


—Y esto es Paula. —Formó la letra P y se pasó la mano por un lado de la cara, desde la mejilla hasta el mentón. —Esto significa chica —dijo, y se pasó el pulgar por la mejilla con el puño cerrado. ¿Quiere ver cómo combinamos los dos signos para formar el nombre de alguien?


—Sí —dijo él con un dejo de entusiasmo—. Para Juana formamos la letra J con el meñique y luego hacemos un gesto curvo para indicar que tiene pelo enrulado.


—¡Exactamente! 


Los dos se sonrieron, y por un momento las miradas de ambos se fusionaron. Paula experimentó una sensación agradable en lo más profundo de su ser y le pareció entender lo que otras mujeres sentían cuando miraban el rostro apuesto de Pedro todas las tardes en las pantallas de televisión. Sin duda era un hombre carismático, y lo sabía. Si Paula no tenía cuidado, él la desviaría de las cosas que había ido a decirle.


Pedro —aunque lo dijo con palabras, igual repetía cada palabra con el lenguaje de señas, tal como acostumbran hacerlo las maestras que trabajan con sordos—. La doctora Norwood me pidió que evaluara los progresos realizados por Juana. La he estado observando durante varios días. Y creo que mi opinión está bien fundada, pero sigue siendo una opinión. Sin embargo, seré totalmente sincera con usted.


—Eso quiero. Estoy seguro de que usted piensa muy mal de un padre que tiene internada a su hija; durante la casi totalidad de sus tres años de vida, pero yo la amo y quiero hacer lo que es mejor para ella.


Se puso de pie y se acercó a la ventana. Dándole la espalda a Paula, miró a través de ese vidrio tiznado.


—Por favor, observe los signos que hago, Pedro Lo ayudará a aprenderlos.


Él volvió a mirarla como si estuviera a punto de desafiarla, pero se encogió de hombros y volvió a la silla que ocupaba antes.


Ella prosiguió.


—Tiene la fortuna de que Juana no sea total­mente sorda. Estoy segura de que, a esta altura, usted sabe que tiene el nervio auditivo seriamente afectado, y eso es irreparable. Pero la pequeña alcanza a oír algunos ruidos fuertes. Por ejemplo, puede distinguir entre el de un helicóptero y un silbato. —Hizo una pausa para ver si él comentaba algo, pero, como no lo hizo, continuó. —Por desgracia, Juana no cono­ce el nombre de un silbato ni de un helicóptero. 0 quizá lo sepa y no nos lo indica. No responde en absoluto a ninguna comunicación.


Las líneas a ambos lados de la boca de Pedro se tensaron.


—¿Me está diciendo que es retardada?


—No, en absoluto —dijo Paula con vehemencia—. Es una chiquilla excepcionalmente inteligente. Mi opinión es que lo que le falta... Algunos chicos necesitan ser enseñados en una base individual. Per­sonalmente, creo que el hecho de estar internada ha perjudicado el desarrollo de Juana. Ella necesita el marco de un hogar, donde constantemente esté acompañada por alguien que... —No terminó la frase por temor a que él se sintiera ofendido.


—¿Por alguien que la ame? ¿Eso era lo que quería decir? Ya le dije que yo la amo. No la encerré en esa escuela porque mi hija me avergonzara.


—Yo no quise decir...


—¡Por supuesto que sí! —ladró él—. Puesto que es tan lista, dígame qué debe hacer un viudo con una hija bebita. Sobre todo si esa bebita es sorda. Como sabrá, el instituto de ustedes es muy caro y he tenido que trabajar mucho para poder pagarlo. Además de los honorarios médicos después de millones de pruebas y exámenes que no le dicen nada a uno salvo que su hija es sorda, algo que uno ya sabe, pues de lo contrario no la habría sometido a esas malditas pruebas.


Hizo una pausa para tomar aire y en sus ojos verdes apareció un brillo peligroso.


—Al menos estamos de acuerdo en una cosa: Juana necesita tener una maestra particular. —Se puso de pie en forma abrupta, arrojando lejos la silla sobre sus ruedas endebles. —Pero no usted. —Rodeó con furia el escritorio y aferró los costados de la silla en que ella se encontraba sentada, aprisionándola. —Le advertí a la doctora Norwood que quería a alguien responsable. Esperaba una mujer con aspecto de abuela, ataviada con un suéter bien suelto con enormes bolsillos... y no una chiquilina con un traje de marca. —Paseó la vista sobre el cuerpo de Paula, como realizando una evaluación insultante. —Alguien con pelo entrecano peinado en un rodete, y no con cabellera rojiza con un corte a la moda. Alguien con un leve sobrepeso y figura de matrona, y no con pechos diminutos y ostentosos y un pequeño trasero bien firme.


Paula se ruborizó con furia y se sintió muy molesta. ¡Cómo se atrevía ese hombre...!


—La maestra de Juana debería tener tobillos gruesos y usar zapatos discretos, y no... —Indicó las piernas bien torneadas de Paula, enfundadas en medias transparentes y las sandalias de tacón alto que ella usaba. —Usted no tiene el aspecto de una maestra para una criatura sorda. Parece, más bien, una de las chicas que entregan muestras de perfume en Bergdorf's.


Se inclinó todavía más hasta que su cabeza casi tocó la de Paula. Antes de que ella pudiera reaccionar, él sepultó la cara en el pelo suave que Paula llevaba; detrás de la oreja.


—Hasta huele como una de ellas —susurró con voz ronca.


Por un instante, Paula ni siquiera pudo respirar Pero cuando logró hacerlo, la fragancia de ese hom­bre la abrumó. Era limpia y masculina y con un leve dejo a almizcle. ¿Qué demonios le estaba pasando? Con un tirón, alejó la cabeza.


—Usted... Déjeme levantarme —le ordenó, y empujó contra su pecho. Sorprendentemente, él se incorporó y se apartó de la silla mientras ella se levantaba de un salto.Paula hizo varias inspiraciones profundas antes de decirle: —Tal vez yo no cumpla con sus expectativas, pero usted por cierto confirmó las mías, señor Sloan. —Pronunció ese nombre como un insulto—Usted no se merece a su hija. Es hermosa, inteligente y dulce, pero se está muriendo. ¿Me ha oído? Se está muriendo emocionalmente porque su único progenitor no se ha preocupado por aprender un lenguaje que ella pueda entender, y mucho menos de enseñarle a ella ese lenguaje. Los padres como usted hacen retroceder la educación de los sordos a la época de Helen Keller. Yo soy una maestra...


—Es una muchacha.


—Soy una mujer...


—Bueno, pasemos ahora a la otra cosa que quiero decirle —afirmó y la señaló con un dedo acusador—. No simule que no le gustó que yo la tocara. Sé que no es así. ¿Cómo puedo saber, entonces, que si la instalo en Nuevo México, usted no se irá con el primer hombre libre que se le presente? ¿No es eso lo que quieren ustedes, las muchachas profesionales liberadas? ¿Un marido?


Paula sintió que el calor de su furia le quemaba las raíces del pelo.


—Yo ya tuve uno. Y no fue un matrimonio muy feliz.


—¿Está divorciada?


—No, él murió.


—Qué oportuno.


Paula se dio media vuelta y se dirigió a la puerta antes de que él pudiera decir otra cosa lamentable. Después de todo, la doctora Norwood la había enviado en esa misión y esperaría un informe. Una vez en la puerta, giró y lo vio apoyado contra el escritorio, con las piernas cruzadas. Su actitud complacida se notaba en la mirada burlona, la posición indolente y la sonrisa que se insinuaba debajo del grueso bigote.


Con mucha lentitud, Paula le dijo:
—Usted es el más arrogante, maleducado e insufrible... —La última palabra la deletreó con lenguaje de señas.


—¿Qué significa eso? —saltó él y se apartó enseguida leí escritorio.


—Averígüelo usted, señor Sloan.


Y se fue dando un portazo.











SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 1







—¿Crees que tu marido está enterado de lo  nuestro, querida? —El hombre rozó la frente de la mujer con los labios mientras la abrazaba casi con desesperación.


—Aunque lo sepa, no me importa —declaró ella—. Estoy cansada de tanto ocultamiento. Quiero procla­mar nuestro amor ante todos.


—Oh, mi amor, mi amor. —El hombre bajó la ca­beza y su nariz chocó con la de la mujer, de manera nada romántica.


—¡Corten!


Paula Chaves pegó un salto cuando esa orden exas­perada tronó del altoparlante con una voz que resonaba como la de Dios en el Sinaí.


—¿Qué demonios pasa hoy? ¿Ustedes dos no pue­den hacer las cosas bien? Hace una hora y media que estamos varados en esta escena. —Un breve silencio flotó en el aire mientras los actores y los miembros del equipo técnico se movían con incomodidad. —Voy a bajar.


Paula observó, fascinada, cómo la actriz se dirigía a su compañero de escena y le decía, con ferocidad:
—Yo debía inclinarme hacia la Cámara Uno, Pedro. No tú.


—Entonces más vale que aprendas a contar, Luisa. Esa era la Cámara Tres. Además ¿no te da miedo que la Cámara Uno detecte las cicatrices de tu lifting?


—Hijo de puta —le gritó la actriz mientras se abría paso por entre los camarógrafos que la mira­ban, divertidos, y taconeaba por el piso de concreto del estudio de televisión hacia los camarines.


Todo el episodio intrigó a Paula Chaves, quien sorpresivamente se había encontrado en pleno deco­rado de "La respuesta del corazón", un exitoso teleteatro diurno. Ella nunca miraba televisión durante el día, porque trabajaba, pero en los Estados Unidos no había nadie que no supiera de la existencia de ese programa en particular. Muchas empleadas planeaban sus des­cansos para almorzar a fin de no perderse las proezas sexuales del doctor Glen Hambrick.


Algunos días antes, la doctora Marta Norwood, fundadora del Instituto Norwood para Sordos donde enseñaba Paula, se había acercado a ella con un ofre­cimiento.


—Tenemos aquí una alumna, Juana Alfonso, cuyo padre está pensando en sacarla del instituto.



—Sé muy bien quién es Juana—dijo Paula—. Su discapacidad es parcial, pero su incomunicación es total. 


—Por ese motivo, su padre está muy preocupado. 


—¿Sólo su padre? ¿Y su madre? 


La doctora Norwood vaciló un momento antes de decir:
—Su madre falleció. Y su padre tiene un trabajo muy poco común. Por eso se vio obligado a internar a Juana en nuestro instituto desde que era chiquita. Pero la pequeña no se ha adaptado bien. Ahora él quiere contratar a una maestra particular para que esté con ella en su casa. Y pensé que tal vez te intere­saría, Paula.


Paula frunció el entrecejo. 


—Bueno, no sé. ¿No podría ser más específica? 


La dama de pelo entrecano con inteligentes ojos azules observó con atención a su maestra más com­petente y dedicada.


—Todavía no. Pero sí te diré que el señor Rivington quiere que la maestra particular de Juana se la lleve a vivir a Nuevo México. Él posee una casa en un pequeño pueblo de montaña. —La doctora Norwood sonrió. —Sé que te gustaría irte de Nueva York. Y, por cierto, tienes las condiciones necesarias para ese trabajo.


Paula se echó a reír en voz baja.


—Después de haber pasado la infancia en Nebraska, Nueva York me resulta un poco sofocante y abarrotado de gente. He estado aquí ocho años y sigo extrañando los espacios abiertos y amplios. —Se echó hacia atrás un rizo color cobre. —Me da la impresión de que el señor Alfonso está eludiendo la respon­sabilidad de criar a su propia hija. ¿Acaso es uno de esos padres a los que les molesta que su hija sea sorda?


La doctora Norwood observó sus manos cuidado­samente arregladas, que tenía entrelazadas sobre el escritorio.


—No te apresures tanto a juzgarlo, Paula —la regañó con suavidad. A veces, su protegida reaccio­naba con demasiada rapidez. Si Paula Chaves tenia un defecto, era apresurarse en sacar conclusiones. —Como te dije, las circunstancias no son nada usuales.


Se puso de pie con brusquedad, como para indicar que la reunión había llegado a su fin.


—No tienes que decidirlo hoy, Paula. Quiero que observes bien a Juana en los próximos días. Pasa algún tiempo con ella. Después, cuando sea conve­niente, creo que tú y el señor Alfonso deberían reu­nirse y conversar un poco.


—Cooperaré en todo lo que este a mi alcance, doctora Norwood.


Cuando Paula llegó a la puerta de vidrio esmerilado, la doctora Norwood la detuvo.


—Paula, por si te lo estás preguntando, el dinero no será ningún problema.


Paula respondió con total sinceridad:
—Doctora Norwood, si yo aceptara un empleo de maestra particular, sería porque estoy convencida de que es lo que la pequeña necesita.


—Eso pensé —replicó la doctora Norwood con una sonrisa.


Esa mañana, la doctora Norwood le entregó un trozo de papel con una dirección escrita y le dijo:
—Debes ir a esta dirección hoy, a las tres de la tarde. Pide ver al señor P. L. Alfonso. Te estará esperando.


Paula se sorprendió muchísimo cuando el taxi se detuvo en la dirección que ella le había dado y resultó que pertenecía a los estudios de un canal de televisión. Entró en el edificio sintiendo más curiosidad todavía con respecto al misterioso señor Alfonso. Cuando preguntó por él en el mostrador de recep­ción, la atractiva recepcionista la miró un poco sorprendida y rió por lo bajo al responderle:
—Segundo piso.


Paula echó a andar hacia el ascensor, pero la mu­chacha le dijo:
—Un momento. ¿Cómo se llama? —Paula se lo dijo. La recepcionista recorrió con el dedo una lista escrita a máquina y luego dijo: —Sí, aquí está. Señorita P. Chaves. Puede subir, pero no haga ningún ruido. Todavía están grabando.


Paula bajó del ascensor y se encontró en un caver­noso estudio de televisión. Le impresionaron los equipos y la actividad que allí reinaban.


El estudio, que más parecía un galpón enorme, estaba dividido en los distintos decorados para el teleteatro. Uno estaba amueblado con una cama de hospital y lo que simulaba ser equipo médico. Otro era un living. A sólo un metro y medio había un tercer decorado que representaba una cocina pe­queña. Paula deambuló por el estudio, observó los decorados con curiosidad y procuró no tropezar con los kilómetros y kilómetros de cables que cubrían el piso y se enroscaban alrededor de las cámaras y los monitores.


—Eh, preciosa, ¿qué necesitas? —le preguntó un camarógrafo de jeans.


Sobresaltada, Paula farfulló:
—Yo... sí... ¿El señor Alfonso? Tengo que verlo.


—¿El señor Alfonso? —repitió el camarógrafo con tono de burla, como si ella hubiera dicho algo di­vertido—. Qué formal. ¿Pasaste la requisa de recep­ción? —Ella asintió. —Entonces lo verás. ¿Puedes esperar a que grabemos esta escena?


—Sí, claro —dijo ella.


—Párate allá, permanece en silencio y no toques nada —le advirtió el técnico.


Paula se instaló detrás de las cámaras que enfocaban un decorado que a ella le pareció el vestíbulo de un hospital.


Se puso entonces a observar al actor que hacía latir deprisa los corazones de millones de mujeres norteamericanas. 


Estaba sentado con displicencia frente a una de las mesas de utilería y comía una manzana que había robado de la cesta que estaba sobre la mesa. Paula se preguntó si sus admiradoras se habrían sentido tan fascinadas con él si hubieran oído a Pedro Sloan hablarle en forma tan poco caballeresca a su compañera de rubro. Pero, bueno, esa rudeza era parte de su encanto, ¿no? Él era el médico "macho" que se llevaba por delante a todas las personas de ese hospital ficticio y convertía a las mujeres en gelatinas temblorosas con sus modales dominantes y su aspecto apuesto y seductor.


Bueno, pensó Paula objetivamente, tantas mujeres no podían estar equivocadas. Él tenía, sin duda, cierta seducción animal... si a uno le gustaba esa clase de atractivo. Lo que primero llamaba la aten­ción era su color. 


Su pelo era de un tono marrón ceniza poco común, pero bajo los reflectores del estudio parecía casi plateado. En contraste con esa cabellera plateada, tenía cejas gruesas y oscuras y bigotes, también oscuros. El bigote reforzaba la insolente sensualidad de su labio inferior y enlo­quecía a las amas de casa, las profesionales y las abuelas. Pero su rasgo más cautivante eran sus ojos, de un color verde vibrante. En los primeros planos, brillaban con un fuego capaz de derretir el corazón de la mujer más indiferente.


Desde su punto de observación ubicado fuera del círculo formado por las intensas luces del estudio,Paula vio que Pedro Sloan se ponía de pie, se despe­rezaba como un gato perezoso y arrojaba el corazón de la manzana a un cesto de papeles con un tiro curvo perfecto.


A Paula le hizo gracia su atuendo. Dudaba mucho que un médico que usara pantalones así de ajustados pudiera dedicarse a curar enfermos. El pantalón verde quirúrgico que usaba había sido hecho a la medida para cubrir el cuerpo alto y delgado de Pedro Sloan como una segunda piel. La camisa tenía un escote en V que revelaba un pecho cubierto con una mata de vello oscuro. ¡Como si se permitiera eso en una sala de operaciones!, Pensó Paula.


Al oír una voz suave a sus espaldas, Paula se dio media vuelta. El hombre que ella supuso era el que había hablado desde la sala de control de más arriba se acercaba al set, con la ofendida actriz tomada de su brazo.


—El no acepta que se le dirija —se quejaba ella—. Sabe lo que dice el guión, pero cuando la cámara se acerca hace lo que se le antoja.


—Ya lo sé, ya lo sé, Luisa. ¿No me harías el favor de tolerarlo? —le preguntó el director—. Termine­mos de una vez el trabajo previsto para el día, y lo conversaremos con una copa en la mano. Yo hablaré con Pedro. ¿De acuerdo? Ahora quiero ver esa sonrisa seductora que tienes.


Cuánta basura, se dijo Paula.


Temperamento artístico. Ella conocía muy bien todo eso. 


Diles lo que quieren oír y calma la paranoia hasta el siguiente estallido.


Los dos se reunieron con Pedro Sloan en el set, y los tres mantuvieron una breve discusión. Los técnicos, que habían disfrutado del descanso fumando cigarrillos, leyendo revistas o simplemente conversando entre ellos, volvieron a ocupar sus posiciones detrás de las cámaras y se pusieron los auriculares, a través de los cuales cada uno recibía las instrucciones que el director les enviaba desde la cabina de control.


El operador del micrófono jugueteaba con su com­plicado aparato. Con sus movimientos erráticos y desarticulados, parecía el esqueleto de algún animal prehistórico.


El director besó a Luisa en la mejilla y salió del set.


—Antes de volver a la cabina de control, repitamos la escena una vez más. Bésala con pasión, Pedro. Es tu amante, ¿recuerdas?


—¿Alguna vez tu amante ha comido pizza de anchoas para el almuerzo, Murray?


Luisa gritó, indignada.


Los técnicos estallaron en carcajadas. Murray logró calmarla una vez más. Después, dijo:
—Estamos grabando.


Una de las cámaras había ocupado una nueva po­sición que le bloqueaba la visión a Paula. A pesar de sí misma, se sentía interesada en esa sesión de grabación de vídeo. Se cambió de lugar para poder ver y es­cuchar con claridad. 


Esta vez, cuando el diálogo intrascendente de los actores llegó a su fin, Pedro Sloan tomó en sus brazos a Luisa y la besó con pasión.


El corazón de Paula se salteó un latido cuando vio que los labios de él se cerraban sobre los de la actriz. Casi se podía sentir ese beso, casi se podía ima­ginar... Paula se recostó contra la mesa de utilería para poder ver mejor. De pronto, el sonido de vidrio roto hizo que todos los que estaban en el estudio apartaran la vista de los actores ¡y la miraran a ella! 


Paula pegó un salto y se sintió muy mortificada ­por haber centrado la atención de todos en su per­sona. No había visto el florero que estaba sobre la mesa y que, ahora, estaba convertido en mil pedazos sobre el piso del estudio.


—¡Maldición! —gritó Pedro Sloan—. Y ahora, ¿qué? 


Apartó a Luisa y atravesó el piso del estudio en tres zancadas. Murray lo siguió, desalentado y molesto, pero calmo. El actor fulminó a Paula con la mirada y ella retrocedió frente a esa furia.


—¿Quién demonios...?


—Ella vino a ver al señor Alfonso —interrum­pió el camarógrafo insolente que había hablado antes con Paula.


Pedro Sloan la clavó al piso con sus ojos verdes, que ahora brillaban debajo de sus cejas oscuras. Sus ojos se abrieron un poco, con curiosidad.


—El señor Alfonso, ¿eh? —Los técnicos rieron por lo bajo.
 —Murray, yo no tenía idea de que habías permitido que las Niñas Exploradoras visitaran el set. —Esta vez los técnicos estallaron en carcajadas.


A Paula no le hizo ninguna gracia esa salida humorística de Pedro Sloan y la enfureció verse convertida en objeto de su desprecio. Su estado de ánimo hacía juego con los reflejos rojizos de su pelo, y sus ojos marrones se entrecerraron al mirarlo, mientras sentía que se le paraban los pelos de la nuca.


—Lamento haber interrumpido su... lo que sea —dijo ella con altivez. No sabía cómo llamar a esa sesión de grabación y tampoco le importaba. Se apartó de la mirada cínica de Pedro Sloan y se dirigió, en cambio, a Murray, que parecía ser una persona decente.


—Soy Paula Chaves y me dijeron que debía entre­vistarme con el señor Alfonso aquí, a las tres de la tarde. Siento mucho el retraso que he causado.


—Me temo que es sólo uno entre muchos —dijo él con un suspiro. Miró de reojo a Pedro Sloan y dijo: —El señor Alfonso está ocupado en este mo­mento. ¿Podría esperarlo en mi oficina? Él se reunirá con usted dentro de un momento.


—Sí, gracias —contestó ella—. Le pagaré el importe del florero.


—Olvídelo. Suba por la escalera y atraviese la sala de control. Es la oficina que está justo frente al vestíbulo.


—Gracias —repitió Paula antes de darse media vuelta y, consciente de que todos en el estudio tenían la vista fija en ella, subió por la escalera circular. Cuando llegó arriba, ya Murray tenía a todos nueva­mente en posición.