martes, 9 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 9




Pedro aprendió por la vía dura a no poner el cuenco lo bastante cerca de Ana como para que ella pudiera meter la mano.


Y a agarrarle la mano antes de que se restregara la papilla por el pelo. Y que le mancharía la cara cuando se inclinara para limpiar la de ella.


—Toma.


Él levantó la vista y aceptó el paño húmedo que Pau le
entregaba. Sonrió y se preguntó por dónde empezar.


—Mueve el cuenco —dijo ella.


Él lo apartó y limpió la mano de Ana antes de que manchara
algo más.


—Bueno, monstruito, intentémoslo otra vez —dijo él, dejando el paño a un lado—. Abre la boca.


Pedro consiguió darle casi toda la papilla antes de que ella
decidiera que no quería más y la escupiera con una sonrisa. Él cerró los ojos y se rió, antes de levantarse para aclarar el paño y limpiarle la cara a la niña.


La pequeña comenzó a gritar y, cuando él terminó, sonrió de
nuevo.


—Eres una señorita —dijo él, limpiándole las manos.


La niña se rió y trató de zafarse de la silla.


—¿Y ahora qué? —le preguntó a Pau.


—La hora del baño.


—¿El baño? —suspiró él—. Parece complicado.


—Lo es. Dejaré que lo hagas.


—¿Bañarlas? —preguntó en tono de pánico.


—Lo conseguirás —le aseguró ella.


—Iré a vestirme.


Ella se rió.


—No te molestes. Probablemente acabes empapado.


Ella sonrió y él se percató de cómo disfrutaba de todo aquello.


Apretó los dientes para no contestar, llevó a Ana al piso superior y se detuvo en la puerta del baño.


—¿Y ahora qué?


—Déjala en el suelo bocabajo, para que pueda practicar a gatear, y abre el grifo. Toma, también puedes quedarte con Eva. Yo iré a buscarles la ropa. No las desvistas todavía para que no se enfríen.


¿Enfriarse? ¿Cómo podían enfriarse si en el baño hacía un calor tremendo? Pero eran muy pequeñas y él no tenía ni idea. No pensaba discutir.


«Abre el grifo», pensó, y recordó que su madre siempre abría primero el grifo de agua fría para que la bañera nunca tuviera agua caliente únicamente.


Sabia mujer.


Abrió el grifo del agua fría y después el del agua caliente.


Comprobó la temperatura para que no quemara y cerró los grifos.


—¿Eva? ¿Qué estás haciendo?


Le quitó la escobilla del váter antes de que se la metiera en la boca y la colocó en la otra dirección.


—¡Ya he preparado el agua! —gritó.


—¿Está caliente?


—¡No! —contestó con cierto sarcasmo y oyó que Paula se reía.


—Desvístelas. Iré enseguida.


Así que desvistió a Eva y después a Ana. Cuando metió a la
primera en el agua, la pequeña se puso a gritar.


—¿Y ahora qué? —Pau había aparecido a su lado y le había
quitado a la pequeña de los brazos—. Creía que habías dicho que no estaba caliente.


—¡No lo está!


Paula se agachó y tocó el agua, después se rió y se sentó en el borde de la bañera, negando con la cabeza.


—No. Tienes razón, pobrecita. Está helada.


—¿Helada?


—Mmm.


—No quería…


—¿Quemarlas? —su sonrisa se desvaneció—. Está bien. Lo
siento. Me parecía de sentido común.


—Bueno, está claro que yo no lo tengo —contestó él, cansado de todo ese asunto y preguntándose qué sería lo próximo que haría mal.


Pedro, lo estás haciendo muy bien. Mira, usa la parte interior de la muñeca para comprobar la temperatura del agua. No ha de estar fría, ni caliente. Ésa es la mejor prueba.


Diablos. No sobreviviría a esa quincena.


Por no decir al resto de sus días.


—¿Cómo puede ser tan difícil? —murmuró antes de retirar a
Ana de al lado de la escobilla del váter y de meterla en el agua con su hermana—. Las niñas de catorce años pueden con ello.


—No, no es cierto. Se quedan embarazadas, pero no consiguen cuidar de sus hijos sin ayuda. Tener ovarios no hace que seas una buena madre, y no saber cómo preparar el agua del baño no hace que seas mal padre. Ya aprenderás, Pedro.


Él tragó saliva y miró a otro lado, porque estaban muy cerca y sus hombros se rozaban. Cada vez que ella se movía, sus caderas también se rozaban y él sólo podía pensar en abrazarla para besar sus labios.


—¡Ay!


Paula se rió e hizo que Ana soltara el cabello de Pedro. Al inhalar su aroma, Pedro estuvo a punto de perder el control.


—Bien, ¿y ahora qué? —preguntó él, y trató de concentrarse en la siguiente lección de paternidad.


Tras el baño, vistieron a las pequeñas y Paula dijo que en cuanto Pedro se vistiera saldrían a dar un paseo.


—¿Pueden caminar? —preguntó él.


Ella lo miró asombrada.


—Claro que no. Llevaremos el carrito.


Evidentemente. Por supuesto que no podían caminar. 


Apenas sabían gatear. Excepto a por la escobilla del váter. Pedro la dejó sobre el alféizar de la ventana para que no pudieran alcanzarla y se duchó para quitarse la papilla del pelo. Y de los ojos y de la nariz.


Después se vistió y bajó a la cocina.


—¿Estamos listos?


Ella lo miró pensativa.


—¿Y los vaqueros?


—Sabes que no tengo vaqueros —dijo él, y suspiró al ver cómo lo miraba ella—. ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Es un defecto que no tenga pantalones vaqueros?


—No —dijo ella—. No, lo que es un defecto es que no te importe no tenerlos.


—Bueno, ni los tengo ni los necesito.


—Oh, sí que los necesitas, claro que sí. ¿Cómo vas a tirarte al suelo con las niñas y con el perro con unos pantalones de traje hechos a medida?


Él se miró las piernas y pensó que, visto así, era ridículo.


—Podemos ir a comprarme unos —sugirió.


—Buena idea.


—Y ya que estamos en la ciudad podemos ir al concesionario de Mercedes y ver si pueden cambiarnos el coche por alguno más adecuado para las niñas.


—A mi coche no le pasa nada y, además, es de Joaquin.


—Al tuyo no —dijo él con paciencia—. Al mío.


Ella giró la cabeza y miró por la ventana.


—Pero Pedro… Te encanta tu coche.


—¿Y? Necesito uno en el que pueda llevar a las niñas, Pau.
Independientemente de lo que pase entre nosotros. Así que será mejor que haga algo al respecto. Y en casa no tengo sitio para más de un coche, así que tendré que cambiarlo.


—Puedes dejarlo allí y usar el mío cuando estés con las niñas.


—Creía que era el coche de Blake.


Ella frunció el ceño.


—Oh, sí, lo es. Claro, no puedo dejártelo.


—Entonces, volvemos al plan A.


Paula miró hacia el coche de Pedro y se mordió el labio inferior, dubitativa. Nunca lo había conducido, pero sabía que a él le encantaba y le daba lástima que tuviera que deshacerse de él.


—O al plan C —sugirió—. Te compras otro coche y dejas éste aquí para cuando vengas.


Él la miró un instante y después miró hacia otro lado para
disimular su expresión. De pronto, se había dado cuenta de que estaban hablando como si ella fuera a quedarse allí y él fuera a regresar a Londres sin ellas. Y eso no le gustaba en absoluto.


Se compró unos pantalones vaqueros, unos zapatos de sport y un par de sudaderas. Cuando salió del probador con la ropa nueva, preguntó:
—¿Mejor?


—Mucho mejor. Ahora vamos a solucionar lo del coche.


Y eso hicieron. Fue sencillo, porque tenían un coche de
demostración que podían llevarse en el acto.


Pedro tendió la mano hacia Paula y dijo:
—¿Mi teléfono?


—Está en casa. Pero yo tengo el número de Andrea en el mío, si quieres llamarla para que se ocupe del seguro del coche.


Él la miró resignado y agarró su teléfono. Realizó la llamada y se lo devolvió con cara de disgusto. Una vez terminada la negociación, el vendedor le dio las llaves y regresaron a casa en los dos coches.


Ella con las niñas y él con su nueva adquisición.


Una vez en casa, Pedro tendió la mano de nuevo.


—¿Mi teléfono?


Ella sonrió con cara de culpabilidad.


—No lo necesitas.


—Puede que sí. Aparte de para llamar a Andrea para lo del
coche, por si tengo una emergencia.


—¿Como tener que contactar con tus socios para hacer un nuevo trato o para comprobar que tu equipo, el cual está sobre remunerado pero infravalorado, hace bien su trabajo?


—¡No está infravalorado! —protestó él. Al ver que ella arqueaba una ceja, añadió—: Está bien —suspiró—. Me cuesta delegar en otros.


—¡Aleluya! —exclamó Paula, igual que había hecho Andrea—. En cualquier caso, no necesitas tu teléfono.


—¿Y si hay una emergencia?


—¿Como qué?


Él se encogió de hombros.


—No lo sé. Si prendo fuego a la casa, o me caigo sobre ti y te aplasto, o se me cae una de las niñas por la escalera…


Ella se puso pálida.


—Pues usas el teléfono fijo.


—¿Y si estamos fuera como esta mañana? —insistió él.


—Yo llevo el móvil. Podrás usarlo. Siempre lo llevo en el bolso.


Él miró el bolso, que estaba en la encimera de la cocina.


Saber que el teléfono estaba allí hizo que le entraran ganas de sacarlo y de esconderse en el jardín para hacer un par de llamadas.


Pero claro, no tenía los números que necesitaba.


Pedro, asúmelo.


Él se dio cuenta de que no había manera de convencerla.


Tragó saliva y pensó que Andrea lo llamaría si lo necesitaba. 


Pero se había olvidado de decirle…


Pedro, déjalo. Andrea dijo que llamaría si era urgente —y
entonces, preguntó con curiosidad—: ¿Qué aspecto tiene? Parece agradable.


Él sonrió.


—Yo no sé si diría que es agradable. Tiene cincuenta y tres años, es delgada, elegante y muy eficiente. Me lleva con mano de hierro. Probablemente te encantará, pero no es como tenerte a ti, Paula. Era estupendo trabajar contigo. Sabías lo que necesitaba a cada momento y siempre lo tenías preparado. No tenía ni que pensarlo. Te echo de menos.


—No voy a regresar sólo porque tu nueva secretaria no sea tan buena como yo.


—Oh, es buena, pero al final del día, cuando ya hemos terminado de trabajar, no me mira como tú me mirabas —dijo él, y bajó el tono de voz—. Como si quisiera arrancarme la ropa. Y tampoco la desnudo en la ducha y le hago el amor contra los baldosines mientras el equipo de seguridad se pregunta a quién están asesinando a causa de los gritos.


Ella notó que se ponía colorada y negó con la cabeza.


—Pedro, basta. Sólo fue una vez.


—Y fue asombrosa —dijo él, acariciándole la mejilla antes de
sujetarle la barbilla para besarla despacio.


Ella dio un paso atrás.


—Pedro, ¡no! Basta.


Él se enderezó y esbozó una sonrisa.


—Lo siento —murmuró, pero no parecía nada arrepentido—. ¿Y qué hay de ese paseo que íbamos a dar? —preguntó, demostrando lo poco que sabía sobre los horarios de los bebés.


—Las niñas tienen que comer y dormir la siesta, y yo también. Podemos ir más tarde, si sigue haciendo bueno.


—Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer? —preguntó.


Ella se percató de que se sentía completamente perdido con
tanto tiempo disponible, y puso una pícara sonrisa.


—Puedes lavar los pañales.



****


Él nunca había curioseado en su bolso. Era una de las normas que su madre le había inculcado de pequeño, como no maldecir delante de una mujer, o cederles el sitio.


Pero, con la casa en silencio y todas ellas durmiendo, se puso en pie y miró el bolso. Sólo quería el teléfono.


Hacer una llamada. Podía ir al jardín, o al coche, y ella nunca se enteraría.


Lo sacó con cuidado y lo miró. Era un teléfono normal, y él sabía usarlo porque había hecho una llamada al mediodía. 


Sabía que el número de Andrea estaba allí.


«Tengo que hablar con ella», se dijo, tratando de justificarse.


Entró en la agenda y, de manera impulsiva, bajó hasta la P. Y allí estaba. Pedro, su número de móvil, el del apartamento y el del trabajo. También miró qué número había registrado bajo el nombre de «Emergencias», y encontró sus teléfonos.


En el teléfono nuevo de Paula.


«Por las niñas», pensó, borrando todo sentimiento de esperanza.


Entonces, tuvo una idea. Si llamaba a su móvil, sonaría y él podría encontrarlo…







PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 8




—Andrea, soy…


—¡Pedro! ¿Estás bien?


Él pestañeó, sorprendido por su preocupación.


—Sí —mintió—, estoy bien. Mira, necesito que me hagas un
favor.


—Por supuesto —le dijo, y añadió—: ¿Cómo van las cosas?


—No estoy seguro —dijo él—. Necesito tiempo para descubrirlo. ¿Puedes anular todas las citas que tenga durante las dos próximas semanas?


—Ya lo he hecho —dijo ella, sorprendiéndolo una vez más—. Bueno, he cambiado las que he podido. Todavía estoy esperando a que Yashimoto se ponga en contacto conmigo.


«Maldita sea», pensó él. Se había olvidado de Yashimoto.


Se suponía que tenía que ir a Tokio, desde Nueva York, para
firmar un contrato.


—A lo mejor…


Pedro, hablaré con él. No hay problema. Puede tratar con
Stephen.


—No. Samuel no sabe todos los detalles. Diles a los dos que me llamen.


—¿Pedro?


Al oír la advertencia de Pau se volvió y la encontró en la puerta con una taza de té en la mano. Lo estaba mirando fijamente.


—Nada de llamadas —le recordó en tono helador.


Él hizo una mueca de frustración y le dio la espalda de nuevo.


—Está bien. Olvida eso, habla con él y deja que Santiago se
encargue de todo. Yo tengo que… Bueno, hay algunas…


—¿Normas? —preguntó Andrea.


—Dos semanas. Sin trabajo ni distracciones.


—Bueno, ¡aleluya! Creo que tu esposa me va a caer bien. Sólo espero tener la oportunidad de conocerla. No lo estropees, Pedro


Cielos, ¿qué le había pasado? ¡Se suponía que debía estar de su parte!


—Haré lo posible —murmuró él—. Mira, sé que va contra las
normas, pero si hay un problema serio…


—Si hay un problema serio, te llamaré, por supuesto. Dame el número de teléfono de tu esposa.


—¿Qué?


—Ya lo has oído. La llamaré a ella.


—No es necesario que la molestes.


—No, supongo que no, pero prefiero que ella sepa por qué
quebranto las normas.


Él maldijo, se disculpó y le entregó el teléfono a Paula.


—Quiere tu número de teléfono por si hay una emergencia.


—Bien —dijo ella, agarró el teléfono y salió de la habitación,
cerrando la puerta con el pie.


Él maldijo de nuevo, se pasó la mano por el cabello y oyó que una de las pequeñas lloraba en su habitación.


Sus hijas. De eso se trataba todo aquello. Se dirigió al dormitorio de las niñas y tomó en brazos a la que estaba despierta.


—¿Tú eres Eva? —preguntó en voz alta.


La pequeña se volvió y miró hacia la otra cuna.


—¿Ana?


Ella se volvió de nuevo y sonrió, agarrándole la oreja. Él la retiró un poco y tomó aire. Hmm. Tenía un problema que no sabía cómo solucionar. Esperaba que Pau no tardara demasiado.


—¿Pedro?


—Estoy aquí —dijo él, mientras sacaba a Ana de la habitación— ¿Ya estás satisfecha?


—Mmm. Parece simpática. Le he dado mi teléfono y otros datos de contacto, por si acaso.


—¿Por si acaso qué? ¿Que se incendie la oficina?


—Eso no tendría sentido. ¿Qué ibas a hacer? ¿Escupir desde aquí? ¿Has despertado a Ana?


—No, estaba despierta. Ella… Um, te necesita.


Paula se rió y tomó a la niña en brazos. La besó en el cuello y dijo:
—Hola, monstruito. ¿Papá es un cobarde?


Comenzó a hacer ruidos y la pequeña se rió.


—Por supuesto, parte del proceso para conseguir el vínculo
afectivo es aprender a cambiar pañales —le dijo ella, y al ver la expresión de su rostro, añadió—: Está bien, te dejaré que
practiques con uno menos poderoso —sonrió, y se contuvo para no reírse al ver que él se sentía aliviado.


Pedro se quedó en la puerta y, desde la distancia, observó cómo Paula cambiaba a Ana. Después, ella le entregó de nuevo a la pequeña y se lavó las manos. Momentos más tarde, sacó a Eva de la cuna e hizo lo mismo con ella. 


Cuando terminó, echó el pañal en un cubo.


—¿Son pañales de tela? —preguntó él.


Ella se volvió y arqueó una ceja.


—No te asustes.


—No lo estoy. Sólo un poco sorprendido. No sé… No pensaba que… Bueno, tendrás que lavar tanto… Podrías emplear pañales desechables.


—Mmm. Ocho millones de pañales al día acaban en los
vertederos.


—¿Ocho millones? ¡Madre mía!


—Sólo en este país. Y no son biodegradables, así que
permanecen ahí durante años. Prefiero lavarlos y secarlos en la estufa. Es más fácil, más barato y mejor. Y no están hechos de algodón, sino de bambú. Son muy suaves. Bueno, Eva, ¡ya estás lista!


—¿Cómo diablos te ocupas de las dos cuando estás sola? — preguntó él.


Ella sonrió y se encogió de hombros.


—Se aprenden trucos —dijo ella—. Primero te ocupas de la más necesitada, mientras la otra espera. Normalmente, Ana es la que espera, porque Eva tiene menos aguante.


—¿Así que ya ha aprendido a manipularte? —dijo él con voz de asombro.


Ella soltó una carcajada.


—Por supuesto —lo miró muy seria—. Se parece a ti.


Él la miró dubitativo.


—No estoy seguro de que eso sea un cumplido.


Paula se rió.


—No lo es. Pero los bebés son sorprendentes. Son grandes
supervivientes, y no tardan mucho en encontrar su lugar en la jerarquía. Te tendrán calado en muy poco tiempo, ya verás. Bueno, pequeñas, es hora de desayunar. Ahora toman cereales con fruta. Se pringan todas. Luego dejaré que las limpies.


Él la miró aterrorizado y ella estuvo a punto de reírse.


Pero entonces recordó que cualquier padre normal habría sabido lo que desayunaban sus hijas, cómo cambiar un pañal y cómo los niños eran capaces de manipular a sus padres.


Sin embargo, Pedro no había tenido la oportunidad de aprenderlo, y había sido por su culpa.


Volviéndose para que él no viera que tenía el ceño fruncido, se dirigió al piso inferior con Eva en brazos.


Él la siguió con Ana. Y con suerte, Paula conseguiría dar de
desayunar a sus hijas sin que se le cayera la baba al ver a Pedro en albornoz, consciente de que no llevaba nada de ropa debajo.


Además, eso no debía interesarla, al menos hasta que hubieran encontrado la manera de recuperar la relación.


Por lo menos, él había llamado a su secretaria, tal y como ella le había pedido.


Andrea parecía una mujer sensata, simpática y decente, y parecía estar de su lado. Ella estaba dispuesta a conocerla, pero todavía no.


Tenían que suceder muchas cosas antes de llegar a ese punto.


—Bueno, pequeñas, ¿queréis desayunar?