jueves, 22 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: EPILOGO




Paula se acomodó en el sofá de la oficina de Pedro, dando la vuelta a la página de su ejemplar favorito de Jane Eyre. 


Podía sentir la vibración de la música del club a través del suelo.


Pero aquella habitación estaba prácticamente insonorizada, y ella había aprendido a ignorar la sensación de reconocer la canción que estaba sonando sin escucharla realmente.


Había aprendido muchas cosas en los pasados meses. 


Había aprendido cómo era vivir con un hombre, y a aceptar que Pedro la quería tanto como ella a él.


Se habían ido a vivir juntos al poco tiempo de la aparición de Pedro en la biblioteca. Pero ella había seguido sintiéndose un poco insegura con él, teniendo en cuenta todo lo que se había inventado al principio de su relación. Así que habían acordado tomárselo con calma, y conocerse realmente antes de comprometerse más.


Irónicamente, Pedro se había ido a vivir al apartamento de Paula, con estanterías con libros y gatos de cerámica. A él le había gustado su decoración hogareña, y además, había dicho que estaba cansado de su apartamento de soltero. Y lo había alquilado.


Después de seis meses de estar juntos prácticamente todo el tiempo que no estaban trabajando, Paula empezó a sentir que Pedro realmente la conocía, por dentro y por fuera. Y ella lo conocía a él. Por lo que cuando Pedro la había invitado a cenar y le había pedido que se casara con él, ella no había dudado, y le había dicho «sí» sin reservas.


Se habían casado en el Jazz Spot, la nueva aventura empresarial de Pedro. Él había encontrado un viejo almacén al otro lado de la ciudad y lo había reformado completamente para que pareciera un viejo club de jazz de los años cuarenta y cincuenta, y lo había decorado en estilo Art Decó, todo en blanco y negro.


Antes de inaugurarlo, lo habían decorado con globos y guirnaldas y habían celebrado su boda en el escenario vacío. Sus familiares y amigos habían compartido con ellos una cena, seguida de un baile que había durado hasta bien entrada la noche.


De aquello hacía casi un año, y no recordaba haber sido más feliz en su vida. Tenía un marido, un nuevo hogar, y una noticia importante que darle a Pedro.


La luz de la lámpara que iluminaba su lectura, reflejó el anillo de oro y diamantes que llevaba en la mano izquierda. Paula sonrió, y giró el anillo distraídamente, mientras pensaba en la sorpresa que se llevaría Pedro.


En ese mismo momento se abrió la puerta de la oficina, dejando entrar el ruido del piso de abajo hasta que la puerta quedó cerrada totalmente.


—Eh… —dijo él suavemente, sonriendo, al verla levantar la mirada—. No quiero interrumpir tu lectura.


Paula puso el señalador, dejó a un lado el libro y se incorporó.


—No importa. No podía concentrarme, de todos modos.


—¿Te molesta la música? —preguntó él, atravesando la habitación.


—No… —respondió Paula y le rodeó el cuello con los brazos—. Estaba pensando.


—¿En qué?


—En ti y en lo mucho que te amo.


—¿De verdad? —Pedro miró el libro por encima del hombro de Paula—. ¿Debería disculparme por separarte de Jane y el señor Rochester?


Paula sonrió cálidamente.


—¡Lo has leído por encima de mi hombro!


—Tengo que ponerme al tanto, con una mujer bibliotecaria… —bromeó—. Y para tu información, me gustó la historia. Ahora voy por la mitad de Cumbres borrascosas.


A ella le encantaba que Pedro se interesase por su profesión, una de sus mayores pasiones. Y lo hacía amarlo más aún.


—Me siento impresionada.


—Mmmm… —Pedro le besó el cuello—. ¿Es suficiente para que me arropes y me acuestes y me cuentes un cuento?


—¿Quieres que te lea antes de dormir? —preguntó Paula con sorpresa.


—No necesariamente. Estaba pensando que podrías inventar algo. Una historia traviesa y viciosa.


—Ah, quieres que juegue a Sheherazade.


—¿Las mil y una noches? —preguntó él, ansioso por su respuesta.


—Exacto. Todavía no estás listo para irte a casa, ¿verdad?


Pedro miró el reloj. Era más temprano de la hora habitual en que se marchaba las noches que había mucho trabajo, como aquélla.


—Me tengo que ocupar de algunas cosas todavía. Pero no tardaré mucho. No estás muy cansada como para esperarme, ¿no? Puedo llamar a un taxi, si lo estás. O llevarte a casa y volver.


—No, estoy bien —respondió Paula, agitando la cabeza y observándolo sentarse detrás del escritorio.


Sorprendentemente, se sentía genial para estar en el primer trimestre de embarazo. Tal vez por eso Pedro no se hubiera dado cuenta todavía de su estado.


Estaba deseosa de ver su reacción cuando se enterase de que iba a ser padre.


—Pedro… —le dijo Paula rodeando el escritorio y apoyando una cadera en él.


Estaba nerviosa, aunque sabía que él no se oponía a tener hijos. Ésa era una de las muchas cosas de las que habían hablado durante el tiempo que habían vivido juntos. Sólo que ella no sabía cómo se iba a sentir sabiendo que ella se había quedado embarazada tan pronto.


Pedro apoyó una mano en la rodilla de ella y empezó a acariciarla mientras esperaba que Paula continuase.


—Tengo una sorpresa, y espero que te guste.


Pedro sonrió.



—No habrás usado la tarjeta de crédito para comprar más muebles para la casa nueva, ¿no? Si sigues comprando cosas, no sé dónde las vamos a poner…


—No, no es nada de eso…


Aunque tendrían que hacer algunas compras, pensó Paula, si querían tener listo el dormitorio del niño cuando naciera.


Habían estado haciendo muchas compras para la casa de estilo Tudor, de dos plantas, que habían comprado.


Pedro se puso serio, y preguntó con ansiedad:
—Bien, ¿qué es?


Paula respiró profundamente. Luego sonrió y dijo:
—Estoy embarazada.


Pedro pestañeó.


—¿Cómo?


—Estoy embarazada. Vamos a tener un bebé.


—Eso es lo que me ha parecido oír. ¿Estás segura?


—Muy segura —le dijo ella, esperando aún su reacción—. Me he hecho una prueba de embarazo y he ido al médico. 
Ambas pruebas han resultado positivas. Estoy de seis semanas, y si no me dices pronto si estás contento o no, voy a ponerme a llorar.


Pasó un segundo, y entonces él la alzó en el aire y la besó con un amor y una pasión desconocidos para ella antes de conocer a Pedro.


Pedro le acarició el vientre.


—Estoy contento —murmuró—. Más contento que nunca. Un poco asustado por ser padre, pero feliz.


Ella lo miró a los ojos y sonrió.


—Serás un padre maravilloso —le aseguró—. Y tenemos ocho meses para aprender todo lo que tengamos que saber y para superar el miedo. Lucia y Marcos pueden ayudarnos, estoy segura.


Pedro puso los ojos en blanco.


—En ese caso, tengo problemas. Le he tomado mucho el pelo a Marcos cuando él estaba nervioso por la inminencia de su paternidad. ¡Cómo se reirá de mí cuando vea que puede vengarse!


—Quizás, si te ofreces a cuidar a Saul un par de veces, te perdone. Lucia y Marcos necesitan pasar algún rato solos…


—¿Cuidar a Saul, has dicho? ¿Vendrías conmigo para ayudarme?


—Por supuesto. Será bueno practicar un poco.


Pedro volvió a acariciar su vientre.


—Un bebé… —susurró—. No puedo creerlo… —la miró a los ojos—. Has hecho todos mis sueños realidad, Paula. No sé si lo sabes.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. No pudo reprimirlas.


—Oh, no. Creo que ésta es una de esas cosas que les pasa a las mujeres embarazadas… Me lo han advertido.


Ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.


—Tú has hecho realidad todos mis sueños. Sueños que ni siquiera sabía que existían. Te amo, Pedro


—Yo también te amo, cariño —susurró él antes de besarla.


Cuando finalmente llegaron a casa aquella noche, y se fueron a la cama, fue Pedro el que le contó a ella una historia…


La historia de una tímida princesa y de un príncipe solitario que se encontraron, se enamoraron y vivieron felices y comieron perdices.



CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 18




Pedro se giró en la cama y extendió el brazo para tocar a la mujer que debía estar a su lado.


A diferencia de la otra vez, en aquella ocasión tenía el presentimiento de que no la encontraría.


Maldita sea. ¿Qué diablos pasaba con aquella mujer, que no podía quedarse toda la noche con él?


Juró que la próxima vez que la llevase a la cama, no la dejaría escapar.


Se incorporó un momento para reflexionar, apoyándose en los codos.


¿Quería decir eso que quería que ella estuviera allí, dispuesta a compartir el día con él?


Su fragancia aún lo rodeaba. Estaba en su piel y en las sábanas. En sus poros y en su alma.


Pero era más que físico. Era el modo en que lo hacía sentirse, y que lo hacía despertarse preguntándose cuándo la volvería a ver. 


Deseando verla nuevamente.


Pero eso no quería decir que quisiera estar con ella de un modo permanente, en una relación exclusiva, ¿no?


Pensó en la traición de Susana, en todas las mujeres con las que dejaría de estar si se comprometía en una relación… Y no sintió nada, ni resentimiento por Susana, ni pánico de perder su libertad.


No sintió nada que pudiera causar arrepentimiento.


Era como si ya no le afectase la traición de Susana, el que lo hubiera utilizado.


Interesante…


Y al pensar en Paula lo invadió una gran ternura, un calor en todo el cuerpo.


Se imaginó la cara de Paula y su sonrisa. 


Recordó su risa y sintió la sensación de adrenalina que siempre lo invadía cuando estaba cerca de ella.


De ahí pasó a imaginar un futuro con Paula. Se vio caminar de la mano con ella, la imaginó acurrucándose en el sofá de la oficina del club mientras él trabajaba en su escritorio…


La vio en su apartamento, moviéndose como en su casa. La imaginó caminando hacia el altar, donde él la esperaba para hacerla su esposa. Y la vio unos años más tarde, con dos o tres niños alrededor de un árbol de Navidad, abriendo los regalos.


¡Oh! ¡Estaba enamorado de ella!


Una vez más, esperó a que lo invadiera el pánico. Pero no fue así.


Lo invadió un inmediato sentimiento de alegría.


Por primera vez desde que Susana lo había dejado, no tenía miedo de tener una relación seria con una mujer.


No le tenía miedo a la idea de matrimonio y familia.


Y, sobre todo, no tenía miedo al amor.


Se sentó en el borde de la cama. Estupendo. 


Finalmente se había dado cuenta de que estaba enamorado de Paula y ella había vuelto a huir de él.


Bueno, no tenía intención de dejar que se le escapase.


Se levantó de un salto y fue a ducharse. Tenía muchas cosas que hacer aquel día.


Pero esas cosas podían esperar. El objetivo principal era encontrar a Paula.


Se secó y se afeitó rápidamente frente al espejo del cuarto de baño. El resultado fueron varios cortes.


Se puso desodorante y loción para después de afeitar y fue al armario a buscar una camiseta y un vaquero.


Una vez vestido y calzado, recogió las llaves del coche y el móvil y salió de su apartamento.


En el camino, hizo dos llamadas telefónicas. 


Una al encargado de día del club, para decirle que se ocupase del trabajo de la oficina, y la otra, al encargado de noche para decirle que si lo necesitaba, podía encontrarlo en el móvil.


Aparcó en el primer espacio que encontró y fue al edificio de Paula. Llamó al telefonillo. No contestó nadie.


Volvió a llamar. Cuando una vecina salió por la puerta del portal, esperó a que pasara y se coló por la puerta.


Subió las escaleras de dos en dos escalones y al llegar a la planta de su casa, golpeó la puerta del apartamento de Paula. Minutos más tarde llegó a la conclusión de que, o lo estaba evitando o no estaba realmente.


—Venga, Paula —llamó a través de la puerta de madera—. Abre…


Una puerta se abrió al fondo del pasillo. Él se dio la vuelta y vio a una anciana espiando por la puerta.


—Lo siento, joven, pero Paula no está en casa.


Pedro se acercó al apartamento de la mujer. Al ver que la señora se echaba atrás, atemorizada, detuvo sus pasos.


—¿Sabe dónde puedo encontrarla? Es importante —le dijo.


La mujer lo miró de arriba abajo.


—Bueno, supongo que está trabajando, como todos los días.


Maldita sea. Seguramente estaba recorriendo tiendas para encontrar creaciones exclusivas para su trabajo.


—¿Tiene alguna idea de dónde puede estar? ¿O cómo puedo ponerme en contacto con ella?


—Sí, claro. Trabaja al final de la calle, en la biblioteca. ¿Sabe dónde está?


Pedro pestañeó.


—¿En la biblioteca? —preguntó.


Paula había dicho que era compradora. ¿Qué diablos estaba haciendo en la biblioteca?


—Sí —respondió la mujer—. Tiene que estar allí. A no ser que haya salido a comer.


Pedro miró el reloj. Eran las diez de la mañana, muy temprano para comer. Bien, entonces quizás pudiera encontrarla, pensó Pedro.


—Gracias —agradeció Pedro a la mujer.


Y bajó las escaleras deprisa.


Caminó varias manzanas hasta la biblioteca de Georgetown.


Ahora que lo pensaba, aquella mañana que había visto a Paula, ella estaba bajando las escaleras de la biblioteca.


No sabía muy bien qué sucedía, pero le daba igual.


Lo importante era encontrar a Paula y decirle lo que sentía.


Le llevó cinco minutos llegar al edificio colonial de ladrillo rojo.


Subió la escalinata de la entrada y abrió la puerta, cediendo el paso a otro usuario primero.


El silencio era ensordecedor. Él estaba acostumbrado al ruido del Hot Spot. E incluso cuando trabajaba en la oficina solía poner música de fondo.


Pero aquélla era la quietud que sólo experimentaba los treinta primeros segundos después de llegar a casa, o cuando llegaba al bar.


Se quedó de pie mirando a los estantes de libros: filas y filas de libros. Había gente leyendo en mesas de cuatro y seis sillas.


Al fondo había un escritorio circular y una bibliotecaria detrás de él. Una bibliotecaria que no era Paula.


Era una mujer morena, de mediana edad. Llevaba un suéter azul claro encima de una blusa floreada. Fingía estar ocupada mientras lo observaba a través de sus grandes gafas.


Pedro se acercó al mostrador.


—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó la mujer con una sonrisa.


—Sí… Tengo que hablar con una persona… Y me han dicho que podría estar aquí. Su nombre es Paula Chaves. Tiene un cabello castaño muy bonito que le cae sobre los hombros formando ondas. En pocas palabras, está muy buena… 
¿Trabaja aquí por casualidad?


La mujer abrió mucho los ojos.


—Mmm… Hay una Paula Chaves que trabaja aquí… —dijo la mujer, algo incómoda—. Pero no estoy segura de que sea la misma persona que busca. Aunque nuestra querida Paula es una chica muy guapa, también.


Pedro no sabía cuántas Paula Chaves podía haber en Georgetown, pero estaba seguro de que si Paula trabajaba allí, la mujer que estaba detrás del escritorio lo sabría.


Claro que Paula era mucho más que una «chica muy guapa».


—Oh, aquí está —anunció la mujer.


Pedro se dio la vuelta, y vio a Paula. 


A su Paula.


No estaba vestida como él imaginaba, pero tenía un aspecto agradable. Muy agradable. Y tan sexy como siempre con aquel vestido amarillo de punto, sin mangas, cuello redondo y falda por encima de la rodilla. Un broche en forma de margarita decoraba el espacio comprendido entre el hombro y el pecho izquierdos. En las manos llevaba un montón de libros.


Pedro —Paula se puso pálida al verlo—. ¿Qué haces aquí?


Él también le hubiera hecho muchas preguntas. 


Pero ninguna de ellas era tan importante como la razón que tenía para ir en su busca.


—Te estoy buscando —apoyó la palma de la mano en el mostrador y le dijo a la bibliotecaria—: Gracias.


Pedro se puso frente a Paula y dijo en voz baja, de manera que nadie los escuchase:
—¿Por qué te has marchado esta mañana?


Ella se puso colorada e intentó reacomodar los libros que llevaba en los brazos, que debían de pesarle bastante.


Pedro los agarró y los dejó en la mesa más cercana.


—¿No hay algún sitio un poco más privado donde podamos hablar?


Había mucha gente, y no quería airear sus asuntos allí.


Paula miró alrededor y luego asintió. Lo llevó a una pequeña habitación de paredes de cristal oculta detrás de las estanterías llenas de libros.


Lo hizo pasar. Cerró la puerta y corrió las cortinas para que no los vieran los que pasaran por allí.


Pedro se apoyó en un escritorio metálico y se cruzó de brazos.


—¿Vas a contestar a mi pregunta? —preguntó serenamente.


—¿Qué pregunta? —ella se alisó el vestido nerviosamente, evitando mirarlo.


—¿Por qué te has marchado esta mañana? —repitió él.


—¿Y por qué se suponía que iba a quedarme?


—Si tenías que venir al trabajo o algo así, podrías haberme despertado para decírmelo, o podrías haberme dejado una nota diciéndome a qué hora ibas a volver. De otra manera, yo pensaba despertarme y encontrarme con la mujer con la que había dormido.


Pedro volvió a pensar que nunca esperaba encontrar a la mujer con la que había estado durante la noche.


—Lo siento. No habría sabido qué decir —dijo ella.


—No pensabas volver, ¿verdad? Ni llamarme, ni volver a verme, ¿no? —la interrogó Pedro.


Al ver que ella no contestaba, Pedro apretó los puños, para aguantar el dolor que le producía su reacción.


—Estupendo. Estupendo… Me he pasado estas últimas semanas pensando constantemente en ti, soñando contigo, dándome cuenta de que por fin he superado la traición de mi exmujer y pensando que me estaba enamorando de ti, mientras que tú me estabas utilizando sólo para entretenerte un rato.


El corazón de Paula se encogió en su pecho. 


Luego empezó a latir desesperadamente.


Verlo en la biblioteca había sido suficiente shock como para sumar a ello aquella queja y aquella declaración: que ella no había estado a su lado cuando se había despertado aquella mañana, y que se estaba enamorando de ella…


¿Habría oído bien?


No, debía de estar equivocada.


—¿Cómo has dicho? —preguntó Paula. Apenas podía respirar. Tenía miedo de que él lo pudiera negar.


Pedro puso los ojos en blanco, irritado.


—Digo que me has usado como divertimento…


Paula agitó la cabeza y se acercó a él.


—Antes de eso… ¿Has dicho… has dicho que te estabas enamorando de mí?


—Sí —admitió, reacio—. Pero puedes estar segura de que no te lo volveré a decir. Ya he tenido bastante humillación en un solo día, gracias.


Ella ignoró su enfado y se acercó más.


—¿Todavía sientes eso? —le preguntó Paula casi en un susurro.


—¿Y eso qué te importa a ti? Te has marchado esta mañana para no tener que verme cara a cara a la luz del día.


Ella tragó saliva.


—Tienes razón. Ése es el motivo por el que me fui. Pero sólo porque pensé que tú no querrías volver a verme. Sé el tipo de hombre que eres, Pedro. Eres el dueño de un club nocturno. Conoces a montones de mujeres guapas todas las noches. Y estoy segura de que muchas se alegrarían de ir a tu casa.


—¿Adónde quieres llegar? Yo te he conocido en el club nocturno, y tú fuiste a mi casa aquella misma noche.


—Lo sé. No he querido criticarte con esto.


Ella había querido hacer el amor con un hombre que no le hiciera demasiadas preguntas, que no esperase nada de aquel encuentro. Pero se había visto demasiado involucrada en la relación con el hombre que había escogido. O más exactamente, con el hombre que la había elegido a ella.


—Para serte sincera, no pensaba que tú pudieras querer a una mujer como yo. Pensé que querrías deshacerte de mí.


Pedro la miró fijamente durante unos segundos. Luego se apartó del escritorio en el que estaba apoyado.


—¿Qué quieres decir con «una mujer como tú»?


—Una mujer como yo. Una simple y aburrida bibliotecaria que jamás había pisado un club nocturno antes de su cumpleaños.


—Creí que eras una compradora de moda.


—Te mentí. Pensaba que tus amigos y tú no os sentiríais impresionados si os decía que me pasaba los días poniendo libros en sus estantes, y ayudando a los estudiantes con sus investigaciones.


—¿Y por qué crees que iba a importarme cómo te ganabas la vida? —preguntó Pedro—. Me habría sorprendido, pero me sorprende más que hayas sentido la necesidad de mentirme acerca de tu trabajo. ¿Y de dónde has sacado que eres simple y aburrida? No nos conocemos desde hace mucho, pero a mí no me pareces ninguna de las dos cosas.


—Ése es el problema, Pedro. Que no me conoces, en absoluto. Todo lo que sabes de mí, es inventado. Aquella noche que entré en tu club por primera vez, tenía el pelo teñido, y me compré un atuendo completamente diferente de la ropa que suelo llevar, porque estaba deprimida por cumplir treinta y un años. Y quise hacer una locura por primera vez en la vida. Tú me diste la oportunidad de mostrarme desinhibida y de pasar la noche con un hombre divertido y apuesto que no se acordaría de mí al día siguiente —se rio afectadamente, y luego se pasó la mano por el pelo nerviosamente—. Pero tú no fuiste lo que yo esperaba. Fuiste dulce y amable y no me utilizaste sólo por el sexo. De hecho, me buscaste y me invitaste a salir otra vez. Actuaste como si hubieras querido conocerme más, cuando yo no esperaba ser más que una relación de una noche.


Pedro agitó la cabeza.


—¿Me estás diciendo que te has marchado esta mañana porque te estaba dedicando demasiada atención? ¿Porque te he tratado más como a una mujer con la que estaba saliendo que como a una mujer a quien se usa y se deja?


—No. No lo comprendes. No hay nada de malo en ti. Tú has sido maravilloso, no como yo esperaba —ella suspiró—. Lo que quiero decir es que la mujer que conociste aquella noche no soy yo. Y cuando apareciste en mi apartamento y me invitaste a cenar, tuve que seguir fingiendo que era una mujer segura y mundana. Me tuve que comprar más ropa sexy e inventarme otra profesión para que no supieras que me pasaba los días aquí, rodeada de libros.


Pedro estaba perplejo. Ella parecía pensar que la mujer con la que había estado él y la que trabajaba allí eran distintas personas.


Pero él opinaba lo contrario. Sabía que, aunque ella hubiera estado fingiendo ser otra persona en el club la primera noche, había alguna parte de esa mujer vibrante y sexy dentro de ella en aquel mismo momento. Él sabía que el que ella fuera bibliotecaria de profesión no quería decir que fuera aburrida. Y sabía que el modo en que ella se veía no tenía nada que ver con la mujer de la que se había enamorado.


Sinceramente, se alegraba de descubrir que ella había desaparecido porque pensaba que no estaría a la altura del personaje que se había inventado. Por un momento había pensado que él no le importaba.


Suponía que debía estar enfadado por que ella le hubiera mentido. Pero en aquel momento no le importaba.


Pedro rodeó sus brazos con sus manos y se los acarició.


—Sólo me queda una pregunta —dijo solemnemente—. ¿Has mentido acerca de esto?


Sin advertírselo, tiró de ella y la abrazó. Luego la besó apasionadamente, explorando su boca con su lengua, acariciándola, devorándola.


A Paula le daba la impresión de que hacía un siglo que no la besaba. Y el deseo se instaló, caliente y rápido, entre ellos. 


Pedro la envolvió con sus brazos y la apretó más contra él. 


Ella se derritió.


No fue fácil, pero él se separó de ella y le preguntó:
—¿Ha sido fingido esto? ¿Fingías cuando estabas en mis brazos y en mi cama?


Ella pareció en estado de shock. Pero lo negó con la cabeza vehementemente.


—No. Te juro que eso fue verdad, absolutamente todo —respondió Paula.


Pedro se sintió aliviado. Tuvo ganas de echar la cabeza hacia atrás y gritar de alegría.


Pero sólo sonrió, y se llevó una mano de Paula a los labios para besarla.


—Entonces, no me importa nada más. Te amo, a ti, no tu ropa ni tu trabajo. Me daría igual que trabajases en una hamburguesería y llevases un gorro de papel…


Paula sonrió, aunque todavía se sentía insegura.


—No soy quien tú creías que era. Colecciono figuritas de gatos de porcelana y me paso las noches leyendo, no bailando en clubes.


—¿Me amas, Paula? Eso es lo único que quiero saber. ¿Me amas?


A Paula le tembló el labio inferior, e inmediatamente contestó:
—Sí, te amo. No quería amarte, he intentado resistirme a ese sentimiento, bien lo sabe Dios, pero te amo.


Pedro la abrazó y la volvió a besar hasta que ambos se quedaron sin respiración. Cuando finalmente se separaron, tomaron aire.


—Pero, Pedro…


—No. No más excusas. No más razones por las cuales no puedo quererte. Me ha costado mucho superar la traición de Susana y poder abrirme para amar a otra mujer. Te quiero, con gatos de cerámica, carné de biblioteca y todo. Incluso dedicaré menos horas al club, si lo prefieres. He estado viendo la posibilidad de abrir otro local, así que voy a pasar mucho tiempo ocupado en eso, de todos modos.


—No tienes que cambiar nada por mí —susurró ella—. Excepto el acostarte con mujeres que acabas de conocer —lo miró a los ojos y vio que él la miraba con el mismo ardor que sentía ella.


—Trato hecho. Lo mismo de tu parte. De ahora en adelante, soy hombre de una sola mujer y tú eres mujer de un solo hombre.


A Paula se le iluminó la cara de felicidad. Se puso de puntillas y lo besó.


—Trato hecho —agregó luego.