miércoles, 1 de marzo de 2017

APUESTA: CAPITULO 32




Nieves y Cata se la habían llevado después del trabajo a casa para peinarla y maquillarla, así que Pedro no había podido ver a Paula con aquel vestido tan sexy hasta el momento en que salió al escenario que habían montado en uno de los enormes salones del hotel Riverside. La visión lo dejó sin aliento. Estaba realmente espectacular:
Desde donde estaba, junto a la barra del bar, no le llevó más de cinco segundos avistarla entre las demás participantes. 


Los ojos verdes de la joven, delicadamente resaltados por el maquillaje, lo buscaron también entre la multitud, sonriéndole cuando al fin lo vio, y a Pedro le dio la impresión de que el corazón iba a salírsele por la garganta. «Estás preciosa», dijo vocalizando exageradamente para que Paula pudiera leer sus labios. Ella sonrió aún más y se sonrojó ligeramente.


Cuando el alcalde le tendió el micrófono para que se presentase al público, Paula habló sin dejar de mirar a Pedro:
—Hola, amigos. Soy Paula Chaves, y como sabéis he regresado a Irlanda, a casa, después de haber pasado mucho tiempo fuera. Es maravilloso estar aquí otra vez —tuvo que hacer una pausa para esperar a que cesaran los aplausos y silbidos. Buscó con la mirada a Cata—. Tengo que admitir que fue una amiga la que me inscribió en el concurso, pero también que ha sido divertido dejar que me peinaran, me maquillaran y me pusieran tan guapa. ¡Casi ni me reconozco! —exclamó haciendo reír al público—. Así que gracias, Cata, pero… esta te la pienso guardar —añadió con una sonrisa maliciosa.


Pedro se rió y aplaudió de nuevo con el público. No había duda de que Cata y Nieves habían hecho un trabajo de primera. Le habían hecho un recogido juvenil pero elegante, con los rizos rojizos cayéndole en cascada, pero no era ni la mitad de sexy que el vestido: era verde, como sus ojos, tenía tirantes de espagueti, un corpiño bordado que realzaba los perfectos senos, y una falda… de lo más corta. Dios, aquella mujer tenía las piernas más largas del mundo. Los ojos de Pedro se oscurecieron con lascivia al recordar cómo lo habían rodeado cuando hicieron el amor. Sí, era un fetichista de las piernas.


—Está increíble.


Pedro despegó los ojos de Paula al escuchar la voz de Kieran detrás de él. Estudió su perfil, y asintió en silencio.


—Sí, realmente increíble.


Pedro se giró hacia la barra, pidió dos cervezas, y tras entregar una a su amigo, fijó la vista otra vez en el escenario, donde las participantes seguían presentándose.


—No estoy ciego, Pedro —le dijo Kieran de repente—, así que no voy a andarme por las ramas: ¿cuánto tiempo llevas acostándote con ella?


La mandíbula de Pedro se tensó, pero mantuvo la mirada fija en el escenario, en el rostro sonriente de Paula, que estaba respondiendo una pregunta del público.


—No creo que eso sea asunto tuyo.


Kieran lo miró de soslayo.


—Pero estás acostándote con ella, ¿no es verdad?


Ignorando la pregunta, Pedro tomó un buen trago de su botella de cerveza. Por mucho que Paula se había empeñado en no decirle nada, para él siempre había sido obvio que antes o después Kieran se daría cuenta, y había imaginado que iba a resultar bastante incómodo.


—Escucha, Pedro, no pretendo inmiscuirme en tu vida privada, pero necesito saberlo —insistió Kieran volviéndose hacia él—. Os he estado observando todos estos días, y desde el primer momento me pareció que había algo entre vosotros.


Pedro lo miró con dureza.


—Como te he dicho, no es asunto tuyo si me estoy acostando con ella o no.


—Tal vez sí.


Pedro dejó escapar una risa sarcástica.


—No hay «tal vez» que valga en esto.


Kieran tornó de nuevo la mirada hacia el escenario. Pareció quedarse pensando un momento, y después giró otra vez la cabeza hacia su amigo.


—¿Te ha dicho que tuve una charla con ella?


La ira estaba empezando a dispararse por las venas de Pedro, y sus ojos buscaron automáticamente los de Paula. La joven debía de haber visto llegar a Kieran, y estaba mirando a uno y a otro con preocupación.


—Sí, me lo dijo.


—Entonces sabrás que quiero que vuelva conmigo.


Los ojos de Pedro seguían fijos en Paula, su preciosa Paula. 


No iba a entregarla sin luchar, llevaba toda su vida enamorado de ella. Sin embargo, su conciencia volvió a tirarle de la manga. Tanto Kieran como Paula eran sus amigos, y… ¿Y si realmente estaban hechos el uno para el otro, y si se merecían una segunda oportunidad?


¿Sería tan egoísta como para interponerse entre ellos y negarles la felicidad que podían tener? ¡Diablos, sí!, quería gritar, pero nunca lo haría. A veces se detestaba por pensar siempre antes en los demás que en sí mismo.


—Es con ella con quien tienes que discutir eso, Kieran, no conmigo —le contestó con aspereza. Bebió otro trago de cerveza, y se inclinó hacia Kieran, y le susurró en un tono peligroso—: Pero te lo advierto, a menos que sea Paula quien me diga que quiere dar otra oportunidad a lo vuestro, no pienso retirarme. Y aun así, si por algún milagro tienes la maldita suerte de recuperarla, yo seguiré ahí, entre bambalinas, esperando a que cometas el más mínimo error, porque entonces lucharé con todas mis fuerzas, ¿me has entendido?


Kieran parecía muy sorprendido.


—Perfectamente —murmuró—. Comprendo que te hubieras hecho ilusiones, amigo, pero tengo que averiguar si aún tengo una oportunidad de arreglar las cosas con ella. Dejarla ir fue el mayor error de mi vida. Supongo que ahora tú, mejor que nadie, puedes comprenderlo —añadió con una sonrisa que iba con segundas—. Además, nunca podrás estar seguro de si te ama o no hasta que no se haya aclarado con lo que siente por mí. ¿no crees?


Pedro tuvo que forzarse a girar la cabeza hacia el escenario, porque el deseo de tumbar a Kieran de un puñetazo era demasiado fuerte. Sin embargo, la voz paranoide en su cerebro le decía que su «amigo» tenía razón. Paula tenía que decidir si estaba dispuesta o no a pasar página en su vida, y él solo quería que ella fuera feliz. Si lo que quería era volver con Kieran, él se haría a un lado.






APUESTA: CAPITULO 31




Año Nuevo, dos años atrás


Pasaron casi cuatro días enteros juntos, y Paula no recordaba haberlo pasado tan bien en mucho tiempo, pero, a pesar de los repetidos ruegos de su familia y Pedro, finalmente decidió que era el momento de volver a Estados Unidos. Se había hecho a la independencia que allí tenía, y la echaba de menos. Tal vez más adelante sentiría nostalgia y querría volver por una temporada más larga a Irlanda, pero de momento quería seguir saboreando la libertad que había encontrado al otro lado del océano.


Pedro se empeñó en acompañarla al aeropuerto en Dublín, y se anunció un retraso del vuelo, con lo que pudieron sentarse a charlar en una cafetería otro rato más antes de que ella se marchara.


Pedro no hacía más que bromear y contarle chistes de turistas, pero Paula, aunque sonreía, por dentro no se sentía tan dispuesta a irse como minutos atrás. Su amigo, conociéndola tan bien como la conocía, lo advirtió al momento, y le dijo:
—Oh, venga, Chaves, ¿por qué no nos ahorras a todos y a ti misma el mal trago y te quedas?


Pedro… No empieces otra vez.


—No puedo evitarlo —respondió él, mirándola a los ojos. A Paula la sorprendió ver que sus mejillas se habían teñido de un ligero rubor, y más aún la confesión que le hizo a renglón seguido—: Te echo tanto de menos cada vez que te vas…


La joven pestañeó, como incrédula, y Pedro se rió suavemente.


—¿Qué?, ¿acaso pensabas que no te echaba de menos?


Paula se encogió de hombros.


—Bueno, supongo que nunca lo había pensado.


—Vaya, muchas gracias: eso debe de ser porque tú no me echas de menos cuando estás en América.


—No seas tonto —farfulló ella, sintiéndose mal—. Claro que te echo de menos. Lo que pasa es que… bueno, no sé, sé que estás aquí, no por ahí arriesgando tu vida, y eso me tranquiliza.


Pedro esbozó una débil sonrisa y la miró pensativo.


—No importa cuánto tiempo estés fuera. Sé que un día regresarás para quedarte, y yo estaré aquí, Chaves. Recuérdalo.


En ese momento anunciaron por los altavoces la llegada del avión de Paula, y los dos se levantaron en silencio, tomando el equipaje y llevándolo a facturar. Cuando todo estuvo listo para su embarque, la joven se volvió hacia su amigo para mirarlo, y se dio cuenta de que no podía siquiera alzar la vista. Se le había hecho un nudo en la garganta, tenía los ojos llenos de lágrimas y se notaba el pecho tirante.


Pedro observó la cabeza gacha de Paula, y con un profundo suspiro la tomó por la barbilla para que lo mirara a los ojos.


—Paula…


La joven se echó en sus brazos sin pensarlo, y lo abrazó con fuerza. Era como si las palabras se le hubiesen quedado atascadas en la garganta, porque era incapaz de pronunciar una sola.


—No te vayas, Paula, quédate —le suplicó Pedro en un susurro.


—No puedo —musitó una vocecita que no parecía la de su amiga—, tengo que irme.


—No sé cuánto más aguantaré seguir teniendo que decirte adiós.


Paula sollozó.


—Todavía no ha llegado el momento de quedarme aquí, Pedro.


—¿Y cuándo llegará? —murmuró él con la voz entrecortada por la emoción.


—Lo sabré —balbució Paula—, cuando llegue el momento lo sabré, porque entonces no querré volver a irme.


Y, diciendo eso, se apartó de él y se dirigió a la puerta de embarque, sin mirar atrás, porque de hacerlo no habría podido subir al avión.






APUESTA: CAPITULO 30




Navidades, dos años atrás


—¡Aunque sean hijos de gitanos itinerantes, tienen tanto derecho como cualquier otro niño a la escolarización!


Los miembros del consejo del ayuntamiento se quedaron mirando a Pedro en silencio, de pie frente a ellos.


—Solo porque vivan en caravanas en vez de en una casa como ustedes o como yo, no significa que haya que discriminarlos.


El alcalde lo escrutó por encima de la montura de sus gafas.


—Nadie está discriminándolos, Alfonso. Sus padres no pagan impuestos, así que no podemos ponerlos en un colegio subvencionado con los impuestos de los contribuyentes.


—El colegio apenas tiene alumnos suficientes como para llenar dos aulas —replicó Pedro—. ¿Acaso harían tanto estropicio diez niños más? —le espetó negando con la cabeza—. Por amor de Dios, escúchese, señor alcalde. Algunos de esos niños no tienen más de seis años. ¿Cuánto puede costar empezar a enseñarles a leer y que dibujen y coloreen?


Paula cerró sigilosamente la puerta de la sala de plenos y se sentó en un banco al fondo. Había querido sorprender a su viejo amigo con una visita por Navidades, pero, como siempre, había sido él quien la había sorprendido, hallándolo allí en vez de en su casa en la víspera de Nochebuena.


Una sonrisa se dibujó en sus labios al verlo en acción por otra noble causa. Defender sus convicciones era su manera de demostrar que algo le importaba.


—Mire, Alfonso, el hecho es que los demás padres se nos echarían encima si se enteraran de que ellos están pagando impuestos para que sus hijos puedan ir al colegio mientras que otros no tienen que hacerlo —le estaba diciendo el alcalde a Pedro.


—Oh, claro, y la discriminación es la mejor solución —le espetó Pedro, encogiéndose de hombros con ironía.


Celia Farrelly, una de las concejalas, se puso en pie indignada.


—¡Eso no es justo, señor Alfonso!


—Sí, esa es precisamente la definición de «discriminación», gracias, señora Farrelly —se volvió hacia el alcalde—. Escuche, si lo que quieren es evitar un enfrentamiento con los vecinos, yo pagaré el porcentaje que haga falta para que esos niños tengan libros, lápices y lo que sea. ¿Qué me dice?


El hombre pareció considerarlo.


—Bueno, supongo que podríamos hacer eso. Por supuesto habría que poner al corriente a la junta escolar… y a los padres de esos niños, claro, para que puedan agradecérselo.


Pedro se apresuró a negar con la cabeza y agitar la mano en señal de negativa.


—No, no, a los padres no. Son gente orgullosa, y lo verían como caridad. ¿Por qué no les dice simplemente que ha decidido que no va a hacer distinciones? Además, eso contribuiría a mejorar su imagen y la de todo el consejo del ayuntamiento, ¿no creen?


Los concejales se miraron unos a otros.


—En fin, si él está dispuesto a asumir los gastos… —balbució uno bajo y fornido.


—Sí, lo estoy —insistió Pedro con firmeza.


El alcalde le estrechó la mano, y se disolvió el pleno. Los concejales empezaron a recoger sus papeles, y Pedro se puso la chaqueta, pasándose una mano por el cabello mientras suspiraba cansado. ¿Cómo podía haber gente tan cerrada de mente?


—¿Todavía intentas salvar al mundo, Alfonso? —lo llamó una voz familiar.


Pedro alzó la vista, y se encontró con una Paula sonriente. Su rostro se iluminó al instante.


—¡Chaves!


Y en solo dos zancadas estaba a su lado, envolviéndola en un fuerte abrazo.


—¡Diablos, cómo me alegro de verte! —le dijo apartándose para poder mirarla mejor. Estaba realmente preciosa—. ¿Qué estás haciendo aquí?


Paula entrelazó su brazo con el de él, llevándolo hacia la salida.


—Pues visitarte, tonto, ¿a qué otra cosa habría venido a este pueblo minúsculo?


—Eh, señoritinga cosmopolita, mucho cuidado: este «pueblo minúsculo» es mi hogar, y le tengo mucho cariño —la reprendió él, fingiéndose ofendido.


Paula se rió.


—Sí, eso he oído —asintió mientras cruzaban la puerta de doble hoja del ayuntamiento—. Bueno, ¿vas a invitar a esta vieja amiga a una copa en Riley's?


—¿Cómo no?


Y tomaron la calle que cortaba la avenida para dirigirse a su pub favorito.


—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —le preguntó Pedro mientras caminaban.


—No lo sé —era agradable volver a verlo en persona y poder hablar con él. Las ocasionales llamadas telefónicas que se hacían nunca le habían parecido suficiente—, supongo que hasta que mi gente y tú os hartéis de mí.


—¿Tu «gente»? —repitió Pedro con una sonrisa maliciosa—. Ah, la pequeña Paula se nos está volviendo una yanqui —suspiró dramático—. Interesante acento, por cierto.


Paula frunció los labios y le dio un golpe en el brazo.


—¿Puedes recordarme por qué he venido a Irlanda? Creo que lo he olvidado —le dijo para picarlo.


—Has venido porque yo soy lo único que te hace desear volver. En el fondo estás locamente enamorada de mí y no podías pasar más tiempo sin mí —contestó él, sonriendo de nuevo.


—Alfonso, no dejes que se te infle más la cabeza o no pasarás por las puertas.


Pedro le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.


—Un día te darás cuenta de lo encantador que soy.


—¿Y cómo sabes que no me he dado cuenta ya? —se rió ella.


—Bueno, pues… —de pronto Pedro se detuvo y la miró a los ojos—, porque entonces te quedarías aquí en vez de volver a dejarnos y marcharte a la otra punta del mundo.


Su amiga lo miró enternecida.


—Ahora estoy aquí, ¿no? Eso es lo que cuenta, el momento presente —le dijo alzando la barbilla.


Pedro siguió mirándola un buen rato, estudiando sus ojos verdes. Había en ella algo diferente, algo nuevo, pero no acertaba a averiguar qué era.


—Es estupendo tenerte aquí, Chaves.



****

—¿Que me has inscrito?


Cata nunca hubiera esperado que su amiga se lo tomara tan mal.


—Oh, vamos, Paula, estoy segura de que ganarás. ¿Qué mejor Dama del Lago que tú?


El concurso de la Dama del Lago era un concurso de belleza que se celebraba como parte de las fiestas locales.


—¿Qué me dices de alguien que quiera serlo? —le espetó Paula entre furiosa e incrédula.


—¿No te parece que estás exagerando un pelín? —inquirió Cata contrayendo el rostro—. No es nada serio, es solo para divertirse un poco, como la subasta de solteros.


—¿Qué subasta de solteros?


—Pues en la que Kieran ha inscrito a Pedro… —Cata se mordió la lengua al comprender que había metido la pata al decirle aquello. A Paula no iba a hacerle ninguna gracia—. Ejem… ¿no lo sabías?


Paula había enarcado una ceja, y estaba mirándola con los ojos entornados.


—¿En qué consiste exactamente esa subasta?


Cata carraspeó incómoda antes de contestar.


—Bueno, pues… las mujeres del pueblo pujan para tener una cita con uno de los solteros que se… em… subastan —explicó contrayendo el rostro de nuevo.


—¿Qué? —exclamó Paula boquiabierta y con los ojos como platos—. ¿Me estás diciendo que las mujeres del pueblo van a pujar por una cita con Pedro?


—Eeeeh… sí, me temo que sí…


—¿No me estarás tomando el pelo, verdad? —inquirió Paula cruzándose de brazos.


Cata negó muy despacio con la cabeza.


—¡Cielo Santo!, ¿no es una broma? —exclamó su amiga, llevándose las manos a la boca. Y, de repente, se echó a reír de tal modo que no podía parar—. ¡Dios!, ¡cuando Pedro se entere…! ¡Matará a Kieran! —dijo entre carcajadas.


Cata estaba mirándola como si pensara que había perdido el juicio.


—¿Y tú qué?, ¿es que no te importa nada que subasten a Pedro?


Paula, que estaba secándose las lagrimillas que se le habían escapado con el ataque de risa, se quedó de piedra, imaginando a Maura Connell echándosele encima durante una cita, y sus cejas se arquearon hacia abajo al tiempo que fruncía los labios. Dejó escapar un gruñido de disgusto ante la idea.


Cata sonrió maliciosa.


—Bueno, podrías pujar por él —sugirió—. A todo el mundo le parecería algo encantador.


Paula meneó la cabeza.


—No puedo hacer eso.


Cata contrajo el rostro en un gesto de dolor, se puso una mano en la lumbar izquierda, y se sentó en uno de los taburetes de madera.


—Oh… es por lo de Kieran —adivinó—. ¿Todavía no le habéis dicho nada?


—No —murmuró Paula—. ¿Te encuentras bien, Cata?


—Oh, sí, perfectamente. Este panzón me pesa como si fuera a tener un bebé de cinco toneladas, pero aparte de eso estoy bien.


Paula fue al fregadero para llenarle un vaso de agua y se lo tendió. A pesar de lo avanzado de su embarazo, Cata se había empeñado en que fueran de compras al centro juntas, aprovechando que era día festivo. Lo habían pasado muy bien, pero de tanto caminar y estar de pie, Paula había acabado con una ampolla en el pie derecho, y Cata con los tobillos más hinchados que de costumbre.


—Bueno —le dijo Paula mientras su amiga bebía—, piensa en lo ligera que te sentirás cuando ya hayas dado a luz.


Cata se rió, pero después se quedó callada, como pensativa.


—¿Sabes?, es curioso las vueltas que da la vida. ¿Quién me iba a haber dicho hace años que iba a casarme con Paul y que íbamos a tener un hijo? ¿O que tú, después de haber estado seis años saliendo con Kieran, te ibas a encontrar de repente en medio de una relación con Pedro? La vida tiene un sentido del humor muy peculiar, ¿verdad?


—Oh, sí, muy peculiar —asintió Paula.


—¿Qué fue lo que pasó entre Kieran y tú? —inquirió su amiga—, para que cortarais, quiero decir.


El rostro de Paula se ensombreció, y se encaramó a la encimera, frente a su amiga.


—Yo lo amaba… o al menos eso creía. Estuvimos juntos tantos años, y después él me pidió que nos casáramos… No sé, supongo que no estaba segura.


—Nunca me dijiste que te había propuesto matrimonio —farfulló Cata sorprendida—. Entonces, tu marcha a América, ¿fue por él?


Paula asintió.


—En realidad fue una huida.


—¿Te hizo daño del algún modo? —inquirió su amiga—. Paula… ¿no te engañaría con otra?


Paula no se sorprendió de que Cata diera en el clavo. 


Siempre había sido muy perspicaz.


Asintió de nuevo con la cabeza.


—Qué bastardo —masculló Cata indignada—. No seguirás enamorada de él a pesar de eso, ¿verdad?


Paula ladeó la cabeza.


—No, enamorada no, pero después de tantos años juntos, creo que no es extraño que siga teniéndole afecto. Es algo que no se borra de la noche a la mañana.


—¿Y Pedro también se lo ha perdonado? —inquirió Cata frunciendo las cejas.


Su amiga bajó la mirada.


—Bueno, la verdad es que no sabe nada de aquello.


—¡Cielos! —exclamó Cata llevándose la mano a la boca—. Y es mejor así, desde luego. Si se enterara lo mataría.


—Por eso mismo yo nunca me he atrevido a contárselo. Le hice creer que fue todo culpa mía, que yo le rompí el corazón a Kieran. No quería sentirme responsable de que se enfrentaran y perdieran la amistad que tenían.


—¡Ah, qué redes tan enmarañadas tejemos a veces! —suspiró Cata filosófica, tomando otro sorbo de agua—. ¿Y seguro que no le has dicho a Kieran lo que hay entre Pedro y tú porque aún sientes algo por él?


—¡Cata!, ¿cómo puedes decir eso?


Su amiga se encogió de hombros.


—Bueno, no sé, se me ha ocurrido de repente… y es posible que a Pedro se le haya ocurrido lo mismo —apuntó.


—¿Crees que sería capaz de jugar con los sentimientos de Pedro si aún estuviera enamorada de Kieran?


—No he dicho eso, pero un hombre inseguro del terreno que está pisando, como lo es Pedro, puede pensarlo.


En ese momento se abrió la puerta del porche y apareció una sonriente Nieves.


—¡Hola, chicas!, Pedro y Kieran están fuera, aparcando el coche. ¿Cómo fue vuestro día de compras?


—Agotador —gimió Cata con un mohín dramático—. Y ha sido una verdadera tortura ver a esta señorita —dijo señalando a Paula—, probándose un vestido tras otro.


Nieves se rió.


—¿Y al final te has comprado alguno? —le preguntó a Paula, sentándose en otro taburete junto a Cata.


La joven estaba evitando los ojos castaños de Nieves, aunque no comprendía por qué tendría que sentirse culpable. En realidad ella no estaba tratando de robarle a su prometido o algo así, pero no podía evitar sentirse tremendamente rastrera, ocultándole las confesiones que Kieran le había hecho.


Oh, se ha comprado uno increíblemente sexy con el que va a ganar el título de Dama del Lago —intervino Cata con una sonrisa traviesa, antes de que pudiera contestar.


—¡Cata! —exclamó Paula irritada—. No voy a participar en ese ridículo concurso, y punto —giró el rostro hacia Nieves—. Ha sido ella la que se ha empeñado en comprarme ese vestido. Y tendrá que devolverlo.


—Ni hablar, un regalo es un regalo —replicó Cata ofendida—. Además, ya no puedes echarte atrás: el concurso es mañana por la noche. No querrás que gane Maura, ¿verdad? No habrá quien la soporte si la coronan Dama del Lago.


—¡Oh, sí, preséntate, Paula! —la animó Nieves, uniéndose a Cata—. Seguro que ganarías. Yo podría arreglarte el cabello y ayudarte con el maquillaje.


—Hum… reunión de mujeres —dijo Kieran, entrando por la puerta—. ¿Qué estáis tramando?


Sus ojos se encontraron con los de Paula, y advirtió un ligero sonrojo en las mejillas de ella, antes de apartar la vista rápidamente.


—Paula va a participar en el concurso de la Dama del Lago —anunció Nieves—. Es mañana por la noche.


—¿Qué es mañana por la noche? —inquirió Pedro que entraba en ese momento, mientras se limpiaba las botas en la esterilla.


Paula gimió, ocultando el rostro entre las manos.


—Genial.


Pedro sonrió al grupo de amigos reunidos en su cocina antes de encaramarse a la encimera al lado de Paula. Lo hizo sin pensar, dándose cuenta de que no debería haber hecho algo así cuando Kieran le lanzó una mirada suspicaz. Para tratar de arreglarlo, le dio un codazo a Paula en las costillas y guiñó un ojo a los demás mientras decía:
—Debe de ser algo bueno para que Chaves se haya puesto así de vergonzosa, ¿eh, Kieran?


Paula se destapó la cara para mirarlo airada.


—Eso, búrlate de mí. Vaya un amigo…


—Bueno, ¿vais a contarme de qué va esto o no? —prosiguió Pedro mirando a los otros y después a Paula.


—Pues va de que Cata, tal vez porque con el embarazo tiene las hormonas alteradas y le está afectando el cerebro, me ha apuntado al concurso de la Dama del Lago.


Pedro se echó a reír.


—¡Bien hecho, Cata!


Paula no pudo evitar contagiarse de sus risas, dándole un golpe en el brazo para mantener las apariencias.


—¡No tiene gracia, pedazo de zoquete!


—Espera a ver el vestido que llevará —dijo Cata meneando las cejas—. Es de lo más atrevido.


—¡Cata! —volvió a protestar Paula.


—Diablos, no creo que pueda esperar hasta mañana por la noche —intervino Pedro con una sonrisa socarrona—. ¡Paula Chaves vestida como una chica!


Paula bajó la vista a la sudadera y los vaqueros gastados que llevaba puestos y después volvió a alzarla hacia él con el ceño fruncido.


—¡Piérdete, idiota! —le dijo dándole otro golpe en el brazo.


Pedro prorrumpió otra vez en carcajadas, y Paula esperó a que se calmara antes de alzar la barbilla desafiante:
—Me alegro de que lo encuentres tan gracioso, porque yo también estoy ansiosa por ver qué pasará mañana cuando te enfrentes a la maza del subastador.


Pedro la miró perplejo. Obviamente no tenía ni idea de a qué se refería.


—¿La maza del subastador? —repitió.


Paula se cruzó de hombros y miró a Kieran con una sonrisa ácida.


—¿Por qué no se lo explicas?


Kieran se quedó mirándola un instante. Después miró a Pedro, y de nuevo a Paula, devolviéndole la sonrisa con cierta rigidez.


—Oh, no, no querría estropearte la diversión, Paula, ¿por qué no se lo dices tú misma?


La joven despegó sus ojos de los de Kieran y se giró hacia Pedro.


—Kieran te ha apuntado a la subasta de solteros de mañana por la noche.


Pedro puso tal cara de asombro que todos prorrumpieron en carcajadas.


—¡Ni hablar! ¡Me estáis tomando el pelo! —exclamó boquiabierto.


—Me temo que no —dijo Paula.


Cata estaba secándose las lágrimas de la risa y añadió, llevándose una mano al pecho:
—Dios, os juro que si me pongo de parto mañana por la noche me cruzaré de piernas para que el bebé espere. No me lo perdería por nada del mundo.