viernes, 10 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 23




Paula alzó la barbilla, pero se dirigió a un sillón. 


A pesar de su pelo sin lavar y de los pantalones grises de chándal, Pedro no pudo evitar que su cuerpo reaccionara cuando ella pasó a su lado.


¿Qué tenía aquella mujer que hacía que quisiera penetrarla siempre que se acercaba?


Ella se instaló en el sillón y alzó su rostro hacia él.


–Habla –dijo.


Él asintió. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y la miró.


–Imagino que no querías ser madre –comentó.


Ella se encogió de hombros.


–Todavía no.


–¿Y si te libero de esa carga?


Paula lo interpretó mal, porque abrazó inmediatamente su vientre como si quisiera proteger al niño no nacido.


–Si vas a proponer… –gritó.


–Lo que propongo –la interrumpió él– es que te mudes de este agujero infernal en miniatura a un apartamento de lujo de tu elección. Que te vean los mejores médicos, que controlarán tu embarazo y se asegurarán de que los dos estéis bien de salud. Y después del parto…


–Después del parto, ¿qué? –susurró ella.


–Me entregues al niño –él sonrió con frialdad.


Hubo una pausa.


–¿Puedes repetir eso? –preguntó ella débilmente–. Para estar segura de que no te he entendido mal.


–Yo criaré al niño –dijo él–. Y tú nombras tu precio.


Ella tardó un momento en hablar y a él le sorprendió la furia que brillaba en sus ojos verdes cuando se puso en pie. Por un momento pensó que lo iba a atacar, pero no lo hizo. Se quedó de pie, con los brazos en jarras y respirando con fuerza.


–¿Me has ofrecido comprarme a mi hijo? –preguntó.


–Ese es un modo muy melodramático de decirlo, Paula. Considéralo una transacción. Lo más razonable que podemos hacer en estas circunstancias.


–¿Te has vuelto loco?


–Te doy la oportunidad de empezar de nuevo.


–¿Sin mi hijo?


–Un hijo te atará. Yo puedo darle a ese niño todo lo que necesite –dijo él. Miró la habitación–. Tú no.


–Oh, pero en eso te equivocas –respondió ella, apretando los puños–. Tú puedes tener todas las casas, yates y sirvientes del mundo, pero tienes un gran agujero donde debería estar tu corazón. Eres un bruto frío e insensible que privaría a un bebé de su madre y, por lo tanto, eres incapaz de darle a este niño lo único que necesita más que ninguna otra cosa.


–¿Y qué es?


–Amor.




TRAICIÓN: CAPITULO 22





Pedro la miró a los ojos y se vio sorprendido por una oleada súbita de compasión… y de culpa. 


¿Cuántas veces le había hecho el amor aquella noche? Frunció el ceño. Dos veces, antes de que ella lo echara de su cama y anunciara que se marchaba de la isla. ¿La segunda vez había tenido cuidado o había…? El corazón le dio un vuelco. No. Se había excitado tanto medio dormido, que la había penetrado sin molestarse en ponerse un preservativo. ¿Cómo demonios había ocurrido eso cuando él era tradicionalmente tan cuidadoso?


¿Y no había sido una bendición sentir su calor húmedo sin barreras? ¿Algún instinto protector había hecho que su mente olvidara aquello hasta ese momento?


La miró con el corazón galopante y se fijó en el modo en que se había dejado caer contra el alféizar de la ventana. Al estar echada hacia atrás, pudo ver la curva de su vientre y notó por primera vez que sus generosos pechos eran aún más grandes que antes. Estaba embarazada. 


¿Pero debía aceptar su palabra de que él era el padre?


El recuerdo de su madre, y de muchas otras mujeres intermedias, lo ponía en guardia. Sabía mucho de mentiras y subterfugios porque habían estado entrelazados en el tejido de su vida. 


Sabía lo que podía hacer la gente por dinero. 


Había aprendido cautela a una edad temprana porque había sido necesario. Los había protegido a Pablo y a él de algunas de las cosas más feas que les había arrojado la vida, así que, ¿por qué no buscar su protección también ahora?


–Tienes razón, por supuesto. La anticoncepción es responsabilidad del hombre y la mujer –dijo–. Pero eso no responde satisfactoriamente a mi pregunta. ¿Cómo sabes que soy el padre de tu hijo?


–Porque…


Pedro vio que se mordía el labio inferior como si intentara reprimir las palabras, pero luego salieron de su boca en un torrente apasionado.


–Porque solo había tenido sexo una vez antes –declaró–. Un hombre, una vez, hace años, y fue un desastre, ¿de acuerdo? ¿Eso te dice todo lo que quieres saber, Pedro?


Él sintió una oleada de placer oscuro y primitivo. 


Todo encajaba ahora. Su aire maravillado cuando le había hecho el amor, sus gritos de incredulidad al llegar al orgasmo… Todo eso hablaba de una mujer que alcanzaba el placer por primera vez, no de alguien acostumbrada al sexo. ¿Pero y si mentía? ¿Y si estaba usando dotes de actriz, aprendidas en las rodillas de su madre? Apretó los labios. Se debía a sí mismo exigir una prueba de ADN, si no ahora, al menos cuando naciera el bebé.


Pero la complexión cenicienta de ella y sus ojos cansados le provocaron otra oleada de compasión. Repasó mentalmente los hechos y las posibles soluciones. A pesar de la falta de cualificaciones de ella, no era estúpida. 


Seguramente se daba cuenta de que la atacaría con todas sus fuerzas si descubría que lo había engañado.


Miró a su alrededor intentando imponer algo de orden en sus alborotados pensamientos. 


Aceptaba que era un hombre difícil que no creía en el amor, que no se fiaba de las mujeres y que guardaba con fiereza su espacio personal, y esos factores habían descartado la forzosa intimidad de un matrimonio. El deseo de prolongar su estirpe no había estado presente en él y siempre había asumido que sería Pablo el que proporcionaría los herederos para llevar el imperio Alfonso hacia el futuro.


Pero aquella revelación lo cambiaba todo. En pocos minutos algo había empezado a cambiar en él, porque si aquel era su hijo, quería tomar parte en el proceso. Una parte importante. Se le encogió el corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo no reclamar para sí su carne y su sangre? Miró los ojos cansados de Paula y pensó que aquello debía de ser lo último que ella quería, un niño no planeado con un hombre al que odiaba. Y con poco dinero. ¿Por qué, entonces, no ofrecerle un incentivo que les conviniera a los dos?


–¿Y cuándo pensabas decírmelo? –preguntó–. ¿O no lo ibas a hacer?


–Claro que sí. Solo… esperaba el momento apropiado –dijo ella, con la voz de alguien que había estado posponiendo lo inevitable–. Pero no parecía llegar nunca.


Él frunció el ceño.


–¿Por qué no te sientas? Ahí no pareces estar muy cómoda. Y tenemos que hablar.



TRAICIÓN: CAPITULO 21




Ella se puso tensa y lo miró horrorizada. ¿Qué narices hacía allí y cómo iba a lidiar con él? Su instinto le decía que le diera con la puerta en las narices, pero ya había probado aquello una vez sin éxito y, además, no podía hacerlo en aquellas circunstancias. Lo despreciaba, pero necesitaba hablar con él y el destino lo había colocado en su puerta. Le habría gustado haberse cepillado el pelo o puesto ropa con la que no hubiera dormido, pero tal vez fuera mejor así. Al menos no tendría que preocuparse de que intentara seducirla.


–Será mejor que entres –dijo.


Él pareció sorprendido por la invitación. Paula entendía su sorpresa, pero, por mucho que le hubiera gustado hacerlo, no podía decirle que se marchara, como no podía hacer retroceder el reloj. Tenía que decírselo. Era su deber.


Antes de que lo adivinara él solo.


–¿Qué te trae por aquí? –preguntó, cuando estuvieron frente a frente en la pequeña sala de estar–. A ver si lo adivino… Pablo ha vuelto a Londres y has decidido ver si le he puesto mis avariciosas garras encima. Pues, como puedes ver, estoy aquí sola.


Él negó con la cabeza.


–Pablo se ha prometido para casarse.


–Felicidades –musitó ella–. Ya tienes lo que querías.


Pedro se encogió de hombros.


–Deseo ver a mi hermano felizmente asentado con una compañera, sí.


–Pero si Pablo está a salvo de mis garras, ¿qué te trae por New Malden? No recuerdo haberme dejado nada en tu isla que tuvieras que devolverme.


–Estaba en Londres y se me ha ocurrido pasar a ver cómo te encuentras.


–¡Qué conmovedor! ¿Haces eso con todas tus ex amantes?


Él apretó la mandíbula.


–Pues no. Pero, por otra parte, ninguna de mis amantes me ha dejado antes plantado de ese modo.


–¡Oh, vaya! ¿Tu ego se siente herido?


–Yo no diría tanto –repuso él con sequedad.


–Pues ya has visto cómo estoy.


–Sí. Y no me gusta lo que veo. ¿Qué ocurre? –la miró con el ceño fruncido–. Pareces enferma.


Paula tragó saliva. Allí tenía la oportunidad perfecta para darle la noticia. Abrió la boca para decírselo, pero algo le hizo vacilar. 


¿Autoconservación? ¿La sensación de que, cuando se lo dijera, ya nada volvería a ser igual?


–He estado enferma –admitió–. Pero la verdad es que estoy embarazada –dijo con rapidez.


Él tardó un momento en hablar.


–Enhorabuena –dijo con voz sin inflexiones–. ¿Quién es el padre?


Era una reacción que Paula debería haber anticipado, pero no lo había hecho y se sintió herida. Quería decirle que solo había un hombre que pudiera ser el padre, pero probablemente no la creería, ¿y por qué iba a hacerlo? Después de todo, no había mostrado mucho autocontrol con él. Se había echado en sus brazos y había dejado claro que quería sexo con él. ¿Por qué un machista como Pedro Alfonso no se iba a imaginar que se comportaba así todo el tiempo?


Se lamió los labios.


–Tú –dijo con osadía–. Tú eres el padre.


El rostro de él no mostró más reacción que una frialdad repentina en los ojos.


–¿Cómo dices?


¿Esperaba que su frialdad la empujara a admitir que se había equivocado y él no era el padre? ¿Que probaba aquello solo porque era muy rico? La tentación de decir eso y lograr que se marchara era fuerte, pero no tanto como su conciencia. Porque él era el padre y lo importante allí era cómo lidiaría ella con eso. 


Sabía que, a pesar de los vómitos mañaneros y de la sensación de malestar general, tenía que ser fuerte porque Pedro lo era. Y era un macho dominante que intentaría a toda costa conseguir lo que quisiera.


–Ya me has oído –dijo con calma–. Tú eres el padre.


El rostro de él se oscureció.


–¿Cómo sabes que es mío?


Ella se encogió.


–Porque solo puede ser tuyo.


–Solo tengo tu palabra, Paula. Tú no eras virgen.


–Ni tú tampoco.


Él sonrió con crueldad.


–Como ya te dije, para los hombres es diferente.


–¿Crees que mentiría en algo así?


–No lo sé, esa es la cuestión. Sé muy poco de ti. Pero soy un hombre rico. Hay beneficios indudables en quedarse embarazada de alguien como yo. ¿Fue un accidente o lo planeaste?


–¿Planearlo? ¿Crees que me quedé embarazada intencionadamente para sacarte dinero?


–No te muestres tan ultrajada, Paula. No te creerías las cosas que la gente puede hacer por dinero –él la miró con frialdad–. O quizá sí.


–Parece que se te da muy bien achacar culpas, pero no voy a llevar yo toda la carga –ella respiró hondo y se acercó a la ventana–. Siempre pensé que la anticoncepción eran responsabilidad conjunta de ambas partes.