sábado, 23 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 43




Paula se quedó boquiabierta varios minutos sin decir ni una sola palabra. El hombre se quedó mirando al suelo un rato hasta que al fin levantó la cara y ella encontró la fuerza para hablar.


—Usted no puede ser... —empezó, sacudiendo la cabeza.


—Sí, señorita. Pedro y Damian son mis únicos hijos.


—¿Me está diciendo que...? —no quería ser brusca con un extraño, pero no podía creerlo—. Su padre está... está muerto.


«Así que ésa es la historia que han ido contando...» Jonathan vio que el bonito rostro de la mujer había cambiado de incrédulo a protector. Tendría que jugar a lo grande.


—Parece... parece que los conoce —dijo Jonathan con tono lastimero—. ¿Cómo son? ¿Se han convertido en hombres de provecho? Eran buenos chicos... —e hizo como su contuviera un sollozo, esperando su reacción.


—Creo que debe de haber un error —dijo ella, algo ablandada pero aún a la defensiva.


—¿Qué error puede haber? Pedro y Damian son mis hijos; vivimos en Connecticut hasta que murió su madre —dejó escapar un sollozo.


—¿Está muerta?


—Se suicidó hace años. Depresión, una enfermedad mental o como quieran llamarlo. Los chicos me echaron la culpa a mí y se marcharon. Supongo que por eso le dijeron a la gente que había muerto. Pero no lo estoy y los echo de menos.


Estaba consiguiendo romper sus defensas, podía verlo. Ella empezaba a creerlo.


—¿Pedro y Damian han mentido? ¿A todo el mundo, a mí? —dijo, casi inaudiblemente—. No, lo siento, no puedo creer que...


Era hora del plato fuerte.


—Tengo fotos de ellos —se metió la mano al bolsillo del pantalón—. Están un poco arrugadas porque las llevo siempre encima...


Paula vio en la primera foto a un chico moreno con la sonrisa desdentada y una camiseta azul con un hipopótamo. Podía ser Damian, pero muchos niños eran muy parecidos y no podía estar segura de que fuera él. Cuando vio la segunda foto, el corazón le dio un vuelco, porque el chico serio que aparecía sentado a la mesa con un libro de texto tenía que ser Pedro


Esos ojos... eran los mismos que la habían mirado la noche anterior, los mismos que la miraban mientras le decían lo bonita que era.


¿Acaso Pedro mintió cuando le dijo que sus padres habían muerto? Pero por otro lado, tampoco había inventado una historia muy elaborada, sino que había dicho lo mínimo al respecto. Entonces recordó la extraña reacción de Damian cuando hablaron de su pasado y se dio cuenta de que Pedro era el único que había mentido al respecto. Le dio pena pensar en los niños que se habían quedado sin madre, pero no pudo comprender por qué huyeron entonces de la única persona que podía aliviar su dolor.


—¿Por qué lo culparon a usted? —nada más decirlo, Paula se mordió el labio; si la historia era cierta, también aquel hombre debió de haber sufrido mucho. Pero aquello era secundario a averiguar la verdad y, aunque los niños de las fotos parecían Pedro y Damian, no podía obviar la alarma que seguía encendida en su cabeza, aunque algo más silenciosa.


—Oh, eran chicos. Cuando Damian cumplió los dieciocho, se llevó a Pedro consigo.


—¿No los buscó?


—No lo hice y me arrepentí, porque pensé que ellos volverían solos. Eran muy listos y responsables y no temía que Damian se metiera en líos. Ya no tenía ninguna autoridad legal sobre él a esa edad. Supongo que debí haber buscado más a Pedro, pero algo me decía que Damian lo cuidaría bien... sería el instinto paternal —pero el instinto paternal era lo que debía de haberlo llevado a buscarlos—. Sé que fue culpa mía y que me equivoqué, pero lo perdí todo y ahora quiero recuperar a mi familia.


Tal vez fuera él, el hombre que sollozaba apenado. Sus facciones, mirándolo bien, eran una versión envejecida de las que ella ya conocía bien.


—Señor Alfonso, yo...


—¿Alfonso? Oh —dijo, y su expresión se hizo aún más triste—. Alfonso es el apellido de soltera de mi esposa. Tomaron su nombre... Yo me llamo Jonathan Simmons.


—¿Pedro y Damian Simmons? —ella necesitó unos segundos para asimilarlo—. ¿Cómo pudo encontrarlos entonces?


Pedro salió en el periódico, no sé por qué caso fue, pero al verlo supe que tenía que ser él. Me avergüenza decir que encontré su dirección y estaba esperando fuera por si lo veía salir y lo reconocía.


—Entiendo —Paula no tenía ni idea de qué hacer después. No quería molestar a Pedro mientras estaba en el trabajo. Podía pedirle el teléfono e intentar convencer a Pedro de que lo llamara por la noche. Sí, eso sería lo mejor.


—Lo que pasa, es que no querrán hablar conmigo —dijo el señor Simmons como si le estuviera leyendo el pensamiento—. Probablemente estén enfadados o ya se hubieran puesto en contacto conmigo. Tengo que verlos. El único modo de que me perdonen es que hablen conmigo cara a cara. Tal vez puedas ayudarme...


—¿Que lo ayude? Ni siquiera sabe quién soy.


—¿Puedo suponer que conoce a mis hijos... bien?


Paula dudó. Aquello no era asunto suyo, y aunque aquel hombre parecía estar pasándolo mal, no lo conocía de nada y primero le debía lealtad a Pedro. Al pensar en él sintió una puñalada en el corazón. Estaba claro que si había huido de él y lo había apartado de su vida hasta el punto de contarle a todo el mundo que estaba muerto, no iba a querer verlo. Pedro era muy obstinado y convencerlo para que hablara con su padre no sería tarea fácil para nadie. 


Ellos también debían de tener sus razones. 


Pero también pensó que le debía a Pedro como amiga, o como más que amiga, el ayudarlo a ver las ventajas de la reconciliación. Tal vez se enfadara con ella, pero le explicaria que su padre casi le suplicó que lo ayudara y él lo entendería. Y Damian también. Además, ahora que empezaba a pensar en un futuro con él, era su responsabilidad ayudarlo a curar las heridas del pasado para poder avanzar juntos.


—Sí —respondió ella por fin—. Sí, los conozco a los dos, pero a Pedro especialmente.


—¿Pedro? —pareció confuso un momento y después se recompuso—. Lo siento, Damian solía ser tremendo con las mujeres... En cualquier caso, ¿me ayudará?


—Tal vez —dijo ella, dividida entre el escepticismo y la compasión—. Lo pensaré. Pero tiene que prometer que aceptará lo que yo decida hacer sobre esto. Sobre usted.


—Lo haré. Sé que será duro, pero no pido mucho. Sólo quiero entrar a formar parte de sus vidas lo antes posible. ¿Cuál es su nombre?


—Soy Paula Chaves.


—Paula Chaves, es usted una buena chica y mis hijos son afortunados de tenerla cerca. ¿Es usted amiga de Pedro o su novia? —como Paula se puso roja, él siguió—. Supongo que su novia. 


-Pedro es más afortunado aún de lo que pensé en un principio.


La imagen de Pedro en la ducha se le vino a la mente y no se pudo reprimir.


—Yo soy la que tiene suerte, señor Simmons.


—Llámame Jonathan —le estrechó la mano con fuerza, pero su cara seguía triste—. Paula, esto es lo que haremos. Juntos.


Mientras él le explicaba su plan, Paula se repetía a sí misma que aquello era lo correcto, que tenía que intentarlo. Por Pedro.





PAR PERFECTO: CAPITULO 42




A Paula le dio un escalofrío, pero de placer. Eran las ocho y media, así que decidió prepararse un café y ver la tele un rato hasta que llegara su alumno a las nueve y media.


Mientras pasaba de un canal a otro, su mente estaba fija en Pedro, en su sonrisa, en Pedro desnudo, en cómo la miraba mientras la penetraba. Se dio cuenta de que estaba sonriendo como una tonta, pero le dio igual. Sólo pensaba en su vuelta aquella tarde y... en muchas tardes más con él.


El sonido del teléfono la sobresaltó, pero la hizo sonreír. Tenía que ser Pedro desde el trabajo.


—¿Sí? —parecía una gata feliz ronroneando.


—¿Señorita Chaves? —era una mujer con voz familiar.


—Sí, soy yo —respondió, intentando cambiar a un tono más profesional.


—Soy la señora Crowley, la madre de Mike. Lo siento pero tengo que cancelar la clase de hoy. Lo siento de nuevo.


Paula se sintió un poco fastidiada. Era la tercera vez que lo hacía y se preguntaba si esta vez sena por una cita en la peluquería, con el contable o a saber con quién, y el niño necesitaba las clases.


—Lo entiendo. ¿Cuál es el problema?


—¿Problema? Oh, había olvidado la clase de natación de Mike...


—Bueno, tengo buena parte del día libre y podría venir después, o a primera hora de la tarde...


—No, lo siento, no va a ser posible. Ya la llamaré para quedar otro día.


Paula se quedó mirando el teléfono apenada por Mike. Era una pena que los padres del chico se tomaran tan poco interés por sus estudios.


Fue a su cuarto y se puso un vestido ligero y unas bailarinas negras antes de mirarse el pelo en el espejo y salir de casa. Había decidido que aprovecharía las circunstancias para tomar un poco el aire. Cerró la puerta y bajó al vestíbulo, donde se entretuvo mirando algunos catálogos de publicidad. Un obrero entró por el portal cargando con una escalera y se dirigió al sótano después de sonreírle.


—Disculpe.


Ella se asustó y dejó caer el catálogo que estaba hojeando y el hombre lo recogió del suelo. Aquel hombre debió de haber entrado con el obrero. 


Paula pensó que tendría unos cincuenta y tantos años. Llevaba un polo verde y unos pantalones de pinzas, y aunque no vivía en el edificio, notó en su rostro algo familiar.


—¿Está buscando a alguien? Podría ayudarlo... —la extraña expresión de su rostro la estaba poniendo nerviosa.


—Pues me gustaría que lo hiciera. Estoy buscando a Pedro Alfonso. ¿Lo conoce?


A Paula se le disparó la alarma. Pedro era fiscal y podía tener a mucha gente en su contra. Al recordar el reciente asesinato de un compañero de Pedro se le erizó la piel. Iba a decir que no lo conocía, pero el hombre ya había visto su nombre en los buzones.


Pedro no está aquí ahora —dijo a toda prisa—. Si me deja su número de teléfono, puedo dárselo más tarde. Creo que tengo un bolígrafo en el bolso —y empezó a rebuscar.


—No se preocupe, señorita —dijo el hombre, colocándole la mano con dulzura sobre el brazo. Al levantar la vista, ella lo vio muy triste—. Si le da mi número, pensará que lo está traicionando y tal vez se enfade. No quiero que dejen de ser amigos.


—¿Por qué iba a pensar eso?


—Él... —el hombre parpadeaba y Paula creó ver un asomo de lágrimas en sus ojos—. Probablemente no quiera verme —se giró bruscamente y dijo en voz baja—: Esto ha sido un error —después en voz más alta—: Lo siento, señorita.


—No, espere, por favor —el hombre se giró, contra todo pronóstico, pero sin mirarla—. ¿Quién es usted?


Él dudó un momento antes de contestar y después dijo mirando al suelo:
—Soy su padre.




PAR PERFECTO: CAPITULO 41




Resultó extraño despertarse en brazos de Paula un martes por la mañana y Pedro deseó que se convirtiera en una costumbre. Lo que no era tan extraño era despertarse con el deber de acudir a la oficina. Pensó por un momento en llamar para decir que estaba enfermo por primera vez en su vida, y tal vez lo hubiera hecho si ella no hubiera abierto los ojos y exclamado llena de vitalidad:
—¡Hora de levantarse para ir al trabajo! —y salió corriendo de la cama, desnuda, hacia el baño. 


Se detuvo en la puerta y lo llamó con el dedo.


La cama ya no le pareció un lugar tan estupendo. Se levantó algo mareado por el sueño, o por la falta de éste, y oyó el ruido de la ducha.


—No tengo mucha agua caliente por la mañana, pero estoy dispuesta a compartirla contigo.


Pedro no esperó a que se lo dijeran dos veces, y así descubrió que Paula no sólo era sexy, sino un poco mentirosa, porque hubo suficiente; agua caliente para disfrutar de un dulce y largo rato juntos.


Cuando salieron del baño, él se puso unos vaqueros mientras ella hacía café.


—Gracias —dijo, cuando ella le pasó la taza—, pero apenas tengo tiempo para un par de sorbos. Es tardísimo —después de un par de sorbos y de quemarse la lengua, le pasó la taza mientras ella sonreía—. ¿Sabes qué? Al diablo el trabajo. Llamaré y diré que estoy enfermo. ¿Te gustaría que pasáramos la mañana juntos?


—Claro que me gustaría, pero estoy pensando que tengo que dar una clase esta mañana y no quiero cancelarla, porque es un chico que va muy retrasado. Vete, no vas a poder librarte de mí aunque quieras porque sé dónde vives.


Pedro rió y le levantó la barbilla para mirarlo directamente a los ojos.


—Ten por seguro que lo único que voy a hacer es pensar en ti. ¿Qué te parece si intento escaparme temprano?


—Suena muy bien —dijo mientras vertía el café en un termo—, pero lo entenderé si no puedes porque el trabajo es tu vicio. Y ahora, largo —le pasó el termo y le señaló la puerta.


Él se levantó y le dio un beso muy largo.


—Eres maravillosa. He esperado mucho para decírtelo. Demasiado —y se marchó.



PAR PERFECTO: CAPITULO 40




Cuando Pedro abrió los ojos varias horas más tarde, lo único que lo sorprendió más que no haber tenido pesadillas era el hecho de que su cuerpo estuviese abrazado al de Paula, que tenía la cabeza apoyada sobre su brazo y se había dormido, así que lo único que sentía era su calor. Pedro se sentía más vivo que nunca y vio unas posibilidades hasta entonces ocultas en su vida, como la posibilidad de tener a Paula, de amarla para el resto de su vida.


El cerebro empezó a arderle al pensar en un futuro con ella. Ahora todo le parecía diferente. 


No había querido que ocurriera eso, no había sido su intención hacerle el amor, porque era consciente de lo maravilloso que sería y supondría un error porque no podría tenerla. 


Pero a su lado, envuelto en su aroma, no veía el error en aquello por ningún lado. La realidad era la opuesta. Nunca había creído merecerla, pero estaba seguro de haberla hecho feliz aquella noche y de que ella lo deseaba. Sólo por eso podía pensar que merecía tenerla y la felicidad que ella le pudiera dar, que debían concentrarse en amarse y el futuro vendría solo. Tal vez a ella le bastase con su amor y renunciase a tener niños, y si no lo hacía... bueno, él podría considerar la posibilidad, llegado el momento.


Quizá la clave fuera dejar de pensar, olvidar el pasado y no preocuparse por el futuro.


Paula despertó entonces y se estiró y rodó sobre él, con lo que se colocaron pecho contra pecho. 


Él recorrió sus curvas con la punta del dedo. Su piel estaba pegajosa de sudor por el calor del verano y el sexo que los había dejado exhaustos y saciados. Sólo con mirarla deseaba... necesitaba... «No», se dijo a sí mismo, «deja de pensar».


Pero antes de acabar la frase, sus manos ya recorrían su piel. Las suaves caricias bastaron para excitarla y sacarla del sueño; abrió los ojos y empezó a imitar sus caricias sobre el cuerpo de Pedro. Sonrió con los ojos entrecerrados por el sueño y eso estuvo a punto de hacer que él llegara al límite.


Primero Pedro se empleó con las manos, y después con la boca, lamiendo, sorbiendo y chupando hasta que ella estuvo completamente despierta y con todos los sentidos alerta. 


Cuando ella empezó a recorrerle la espalda con las manos, su cuerpo se estremeció con un erótico temblor. Él saboreó la dulce sal entre sus muslos y deslizó la lengua dentro y fuera de su cálido centro, arriba y abajo, primero rápido y después lento, hasta que sintió la urgencia de estar dentro de ella.


Con un solo movimiento hizo a Paula rodar sobre su espalda y le agarró las nalgas, redondas pero firmes, y después los pechos, lo que provocó una exclamación de sorpresa en ella. Después introdujo su miembro duro en su suave interior, y ella se retorció y gimió su nombre mientras él repetía el movimiento una y otra vez. Él le acarició primero el estómago, después bajó entre sus rizos hasta encontrar la pequeña protuberancia y la acarició hasta que ella gritó de placer al llegar al orgasmo, en el que él la siguió.


Pedro no dejó de abrazarla hasta que se quedaron dormidos.



PAR PERFECTO: CAPITULO 39




Pedro llamó a la puerta de Paula un poco más fuerte de lo necesario. ¿Por qué tardaba tanto? 


Daba igual; seguro que la puerta estaba abierta.


Giró el pomo y estuvo a punto de caer porque ella la abrió por su lado a la vez.


—¿Pedro, qué te pasa? Estaba cambiándome en mi habitación... ¿No podías esperar unos segundos?


La camiseta blanca de canalé que llevaba dejaba a la vista unos centímetros de un vientre cremoso que dejaba adivinar el ombligo y los finos pantalones cortos de algodón apenas cubrían sus piernas, suaves y perfectas, acabadas en unos calcetines blancos. Llevaba un ventilador portátil en una mano.


—¿Qué te he dicho acerca de cerrar la puerta? ¿Por qué no me escuchas nunca?


—Me parece que estamos frente a un serio problema de actitud que necesita ser solucionado —dijo ella, con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada—. Acabo de llegar y estoy cansada. ¿Tienes algo importante que decirme para venir con esas prisas después de mi cita? Date prisa porque tengo que enchufar el ventilador y meterme en la cama.


La dureza de sus palabras no se correspondía con su expresión nerviosa. Parecía buscar una explicación en su rostro que no acababa de encontrar.


Él tenía que controlar su respiración entrecortada, que la estaba asustando y le impedía preguntar lo que quería. No sabía qué decir, no tenía un plan ni idea de cómo reaccionaría si ella confirmaba sus temores.


—¿Sientes algo por él?


—¿Por quién?


Pedro no repitió la pregunta porque su respuesta estaba demasiado cerca de lo que deseaba. En su lugar, le tomó la cara entre las manos, acarició un par de mechones rubios y la miró fijamente a los ojos durante unos segundos, hasta que unió sus labios con los de ella.


Él sintió cómo sus brazos le rodeaban el cuello y el cable del ventilador le rozaba la espalda. 


Sintió su lengua inflamarse contra la de él y sus piernas de seda enrollarse en torno a las suyas. 


Él se las separó con el muslo e hizo presión hasta sentir su calor y oír cómo contenía el aliento en un suspiro que sonaba como su nombre.


Paula dejó caer el ventilador al suelo para acariciarle la cara, peinarla con los dedos, hasta que separó sus labios de los de él lentamente y lo miró.


Pedro tuvo en ese momento la visión más celestial que había tenido nunca. Y no era un cielo inalcanzable y lejano, sino cercano y alcanzable... Paula.


Su cuerpo palpitaba con la dulce necesidad de estar dentro de ella, de ser un único cuerpo, de unir sus alientos y sus pulsos.


Entonces Paula lo atrajo hacia sí y lo besó con ansia. Él perdió el control de sus pensamientos mientras la empujaba hacia la sala cerrando la puerta tras de sí. Los dedos largos y finos de ella acabaron pronto con los botones de su polo y empezó a tirar impaciente de la prenda hacia arriba. Él se lo sacó y lo tiró al suelo. Mientras Paula se perdía en la contemplación de su pecho, él empezó a acariciar la piel desnuda de su cintura.


Y justo entonces, Paula se quitó la camiseta. No llevaba nada debajo.


Pedro no pudo evitar quedarse mirando, y ella le dejó hacerlo con pose de diosa y observándole el rostro. Tenía unos pechos firmes y llenos, que subían y bajaban sensualmente con el ritmo de su respiración. Los pezones eran duros y puntiagudos, y lo único que deseaba era humedecerlos con su lengua. Pedro dejó una mano subir desde su cintura hasta el pecho, y más aún hasta la clavícula, por la nuca, y se inclinó para besarla con dureza, mordiendo.


Paula le dejó, agarrándolo por los hombros cuando la debilidad empezó a hacer presa de sus rodillas. Sus pechos se tocaron, el suave vello masculino acariciando y haciendo cosquillas los pezones femeninos hasta provocarles dolor. Ella retiró su boca con necesidad de toda su determinación y echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndole la suave piel del cuello. Pedro no rechazó el ofrecimiento y empleó la lengua a fondo hasta que se arqueó de placer. Ella lo abrazó para estabilizarse, pero él la llevó conduciéndola con los labios hasta el sofá, donde cayeron sin orden y, de repente, Pedro tenía los labios sobre su pecho.


Ella estaba sorprendida de lo que podía hacer con la lengua sobre su pezón y de cómo la dejaba deseosa cuando abandonaba un pezón para dedicarse al otro, cada vez con más fuerza e insistencia. Se dio cuenta de que los débiles gemidos que oía tan lejanos los estaba produciendo ella. No pudo evitar hundir más las uñas en sus brazos, y entonces él empezó a bajar la cabeza por su torso y cerró los dedos sobre la cinturilla del fino pantalón que llevaba. 


Cuando se los quitó, sus manos tocaron sólo piel, porque no llevaba nada debajo de ellos.


Entonces sus labios empezaron a moverse sobre esa piel, acariciándola y excitándola cada vez más. Ella levantó las caderas y se aferró a los cojines del sofá mientras su boca la llevaba a un estado de frenesí. Era una dulce agonía que no pudo resistir mucho tiempo antes de suplicar:
—Oh, Pedro, por favor, por favor, te necesito —él se apartó y ella dejó escapar un gemido de protesta.


—Yo sí que te necesito a ti —dijo él, con la voz presa de emoción mientras empezaba a desabrocharse el cinturón.


Ella lo miró mientras se desnudaba del todo y la atrapaba contra el sofá con el peso de su cuerpo, tan masculino y perfecto. Entonces parpadeó y él pareció leerle la mente.


—No, esto no es un sueño —dijo Pedro, y la penetró.


Ella echó la cabeza hacia atrás, dejándose consumir por el delirio. Él estaba dentro de ella, ella lo abrazaba y se perdería en los movimientos de sus cuerpos. Su piel la acariciaba de un modo dan dulce que su sangre empezó a fluir con rapidez y empezó a sentir que alcanzaba el climax. Llegó al mismo tiempo que él y sus gritos se confundieron en uno solo.


Paula se estremeció varias veces y cerró los ojos a la vez que tomaba aire con la boca abierta. Después suspiró y abrió los ojos; Pedro la miraba. Sus cuerpos estaban tan bien amoldados el uno al otro que no parecía bien separarlos, así que se quedaron de ese modo, estudiándose con ternura durante un rato que pareció muy largo.


Pedro se levantó por fin con lentitud y la tomó en brazos, lo que la hizo reír.


—¿Qué te parece divertido? —dijo él con voz lánguida mientras la llevaba a la habitación.


—Nada —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Es algo maravilloso.


La acostó en la cama y la cubrió con la sábana hasta la barbilla. A ella la sorprendió el frío de la tela contra el calor de su cuerpo. Estiró los brazos hacia él para que fuese a su lado, pero Pedro dio un paso atrás.


Pedro —dijo ella—, quédate.


—Yo... —Pedro parecía estar librando una batalla muy dura en su interior. Tal vez necesitara estar solo para estar tranquilo y pensar en lo maravilloso que era lo que les había pasado, y aunque ella quería estar con él, estaba dispuesta a dejar que se marchara si era mejor para él.


—¿Estarás mejor si no te quedas?


—¿Mejor? No puedo estar mejor que aquí contigo.


Paula echó a reír y después se sintió mal porque él podía pensar que se estaba riendo de él, pero Pedro rió también. Los dos estuvieron así varios minutos.


—En ese caso, quédate, por favor. No querría que sacases tu precioso trasero de aquí.


—¿Mi trasero? —dijo él, deslizándose bajo las sábanas y agarrándole las nalgas—. ¿Cómo puedes decir eso cuando el tuyo es el doble de bonito?


Entonces él la besó para evitar que protestara y ella enredó los dedos en su pelo y se dejó perder en la profundidad de su boca.