domingo, 18 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 20




Dos horas más tarde, bajo la luz suave de un nuevo amanecer, Pedro atravesó las calles casi desiertas y detuvo el coche frente a su portal. Tras soltarse el cinturón, se volvió hacia ella y declaró sin andarse con rodeos:
—Después de volver de Nueva York hice algunas averiguaciones y sé que el tipo ese es un pájaro de mucho cuidado.


Al oír aquello, Paula exhaló un profundo suspiro. No sabía cómo se había podido engañar a sí misma diciéndose que Pedro Alfonso era un grandullón inofensivo; saltaba a la vista que nada escapaba a aquella aguda mirada azul, así que, resignada, se encogió de hombros y empezó a contar su historia en un tono monocorde.


—Llevaba casada casi un año cuando conocí a Antonio de Zúñiga; Lucas nos lo presentó en una fiesta. A pesar de que todo el mundo hablaba del encanto de aquel hombre, a mí me desagradó desde el primer instante en que lo vi; sin embargo, con Álvaro fue completamente diferente. —Una vez más, Alfonso detectó un matiz de amargura en su voz—. Se hicieron íntimos. De pronto, dejamos de ser una pareja y nos convertimos en un trío, pero no pienses mal, ¿eh? —añadió en un desganado intento de bromear—. Antonio venía a todos lados con nosotros, cenas, fiestas, viajes… yo notaba cómo me miraba…


—¿Y cómo lo hacía? —la interrumpió con brusquedad.


—El marqués de Aguilar es un reputado coleccionista de arte y me miraba exactamente así: como si yo fuera una valiosa pieza que añadir a su colección —explicó con sarcasmo.


Al oírla, Pedro alargó el brazo y le cogió una de las manos cuyos dedos, helados, retorcían con nerviosismo la delicada tela de gasa de su vestido de noche.


—¿Por qué no le hablaste de ello a tu marido? —siguió interrogando sin dejar de frotar la mano de Paula entre las suyas.


—Traté de decírselo, pero se enfadó mucho. Decía que Antonio era el mejor tipo con el que se había topado jamás, el único amigo de verdad que tenía en el mundo. Yo en ese momento desconocía que Álvaro tenía cuantiosas deudas y que Antonio de Zúñiga le había prestado dinero para hacerles frente.


—¿Tu marido era un jugador?


Paula se encogió de hombros una vez más.


—Sí, jugaba de vez en cuando, pero no más de lo que lo hacían otros. En realidad, llevábamos una vida de lujos y diversiones que estaba muy por encima de nuestras posibilidades, pero no puedo culpar solo a Álvaro de ello. Yo era una niñata frívola de veintitantos; mis únicas preocupaciones en aquellos tiempos eran qué me pondría para la próxima fiesta o si sería mejor llevar ropa de invierno
o de verano al yate de los amigos que acababan de invitarnos a un crucero por las islas griegas en noviembre. Ni siquiera después del nacimiento de Sol me planteé cambiar mi estilo de vida. Si bien la adoraba, hasta que la niña cumplió los dos años pasaba más tiempo con la nanny de turno que conmigo.


Pedro miró el bonito rostro, ahora algo pálido y cansado, que parecía examinar aquella otra existencia como si fuera una película que alguien proyectara sobre el parabrisas del coche.


—Y tu padre, ¿no dijo nada?


—Mi padre murió al mes de la boda. —Paula hizo una mueca de dolor—. Llevaba un año luchando sin descanso, pero, al final, aquella maldita enfermedad pudo con él. Cuando le dije que iba a casarme con Álvaro trató de advertirme, me dijo que era un muchacho encantador, pero débil. Por supuesto, no le hice el menor caso; ya sabes, yo estaba loca por Álvaro y, cuando eres joven, siempre
crees que lo sabes todo.


Pedro no pudo evitar esbozar una sonrisa al escucharla.


—Hablas de la juventud como si fuera algo muy lejano, Paula, y ni siquiera has cumplido los treinta.


—Te aseguro que el día que Álvaro chocó contra aquel árbol dejé atrás mi juventud para siempre —respondió ella, convencida—. De pronto, tenía a mi cargo una niña que aún no había cumplido los tres años, un aterrador cúmulo de deudas y una escasa preparación laboral. Desarrollar una carrera profesional era algo que nunca me había preocupado. Hablaba tres idiomas, sí; pero, fuera de eso,
mis conocimientos de historia del arte y literatura, de repostería francesa y de fabricación de adornos de cerámica, aunque muy socorridos para una charla informal y una merienda con amigos, no tenían mucha utilidad a la hora de elaborar un currículo.


—Pues más motivo para estar orgullosa de ti misma, Paula. Tienes una carrera prometedora como organizadora de eventos, tu hija está bien atendida y es encantadora y, aunque la Tata cuida de vosotras, eres tú la que te ocupas de que en tu casa no falte de nada. —En esta ocasión fue Paul la que apretó su mano, agradecida por sus palabras—. Siempre he pensado que es mucho más duro tenerlo todo y perderlo de golpe que no tener nada. Si partes de cero, no te queda más remedio que ir hacia arriba; el mérito está en caer y volver a levantarte.


—Gracias, Pedro.


Los ojos color caramelo brillaban, anegados, y sus labios dibujaron una sonrisa trémula, cargada de dulzura. El americano se llevó la mano que sostenía entre las suyas a los labios y la besó con ternura.


—Dime una cosa, Paula, ¿hay algo más relativo a las deudas de tu marido que no me quieres contar? —preguntó con delicadeza.


Al oírlo, la sonrisa se borró en el acto de su boca seductora y, una vez más, con los dedos que tenía libres empezó a trazar complicados arabescos sobre la tela del vestido. Por unos instantes, Pedro pensó que no le contestaría; sin embargo, después de unos minutos, Paula confesó:
—A raíz de su amistad con Antonio de Zúñiga, Álvaro empezó a beber más de lo que solía y, más tarde, descubrí que también consumía drogas. Cocaína. El nobilísimo marqués de Aguilar se encargaba de suministrársela. Encantador, ¿verdad? —afirmó con una mueca de disgusto—. Mi marido gastó una auténtica fortuna. La suya y la cuantiosa herencia que recibí de mi padre; en poco tiempo se lo esnifó todo y más. Mis amigos trataron de razonar con Álvaro; en más de una ocasión Lucas y él llegaron incluso a las manos, y eso que habían sido amigos íntimos desde el colegio. Daba igual. De repente, ni su mujer, ni su hija, ni el que hasta hacía poco había sido su mejor amigo parecían tener la menor importancia. Tan solo contaba Antonio, que lo manejaba a su antojo, como a un perrito amaestrado; era el único que tenía influencia sobre él. Lo peor de todo es que, aunque soy consciente de que es algo irracional, en el fondo me siento culpable porque sé que Antonio de Zúñiga destruyó a Álvaro para llegar a mí.


Absorta en los dibujos que su dedo índice trazaba sobre la tela, Paula no se percató de la luz, helada y mortal, que se encendió en los ojos del americano; tampoco la serena voz masculina traicionó la intensidad de la rabia que se había apoderado de él.


—Y ahora, el tipo este te está amenazando de alguna manera para cobrarse su deuda, ¿no es así?


Paula apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y confesó, desesperada:
—¡Nunca podré pagarle, Pedro! Es demasiado dinero. Ni siquiera Lucas y Candela, que siempre me han ofrecido su ayuda, conocen la cantidad real que le debo. Sin embargo, él está dispuesto a hacer concesiones…


—¿Concesiones? ¿Qué tipo de concesiones? —Sin darse cuenta, Pedro apretó sus dedos hasta que ella soltó un quejido.


—¡Me haces daño, Pedro!


—Lo siento, baby. —La soltó en el acto, se pasó una mano nerviosa por sus cortos cabellos y repitió—: ¿Qué concesiones?


Sin abrir los párpados, Paula esbozó una nueva sonrisa, pero, en esa ocasión, cargada de amargura.


—Cuando a un hombre como Antonio de Zúñiga se le niega alguna cosa, lo único que consigues es que la desee aún más. Está encaprichado conmigo desde que me vio con Álvaro. Ese hombre quiere que me convierta en su amante. Me ha prometido que si soy lo suficientemente cariñosa con él, condonará la deuda. Y no te niego que, a pesar de que me repele, me he sentido tentada a menudo. — Emitió una risita que nada tenía de divertida—. Sin embargo, hay una vena obstinada dentro de mí que se niega a tomar el camino fácil, por eso malvivimos todas en ese cuchitril y apenas me llega el sueldo para lo básico; el resto del dinero que gano se lo entrego a él.


Paula calló y el profundo silencio que se hizo en el interior del vehículo se prolongó durante largos minutos. Sorprendida de que Pedro Alfonso no tuviera nada que decir, abrió los ojos y volvió la cara hacia él. El atractivo semblante del hombre que estaba a su lado no mostraba la menor emoción, aunque Paula percibió que sus mandíbulas estaban muy apretadas. Al sentir su mirada de desconcierto posada sobre él, el americano habló por fin:
—Te agradezco que me hayas contado la verdad, Paula. Me doy cuenta de que soy la primera persona con la que te sinceras por completo y me enorgullezco de ello. Ya es muy tarde y tienes que descansar. Seguro que después de unas horas de sueño, verás las cosas desde una perspectiva más favorable. Pensaré en el asunto y mañana te diré algo.


Si a Paula le sorprendió su aparente frialdad, lo disimuló a la perfección.


—Tienes razón, Pedro. Es hora de irse a la cama. Gracias por escucharme. —Agarró la manilla de la puerta, pero antes de que pudiera abrirla siquiera, el americano la aferró de la muñeca y se lo impidió.


Sin decir una sola palabra, la alzó de su asiento como si no pesara nada, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí con tanta fuerza que Paulaa apenas podía respirar. Unos minutos después, la soltó de nuevo con la misma brusquedad y se limitó a decir:
—Buenas noches, Paula, baby. Que descanses.





TE QUIERO: CAPITULO 19





Paula se recostó contra el tronco de un inmenso castaño, cerró los ojos y respiró el exquisito aroma a flores que impregnaba el ambiente. De pronto, un sexto sentido la avisó de que no estaba sola. Inquieta, abrió los párpados en el acto y miró a su alrededor, escrutando las sombras.


—Mi querida Paula…


Antes de que ella pudiera hacer el más mínimo movimiento para alejarse, la silueta elegante y amenazadora de Antonio de Zúñiga se detuvo frente a ella, cortándole cualquier posibilidad de huida. Paula se irguió todo lo que pudo, tratando de no dejarse amedrentar; en ocasiones como aquella era cuando más lamentaba su escasa estatura.


—¿Puede saberse qué haces tú aquí? —preguntó con altivez, aunque le temblaban las rodillas—. Fui yo la que se encargó de las invitaciones y te puedo asegurar que tu nombre no estaba en la lista de invitados.


Incluso en la penumbra, Paulaa distinguió unas chispas burlonas en sus ojos oscuros.


—Sabes bien que siempre consigo lo que quiero. ¿Cómo iba a perderme la que promete convertirse en la fiesta del año? Una fiesta organizada, nada más y nada menos, que por la mujer a la que deseo con toda mi alma desde que la conocí.


—La palabra «alma» en relación con un tipo como tú me parece más bien una broma pesada — replicó, mordaz, en un intento desesperado por no traicionar el temor que sentía.


Antonio de Zúñiga soltó una risa fría, cargada de amenaza, que le erizó el vello de los brazos.


—Siempre me has parecido una chica muy divertida, Paula. —Su tono era suave, pero no por ello menos peligroso—. Creo que es una de las cosas que más me gustan de ti. Sin embargo, te agradecería que, en el futuro, te dirigieras a mí con más respeto.


—Tengo que volver con los invitados. —Trató de escabullirse con rapidez, pero, al instante, el marqués de Aguilar apoyó las palmas de las manos en el tronco, una a cada lado de su cabeza, y se lo impidió.


—Si no me dejas marchar gritaré… —amenazó, con un jadeo—. No estamos tan lejos del resto.


Aunque no la tocaba, estaba tan cerca de ella que estaba empezando a sentirse mareada.


—¿Y provocar un escándalo? —El marqués chasqueó la lengua con desdén—. No creo que te convenga si pretendes que tu negocio prospere. Sabes bien que lo único que no se perdona en nuestro mundo son las escenas de mal gusto.


—¿Qué quieres ahora? —Alzó la barbilla, desafiante, a pesar de que sospechaba que si se apartaba del árbol sus piernas cederían y se desplomaría —. Ya te prometí que tendrías tu dinero. Acabo de pagarte casi todo lo que he ganado en mi último trabajo, y esta noche me han surgido numerosos encargos.


Su interlocutor deslizó el dorso de los dedos por su mejilla y su cuello en una caricia lenta que a punto estuvo de provocarle una arcada.


—A ese ritmo tardaría un par de generaciones en recuperar mi inversión, pero tú sabes bien que no es el dinero lo que quiero… —El matiz ronco y zalamero de su voz la hizo estremecer.


—¡Pues eso es lo único que vas a tener! —escupió Paula con desprecio.


El hombre observó con detenimiento la pequeña barbilla alzada con orgullo, el temor que asomaba en los grandes ojos castaños a pesar de sus esfuerzos por disimularlo, el ligero temblor de su labio inferior… Todo en aquel precioso rostro hablaba de repulsión y miedo, y aquello lo excitó aún más.


—Eres valiente, pequeña y orgullosa Paula; creo que por eso te deseo tanto. Desde que te vi al lado del pusilánime de tu marido supe que nosotros estábamos destinados a estar juntos. Lo único que tienes que hacer es mostrarte cariñosa conmigo y te aseguro que tu vida resultará mucho más agradable. —Sin más, se apretó contra ella, inmovilizándola contra la rugosa corteza del tronco que
se clavaba en su espalda desnuda, y comenzó a besarla con voracidad.


Paula forcejeó con todas sus fuerzas, pero Antonio de Zúñiga, aun no siendo un hombre corpulento, era mucho más fuerte que ella y no consiguió liberarse. Desesperada, siguió luchando contra el asalto no deseado de aquella boca cruel, hasta que, de pronto, él la soltó y el aire de la noche volvió a entrar en sus pulmones sin obstáculos.


—¿Qué demonios cree que está haciendo?


Aturdida aún por lo ocurrido, a Paula le costó asimilar la inesperada presencia junto a ella de Pedro Alfonso, quien, con una de sus enormes manazas en torno al cuello del marqués, lo sujetaba sin aparente esfuerzo.


—¡Suélteme! —exigió el otro, sin dejar de forcejear, aunque Paula apenas pudo entender lo que decía; tenía el rostro congestionado y se notaba que le costaba respirar.


—¡Suéltalo, Pedro! —suplicó ella, aún más asustada al descubrir el brillo homicida que asomaba por entre los párpados entrecerrados del americano. Al ver aquella expresión despiadada y mortal entendió, por fin, qué era lo que había conducido a un hombre humilde como Pedro Alfonso a la cima del éxito.


Por unos instantes, Paula pensó que no le haría caso, pero, finalmente, Pedro aflojó los dedos y lo liberó sin la menor delicadeza. El marqués de Aguilar se tambaleó durante unos segundos, tratando de recobrar el equilibrio, mientras se llevaba una mano al cuello, jadeante.


—¡Esto no quedará así, Alfonso! —La advertencia brotó rasposa de su garganta irritada, antes de dar media vuelta y alejarse de allí a toda prisa.


El americano se volvió hacia ella, alzó su barbilla con dos dedos y, con mucha delicadeza, pasó el pulgar por sus labios hinchados, que todavía temblaban a consecuencia de aquel beso brutal.


—Esta vez me dirás qué poder tiene ese hombre sobre ti.


Paula notó la intensa ira que burbujeaba bajo su apariencia serena y comprendió que, en esa ocasión, no dejaría que le diera largas, así que, procurando atusarse la revuelta melena con dedos trémulos, accedió:
—Está bien, Pedro, te lo diré, pero no aquí. Debemos regresar con los invitados.


—Muy bien. Cuando te lleve a tu casa será el momento de hablar. —Su tono no admitía réplica, y ella echó a andar a su lado en silencio.




TE QUIERO: CAPITULO 18





Los días que siguieron transcurrieron en un torbellino de llamadas, cambios de última hora y carreras de un lado para otro. Paula se sentía igual que un bombero enloquecido que fuera apagando fuegos a cada paso, hasta que, por fin, llegó el día de la fiesta. Mientras recibía a los invitados al lado de Pedro que, en esa ocasión, llevaba un elegante esmoquin negro hecho a medida y una inmaculada camisa blanca que ponían de relieve su figura imponente, Paula se felicitó a sí misma, complacida.


Había logrado lo imposible.


Durante el resto de la noche tendrían el Palacio de Cristal de El Retiro para ellos; en realidad, todo el parque estaba a su disposición, pues las nobles verjas de hierro tan solo se abrirían para los invitados a la fiesta. No había dejado piedra sin remover hasta que por fin consiguió lo que quería.


Había llamado a todo el que se le había ocurrido: viejos amigos de su padre, personas que conoció durante los locos días de su matrimonio…; en definitiva, a cualquiera que pensó que podría tener alguna influencia y ahí estaba el resultado.


El Palacio de Cristal resplandecía con el fulgor de una joya. 


Los millares de pequeños cristales y luces blancas colgados de las ramas de los árboles que rodeaban el pequeño estanque creaban una imagen de ensueño; como si en esa agradable noche de verano una repentina escarcha lo hubiera cubierto todo con su manto.


Nada más llegar, Pedro Alfonso había resumido aquella bella estampa en una sola palabra: «mágico». Y, en efecto, la velada prometía convertirse en un acontecimiento lleno de pura magia.


Una pequeña orquesta amenizaba la ocasión con una suave música clásica, que gracias a un sofisticado equipo de sonido parecía provenir de todos los rincones, pero sin resultar molesta. Las invitadas, espléndidas con sus vestidos de noche, se deslizaban del brazo de sus distinguidos acompañantes por las veredas iluminadas con antorchas, igual que una nube de mariposas exóticas reunidas en un instante fuera del tiempo. Lo más granado de la sociedad y del mundo empresarial se había dado cita esa noche en aquel marco extraordinario.


Paula suspiró, complacida, y empezó a relajarse; presentía que a partir de esa velada le lloverían los encargos y su suerte cambiaría, por fin.


De pie junto al americano, actuaba como una perfecta anfitriona, pero procurando en todo momento no restarle a Pedro Alfonso ni un ápice de protagonismo. Aquella era su fiesta, así que, con gracia y naturalidad, le presentaba a los invitados que aún no conocía y, con mucha discreción, se las arreglaba para que él tuviera a su alcance la frase apropiada o el nombre correcto en cada momento.


En el interior del palacio estaban dispuestas las mesas donde se serviría la cena, adornadas con velas y bellos centros de flores que llenaban el aire con una fragancia embriagadora. Había dispuesto que los invitados más importantes se sentarían en la mesa presidencial y, a pesar de sus protestas, Pedro había insistido en que ella ocupara también un lugar en aquella misma mesa. Paula se sintió muy orgullosa de él mientras lo observaba conversar con uno de los banqueros más importantes del país.


Aquel esmoquin, encargado especialmente para la ocasión, acentuaba aún más su atractivo masculino y no se le había escapado la manera en que algunas de las invitadas recorrían su espléndida figura con una curiosidad hambrienta.


Al tiempo que fingía atender lo que le contaba el hombre de pelo blanco que estaba sentado a su derecha, escuchaba la conversación que mantenía su jefe con su poderoso interlocutor, quien se mostraba muy interesado por sus palabras. Todo lo que el americano decía ponía de relieve su aguda inteligencia y sus modales resultaban impecables. Por una vez, pensó, satisfecha, Pedro Alfonso había dejado aparcada en algún lado su personalidad revoltosa; sin embargo, como si quisiera desmentir aquella idea, él alzó la vista en ese preciso momento y le guiñó un ojo con picardía y, una vez más, Paula se vio obligada a morderse el labio con fuerza para reprimir una carcajada.


La cena, servida por el cocinero más de moda en Madrid, cuyo restaurante acababa de recibir la tercera estrella Michelin, resultó exquisita. Tras los licores, todos salieron de nuevo al exterior para contemplar los espectaculares fuegos artificiales mientras los camareros retiraban las mesas, y el exquisito palacio se transformaba, en esa ocasión, en una inmensa pista de baile.


La velada transcurrió sin incidencias de importancia; saltaba a la vista que los invitados estaban disfrutando enormemente y el interior del palacio se había llenado de parejas de bailarines.


—Paula, tenemos que hablar más adelante. Mi hija se casa este año y me gustaría que tú te encargaras de organizar la boda.


—Ningún problema, Carmen, ya tienes mi número —respondió con una sonrisa. Era la tercera persona que le decía algo parecido, y se sentía feliz.


Sí, se dijo, llena de optimismo, su mala racha tocaba a su fin.


En ese momento, la orquesta comenzó a interpretar los primeros acordes de When I was your man de Bruno Mars y notó que alguien la agarraba de la cintura y la arrastraba con decisión hacia la pista.


—¡Pedro, qué susto me has dado!


—Has bailado con todos los invitados menos conmigo —protestó con el ceño fruncido—, y si no acabara de raptarte, aquel gordito que viene por ahí te habría acaparado de nuevo.


El gordito era un pesadísimo conocido de Álvaro que pensaba que, por estar podrido de dinero, todo el mundo estaba obligado a reírle las gracias.


—Entonces te debo una, jefe —respondió ella, sonriente—. Alfredo Montenegro es un petardo.


Pedro la estrechó entre sus brazos y comentó:
—Quería demostrarte que, aunque eres bajita, también podemos bailar sin problemas.


—¡No soy bajita! —negó al instante, ofendida, si bien enseguida reconoció—: Bueno, puede que un poco, pero lo que ocurre es que Sol tiene razón. Tú eres un gigante.


Pedro apoyó la mejilla sobre el cabello oscuro y declaró sin dejar de seguir el ritmo de la música:
—Sin embargo, estoy muy a gusto.


Paula recostó su cabeza en aquel inmenso pecho y reconoció que ella también estaba muy a gusto.


En brazos de Pedro se sentía segura y esa sensación resultaba muy agradable.


—Está siendo una noche perfecta, Paula —prosiguió con su seductora voz de bajo—. Te doy las gracias por el maravilloso trabajo que has realizado. He conocido a un montón de gente interesante, mis clientes de siempre están encantados y mi amigo Marcus está disfrutando como un enano; la última vez que lo vi no se despegaba de Alexia la Bella.


—Eres un hombre muy espléndido, Pedro. Me alegro de que el único trabajo para el que, de verdad, requerías mis servicios haya resultado un éxito.


Por una vez el americano se mostró prudente y se abstuvo de hacer ningún comentario, y siguieron bailando en silencio, inmersos en la magia de la noche. Paula notaba el firme latido de su corazón bajo la oreja y pensó que era uno de los sonidos más tranquilizadores que había escuchado jamás.


Tan solo quedaban un par de días para que finalizara su contrato y se dijo que iba a echar mucho de menos a ese pícaro gigante. Aquellos últimos meses habían sido trepidantes, interesantes y, sobre todo, muy, muy divertidos. 


El suspiro que exhaló se fundió con las últimas notas de la canción. De mala gana, se apartó de él y alzó su rostro para mirarlo:
—Para ser un hombre que, según él, carece de las gracias sociales necesarias, bailas de maravilla.


—No te creas. Lo que ocurre es que esta atmósfera fascinante me inspira, lo mismo que mi hermosa pareja de baile —declaró, galante.


Paula le dirigió una sonrisa traviesa.


—Está claro que ya no necesitas mis servicios, Pedro Alfonso. Esa frase no te ha podido quedar más bonita.


Con una de sus cálidas manos en la parte baja de su espalda, Pedro la condujo hacia una de las barras dispuestas estratégicamente, donde un par de camareros servían las bebidas.


—Lo digo en serio. Eres la mujer más hermosa que he visto jamás.


A Paula le sorprendió su tono, tan serio, y cuando cometió el error de mirarlo a los ojos notó que se le cortaba el aliento. 


Aquellos impactantes iris azules y hambrientos reflejaban, multiplicado por cuatro, el brillo de las luces que los rodeaban. No era el tipo de mirada que esperaba encontrar en las, habitualmente, frívolas pupilas del americano. 


Asustada, retrocedió un paso y tragó saliva, nerviosa.


Como si se diera cuenta de que había cometido un error, Pedro recogió velas.


—Bueno, eso si no contamos a tu seductora amiga Alexia, la de los dientes como perlas.


Aquel comentario jocoso borró al instante cualquier rastro de tensión del ambiente y, cuando se atrevió a mirarlo de nuevo, Paula tan solo vio al divertido compañero de siempre y volvió a respirar con normalidad, muy aliviada, diciéndose que la tenue iluminación debía haberle jugado una mala pasada.


Continuaron charlando un rato hasta que se vieron obligados a separarse de nuevo para atender al resto de los invitados. 


Paula comenzaba a sentirse algo cansada; ahora que ya podía decir que la velada había resultado un éxito, la tensión acumulada durante los últimos días y haber tenido que estar pendiente de hasta el más mínimo detalle empezaba a pasarle factura.


Decidió tomarse un respiro durante unos minutos y caminó hacia una zona del parque algo más alejada. A pesar de que seguía escuchando la música y el ruido de las conversaciones, aquel lugar, apenas iluminado por la luz de la luna que se filtraba por entre las copas de los árboles, le ofrecía la suficiente intimidad para recargar un poco las pilas antes de regresar a la fiesta a seguir atendiendo a los invitados