viernes, 12 de febrero de 2016

AMANTE. CAPITULO 12




Pedro tenía razón.


Paula lo pensó mientras hablaba a los jóvenes que se habían reunido en la pequeña sala de conferencias. Estaba extrañamente nerviosa; en parte, porque la noche anterior había dormido mal y, en parte, por culpa del hombre que la miraba desde el fondo de la sala, apoyado en una pared.


En cuanto terminó el acto, subió al despacho, puso un poco de música y encendió el ordenador para trabajar un poco. 


Minutos más tarde, oyó gritos en la cancha y se acercó a la ventana del pasillo. Increíblemente, a pesar de que estaban en verano, había empezado a granizar. Pero Andres y los chicos habían salido a correr de todas formas.


Buscó a Pedro con la mirada y lo descubrió a poca distancia, caminando con tanta tranquilidad como si hiciera el más soleado de los días. Entonces, él alzó la cabeza y clavó la vista en la ventana. La distancia que los separaba era muy grande, pero Paula se sintió como si aquellos ojos intensos le atravesaran el alma y descubrieran todos sus secretos.


Pedro salió del campo de juego con la intención evidente de subir al despacho de Paula. Sabía que ya la había convencido de que se acostara con él, pero quería una rendición incondicional. Sin embargo, no sentía ninguna satisfacción ante la inminencia de su victoria. De hecho, estaba algo nervioso. Por fin había conseguido que Paula se abriera y le contara algunas cosas de su vida. Y ahora quería saber más. Lo quería saber todo.


La encontró pegada a la ventana, tal como la había visto desde abajo. Se acercó a ella y se detuvo a unos centímetros de distancia para no mojarle el vestido. Luego, la tomó de la mano y la miró a los ojos.


–¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar con los chicos?


–Ahora no me necesitan. Cuando terminen, se irán con Andres a ver un vídeo.


–¿Y no te echarán en falta?


–No. Volveré con ellos enseguida.


Paula volvió a mirar por la ventana.


–Menuda tormenta… –dijo.


–La de aquí es mayor.


Ella se estremeció de los pies a la cabeza, y él no lo pudo evitar. Se inclinó y le dio un beso en el cuello.


–No hagas eso… Nos podrían ver –susurró Paula.


Ella se estremeció de nuevo y Pedro se dio cuenta de que no se estaba resistiendo a él, sino a sí misma. Hacía verdaderos esfuerzos por mantener el control.


De haber podido, le habría metido las manos por debajo del vestido y se habría apretado contra ella para sentirla mejor, en todas partes. Pero, por mucho que la deseara, no la podía tomar en un pasillo del estadio. Además, los dos tenían cosas que hacer. Y había hablado en serio al decir que no se contentaría con una sola noche; que quería mucho más.


–Cena conmigo –le rogó.


–¿Cenar? ¿Así es como lo llaman ahora? –preguntó ella con humor.


Pedro pensó que no podía estar más equivocada. No le pedía una cena para acostarse con ella otra vez, sino para conversar, para conocerse mejor.


–Te esperaré a la salida del trabajo.


Pedro se alejó sin decir una palabra más. Ella apoyó la frente en el cristal de la ventana y, cuando lo volvió a mirar, vio que ya había llegado al final del corredor. Se había refrenado y le había ahorrado la embarazosa situación de hacer el amor allí mismo. Porque Paula sabía que, si no se hubiera ido, habrían hecho el amor. Deseaba a aquel hombre de tal forma que habría sido capaz de rogárselo.


Fiel a su palabra, Pedro la estaba esperando en la salida cuando terminó de trabajar. La llevó a su coche y se pusieron en marcha. Pero, en lugar de llevarla a su casa, se dirigió a la ciudad y aparcó.


–Estoy hambriento…


Ella lo miró con sorpresa.


–¿Es que vamos a cenar?


Los ojos de Pedro brillaron.


–Por supuesto. ¿A qué creías que me refería cuando te pedí que cenaras conmigo? Yo diría que fui bastante claro.


–Si tú lo dices…


Él rio.


–¿Te gustan los japoneses?


–Sí, mucho.


Salieron del coche y entraron en un restaurante que tenía muy buena fama. Era evidente que Pedro había llamado para reservar mesa, porque el camarero los llevó de inmediato a una esquina tranquila, con una ventana desde la que se veía la calle. Era un lugar verdaderamente bonito y, cuando Paula echó un vistazo a la carta, descubrió que también era un lugar extraordinariamente caro.


Pero, a pesar de los precios, Pedro pidió un montón de platos distintos. Todo estaba exquisito.


–¿Te gusta? ¿El pescado está suficientemente fresco para ti? –preguntó él en tono de broma.


–Tan fresco que podría salir nadando –respondió ella entre risas–. Pero, ¿cómo os va con los chicos? ¿Crees que el curso está siendo de utilidad?


–Sí, por supuesto…


Pedro le habló de lo sucedido a lo largo de la semana y contestó a sus preguntas sobre los programas anteriores de la organización. Le contó que mantenía el contacto con varios de los chicos que habían estado con ellos, que había dado trabajo a más de uno y que dos de sus antiguos beneficiarios estaban estudiando en la universidad. Paula sospechó que Pedro los apoyaba económicamente, pero él no lo quiso admitir.


El tiempo pasó muy deprisa mientras hablaban. La conversación fluía con naturalidad y las risas eran frecuentes. Paula nunca había estado tan relajada con él; pero tampoco tan tensa, porque lo deseaba más que nunca. 


Y por la expresión de Pedro, tuvo la seguridad de que le pasaba lo mismo.


Cuando terminaron de cenar, él preguntó:
–¿Nos vamos?


Paula supo lo que quería decir con esa pregunta. No se refería exclusivamente a salir del restaurante. Le estaba preguntando si quería irse a casa con él.


Y Paula dijo la verdad.


–Sí.


Ya se dirigían a la salida cuando oyeron la voz de una mujer.


–¡Pedro!


–Hola, Raquel…


Pedro saludó a la mujer con una sonrisa cálida y le dio un beso en la mejilla. Luego, tras las presentaciones de rigor, se puso a charlar con la recién llegada. Estuvo tan encantador como lo había estado con las animadoras del equipo de rugby, pero había una pequeña diferencia que a Paula no le pasó desapercibida: la elegante y rubia Raquel hablaba con él como si lo conociera a fondo y hubieran compartido confidencias.


Paula respiró hondo e intentó sobreponerse a su ataque de celos. Al fin y al cabo, Pedro no la había engañado en ningún momento. Sabía que había estado con muchas mujeres y que, siendo un hombre de buen gusto, la mayoría de ellas serían como Raquel. Pero la experiencia sirvió para que tomara una decisión: si quería estar con un hombre refinado, sería mejor que fuera una mujer refinada.


Por fin, se despidieron. Raquel le pidió que la llamara por teléfono y Pedro se limitó a sonreír. Después, tomó a Paula de la mano, salieron del restaurante y subieron al coche. Fue un trayecto de lo más silencioso. De hecho, no volvieron a hablar hasta que entraron en el piso de Paula y cerraron la puerta.


–Paula…


Pedro le puso las manos en las mejillas, se inclinó y la besó. 


Paula se sintió la mujer más feliz del mundo y, antes de que se diera cuenta, ya estaban desnudos y en la cama. Pero se sentía vulnerable. Pedro le gustaba demasiado. Así que intentó disimular sus sentimientos y comportarse como la mujer refinada que había decidido ser.


–Quiero que sepas que esto no es una relación amorosa, sino una simple relación sexual –dijo con firmeza–. Una forma de satisfacer nuestras necesidades.


Él sonrió.


–¿Por qué te empeñas en establecer límites?


–Vamos, Pedro… Tú tampoco estás buscando una relación –alegó ella–. Además, no te prometo exclusividad.


Pedro se quedó helado.


–¿Qué has dicho?


–Lo que has oído.


Él la miró fijamente. Sus ojos ya no tenían el menor brillo de humor. Aparentemente, estaba furioso.


Pedro, eres un hombre muy atractivo, y yo prefiero que no me mientan –explicó con rapidez–. No espero que estés solo conmigo.


–Escúchame con atención, Paula. A mí tampoco me gusta que me mientan, así que te seré completamente sincero. Puede que no te ofrezca una relación estable, pero mientras estemos juntos, solo me acostaré contigo. Y espero que tú tampoco te acuestes con nadie más –sentenció.


Paula tragó saliva, sin saber qué decir.


–¿Cómo es posible que tengas tan mala imagen de mí? –continuó él, enfadado–. ¿Me crees un donjuán?


–¿Qué otra cosa puedo creer? –se defendió–. Te recuerdo que me besaste cuando aún no conocías ni mi nombre, y que hicimos el amor cuando apenas habíamos hablado diez minutos en total.


–Admito que no soy precisamente célibe, pero te prometo que tú serás la única mujer de mi vida mientras estemos juntos. Seré sincero y leal contigo, y espero que tú seas tan sincera y leal como yo.


Ella asintió.


Pedro la miró nuevamente a los ojos. Por algún motivo, no soportaba la idea de que Paula se acostara con otro hombre. 


La quería solo para él.


Sin decir nada, se puso sobre ella, la agarró por las muñecas y le estiró los brazos por encima de la cabeza, dejándola enteramente a su merced. Luego, admiró sus sensuales y apetecibles curvas y se preguntó de qué modo la iba a castigar por lo que había dicho sobre la exclusividad en su relación.


Paula se estremeció y cerró las piernas alrededor de su cintura, con fuerza. Él la había atrapado y ahora, ella lo había atrapado a él.


Sin timidez alguna, se arqueó y se apretó contra su sexo. En cuanto estuvo en su interior, se empezó a mover furiosamente, apasionadamente, con todo el hambre y la necesidad de la libertina que llevaba dentro.


Fue una experiencia desenfrenada y liberadora. Pedro le dijo lo que quería de ella y Paula le dijo lo que quería, cómo lo quería y cuándo lo quería. Hasta que, al final, él la llevó al orgasmo y se deshizo en su interior; en el interior de una mujer que era tan salvaje, tan orgullosa y tan juguetona como él mismo





AMANTE. CAPITULO 11





Paula se las arregló para no coincidir con ellos durante la primera mitad de la mañana del lunes. Sabía que habían llegado porque oyó sus voces. Se podría haber acercado a la ventana del pasillo, desde la que se veía el campo de juego, pero prefirió no mirar y se quedó en el despacho.


Sin embargo, la curiosidad pudo más que la cautela.


Al cabo de un rato, salió y se dirigió al vestuario; pero, en lugar de entrar, tomó el túnel que llevaba al campo de juego.


Los Knights estaban entrenando en una de las mitades de la cancha; en la otra había un grupo de jóvenes, un hombre alto y desgarbado y, por supuesto, Pedro, tan atlético e impresionante como de costumbre.


Por lo que pudo ver, el hombre alto era el ayudante de Pedro, y se encargaba de dirigir el entrenamiento de los adolescentes. Mientras uno organizaba los ejercicios, el otro daba las órdenes. Pero Paula había leído el programa del curso y sabía que iban a hacer algo más que correr y jugar al rugby; tenían talleres de todo tipo, desde redacción y lectura hasta técnicas de contención de la ira.


Se apoyó en la barandilla y se dedicó a observar al hombre de sus sueños. Como siempre, las hormonas se le revolucionaron y el pulso se le aceleró. Al cabo de un tiempo, los dos grupos se juntaron y se pusieron a jugar, pero Paula no apartó la vista de Pedro. Le gustaba tanto que se habría quedado allí todo el día, sin hacer otra cosa que mirarlo, como si fuera la admiradora que no admitía ser.


Diez minutos después, se produjo un revuelo y los jugadores formaron en círculo alrededor de una persona que estaba tumbada en el césped. Gabriel, el médico del equipo, apareció a toda prisa con un botiquín. Entonces, uno de los jugadores de los Knights se alejó del grupo y se dirigió al vestuario, apesadumbrado.


Paula lo reconoció al instante. Era un recién llegado al club, un novato que, en su equipo anterior, había tenido la mala fortuna de lesionar a un compañero, y la lesión había sido tan grave que se había visto obligado a abandonar el rugby. 


Paula supuso que el causante del problema había sido él y lo siguió hasta la entrada del túnel, para intentar animarlo.


El jugador se había apoyado en una pared y estaba sacudiendo la cabeza.


–No te preocupes. –Paula le puso una mano en el hombro–. No será nada. Gabriel está con él.


–Yo no pretendía…


–Por supuesto que no –dijo ella con suavidad–. El vuestro es un deporte duro, de contacto físico. Tiene sus riesgos. Y se producen accidentes.


–Lo sé, pero no quiero acabar con la carrera de otro compañero.


–Seguro que no ha pasado nada –insistió–. No te preocupes tanto. Eres un gran jugador. Todos tus compañeros lo saben, y confían en ti.


En ese momento, se oyó la voz del segundo entrenador.


–Paula tiene razón –dijo–. No ha pasado nada. Se ha llevado un buen golpe, pero no tendrá consecuencias de ninguna clase. Además, ha sido un placaje legítimo.


Un segundo después, llegaron Teo y el entrenador. El capitán guiñó un ojo a Paula, que se sintió aliviada.


–¿Lo ves? Anda, habla con tu entrenador y vuelve al campo.


–Gracias, Paula –dijo el jugador–. Gracias por tu apoyo.


–De nada…


Paula volvió al campo de juego y se encontró con Pedro, que se dirigía al túnel de vestuarios.


–Veo que conoces bien a los jugadores –dijo él.


–Qué remedio. Es necesario cuando llevas las relaciones públicas de un equipo. La gente los quiere conocer –explicó.


–¿Qué tal está? El otro tipo ya se ha recuperado.


–Creo que está bien. Es un hombre con una gran potencia física, pero estoy segura de que aprenderá a controlarla y se convertirá en un jugador maravilloso –contestó–. ¿Cómo están tus chicos?


–Algo asustados.


–Bueno, les habrá servido de lección. Así aprenderán que el rugby no está exento de riesgos –dijo.


–Sí, eso es verdad.


De repente, Paula se dio cuenta de que el hombre alto y desgarbado se había acercado a ellos. Estaba tan concentrada en Pedro que no lo había visto.


–Paula, te presento a Andres, el responsable de nuestra organización.


Ella le estrechó la mano.


–Encantado de conocerte.


–Lo mismo digo.


–¿Puedo pedirte un favor? Te he oído hablar con el jugador de los Knights. Has estado magnífica, y se me ha ocurrido que quizás podrías hablar con los chicos.


Pedro rio.


–No te tomes a mal el atrevimiento de Andres. Cuando quiere algo, siempre va directo al grano –explicó.


Andres sonrió y dijo:
–Sería magnífico para ellos. Como responsable de las relaciones públicas del equipo, sabrás muchas cosas que les pueden interesar. Y supongo que estarás acostumbrada a hablar con los jugadores, para que cambien de actitud y mejoren su imagen pública en uno u otro sentido.


–La actitud de algunos jugadores es imposible de cambiar –declaró ella con una sonrisa–. Pero, si crees que puedo echar una mano, cuenta conmigo.


Paula volvió al despacho y se dedicó a trabajar durante las cuatro horas siguientes, resistiéndose al deseo de acercarse a la ventana y mirar. Pero, a primera hora de la tarde, oyó música en el exterior y se llevó las manos a la cabeza.


Lo había olvidado por completo.


El estadio Contez era la sede de los Silver Knights, pero también de las Silver Blades, las animadoras que se encargaban de entretener al público antes de los partidos y durante el descanso. Y Paula había olvidado que practicaban allí todos los lunes por la tarde.


Salió del despacho y se dirigió a la cancha a toda prisa. 


Cinco de las animadores se habían acercado a Pedro y estaban charlando animadamente con él. Las cinco, con falditas cortísimas y cuerpos maravillosos. Eran unas chicas preciosas; tan guapas y sensuales que sintió un súbito acceso de celos.


–Maldita sea…


Justo entonces, él la vio y le dedicó un guiño y una sonrisa. 


Paula estuvo a punto de salir corriendo, pero se quedó allí porque habría sido demasiado obvio. Al cabo de unos segundos, Pedro se despidió de las animadoras y se plantó junto a ella.


–Veo que ya has encontrado la forma de satisfacer tus necesidades –declaró Paula.


–Bueno, me gustan las mujeres que no esconden lo que quieren –replicó.


Ella se ruborizó, pero contraatacó de todas formas.


–Afortunadamente, no todas las mujeres necesitan un hombre.


–¿Ah, no? ¿Es que te has comprado un vibrador y tienes orgasmos cada cinco segundos? –dijo él con sorna–. Si es así, olvídalo. Yo soy mejor que ninguna máquina.


Paula se quedó boquiabierta.


–Eres un… eres un…


–¿A quién intentas engañar, Paula? Es obvio que me deseas. No has dejado de mirarme.


–Me extraña que lo hayas notado entre tantos escotes…


Él volvió a sonreír.


–Estás celosa. Y no lo sabes disimular.


–Por mí, te puedes acostar con quien quieras. No es asunto mío. Me da exactamente igual –afirmó.


Pedro sacudió la cabeza.


–Qué cosas dices. Esas pobres animadoras no son de las que se van con un hombre a casa y se acuestan con él al cabo de unos minutos –ironizó.


–¿Me estás acusando de ser fácil?


Él soltó una carcajada.


–Tú eres cualquier cosa menos fácil, Paula.


–Eso es verdad. Y estoy muy lejos de tu alcance.


–De momento, sí –Pedro se acercó a ella y se quedó a un par de centímetros de distancia–. Pero me encanta que seas tan orgullosa. No eres de las que retroceden.


A decir verdad, Paula no se había quedado plantada por orgullo, sino porque las piernas le temblaban tanto que no se atrevía a moverse.


–Eres un grosero. Estás invadiendo mi espacio.


–Si te molesta, solo te tienes que apartar.


–Estoy bien donde estoy –dijo en tono desafiante.


Él inclinó la cabeza y le susurró al oído:
–Estás bien porque te gusta tenerme cerca.


Paula pensó que era verdad. Y también era verdad que habría dado cualquier cosa por pasarle los brazos alrededor del cuello y apretarse contra su cuerpo. Cuando estaban juntos, no podía pensar en otra cosa. De hecho, se alegraba enormemente de que Pedro no hubiera renunciado a seducirla.


Sin embargo, se apartó de él y se sentó en uno de los bancos. Aunque su paz no duró mucho, porque Pedro se sentó a su lado, le pasó un brazo por encima de los hombros y le acarició una mano con la naturalidad de un amante habitual.


–No voy a cambiar de opinión, Pedro.


Él se encogió de hombros.


–Si nos conociéramos un poco mejor, tal vez descubriríamos que no tenemos nada en común y nos dejaríamos de desear –observó.


–Dudo que funcionara. Me has hablado de ti y no parece que me desees menos.


Pedro decidió cambiar de estrategia.


–No te gustan, ¿verdad?


–¿De quién estás hablando?


–De las animadoras –respondió–. ¿Por qué no te gustan? ¿Es que te molesta que te quiten protagonismo? ¿Quieres ser la única chica sexy del barrio?


Ella no dijo nada.


–¿Por eso trabajas aquí, rodeada de hombres? –insistió él–. ¿Por eso vives sola? ¿Porque no quieres compartir piso con ninguna de tus amigas?


–Puede que sean ellas las que no quieren compartir piso conmigo. Puede que no les caiga lo suficientemente bien.


Pedro rio.


–Seguro que les caes bien. Será que prefieres estar con hombres.


Paula sacudió la cabeza, aunque la conversación le hizo pensar en uno de sus mayores problemas. Desde que se había mudado a Christchurch, estaba tan concentrada en el trabajo que ya no salía con nadie. Había perdido a su círculo de amigas y, paradójicamente, las animadoras eran las únicas chicas con las que había considerado la posibilidad de salir.


–Admítelo. Te gusta estar con los jugadores. Te encanta estar con hombres de éxito. Adoras el éxito.


–¿Crees que busco un hombre rico para echarle el lazo? –declaró con amargura–. Te equivocas por completo.


–¿En serio?


–Sí –dijo–. Llevo toda la vida con personas que tienen éxito. Mucho más éxito que unos cuantos jugadores de un equipo de rugby. No tienes ni idea de lo que dices… Tengo una hermana superinteligente y un hermano superinteligente. Y yo, una persona completamente normal, estoy atrapada entre dos genios. Lo último que necesito es un hombre que me haga sentir aún más pequeña.


Pedro la dejó hablar.


–Mis padres solo se han sentido orgullosos de mí en una ocasión, y fue porque había conocido a Claudio Richarson. Yo no he conseguido nada. No he hecho nada que merezca la pena. Mis hermanos son asombrosos; tienen tanto talento que ganaban todos los premios cuando estaban estudiando… Pero yo no gané ni uno, ni siquiera por participar –dijo con tristeza–. Mis padres solo se fijan en mí por los famosos que conozco.


–Oh, vamos, estoy seguro de que se sienten orgullosos de ti –declaró, intentando animarla–. Estás haciendo un gran trabajo en el club.


A Paula le habría gustado creerlo, pero no lo creía. Y, por algún motivo, ardía en deseos de conseguir la aprobación de sus padres.


–Eso no es cierto. Yo me limito a apoyar el trabajo de otras personas, de gente con mucho más éxito que yo. Es la historia de mi vida. Llevo tanto tiempo de segundona que no hay nada que se me dé mejor.


–Pero te gusta.


Ella lo miró y asintió.


–Sí, me gusta. Es un trabajo fantástico, aunque mi familia no lo crea.


–Pues hacen mal, porque la mayoría de la gente no sería capaz de hacer lo que tú haces. No soportarían la idea de trabajar a la sombra de otros, ni sabrían afrontar la inseguridad y la egolatría de esos jugadores.


–Es posible, pero no se puede decir que el mío sea un talento muy llamativo.


–No lo subestimes. Estás sola, y trabajar sola es extremadamente difícil. La mayoría necesita gente que los apoye


–¿Es que tú tienes gente que te apoya? Si no recuerdo mal, dijiste que tu chica te abandonó. Y en cuanto a tu familia…


–Ah, sí, mi familia –dijo con media sonrisa–. Mi madre nunca me perdonará por haber dejado la facultad de Medicina.


–¿Y tu padre?


–A mí padre no le importa nada –la sonrisa de Pedro desapareció por completo–. No sabes cuánto envidio a los jugadores del club. Te tienen a ti. Tú los apoyas.


–No sé qué decir… Comprendo que te sientas solo, pero ¿no has pensado que tu soledad podría ser precisamente lo que te dio fuerzas para luchar, el origen de tu éxito en los negocios? –preguntó.


Él se encogió de hombros.


–Podría ser…


–¿Por eso ayudas a esos chicos? ¿Para que tengan el apoyo que tú no tuviste?


Pedro lo pensó durante unos segundos.


–Apoyarlos no es tan importante como ofrecerles los conocimientos y las habilidades necesarias para que sean dueños de su propio destino. Para que sean capaces de pelear y salir adelante –respondió–. Algunos de esos chicos vienen de circunstancias mucho peores que las mías. Pero yo tuve la suerte de descubrir que el deporte me podía dar fuerza, confianza en mí mismo y disciplina.


–Lo comprendo, pero de ahí a elegir el boxeo…


Él rio.


–¿Es que no te gusta? No me digas que la relaciones públicas de un equipo de rugby piensa que el boxeo es un deporte demasiado violento –declaró con sarcasmo–. Ah, ya sabía yo que algunas cosas de mí te disgustarían.


–Seguro que hay más cosas de ti que me disgustan –replicó ella–. Pero, volviendo a lo que me estabas contando, ¿de dónde sacaste tiempo para dedicarte al boxeo? Pensaba que estabas muy ocupado.


–Y lo estaba. Pero cualquiera encuentra un rato para golpear un saco de boxeo… Además, tuve la suerte de conocer a un entrenador que se mostró dispuesto a enseñarme a horas intempestivas.


–¿Por qué?


–Porque yo era un jovencito lleno de rabia y pensó que el boxeo me podía ayudar –dijo–. Tenía razón.


–¿Por qué estabas lleno de rabia?


–Supongo que por las mismas cosas que todo el mundo –respondió–. Pero ya conoces varias cosas que no te gustan de mí, y yo no conozco ninguna de ti.


Ella suspiró.


–Está bien… Soy muy avariciosa.


–¿Avariciosa? –dijo él, arqueando una ceja–. No me lo creo.


–Pues lo soy.


–Si fueras avariciosa, estaríamos haciendo el amor ahora mismo –alegó–. Sé que lo deseas con toda su alma y, sin embargo, te mantienes tan lejos de mí como puedes. ¿Por qué, Paula? ¿Has tenido alguna experiencia romántica desagradable?


Paula parpadeó. Pedro le acababa de ofrecer la ocasión perfecta de quitárselo de encima. A diferencia de él, no se había quedado marcada por un ex que la había tratado mal, sino por su propio comportamiento. Se sentía culpable porque había mantenido una aventura con un hombre casado, y le disgustaba la idea de haber contribuido a la ruptura de una pareja.


Como no decía nada, él preguntó:
–¿No me lo vas a contar?


–Digamos que entonces era joven e inocente. Dejémoslo así.


–Está bien, no insistiré. Pero me lo tendrás que contar en otro momento.


Él le acarició la mejilla y ella se estremeció. Lo deseaba tanto que respiró hondo en un intento por tranquilizarse, pero no sirvió de nada. Cuando Pedro clavó la mirada en sus labios, se supo perdida. Le puso una mano en el pecho y se inclinó hacia él. El corazón le latía con fuerza, y su aroma era adictivo y embriagador a la vez.


Alzó la barbilla y, sin ser consciente de lo que hacía, le pasó la lengua por los labios. Hizo exactamente lo que deseaba.


La respuesta de Pedro no se hizo esperar. Pero fue completamente desconcertante. En lugar de rendirse a sus caricias, se levantó del banco, caminó hasta la barandilla y se quedó allí, lejos de su alcance.


–¿Me estás castigando por haberte rechazado?


Él sacudió la cabeza.


–En absoluto.


–¿Entonces?


–Solo intento demostrarte que soy capaz de refrenar mi deseo.


Ella se levantó y se acercó a él.


–Yo te he pedido eso…


–No sé… Puede que no lo haga por ti, sino por mí. Puede que esté cansado de perder el control cuando estoy contigo.


Paula guardó silencio una vez más.


–Supongo que a ti también te incomoda, ¿no? –dijo él, mirándola–. Que esta sensación sea tan fuerte…


Ella bajó la cabeza.


–Te daré una oportunidad más, para que decidas si quieres seguir adelante –continuó Pedro–. Porque, si volvemos a hacer el amor, no será solo una noche. Lo seguiremos haciendo durante una larga temporada. Será mejor que te prepares.


–No. No seré tu amante.


–Lo serás.


–Ya te he dicho que no quiero una aventura.


Paula alzó la barbilla, en gesto de desafío. Se sentía atrapada. Solo quería un hombre que cuidara de ella, un hombre que solo estuviera con ella. Pero se había encaprichado de uno que no buscaba una relación y que, además, se podía acostar con tantas mujeres como quisiera.


–Te puedo conceder una noche más, pero eso es todo –sentenció.


–No es suficiente –dijo él.


–Entonces, no hay nada que hablar. No voy a cambiar de opinión.


Él se alejó hacia la salida del estadio más cercana. Paula ni siquiera supo si le había oído hasta que dijo, sin darse la vuelta:
–Ya has cambiado de opinión.