jueves, 21 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 6





Pedro! –los tacones de Fernanda resonaban en el pasillo de piedra en sus prisas por alcanzar a su hermano.


–Ahora no, Fernanda.


Su hermana lo agarró del brazo, jadeando por la carrera y rebosante de preocupación y curiosidad.


–¿Qué ocurre?


Pedro esbozó una sonrisa irónica y se apoyó en la pared.


–Ojalá lo supiera.


¿Se había enterado ella de la boda y había decidido boicotearla? ¿O estaba actuando por encargo de alguien? A Pedro no le faltaban enemigos, y más de uno estaría encantado de cortar sus relaciones con la familia real.


–La gente se está haciendo preguntas, Pedro.


Él arqueó las cejas.


–Y respondiéndolas, supongo.


–Se preguntan si va a celebrarse la boda.


–O puede que esté loca, sencillamente –murmuró él, apartándose de la pared y reanudando la marcha.


–¿Qué?


–No, no va a haber boda –respondió mientras se quitaba la corbata.


–¿Estás bien?


–Sí –¿sería casualidad que las negociaciones con Medio Oriente se encontraran en una fase extremadamente delicada? La familia real era relativamente progresista y de mente abierta, pero media docena de sus miembros habían asistido al escándalo...


Intentó no rememorar la escena, pues no podía permitirse perder los nervios. Necesitaba tener la cabeza despejada para salvar el contrato de su vida, y para ello necesitaba atenerse a los hechos y saber que no lo esperaban nuevas sorpresas... Ya habría tiempo para encargarse de la Chica, o incluso de besarla, pensó al recordar sus carnosos labios.


Una imagen de su rostro apareció en su mente. Era increíble lo bien que la recordaba después de tanto tiempo.


–¿Cómo la conociste? –le preguntó Fernanda.


–¿A quién?


–A Paula, la hermana de Marcos.


Pedro se detuvo y se giró hacia su hermana, quien tuvo que frenar en seco para no chocarse con él.


–¿Marcos? ¿El chico del mes pasado...?


Frunció el ceño al recordar los rasgos del joven. Los amiguitos de Fernanda eran todos iguales, pero aquel se había mostrado especialmente ansioso por dar una buena imagen. Con una sonrisa infantil que seguramente le daba buenos resultados, había hecho el ridículo al intentar vender su última aventura empresarial.


–Lo dices como si saliera con un chico cada... De acuerdo, lo admito –concedió su hermana con una mueca–. No duramos mucho. Corté con él cuando empezó a hablar demasiado en serio. Esa mujer, Paula, es su hermana melliza.


–¿La conoces?


–No, pero él me enseñó algunas fotos, y un pelo como el suyo es inconfundible... Pero ¿por qué me lo preguntas? 
Deberías saberlo si te has...


–¡No me he acostado con ella! –exclamó Pedro.


–¿En serio? –su hermano la fulminó con la mirada y ella levantó las manos en un gesto de rendición–. Está bien, te creo.


La única que lo creía, pensó él amargamente.


–¿Por qué no?


–¿Por qué no qué?


–¿Por qué no te acuestas con ella? Es una mujer muy atractiva...


–Hasta hace unos minutos estaba comprometido, y solo vi a esa chiflada una vez, hace seis años.


Fernanda abrió los ojos como platos.


–¿Seis...? Vaya, sí que debiste de causarle impresión. ¿Se puede saber qué le hiciste?


No lo que le hubiera gustado hacerle, desde luego.


–Se comportaba como si te odiara a muerte, Pedro.


–Tú también te has dado cuenta, ¿no?


–No parecía que estuvierais juntos. No es tu tipo de mujer, ¿verdad?


–Supongo que lo dices porque está loca de remante... ¿La familia de tu novio tiene problemas mentales o qué?


–No es mi novio, pero no conoce a su familia... A él y a su hermana los encontraron abandonados en la puerta de una iglesia. Él tenía cortes por todo el cuerpo. La noticia causó un gran revuelo en su día.


–¿No saben quiénes son sus padres?


–No, solo se tienen el uno al otro, un poco como nosotros.



****


Las voces de los hombres penetraron en la niebla que envolvía a Paula. Era una sensación confusa pero reconfortante. Sabía que se despejaría de un momento a otro, y ella preferiría seguir así.


–¿Está despierta?


Paula mantuvo los ojos cerrados, pero vio el destello de luz a través de los párpados. Deseó que alguien abriera una ventana, porque el olor a incienso y a crisantemos hacía casi irrespirable el aire. El hombre que había hablado tenía una voz tan grave y profunda que le erizó los pelos de la nuca.


–Sí, solo ha sufrido un desvanecimiento. Afortunadamente cayó sobre el sombrero de alguien.


–Gracias, ya me ocupo yo.


–¿Estás seguro, Pedro? Puedo quedarme y...


Paula no oyó el resto de la conversación en voz baja, pero sintió el aire fresco en la cara al abrirse y cerrarse una puerta.


–Puedes levantarte. Sé que estás fingiendo.


La voz sonaba cansada y aburrida, pero Paula se indignó. No estaba fingiendo nada.


–¿Qué estoy haciendo aquí? –preguntó, girándose lentamente hacia la voz. Tenía la cabeza sobre una almohada y estaba tendida sobre una superficie dura y polvorienta.


Apretó los dientes y abrió los ojos. Le costó un enorme esfuerzo separar los párpados, así como enfocar la vista en el hombre que le hablaba. Estaba de pie ante una ventana, recortado contra la luz que se filtraba por la vidriera de colores.


Pero no le hacía falta el efecto lumínico para parecer arrebatadoramente atractivo. La imagen de su ancha frente, sus pómulos marcados y sus labios sensualmente esculpidos era impresionante, pero era la dura intensidad de su mirada lo que la hizo encogerse de miedo.


–Me lo has quitado de la boca –repuso él.


Entonces lo recordó todo y comprendió la razón de su miedo. Lo había hecho. Lo había hecho de verdad...


Debería sentirse eufórica por haberle dado su merecido a aquel hombre tan ruin y despreciable. Pero descubrió que la venganza no era tan gratificante como había imaginado. Intentó mantener la calma y se mojó los labios con la lengua.


–¿No deberías estar casándote? –la virilidad que desprendía resultaba mucho más escalofriante en la habitación cerrada.


–Debería, sí.


Se había quitado la corbata y abierto el cuello de la camisa, y Paula apartó la mirada de la piel morena que quedaba a la vista, disgustada con sus alteradas hormonas.


–¿Quieres decir que no...?


–La boda se ha cancelado. ¿No era ese el plan? –le preguntó arqueando una ceja.


Ella cerró los ojos para protegerse de su mirada inquisidora. 


Aparte de querer humillarlo igual que había hecho él, no había pensado mucho en lo que estaba haciendo. Tenía un vago propósito de destrozarlo, o al menos de demostrarle lo que le ocurría a quien jugaba con los gemelos Chaves.


Pero el hombre que tenía delante no parecía destrozado en absoluto. Era frío como el hielo. Paula respiró profundamente y se incorporó en el sofá.


–La verdad es que no.


–Entonces, ¿qué esperabas exactamente?


Ella se encogió de hombros. «Buena pregunta, Pau».


–¿No se te ocurrió pensar en las consecuencias? –insistió él con el rostro endurecido.


–No imaginé que ella dejara escapar a alguien tan rico como tú –oyó cómo ahogaba un gemido y lo miró con expresión desafiante–. Y no me lamento por ello.


–Eso ya lo has dicho, pero puede que cambies de opinión –lo dijo en tono afable, pero la tácita advertencia le provocó a Paula un escalofrío.


Pedro no había creído posible que se pusiera aún más pálida, pero así fue. Su piel clara era fascinante... ¿O quizá era solo una impresión suya? Apartó el pensamiento, molesto consigo mismo. Admitir que había una grieta en su autocontrol sería admitir una debilidad, y él siempre se había enorgullecido de mantener la sangre fría con las mujeres.


Ella levantó la barbilla, redonda y con un sugerente hoyuelo, y lo miró con un brillo desafiante en sus expresivos ojos azules.


–¿Eso es una amenaza?


Pedro vio cómo arqueaba una ceja. Todas sus facciones eran exquisitamente delicadas, salvo su boca. Terriblemente provocativa...


–Es una pregunta retórica –aclaró ella–. No soy tonta. Si vas a hacer que me detengan, adelante –le ofreció las manos cruzadas por las muñecas.


Pedro las miró durante unos instantes.


–Las esposas no son lo mío. ¿Son lo tuyo, quizás?


¿Qué sería lo suyo?, se preguntó Paula. Las posibles respuestas la abrasaron por dentro.


Avergonzada, fijó la vista en sus manos y en sus largos y elegantes dedos que continuaban ejerciendo una peligrosa fascinación en ella.


–Tienes una mente muy sucia... –«igual que tú, Pau»–. Sabía que eras de ese tipo de hombres.


Lo que no había tenido tan claro hasta ese momento era hasta qué punto podía desbocarse su imaginación. Si hubiera sido cualquier otro hombre habría sido un alivio. 


Cada vez estaba más convencida de que, si bien no era frígida, no sabía nada sobre el sexo. Una vida de celibato era mil veces preferible a sentirse atraída por hombres como él...


–Parece que te hace feliz tener razón, pero también podría ser un golpe de suerte... Podrías haber representado tu escena y luego haber descubierto que era una persona amable y bondadosa. La verdad es que me siento halagado por causarte una impresión semejante hace seis años.


Ella soltó una brusca risotada y apoyó los pies en el suelo.


–Te recuerdo igual que me acordaría de haber tomado una dosis de veneno –el pelo que le caía ondulado hacia delante cautivó la mirada de Pedro hasta que ella se puso a mirar bajo el sofá–. ¿Dónde están mis zapatos? Quiero irme a casa.


–¿Así de simple?


Paula intentó reprimir el escalofrío que le recorrió el cuerpo.


–¡No puedes impedírmelo! –se mordió el labio y lo miró furiosa.


–Creo que al menos me debes una explicación, ¿no?


–¡No te debo nada!


–¿De verdad crees que puedes irte como si nada después de lo que has hecho? Piénsalo bien –le sugirió. Se acercó a la ventana, donde una mariposa se chocaba impotentemente contra el cristal, y la abrió para que el insecto volara hacia la libertad–. ¿Te ha metido alguien en esto?


Paula parpadeó con asombro. Había algo hipnótico en la forma en que se movía.


–No sé de qué hablas... Ah, ya, tú eres de esos que ven conspiraciones por todos lados –sonrió–. Creo que se conoce como paranoia.


–¿Esperas que me crea que después de seis años decidiste vengarte de mí solo por haberte arruinado el fin de semana con tu amante casado? –puso una mueca al pensar en Adrian, exmarido de la doctora–. Espero que el tiempo y la experiencia hayan mejorado tus gustos.


Paula volvió a reírse para camuflar su indignación y su vergüenza.


Experiencia... Algún día tal vez conociera a un hombre dispuesto a ir a su ritmo, pero era más probable que le tocase la lotería.


–¿Solo? –gritó–. ¡Será culpa tuya que nunca vuelva a...! –cerró la boca y los ojos, horrorizada por lo que había estado a punto de soltar. Una manera mejor de vengarse habría sido mandarle las facturas del psiquiatra.


Que el único hombre con el que deseara acostarse fuera él no decía mucho sobre su salud mental.


Él arqueó una ceja.


–¿Nunca...?


Ella sacudió fuertemente la cabeza e intentó deshacer el nudo que le oprimía la garganta.


–Tú lo empezaste. Te atribuiste el papel de juez, jurado y verdugo cuando decidiste ponerme en ridículo delante de...


–De un puñado de personas que no te conocían, no de cientos que me conocían a mí. Como venganza me parece un poco exagerada. Puede que no te gustara lo que te dije, pero era la verdad.


–¡Era tu verdad! –exclamó ella con ojos llameantes. No había cambiado nada... seguía siendo el mismo cretino crítico.


–Cariño, no creo que seas la más indicada para hablar de honestidad cuando te pones en pie delante de todos y sueltas una mentira por tu bonita boca –bajó la mirada al vientre plano–. ¿De verdad estás embarazada?


–¿Cómo te atreves?


–¿Atreverme? –repitió él con una risa incrédula–. Me dices delante de cientos de personas que soy el padre de tu hijo... perdóname por ser insensible, ¡pero claro que me atrevo! ¿No te das cuenta de que bastaría una simple prueba de ADN para desmontar tu acusación? Y, si sigues adelante con esto, mis abogados harán que lo pagues muy caro e impedirán que se publique ni una palabra en la prensa. Y te advierto que no respondo bien al chantaje.


–Ni yo a las amenazas –replicó ella–. ¡Y no estoy embarazada! Si lo estuviera, tú serías el último hombre de la tierra al que quisiera como padre de mi hijo.


–¿No estás embarazada? –preguntó él sin ofenderse.


–No quiero tener hijos –respondió ella sin pensar.


–¿No tienes vena maternal?


Paula sabía muy poco sobre la vena maternal, pero sí sabía que había muchos niños sin hogar y muy pocas personas dispuestas a ofrecérselo. Hacía mucho que había tomado la decisión de que, si alguna vez tenía un hijo, sería un niño adoptado.


–No puedes evitarlo, ¿verdad? Te encanta juzgar a las personas.


–No ha sido una crítica –respondió él. Al menos era honesta, pensó mientras endurecía la expresión al pensar en la despedida de Elisa: «Crees que lo sabes todo, ¡pero no tenía intención de quedarme embarazada y echar a perder mi figura!».


Sus miradas libraron un duelo silencioso que duró hasta que llamaron a la puerta.


Paula giró la cabeza y vio entrar a la chica a la que Marcos amaba. La foto de su móvil mostraba su belleza pero no la vitalidad ni la picardía que brillaban en sus ojos marrones.


–Té con azúcar y un sándwich, es todo lo que he podido traer.


Pedro le quitó la bandeja y la dejó en el alféizar de la ventana.


–Hola –la chica saludó a Paula con la mano–. ¿Cómo está Marcos?


La inesperada pregunta traspasó a Paula como un cuchillo afilado.


–Todo lo bien que podría estar –un sonido a medias entre un sollozo y una risotada escapó de sus labios–, teniendo en cuenta que se estrelló contra una farola y que nunca más podrá volver a caminar.


Fue como si todo sucediera a cámara lenta. El bonito y radiante rostro de la chica se contrajo en una mueca de espanto, pero, antes de que sus grandes ojos marrones se llenaran de lágrimas, su hermano la abrazó y la sacó de la habitación. La mirada que le echó a Paula antes de salir no prometía nada bueno, y ella pensó que quizá se lo tuviera merecido.


La puerta se quedó entreabierta y Paula podía oír las voces, pero no lo que estaban diciendo. Miró alrededor, sintiendo el escozor de las lágrimas y un nudo en la garganta. Las paredes blancas estaban desnudas, salvo por un par de candelabros con velas a medio consumir. Aparte del sofá donde estaba sentada, el único otro mueble era una silla. Se puso rígida cuando la puerta se abrió y cerró sin hacer ruido. 


Él lo hacía todo con sigilo, como un gato acercándose a su presa. Se detuvo ante la cama y esperó en enervante silencio. Así transcurrieron veinte agobiantes segundos, hasta que Paula no pudo soportarlo más. O decía algo o se pondría a gritar.


–No era mi... –no había ido allí para disculparse, pero era cierto que no pretendía hacerle daño a la chica. Lo único de lo que Fernanda Alfonso era culpable era de tener un hermano desalmado y manipulador–. No era mi intención castigar a tu hermana –se mordió el interior de la mejilla, invadida por una ola de culpa–. ¿Está bien?


Pedro le costó dominar su furia. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a fingir preocupación?


–¿Por qué te importa tanto? Mira, a mí puedes atacarme si quieres. Sé cuidar de mí mismo –se acercó y bajó la voz a un murmullo amenazador–. Pero si le haces algo a mi hermana lo lamentarás.


Solo el orgullo impidió a Paula retroceder ante la fría amenaza de sus ojos.


–No quería hacerle daño a tu hermana, ¡quería hacértelo a ti!


Estaba siendo demasiado honesta, pensó mientras esperaba nerviosamente su reacción. Que él se limitara a arquear una ceja le resultaba más desconcertante que tranquilizador.


Era difícil conservar la dignidad estando descalza y con aquel vestido ceñido a sus caderas.


–No creí que ella te dejaría.


–¿Eso es una disculpa?


–No, es... –se detuvo y lo miró con asombro–. ¿Lo has hecho antes... pero de verdad?


Su expresión se cubrió de gélido desdén.


–Puede que las compañías que frecuentas lo hagan, pero hay personas que no engañan a sus parejas.


«¿Y tú sí?», se preguntó ella, mirando cómo él se sacaba el móvil del bolsillo. Escribió algo rápidamente y volvió a guardárselo.


–No tengo mucho tiempo.


–No dejes que yo te entretenga.


Él volvió a mirarla fijamente.


–¿Es cierto lo que dijiste de tu hermano?


La pregunta ofendió a Paula.


–¿Por qué iba a mentir sobre eso?


–¿Por qué ibas a mentir sobre que yo soy el padre de tu hijo?


–Ya te lo he dicho.


–Sí, ya, para aguarme la fiesta, ¿no? –ladeó la cabeza y batió las palmas–. Pues ni te imaginas hasta qué punto lo has conseguido –bajó las manos y la escrutó intensamente con la mirada–. ¿Qué le pasó exactamente a tu hermano?


Paula tragó saliva y parpadeó fuertemente para contener las lágrimas.


–Puede quedarse postrado en una silla de ruedas el resto de su vida –no era la peor posibilidad, pero Paula no quería pensar en ello–. ¿Por qué lo preguntas? Te importa un pimiento lo que le pase, ¿verdad?


–No le desearía eso a nadie –respondió él, preguntándose cómo reaccionaría si estuviera en lugar del otro hombre. 


Ojalá nunca tuviera que descubrirlo.


Ella soltó una amarga carcajada.


–¿Ni siquiera al hombre que no era lo bastante bueno para casarse con tu hermana?


–¿Casarse? –repitió él con el ceño fruncido.


–No te molestes en fingir... Sé lo que hiciste.


Pedro respiró profundamente para controlarse. Cada vez que ella abría la boca crecía el deseo de agarrarla, pero si le ponía las manos encima...


Lo había sabido desde el momento que la vio en la iglesia. 


Deseaba a aquella mujer, y si la tocaba estaría perdido.


–No tengo ni la menor idea de lo que estás hablando.


–Estaban enamorados –se quedó momentáneamente distraída por el músculo que se contraía y relajaba en la mejilla de Pedro. Aquel hombre debería llevar una señal de advertencia para que las mujeres no se vieran arrastradas a su campo magnético–. Tú... tú los separaste porque eres un esnob que se permite juzgar a quien no conoce. ¡No tienes corazón!


Escupida la acusación, bajó la mirada a su pecho y se imaginó posando la mano sobre su piel cálida y sintiendo los latidos de su corazón. Rápidamente sacudió la cabeza para borrar la imagen y la reacción que le provocaba.


Él arqueó las cejas. Era mucho más atractiva cuando daba rienda suelta a su temperamento.


–Si estuvieran enamorados habría sido imposible separarlos. ¿No dicen que el amor todo lo puede?


Pedro era inocente, pero en el fondo sabía que, si hubiera habido una posibilidad real de que Fernanda se casara con aquel insípido joven, él habría hecho lo que fuera por impedirlo. Le gustaba creer, sin embargo, que habría sido más sutil.


Al pensar en la reacción de Fernanda a una prohibición por su parte le hizo esbozar un atisbo de sonrisa.


Al verla, Paula sintió que volvía a arderle la sangre.


–Para ti no es más que un chiste, ¿verdad? –lo acusó–. Ni siquiera tienes agallas para admitir que lo hiciste porque mi hermano no fue a los mejores colegios ni lo recibió todo en bandeja de plata en vez de ganárselo con el sudor de su frente. No te atrevas a negarlo –añadió casi sin aliento.


–No pensaba hacerlo –le aseguró él con una triste sonrisa. La idea de justificarse ante aquella marimacho resentida le resultaba insoportablemente ofensiva.


–Todo iba bien, hasta que lo llevó a casa para presentártelo.


–Todos los días se rompen relaciones –la cortó él con un gesto impaciente–. Según tú, yo soy el responsable de que a tu hermano le rompieran el corazón. Puede ser, pero ¿y el resto? No entiendo muy bien dónde está mi culpa... ¿Tuvo un accidente? ¿Qué tipo de accidente?


–Marcos vino a verme después de que Fernanda rompiera con él. Al marcharse estaba destrozado... de lo contrario nunca habría bebido.


–¿Había bebido?


El tono de acusación hizo que Paula saltara en defensa de su hermano.



–Solo una copa de más.


Él aceptó la patética excusa con una sonrisa desdeñosa.


–Y había niebla... –añadió Paula con voz débil–. Él nunca conduce si bebe... y no lo habría hecho aquella noche si tú no hubieras intervenido. Tú tienes la culpa del accidente.


¿Y si ella hubiera mostrado más comprensión hacia su hermano? Paula cerró los ojos, incapaz de enfrentarse a su conciencia.


Pedro vio cómo se balanceaba sobre los talones y con los ojos cerrados.


–¿Estás bien? –le preguntó con una preocupación que no quería sentir.


Ella abrió los ojos, llenos de lágrimas y desprecio.


–No te preocupes, no voy a volver a desmayarme –sorbió por la nariz y se secó las lágrimas con la mano.


Pedro se consideraba inmune al llanto de una mujer, pero aquel sorbido lo hizo sentirse... ¿Incómodo? No era la palabra justa, pero el gesto le había tocado una fibra sensible.


–Siéntate –ordenó, transformando su preocupación en impaciencia. Le importaba un bledo lo que le ocurriera a una mujer que había puesto su vida patas arriba, pero no quería que se desmayara a sus pies.


–No necesito sentarme –replicó ella–. Me voy a casa.


Apenas había dado dos pasos cuando una voz interior le reprochó que estuviera huyendo otra vez. Apretó los dientes y se dio la vuelta. Esa vez sería ella la que tuviera la última palabra.


–¿Por qué deberías seguir llevando una vida perfecta cuando por culpa tuya la vida de mi hermano está hecha pedazos?